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A principios de mayo de 1588, pocos días antes de que la armada española zarpara desde Lisboa a la conquista de Inglaterra, Felipe II escribió al arzobispo de Granada agradeciéndole el regalo de la mitad del velo de la Virgen María que le hizo llegar a El Escorial, al tiempo que en nombre de sus reinos se felicitaba por la aparición de tan preciadas reliquias. Poco después de que los operarios que desmontaban la Turpiana encontraran la arqueta embreada que había escondido Hernando y descubriesen el pergamino firmado por san Cecilio, el velo de la Virgen y la reliquia de san Esteban, Granada estalló en fervor cristiano. Eran las primeras y tan deseadas noticias de san Cecilio. Y la certeza de que, antes de la llegada de los musulmanes, Granada era tan cristiana como cualquiera de las demás capitales del reino, provocó en el pueblo una eclosión de éxtasis y misticismo, que la Iglesia no apaciguó en modo alguno. Muchos fueron los que a partir de aquel momento juraron haber presenciado milagros, fuegos misteriosos, apariciones y todo tipo de fenómenos prodigiosos. ¡La catedral de Granada ya disponía de sus reliquias y la fe de sus habitantes podía sustentarse en algo más que palabras!

Aisha se sorprendió cuando uno de los dos únicos mendigos moriscos de la ciudad cerró con inusitada agilidad la misma mano mugrienta y temblorosa que poco antes suplicaba limosna a la gente que transitaba por la calle de la Feria, junto al portillo de Corbache, justo en el momento en que ella iba a darle una blanca. La mujer se quedó con la moneda entre los dedos al tiempo que el pobre lanzaba un escupitajo a sus pies y le daba la espalda. De inmediato, varios pordioseros cristianos la rodearon para hacerse con el dinero. Aisha titubeó. La ley del Profeta ordenaba la limosna, pero no a los cristianos. Sin embargo, aturdida, al ver cómo, algo más allá, aquel que acababa de despreciarla volvía a reclamar caridad, dejó caer la moneda en una de las manos abiertas que insistentemente rozaban la suya.

¡Ni los pordioseros la respetaban! Arrastró los pies en dirección a la tejeduría de Juan Marco. ¡La nazarena! Algunos ya la llamaban así tras correr por Córdoba la noticia de que Hernando estaba traicionando a sus hermanos y colaboraba con la Iglesia en la investigación de los crímenes de las Alpujarras. En esos años, la situación económica de la comunidad granadina deportada había mejorado sensiblemente: la laboriosidad de los moriscos, tan contraria a la haraganería cristiana, les proporcionó cierta prosperidad y muchos de aquellos que se habían visto obligados a vender su trabajo por míseros jornales, poseían ahora sus propios negocios. La gran mayoría completaba sus ingresos con el cultivo de pequeñas hazas en las afueras de la ciudad, junto al Guadalquivir. Hasta tal punto, que los gremios cordobeses, como sucedía en muchas otras partes, elevaron solicitudes a las autoridades para que impidiesen que los cristianos nuevos se dedicasen al comercio o a la artesanía y limitasen sus actividades a los trabajos asalariados; peticiones que cayeron en saco roto, ya que los cabildos municipales se hallaban satisfechos con la competencia comercial que planteaban los moriscos. Por todo ello, las rencillas entre cristianos viejos y nuevos se agravaban.

Aisha rondaba los cuarenta y siete años y se sentía vieja y sola. Sobre todo sola. El único hijo que le restaba no era más que un enemigo de la fe, un traidor a sus hermanos. ¿Qué habría sido de sus demás hijos?, se preguntó en el momento en que entraba en el luminoso establecimiento del maestro tejedor. Shamir. Fátima y los niños. ¿Cómo sería su vida en manos de Brahim? Por las noches, quieta y acongojada, trataba de espantar las imágenes que la asaltaban de Fátima violentada por Brahim; de su propio hijo y de su nieto Francisco, quizá azotados en uno de los barcos, obligados a bogar como galeotes. Pero las imágenes volvían una y otra vez y, confundidas en un trágico aquelarre, atacaban sus duermevelas. ¡Musa y Aquil! Se sabía que todos aquellos niños que fueron entregados a los cristianos tras el levantamiento habían sido evangelizados o vendidos como esclavos. ¿Seguirían vivos sus hijos? Aisha se llevó el antebrazo a los ojos y detuvo las lágrimas que ya afloraban. ¡Más lágrimas! ¿Cómo podían esos ojos agotados llorar tanto?

Ganaba un buen salario, sí. Todos parecían saber que Hernando estaba detrás de ese privilegio, y desde que ella empezó a oír cómo en su propia casa la llamaban nazarena, en susurros, aquellos dineros de poco le sirvieron. Nadie le hablaba. Primero le desapareció algo de comida. Y calló. Luego, allí donde ella guardaba los víveres, encontró mendrugos secos de harina de panizo. Y siguió callando, aunque no por ello dejó de comprar víveres que comían los demás. Un día encontró su habitación invadida por una familia con tres hijos. Volvió a callar y continuó pagando como si la utilizara ella sola. ¿Y si la echaban? ¿Dónde iría? ¿Quién la admitiría? Aun con dinero, no era más que la nazarena y allí tenía un techo. Otro día, al volver del trabajo, se topó con sus pertenencias amontonadas en el zaguán de entrada, donde dormía desde entonces, acurrucada junto a la puerta de entrada de la casa.

En la trastienda de la tejeduría, donde se tejía el tafetán en cuatro telares, Aisha se dirigió a su puesto de trabajo, frente a una serie de cestas en las que se apilaban los hilos de seda previamente tintados divididos por colores: azules, verdes y tonalidades diversas; dorados, el conocido rojo de España, o los preciados carmesíes, obligatoriamente tintados con cochinilla, colorante que se obtenía de un pulgón que vivía en las encinas, nunca con brasil. Ella tenía que encañarlos, desenredar los cabos de los hilos y después preparar la urdimbre reuniendo uno a uno los hilos de igual longitud hasta devanarlos y enrollarlos alrededor del huso de hierro que se utilizaría en los telares. Cogió un taburete y, tras llevarse la mano a los riñones en gesto de dolor, se sentó delante de un cesto. ¿Por qué la había abandonado el Todopoderoso?, se lamentó ante una madeja de hilos colorados.

Más allá del estrecho que separaba España de Berbería, en un lujoso palacio de la medina de Tetuán, Fátima dictaba una carta a un comerciante judío al que prometió una buena cantidad de dinero por escribirla en árabe, hacerla llegar a Córdoba a través de alguien de su confianza y volver con la respuesta.

—Amado esposo —empezó a dictar con el nerviosismo presente en su voz—. La paz y la bendición del Indulgente y del que juzga con verdad sean contigo…

Fátima se detuvo, ¿qué decirle a quien hacía siete años que no veía? ¿Cómo hacerlo? Tenía preparado su discurso, lo había meditado entre los recuerdos, el llanto y la alegría, pero en el momento de la verdad no le surgían las palabras. El judío, ya mayor, paciente, levantó la mirada del papel y la fijó en la mujer: bella, soberbia y altanera, dura y fría, con una severidad que ahora parecía sucumbir ante la duda. La observó andar de un lado a otro de la estancia hasta atravesar los arcos que daban al patio y volver a entrar; llevarse los dedos cargados de anillos a los labios para luego entrelazarlos por debajo de sus pechos o hacer un gesto al aire con la mano extendida, como si esperase que aquel ademán lograse atraer la fluidez verbal que parecía haberla abandonado.

—Señora —dijo con respeto el comerciante convertido en amanuense—, ¿os puedo ayudar? ¿Qué queréis decirle a vuestro amado?

Los ojos negros de Fátima, brillantes y gélidos, se posaron en el judío. Lo que quería decirle no cabía en una simple carta, estuvo a punto de contestarle. Quería contarle algo tan sencillo como que Brahim había muerto y que deseaba que Hernando fuera a encontrarse con ella en Tetuán. Que ya nada impedía que fueran felices y que lo esperaba. Pero ¿y si se había casado de nuevo? ¿Y si él ya había encontrado su felicidad? Habían pasado siete años…

¡Siete años de sumisión absoluta! Fátima se plantó delante del viejo judío que continuaba observándola con el cálamo en la mano.

—Fue un grito —susurró. El anciano hizo ademán de mojar el cálamo en tinta pero Fátima se lo impidió—. No. No lo escribas. Fue un grito el que me despertó, el que me trajo de nuevo a la vida.

El anciano dejó el cálamo sobre el escritorio y se acomodó en la silla, animando a la señora a continuar con la historia que pretendía relatar. Sabía de la muerte de Brahim; todo Tetuán sabía de su asesinato.

—¡Perro asqueroso! —continuó Fátima—. Eso fue lo que escuché que le gritaba Shamir a Nasi. Y luego, tras el insulto, comprendí que el niño de dieciséis años ya se había convertido en un hombre, curtido en la mar, en los asaltos a las naves cristianas y en las incursiones en las costas andaluzas. Sucedió en el patio, allí mismo —añadió señalando hacia la maravillosa fuente que ocupaba el centro del patio porticado, a ras de suelo, con un surtidor que expulsaba el agua desde el centro de un mosaico circular compuesto por diminutas piedras de colores que formaban un dibujo geométrico—. Contemplé cómo Nasi, diez años mayor que él, el temido corsario de Tetuán, cruel donde los haya, echaba mano a su alfanje ante la ofensa. Temblé. Me encogí como llevaba haciéndolo en esta miserable ciudad desde que puse el pie en ella. Mi pequeño Abdul, con sus ojos azules airados, acompañaba a Shamir. El reflejo de la hoja del alfanje de Nasi, que éste blandía hacia los muchachos, me cegó y creí desfallecer. —Fátima calló con los recuerdos perdidos en aquel momento; el judío no osó moverse. De repente la señora lo miró—. ¿Sabes, Efraín? Dios es grande. Shamir y Abdul retrocedieron unos pasos, pero no fue para escapar como yo deseaba, sino para desenvainar sus armas, los dos al tiempo, juntos, codo con codo, con las piernas firmemente plantadas en el suelo, como si fueran una sola persona, sin el menor atisbo de miedo. Shamir ordenó a Abdul que se retrasase, que lo dejara solo, y mi pequeño lo hizo, y le guardó las espaldas en un movimiento que parecían haber realizado miles de veces. «¡Perro!», insultó de nuevo Shamir a Nasi, manteniendo firme su alfanje por delante de él. «¡Cerdo piojoso!», volvió a insultarle.

»Ciego de ira, Nasi atacó y se lanzó sobre el muchacho, pero Shamir, como un felino, se apartó, golpeó el alfanje de Nasi y desvió la estocada. Recuerdo…, recuerdo que el ruido de los aceros al entrechocar hizo temblar las columnas del patio y fue como la señal para que, a su vez, mi pequeño Abdul se revolviese desde la espalda de su compañero y lanzase otro golpe sobre el alfanje de Nasi, que vio, impotente, cómo el arma salía despedida de su mano. No transcurrió ni un instante y los chicos ya volvían a estar en posición, sus armas atentas, sonriendo. ¡Sonreían! Como si el mundo estuviera a sus pies. “Si no quieres morir como el marrano que eres, recupera tu arma y trata de luchar como un verdadero creyente”, le dijo Shamir al corsario.

Fátima calló y desvió la mirada hacia el patio, reviviendo la pelea.

—Señora…, continuad —suplicó el judío ante un silencio que se prolongaba.

Fátima sonrió con nostalgia.

—El tumulto alertó a mi esposo —continuó—, que apareció en el patio arrastrando sus carnes para detener la pelea y abofetear a Shamir y Abdul. «¿Cómo se os ocurre enfrentaros a mi lugarteniente y en mi propia casa?», les gritó. «Escoria», añadió escupiendo a sus pies. Pero yo ya había visto el universo que se abría a los pies de mi hijo y de Shamir, ese mundo al que sonreían altivos y seguros, como los hombres que ya eran… Día tras día, al albur de la hombría de mis niños, fui recuperando mi propia estima y unas noches después, mientras los cuatro cenaban, desarmados, sentados sobre cojines alrededor de una mesa baja, irrumpí en el comedor y despedí a los criados y esclavos. Recuerdo la mirada de sorpresa de Brahim. Poco podía suponer él lo que se le avecinaba. «Tengo que tratar un asunto urgente con vosotros», solté con desparpajo. Entonces extraje dos dagas que llevaba escondidas entre mis ropas. Lancé una de ellas a Shamir y empuñé la otra. Nasi se levantó con agilidad, pero Brahim fue incapaz de reaccionar, y antes de que su lugarteniente hubiera llegado a mí, hundí la daga en su pecho. —En ese momento, Fátima miró desafiante al anciano judío; su voz era fría, carente de expresión—. Shamir tardó algo más en comprender qué era lo que sucedía, pero cuando lo hizo, atajó a Nasi amenazándole con la daga; Abdul también se abalanzó sobre él.

Fátima calló durante unos instantes. Cuando volvió a hablar, su tono descendió hasta convertirse en un susurro. El anciano la contemplaba, impasible: ¿qué más secretos se escondían detrás de aquellos hermosos ojos negros?

—Mi esposo no murió de la primera herida. Soy sólo una mujer débil e inexperta. Sin embargo, la cuchillada sí que bastó para originarle tanto dolor que no pudo defenderse. Le acuchillé en la boca para que no gritara y luego sajé su muñón y hurgué en él con la daga hasta casi llegar al codo. Tardó en desangrarse. Tardó mucho… Suplicaba. Recordé toda una vida de sufrimiento mientras veía cómo se le escapaba la suya. No aparté la mirada hasta que expiró. Murió desangrado, como los cerdos.

—¡Madre! ¿Qué has hecho? —gritó Abdul.

El joven contemplaba con los ojos muy abiertos cómo Brahim, recostado en los cojines, se llevaba la mano izquierda a la herida del pecho; la sangre manaba a borbotones de su cuerpo.

Fátima no contestó. Se limitó a hacer un gesto con la mano para que guardasen silencio mientras Brahim agonizaba sobre las lujosas alfombras de seda que cubrían el suelo de la estancia.

—Shamir —dijo con voz firme cuando su odiado esposo expiró—, a partir de hoy tú eres el jefe de la familia. Todo es tuyo.

El joven, desde la espalda de Nasi, con la daga atenazando el cuello del lugarteniente, era incapaz de apartar la mirada de su padre. Abdul, por su parte, contenía la respiración y paseaba la mirada, angustiado, de Brahim a Shamir.

—No era una buena persona —adujo Fátima ante el silencio de Shamir—. Destrozó la vida de tu madre, la mía. Las vuestras…

La mención de Aisha hizo reaccionar al muchacho.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó, al tiempo que presionaba el cuello de Nasi con el filo de la daga, como si el lugarteniente tuviera que correr la misma suerte que su patrón.

—Vosotros dos —Fátima se dirigió a Shamir y Abdul— recoged el tesoro de Brahim y escondeos en el puerto, con todos los hombres y los barcos dispuestos para zarpar. Allí esperaréis mis instrucciones. Tú —añadió acercándose al lugarteniente— acudirás de inmediato a casa del gobernador, Muhammad al-Naqsis, y le transmitirás que Shamir, hijo del corsario Brahim de Juviles, ahora jefe de su familia, le jura lealtad y se pone a su disposición con todos sus barcos y sus hombres.

—¿Y si me negara? —le escupió el hombre.

—¡Mátalo! —contestó Fátima dándole la espalda.

El inmediato sonido de la daga al sajar el cuello del lugarteniente la sorprendió. Esperaba oír las súplicas del corsario, pero Shamir no le concedió la menor oportunidad. Fátima se volvió en el instante en que Nasi se desplomaba degollado.

—No era una buena persona —dijo simplemente Shamir.

—De acuerdo —resolvió Fátima—. Esto no cambia las cosas. Haced lo que os he dicho.

Al amanecer, Shamir y Abdul partieron hacia el puerto con todo el oro, joyas y documentos de Brahim. Fátima había ordenado a dos esclavos que preparasen los cadáveres y limpiasen el comedor. Esa misma noche se había dirigido al ala del palacio donde vivía relegada la segunda esposa de Brahim, a quien informó de la muerte de su marido sin darle más detalles, pero recalcando que Shamir era ahora el nuevo jefe de la familia; la otra bajó la vista y no dijo nada. Sabía que dependía ahora de la generosidad de ese joven que amaba a Fátima como si fuera una madre.

Por la mañana, una vez vestida, Fátima se dirigió a la casa de Muhammad al-Naqsis. Durante el siglo XVI, la ciudad había pertenecido al reino de Fez, que luego fue tomado por el de Marruecos, y, tras un período de independencia, volvió a ser conquistada. El poder central era débil y hasta el palacio de Brahim habían llegado insistentes rumores acerca de que la familia al-Naqsis pretendía declararse independiente. Incluso el propio Brahim lo había comentado, enojado por la posibilidad de que sus enemigos comerciales se hicieran con el control de la ciudad. Pese a su condición de mujer, Fátima fue recibida por el gobernador. Los al-Naqsis mantenían rencillas con Brahim por el reparto del corso y la visita de la esposa de su adversario se consideró un gesto extraño, que suscitó la curiosidad del jefe de familia.

—¿Y Brahim? —inquirió Muhammad al-Naqsis después de que Fátima le jurase fidelidad en nombre de Shamir.

—Muerto.

El gobernador examinó a Fátima de arriba abajo sin esconder su admiración. Tenía delante a la mujer más bella, y ahora más rica, de todo Tetuán.

—¿Y su lugarteniente? —inquirió, fingiendo aceptar la escueta respuesta.

—También ha fallecido —respondió Fátima, en tono firme aunque sin levantar la vista del suelo, como correspondía a una sumisa mujer musulmana.

«¿Fallecido? —pensó el gobernador—. ¿Eso es todo? ¿Qué habrás tenido que ver tú con ambas muertes?»

El hombre miró a Fátima con cierto respeto. Ella siguió hablando: fue un discurso breve, sin rodeos. Él tardó sólo unos instantes en decidirse a no hacer más preguntas y aceptar la ayuda que aquella generosa viuda parecía dispuesta a poner a sus pies para permitirle alcanzar la independencia.

Al día siguiente, Fátima, rodeada de plañideras, todas vestidas con ropas bastas y los rostros tiznados con hollín, escuchó versos y canciones en honor de los muertos. Después de cada verso, de cada canción, las mujeres gritaban, se laceraban el pecho y las mejillas hasta sangrar y se arrancaban los cabellos. Durante siete días repitieron aquellos ritos funerarios.

El anciano judío levantó la vista. Sus ojos se cruzaron con los de Fátima. Ambos sabían que la confesión que acababa de pronunciarse jamás sería repetida en ningún otro lugar. Él había aprendido hacía tiempo a ver, oír y callar. Su pueblo había sobrevivido, y se había enriquecido, gracias a la virtud de la discreción; sobre todo cuando dicha discreción era muy bien recompensada.

—Señora… —murmuró él entonces, señalando la misiva aún en blanco.

Fátima suspiró. Sí… Había llegado la hora. Con voz firme, empezó a dictar:

—Amado esposo. La paz y la bendición del Indulgente y del que juzga con verdad sean contigo.