8

A la mañana siguiente Hernando se levantó al alba. Hizo sus abluciones y atendió a la llamada de Hamid a la primera oración del día. Se inclinó dos veces y recitó el primer capítulo del Corán y la oración del conut antes de sentarse en tierra apoyando el costado derecho para continuar con la bendición y terminar entonando la paz. Sus hermanastros, también levantados, trataron de imitarle, balbuceando unas oraciones que no dominaban. Luego volvió a curar las mataduras de la mula y tras desayunar se encaminó a casa de Hamid. ¡Tenía tantas cosas que contarle! ¡Tantas preguntas que formularle! Los cristianos de Juviles todavía permanecían encerrados en la iglesia a pan y agua; Hamid insistía en procurar su conversión al islam. Sin embargo, al llegar a las cercanías de la iglesia, encontró a mujeres, niños y ancianos alborotados. Se unió a un grupo que se había reunido alrededor de los restos de la destrozada campana de la iglesia.

—Hamid conoce bien nuestras leyes —sostenía uno de los ancianos.

—Hace muchos años —musitó otro— que no se juzga a ningún musulmán conforme a nuestras leyes. En Ugíjar…

—¡En Ugíjar nunca se nos ha hecho justicia! —le interrumpió el primero.

Un murmullo de asentimiento recorrió el grupo. Hernando observó a la gente del pueblo: a los ancianos, a los niños y a las mujeres que no habían participado en la revuelta y que ahora caminaban en dirección al castillo. Aisha iba entre ellos.

—¿Qué sucede, madre? —le preguntó cuando llegó hasta ella.

—Tu padre ha llamado al castillo a Hamid —le contestó Aisha sin detenerse—. Van a juzgar a un arriero de Narila que ha robado una joya.

—¿Qué le harán?

—Unos dicen que le azotarán. Otros que le cortarán la mano derecha y algunos que lo matarán. No sé, hijo. Hagan lo que hagan —escuchó que decía su madre sin dejar de andar—, se merece cualquier cosa. Tu padrastro siempre me hablaba de él: hurtaba de las mercaderías que transportaba. Había tenido bastantes problemas y pleitos con moriscos, pero el alcalde mayor de Ugíjar siempre salía en su defensa. ¡Qué vergüenza! ¡Una cosa es robar a los cristianos, y otra a los de tu raza! Se cuenta que era amigo de…

Dejó de escuchar a su madre para revivir la discusión de su padrastro con el Partal y el posterior cruce de miradas que habían sostenido ambos arrieros tras la negativa de Brahim a saludarle. ¡Brahim era capaz de muchas cosas, pero nunca habría robado a un musulmán! Aisha siguió caminando; hablaba y gesticulaba junto a las demás mujeres, que asentían con parecidos aspavientos.

Hernando no continuó. No quería estar presente en el juicio. Seguro…, seguro que el arriero de Narila le echaba la culpa en público.

—Tengo que curar a las mulas —se excusó en el momento en que un grupo de niños le adelantó corriendo.

Un escalofrío surcó la piel del muchacho. ¡Matarlo…! ¿Y por qué no? ¿Acaso no había intentado hacerlo él? De no haber sido por la Vieja… ¿Acaso no le había amenazado con la muerte? ¿Y Gonzalico? Se había vengado cruelmente en el niño… aunque su actuación tampoco había sido más atroz que la de los demás moriscos. Apartó aquellos pensamientos de su mente. Hamid decidiría, sí: seguro que dictaba la sentencia acertada.

El juicio se inició tras la oración del mediodía y se prolongó durante toda la tarde. Ubaid negó haber hurtado la cruz, e incluso puso en duda la capacidad de Hamid para juzgarle.

—Cierto —reconoció el alfaquí, que sostenía en las manos la cruz encontrada entre las guarniciones de la mula—. No soy un alcall; ni siquiera, después de tantos años, puedo considerarme un alfaquí. ¿Prefieres que no te juzgue yo?

El arriero observó cómo algunos de los hombres que se congregaban en torno al juez llevaban la mano a sus dagas y espadas, y hacían ademán de adelantarse; sólo entonces reconoció la autoridad de Hamid. Ubaid no consiguió ningún testimonio a su favor: nadie contestó positivamente a las preguntas con que Hamid iniciaba sus interrogatorios.

—¿Testimonias tú que el llamado Ubaid, arriero de Narila, es un hombre de derecho y que nada hay que decir de él, que realiza la profesión de fe y sus purificaciones y que es bueno en la ley de Muhammad, bueno en su tomar y bueno en su dar?

Todos alegaron los numerosos problemas que el arriero había tenido con sus hermanos en la fe. Incluso dos mujeres se adelantaron sin haber sido llamadas a testificar, y, como si quisieran apoyar las declaraciones de sus hombres, aseguraron haberle visto la noche anterior cometiendo adulterio.

Hamid hizo oídos sordos a las acusaciones que un desesperado Ubaid lanzaba contra Hernando, y sentenció que le cortasen la mano derecha por ladrón. Sin embargo, como el cargo de adulterio no había sido debidamente probado por cuatro testigos, también ordenó que las dos mujeres que habían testificado a ese respecto recibieran ochenta azotes, tal y como marcaba la ley musulmana.

Antes de ocuparse del castigo del arriero, Brahim se dispuso a ejecutar la pena contra las dos mujeres. Se había procurado una fina vara e interrogó a Hamid con la mirada cuando le presentaron a las condenadas.

El alfaquí les preguntó si estaban preñadas. Ambas negaron, y entonces se dirigió a Brahim:

—Azótalas suavemente, contén tu fuerza —ordenó—. Así lo dice la ley.

Las dos mujeres dejaron escapar un suspiro de alivio.

—Quítales las marlotas y las pieles que llevan, sin llegar a desnudarlas. Tampoco les ates los pies o las manos… a no ser que pretendan huir.

Brahim se esforzó por cumplir las órdenes de Hamid. Con todo, ochenta azotes, aun suaves, terminaron por originar unas finas líneas de sangre en las camisas de las mujeres, que rápidamente se extendieron por sus espaldas.

En el centro del castillo, antes del anochecer, frente a centenares de moriscos en silencio, Brahim cercenó la mano derecha del arriero de Narila de un violento golpe de alfanje. Ubaid ni siquiera le miró: arrodillado, alguien sujetaba su antebrazo extendido sobre el tocón de un árbol a modo de tajo. No gritó en el momento en que su mano se separó por la muñeca, ni al aplicarle un torniquete, pero sí lo hizo después, cuando le introdujeron el brazo en un caldero lleno de vinagre y sal pistada.

Sus aullidos erizaron el vello de los moriscos.

Y de todo ello tuvo cumplida cuenta Hernando esa misma noche, a la vuelta de su madre, mientras cenaba.

—Al final ha dicho que fuiste tú quien robó la cruz. Una y otra vez. No paraba de gritar y llamarte nazareno. ¿Por qué te ha acusado ese canalla? —le preguntó Aisha.

Con la boca llena y la vista en el plato, Hernando abrió las manos y se encogió de hombros.

—¡Es un miserable! —contestó sin mirar a su madre y con la boca aún llena. Luego se introdujo con rapidez otro pedazo de carne en la boca.

Esa noche no se atrevió a ir a casa de Hamid y le costó conciliar el sueño. ¿Qué habría pensado él de las acusaciones del arriero? ¡Había sentenciado que le cortaran la mano derecha! El arriero no dejaría las cosas así. Sabía que había sido él. Seguro. Pero ahora… ahora le faltaba la mano derecha, aquella con la que había empuñado el cuchillo en su contra. Con todo, debía andar con ojo. Se revolvió sobre la paja en la que dormitaba. ¿Y Brahim? Su padrastro se había extrañado de que le instara a revisar las mulas. ¿Y los demás presentes? ¡Aquel maldito apodo! Si antes había sido el nazareno para la gente de Juviles, ahora lo sería para los habitantes de todas las Alpujarras.

A la mañana siguiente tampoco se decidió a visitar a Hamid, pero a mediodía el alfaquí le mandó llamar. Lo encontró junto a la iglesia, al sol del frío invierno, en el mismo lugar en el que se hallaban los restos de la campana, sentado sobre el pedazo más grande de ellos con la espada del Profeta a sus pies. Frente a él, ordenadamente alineados en el suelo, se hallaba una multitud de niños, oriundos de Juviles o venidos del castillo. Algunas mujeres y ancianos observaban. Hamid le hizo señas de que se acercase.

—La paz sea contigo, Hernando —le recibió.

—Ibn Hamid —le corrigió el muchacho—. He adoptado ese nombre…, si no tienes inconveniente —tartamudeó.

—La paz, Ibn Hamid.

El alfaquí clavó su mirada en los ojos azules de Hernando. No necesitó más: pudo leer la verdad en ellos en un solo instante. Hernando agachó la cabeza; Hamid suspiró y miró hacia el cielo.

Los dos se alejaron unos pasos del grupo de niños, no sin que antes el alfaquí hubiera encargado a uno de ellos que vigilara su preciado alfanje.

Hamid dejó transcurrir unos instantes.

—¿Te arrepientes de lo que hiciste o tienes miedo? —inquirió después.

Hernando, que había esperado un tono más áspero, meditó la pregunta antes de responder:

—Quiso convencerme de que robara el botín. Intentó matarme en una ocasión y me amenazó con hacerlo de nuevo.

—Quizá lo haga —reconoció Hamid—. Tendrás que vivir con eso. ¿Vas a enfrentarte a ello o piensas huir?

Hernando le observó: el alfaquí parecía leerle los pensamientos más ocultos.

—Es más fuerte… incluso sin una de sus manos.

—Tú eres más inteligente. Utiliza tu inteligencia.

Los dos se miraron durante un largo rato. Hernando intentó hablar, preguntarle por qué le había protegido. Dudó. Hamid permanecía inmóvil.

—Dicen nuestras costumbres que el juez nunca actúa con injusticia —dijo por fin el alfaquí—. Si altera la verdad, es para hacerse útil. Y yo estoy convencido de haber sido útil a nuestro pueblo. Piensa en ello. Confío en ti, Ibn Hamid —le susurró entonces—. Tus razones tendrías.

El muchacho trató de hablar, pero el alfaquí se lo impidió.

—Bien —añadió de repente—, tengo mucho que hacer, y todos estos niños necesitan aprender el Corán. Hay que recuperar muchos años perdidos.

Se volvió hacia el grupo de críos, que ya daban muestras de impaciencia, y les preguntó en voz alta:

—¿Quiénes de vosotros conocéis la primera sura, al-Fatiha? —preguntó, mientras recorría, cojeando, los pasos que lo separaban de ellos.

Bastantes de ellos alzaron la mano. Hamid señaló a uno de los mayores y le indicó que la recitase. El chico se puso en pie.

Bismillah ar-Rahman ar-Rahim, «En el nombre de Dios el Clemente, el Misericordioso…».

—No, no —le interrumpió Hamid—. Despacio, con…

El muchacho volvió a empezar, nervioso.

Bismillah…

—No, no, no —volvió a interrumpirle pacientemente el alfaquí—. Escuchad. Ibn Hamid, recítanos la primera sura.

Susurró la palabra «recítanos».

Hernando obedeció e inició el rezo al tiempo que se mecía con suavidad:

Bismillah…

El muchacho finalizó la sura y Hamid dejó transcurrir unos instantes con ambas manos abiertas y los dedos doblados; las giraba rítmica y pausadamente a ambos lados de su cabeza, junto a las orejas, como si aquella oración fuese música. Ninguno de los niños fue capaz de desviar la mirada de aquellas manos enjutas que acariciaban el aire.

—Sabed que el árabe —les explicó a continuación— es la lengua de todo el mundo musulmán; aquello que nos une sea cual sea nuestro origen o el lugar en el que vivimos. A través del Corán, el árabe ha alcanzado la condición de lengua divina, sagrada y sublime. Debéis aprender a recitar rítmicamente sus suras para que resuenen en vuestros oídos y en los de quienes os escuchan. Quiero que los cristianos de ahí dentro —señaló hacia la iglesia— oigan de vuestras bocas esa música celestial y se convenzan de que no hay otro Dios que Dios, ni otro profeta que Muhammad. Enséñales —finalizó dirigiéndose a Hernando.

Durante los dos días siguientes, Hernando no tuvo oportunidad de hablar con Hamid. Cumplía con sus obligaciones para con las mulas a la espera de que llegaran órdenes de Brahim, se encargaba de los pocos trabajos de la época en el campo y el resto lo dedicaba a enseñar a los niños.

El día 30 de diciembre Farax pasó por Juviles al mando de una banda de monfíes, y antes de partir de nuevo ordenó la inmediata ejecución de los cristianos retenidos en la iglesia.

Farax el tintorero, nombrado alguacil mayor por Aben Humeya, no sólo se dedicó, como le había ordenado el rey, a recoger el botín incautado a los cristianos, sino que decretó la muerte de todos aquellos mayores de diez años que todavía no hubieran sido ejecutados, añadiendo que sus cadáveres no fueran enterrados sino abandonados para que sirvieran de alimento a las alimañas. También mandó que ningún morisco, so pena de la vida, escondiera o diera asilo a cristiano alguno.

Hernando y los componentes de su improvisada escuela presenciaron cómo los cristianos de Juviles abandonaban la iglesia desnudos, renqueantes, muchos enfermos, y con las manos atadas a la espalda, en dirección a un campo cercano. Arrastrando los pies junto al cura y al beneficiado, Andrés, el sacristán, volvió el rostro hacia Hernando, que estaba sentado en el mayor de los fragmentos de la campana. El joven mantuvo su mirada fija en él hasta que un morisco empujó violentamente al sacristán con la culata de un arcabuz. Hernando sintió parte del golpe en su propia espalda. «No es una mala persona», se dijo. Siempre se había portado bien con él… La gente se sumó a la comitiva y chillaba y bailaba alrededor de los cristianos. Los niños permanecieron en silencio hasta que el grito de uno de ellos los levantó a todos al mismo tiempo. Hernando los observó correr hacia el campo como si de una fiesta se tratara.

—No te quedes ahí —escuchó.

Se volvió para encontrarse con Hamid a sus espaldas.

—No me gusta verlos morir —se sinceró el muchacho—. ¿Por qué hay que matarlos? Hemos convivido…

—A mí tampoco, pero tenemos que ir. A nosotros nos obligaron a hacernos cristianos so pena de destierro, otra forma de morir lejos de tu tierra y tu familia. Ellos no han querido reconocer al único Dios; no han aprovechado la oportunidad que se les ha brindado. Han elegido morir. Vamos —le instó Hamid. Hernando dudó—. No te arriesgues, Ibn Hamid. El próximo podrías ser tú.

Los hombres acuchillaron al beneficiado y al sacerdote. Algo alejado, desde un pequeño bancal, Hernando se estremeció al ver a su madre dirigirse lentamente hacia don Martín, que agonizaba en el suelo. ¿Qué hacía? Sintió que Hamid le pasaba el brazo por los hombros. A gritos y empujones, las mujeres del pueblo obligaron a los hombres a apartarse de los clérigos. En silencio, casi con reverencia, un morisco puso un puñal en la mano de Aisha. Hernando la observó arrodillarse junto al sacerdote, alzar el arma por encima de su cabeza y clavarla con fuerza en su corazón. Los «yuyús» estallaron de nuevo. Hamid apretó con fuerza el hombro del muchacho mientras su madre se ensañaba con el cadáver del sacerdote. Poco después el orondo cuerpo del clérigo aparecía convertido en una masa sanguinolenta, pero su madre, de rodillas, seguía clavando el cuchillo una y otra vez, como si con cada puñalada vengara parte del destino al que otro cura la había condenado. Entonces las mujeres se acercaron y la separaron del cadáver, alzándola por las axilas. Hernando alcanzó a ver su rostro desencajado, cubierto de sangre y lágrimas. Aisha se zafó de las mujeres, dejó caer el cuchillo, levantó ambos brazos al cielo y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Alá es grande!

Luego los moriscos acabaron con dos cristianos más, los principales del pueblo, pero antes de que pudieran continuar con los que faltaban, entre los que se hallaba Andrés, el sacristán, se presentó el Zaguer, alguacil de Cádiar, con sus hombres y detuvo la matanza.

Hernando tan sólo intuyó las discusiones entre los soldados del Zaguer y los moriscos ávidos de sangre. Su atención se alternaba entre su madre, ahora sentada en el suelo, abrazada a las piernas y con la cabeza escondida entre las rodillas, toda ella temblorosa, y Andrés, el siguiente en la fila.

—Ve con ella —le dijo Hamid, empujándole por la espalda—. Lo ha hecho por ti, muchacho —añadió al notar su resistencia—. Ha sido por ti. Tu madre ha obtenido su venganza en uno de los hombres de Cristo, y parte de esa venganza también es tuya.

Sólo fue capaz de acercarse a su madre y permanecer en pie a su lado, a cierta distancia. El campo se despobló y algunos animales empezaron a aproximarse a los cuatro cadáveres que yacían en él. Hernando miraba a un par de perros que olisqueaban el cuerpo del beneficiado, dudando si espantarlos, cuando Aisha se levantó.

—Vamos, hijo —se limitó a decir.

A partir de aquel momento Aisha no mostró el menor cambio en su comportamiento usual; ese día ni siquiera se cambió de ropa, como si la sangre que la manchaba fuera algo natural. Quien no pudo concentrarse en sus quehaceres fue Hernando: Ubaid le esperaría en el castillo, eso si no decidía venir a por él. En el cobertizo, con las mulas, miraba a un lado y otro. Debía estar prevenido. Hamid sabía que había sido él quien había tendido una trampa al arriero. «Confío en ti», le había dicho, pero ¿qué pensaría de él? «Un juez nunca actúa con injusticia. Si altera la verdad, es para hacerse útil.» Y el alfaquí le había asegurado que se había sentido así. El joven volvió a inspeccionar las cercanías del cobertizo, atento a cualquier ruido.

Durmió mal, y al día siguiente hasta los niños notaron su distracción al recitar el Corán. Era el primero de año del calendario cristiano; ese día no hubo clase. Según era costumbre, las mujeres habían salido a hilar bajo los morales. Se habían pintado las manos con alheña, con la que también untaban las puertas de sus casas; habían preparado unas tortas de pan seco con ajo y partieron al campo, donde sobre hornos de ladrillo y lodo construidos al efecto ahogaron los capullos en un caldero de cobre y los cocieron con jabón para que perdieran la grasa. Mientras removían los capullos en el caldero con una escobita de tomillo, hilaban la seda en toscos tornos que montaban bajo los morales. Las moriscas tenían mucha destreza y la paciencia necesaria para hilar. Agrupaban los capullos en tres grupos: los capullos almendra, de los que obtenían seda joyante, la más valiosa; los capullos ocal, de los que se hilaba seda redonda, más fuerte y basta; y aquellos que estaban deteriorados, cuya seda se utilizaba para cordones y tejidos de poca calidad.

Hernando se preguntó qué harían con la seda aquel año. ¿Cómo podrían trasladarla y venderla en la alcaicería de Granada? Las noticias de los espías moriscos en la ciudad hablaban de que el marqués de Mondéjar continuaba reuniendo tropas para acudir a las Alpujarras.

—Además, el marqués de los Vélez se ha ofrecido al rey Felipe para atajar la revuelta por la zona de Almería —comentaron unos hombres en la plaza del pueblo, cerca de donde el joven daba clases.

Hernando indicó con un gesto al niño que en ese momento cantaba las suras que continuara con ello y se acercó al grupo.

—El Diablo Cabeza de Hierro —llegó a escuchar cómo musitaba con temor un anciano. Así era como llamaban los moriscos al cruel y sanguinario marqués—. Dicen —continuó el anciano— que sus caballos se orinan de pánico en el momento en que monta sobre ellos.

—Entre los dos marqueses nos aplastarán —sentenció un hombre.

—No hubiera sido así si los del Albaicín y los de la vega se hubieran sumado a la revuelta —intervino un tercero—. El marqués de Mondéjar tendría los problemas en su misma ciudad y no podría acudir a las Alpujarras.

Hernando observó cómo varios de ellos asentían en silencio.

—Los del Albaicín ya están pagando su traición —afirmó el primer anciano. Luego escupió al suelo—. Algunos huyen hacia las sierras, arrepentidos. Granada se ha llenado de nobles y soldados de fortuna, y a pesar de que ofrecieron pagar su estancia y alimentación en los hospitales de la ciudad, el marqués de Mondéjar ha ordenado que se alojen en las viviendas de los moriscos. Les roban y violan a sus mujeres e hijas. Cada noche.

—Dicen que han encarcelado en la Chancillería a más de cien moriscos de los principales y más ricos de la ciudad —añadió otro.

El anciano asintió confirmándolo.

El silencio volvió a hacerse en el grupo.

—¡Venceremos! —gritó uno de los hombres. El niño que recitaba las suras calló ante el rugido—. ¡Dios nos ayudará! ¡Venceremos! —insistió, logrando que los presentes, niños incluidos, se sumasen a sus exclamaciones.

El 3 de enero de 1569, Hernando recibió la orden de Brahim de acudir al castillo de Juviles. Los moriscos partían al encuentro del ejército del marqués de Mondéjar, que se dirigía a las Alpujarras.

Ni siquiera pudo cinchar la primera mula de lo que le temblaban las manos. El arnés se deslizó por el costado del animal y cayó al suelo mientras el muchacho miraba sus manos preocupado. ¿Qué haría Ubaid? Le mataría. Le estaría esperando…, no. ¿Qué iba a hacer un arriero manco en el castillo? ¿Cómo iba un manco a trabajar con las mulas? Un sudor frío humedeció su espalda; le tendería alguna trampa. No lo haría en el castillo. No. Allí no podría… Hernando aparejó a la recua como buenamente pudo, y tras despedirse de su madre se puso en marcha. ¿Y si escapase? Podría…, podría ir con los cristianos, pero… ¡Nunca llegaría a cruzar las Alpujarras! Le detendrían. Brahim le buscaría si no acudía y entonces sabría que Ubaid había dicho la verdad. Recordó el consejo de Hamid y la confianza que el alfaquí había depositado en él. No podía fallarle.

Ascendió al castillo, protegido entre las mulas, obligándolas a caminar cerca de él, atento a cuanto pudiera moverse. Ubaid no le salió al paso como temía. El castillo hervía con los preparativos de la marcha a Pampaneira, donde les esperaba Aben Humeya con su ejército. Buscó a Brahim y lo encontró charlando con jefes monfíes, cerca de la alcazaba.

—Saldremos de vacío —anunció su padrastro—. Prepara mi caballo… y las mulas del de Narila —añadió, señalando a Ubaid.

El arriero de Narila llevaba el brazo derecho vendado, sucio, la ropa ajada, y su rostro aparecía tremendamente demacrado mientras intentaba, sin éxito, aparejar a sus animales.

—Pero… —trató de quejarse Hernando.

—Ya te habrás enterado de que ha pagado por su delito —le interrumpió Brahim, que recalcó las dos últimas palabras. Luego se inclinó sobre Hernando con los ojos entrecerrados, retándole a quejarse de nuevo.

¡Lo sabía! ¡También lo sabía su padrastro! Y sin embargo había empuñado la espada para cortarle la mano. Brahim observó cómo su hijastro se dirigía a la recua de Ubaid. Una mueca de satisfacción apareció en su rostro ante el enfrentamiento de ambos: los odiaba a los dos.

—Prepararé tus animales —le dijo Hernando al arriero de Narila sin poder apartar la mirada de la venda ensangrentada que cubría el muñón de su brazo derecho.

Ubaid escupió al rostro del muchacho, que se volvió hacia su padrastro.

—¡Prepáralas! —le gritó Brahim. La sonrisa se había borrado de sus labios.

—Apártate de las mulas —exigió entonces Hernando al arriero—. Prepararé tus animales te guste o no, pero te quiero lejos de mí. —Vio un palo largo en el suelo, lo cogió con las dos manos y amenazó a Ubaid—. ¡Lejos! —repitió—. Si te veo cerca de mí, te mataré.

—Antes lo haré yo —masculló Ubaid.

Hernando le aguijoneó con el extremo del palo pero Ubaid lo agarró con su mano izquierda impidiéndoselo. Hernando notó una fuerza impropia para una persona en el estado del arriero. Brahim parecía disfrutar con el desafío, que se prolongó durante unos instantes. ¿Qué podía hacer?, se preguntaba el muchacho. «Utiliza tu inteligencia», recordó. De repente soltó la mano derecha del palo y la alzó violentamente. Ubaid respondió instintivamente a la amenaza y levantó… ¡su muñón! El brazo cercenado y ensangrentado frente a su rostro hizo dudar al arriero, oportunidad que aprovechó Hernando para golpearle con el palo en el estómago. El arriero trastabilló y cayó al suelo.

—¡No te acerques a mí! Quiero verte lejos en todo momento —le ordenó, azuzándole de nuevo con el palo.

Sin poder ocultar el dolor en su muñeca, Ubaid se arrastró lejos de las mulas.

Aben Humeya estableció su base de operaciones en el castillejo de Poqueira, enclavado en lo alto de un cerro rocoso desde el que se controlaba el barranco de la Sangre, el de Poqueira y el río Guadalfeo. Hernando anduvo el camino desde Juviles junto a casi un millar de moriscos más, algunos armados, los más cargados con simples aperos de labranza, pero todos deseosos de entrar en combate contra las fuerzas del marqués. Ubaid, siempre por delante, logró resistir el trayecto apoyándose en las mulas, incapaz siquiera de montarse en alguna de ellas. Los de Juviles no eran los únicos: multitud de moriscos acudía a la llamada del rey de Granada y de Córdoba. En el castillejo ya no cabía nadie más y la gente se desparramaba por el pequeño pueblo de Pampaneira, donde las casas ya no podían acoger a más personas, y afortunado podía considerarse aquel que encontrara refugio contra el frío bajo los «tinaos» que, de casa a casa, cubrían las sinuosas callejuelas del pueblo.

Llegaron de noche, poco antes de que una partida de moriscos regresara derrotada a Pampaneira, dejando tras de sí doscientos muertos. Esa misma noche empezó el trabajo para Hernando: varios caballos volvían heridos y Brahim ofreció a su hijastro para que los curase.

Hasta la rebelión sólo algunos monfíes tenían caballos, puesto que los moriscos lo tenían prohibido. Incluso para echar el asno a las yeguas o el caballo a las burras y poder criar mulas, los moriscos tenían que pedir permisos especiales. Por eso tampoco disponían de veterinarios capaces de tratar a los caballos. Ya de día, Hernando permaneció un largo rato quieto en un campo cercano al de las mulas, observando a la luz del sol el estado de los animales. No estaba preparado para aquello; no se trataba de los problemas usuales de las mulas. ¿Cómo habían conseguido regresar, sin morir en el camino, algunos de aquellos animales? El frío era intenso y dos caballos agonizaban sobre la tierra escarchada; otros se mantenían quietos, doloridos, mostrando profundas heridas de pelotas de arcabuces, de espadas, de lanzas o alabardas de los soldados cristianos. De los ollares de todos ellos surgían convulsas vaharadas. Ubaid se mantenía a varios pasos de él; su mirada iba de caballo en caballo. Esa noche Hernando se acostó lejos del manco, con la Vieja trabada a su lado y suavemente atada a una de sus piernas: la Vieja siempre desconfiaba de cualquier desconocido que pretendiera acercársele.

—¡Ponte a trabajar! —La orden se escuchó a sus espaldas. Hernando se volvió para encontrarse con Brahim y varios monfíes—. ¿Qué haces ahí parado? ¡Cúralos!

¿Curarlos? Estuvo a punto de contestar a su padrastro, pero se reprimió a tiempo. Uno de los monfíes que acompañaban a Brahim, gigantesco, cargado con un arcabuz finamente labrado con arabescos dorados y un cañón casi el doble de largo que lo normal, le señaló a un alazán de poca alzada. Lo hizo con el arcabuz, manejando el arma con un solo brazo, como si no pesara más que un pañuelo de seda.

—Aquél es el mío, muchacho. Lo necesitaré pronto —dijo el monfi, al que apodaban el Gironcillo.

Hernando miró al alazán. ¿Cómo podía aquella pobre bestia cargar con tal mole? Sólo el arcabuz pesaría una barbaridad.

—¡Muévete! —le gritó Brahim.

¿Por qué no?, se preguntó el muchacho. Cualquiera podía ser el primero.

—Examina a aquellos dos —le dijo a Ubaid, señalando a los que agonizaban sobre la escarcha, al tiempo que él se dirigía hacia el alazán sin dejar de comprobar, por el rabillo del ojo, si el manco cumplía sus órdenes.

Pese a los trabones que inmovilizaban sus manos, el caballo renqueó unos pasos en dirección contraria cuando Hernando trató de acercarse. Una herida sangrante que partía de lo alto de la grupa le cruzaba el anca derecha. «No podrá moverse mucho más rápido», pensó entonces. En dos saltos podría agarrarlo del ronzal y ya lo tendría; sin embargo… Arrancó hierba seca y extendió la mano, susurrándole. El alazán parecía no mirarle.

—¡Cógelo ya! —le instó Brahim a sus espaldas.

Hernando continuó susurrando al caballo, recitando rítmicamente la primera sura.

—Acércate y cógelo —insistió Brahim.

—¡Cállate! —masculló Hernando sin volverse. La impertinencia pareció resonar hasta en las armas de los monfíes.

Brahim saltó hacia él, pero antes de que pudiera golpearle, el Gironcillo le agarró por el hombro y le obligó a esperar. Hernando escuchó la reyerta y aguantó con los músculos de la espalda en tensión; luego tornó a canturrear. Largo rato después, el alazán giró el cuello hacia él. Hernando extendió un poco más el brazo, pero el caballo no estiró el cuello hacia la hierba que se le ofrecía. Así volvieron a transcurrir otros interminables instantes, mientras el muchacho agotaba las suras que conocía. Al fin, cuando el vaho de los ollares del animal surgía con regularidad, se acercó lentamente y lo agarró del ronzal con suavidad.

—¿Cómo están los otros dos? —preguntó entonces a Ubaid.

—Morirán —gritó secamente éste—. Uno tiene el intestino fuera, el otro el pecho destrozado.

—Vamos —dijo el monfí, dirigiéndose a Brahim—. Parece que tu hijo sabe lo que hace.

—Matadlos —les pidió Hernando señalando a los caballos acostados, al ver que el grupo hacía ademán de retirarse—. No es menester que sufran.

—Hazlo tú —le respondió Brahim con el ceño todavía fruncido—. A tu edad deberías estar matando cristianos. —Tras estas palabras, soltó un par de carcajadas, le lanzó un cuchillo y se alejó junto a los monfíes.