38
Rosas, azahares, lirios, alhelíes o naranjos; ¡miles de flores! El pequeño patio de la nueva casa en la que vivían Hernando y su familia llamaba a deleitarse en una sensual mezcla de perfumes durante las noches de aquel mayo de 1579. El suelo del patio era de piezas de terrazo, cruzado todo él por el dibujo de una estrella compuesta por diminutos cantos rodados en cuyo centro se erigía una sencilla fuente de piedra sin adornos, de la que permanentemente brotaba el agua cristalina. Porque si Córdoba tenía problemas con las aguas residuales y su red de alcantarillado, origen de frecuentes epidemias de tifus y de todo tipo de endémicas enfermedades gastrointestinales que afectaban sobre todo a las zonas más humildes de la Ajerquía, contaba por otra parte con treinta y nueve veneros y numerosos pozos que aprovechaban la inagotable y preciada agua de la sierra. La villa, la antigua medina, con su intrincada disposición de calles y callejas era la zona más privilegiada en el reparto del agua cordobesa. Y precisamente fue allí, en la medina, en la calle de los Barberos, donde Hernando alquiló una pequeña casa propiedad del cabildo catedralicio, de las muchas con las que había sido beneficiada la Iglesia a lo largo de los años.
La casa patio de la calle de los Barberos que alquiló cumplía todas las características que habían definido a las domus romanas en las que se inspiraban las viviendas cordobesas y que después los musulmanes tomaron como modelo de lo que debían ser sus viviendas: oasis con flores y agua; paraísos aislados del exterior. Encajonada entre otros dos edificios similares, el patio rectangular se hallaba cerrado en uno de sus lados por un muro ciego, al constituir la medianera de un colindante; los tres lados restantes aparecían rodeados de crujías que daban acceso a las estancias y, entre las crujías y el patio, una galería porticada mediante vigas de madera que se elevaba otro piso más, en el que la galería estaba protegida por una barandilla también de madera que abría al patio; todo techado mediante una cubierta de pequeñas tejas alternativamente colocadas de forma cóncava o convexa para actuar como canalones en la recogida de las aguas de lluvia. El acceso a la vivienda se efectuaba a través de un fresco zaguán casi tan amplio como una estancia, embaldosado con azulejos de colores hasta media altura. El zaguán se cerraba a la calle mediante una puerta de madera y al patio central de la casa mediante una reja calada. En el piso inferior se ubicaban la cocina, una sala, la letrina y una minúscula estancia. En el piso superior, con acceso desde la galería abierta al patio, había cuatro estancias más.
La idea de mudarse a una vivienda independiente rondaba la cabeza de Hernando desde que le aumentaron el salario y se produjo la llegada de Hamid. El alfaquí terminó aceptando su libertad y admitió la protección que le ofrecía Hernando como la consecuencia natural de lo que ambos consideraban tan fuerte como cualquier relación familiar. Sin embargo, a diferencia de Aisha, que había insistido en ir a trabajar en la seda, Hamid se recluyó en las habitaciones superiores de las cuadras, donde rezaba, pensaba y leía el Corán aprovechando la intimidad que le proporcionaba aquel lugar cuya única religión eran los caballos. También tomó como obligación propia la educación de los tres niños, los dos hijos de Hernando y Shamir, el hijo de Aisha.
Pero si todos aquellos argumentos eran de por sí suficientes para que considerase llegada la hora de buscar una nueva casa, hubo otro, egoístamente superior a los demás, que le impelió a empeñarse en ello. La pareja buscaba otro hijo; deseaban tenerlo y su intimidad se vio coartada por la presencia de su familia. Hacían el amor, sí, pero escondidos bajo las sábanas, reprimiendo sus manifestaciones y ahogando sus jadeos de placer. Ambos echaban en falta la posibilidad de recrearse el uno en el otro en libertad. Cohibida por la presencia del alfaquí, Fátima evitaba el uso de las esencias y los perfumes que tan deliciosos hacían los coitos. Tampoco jugueteaban antes de alcanzar el éxtasis, tocándose, rozándose, besándose o lamiéndose, y las mil posturas de las que desinhibidamente habían llegado a disfrutar se limitaban ahora a las que podían ocultar bajo las sábanas. El embarazo no llegaba.
—Mi vagina es incapaz de succionar tu miembro —se lamentó un día Fátima—. No dispongo de sosiego. Necesito ser capaz de atrapar tu pene en mi interior, apretarlo y aprisionarlo hasta lograr sorber toda la vida que estás dispuesto a proporcionarme.
Encontró la casa. Aisha, Fátima, él y los niños se establecieron en el piso superior mientras Hamid, para tranquilidad de su esposa, hacía suya la diminuta habitación sobrante de la planta baja.
Desde la recta calle de los Barberos, cuya continuación, donde se emplazaba un cuadro de la Virgen de los Dolores, estaba dedicada al caudillo musulmán Almanzor por haber estado allí uno de sus palacios, se podía ver sin dificultad la torre de entrada a la catedral, el antiguo alminar, que sobresalía orgullosa por encima de los edificios. Con aquella referencia y una somera consulta a las estrellas desde el patio, Hamid calculó con precisión la dirección de la quibla e hizo una inapreciable incisión en la pared de su habitación hacia la que dirigir sus oraciones.
Su salario en las caballerizas les permitía vivir sin estrecheces, pero no habría podido optar a esa casa de no haber sido por el precio reducido de la renta, obtenido gracias a la mediación de don Julián ante el cabildo catedralicio. El sacerdote le agradecía así su desinteresado esfuerzo en la copia de coranes, cuyos beneficios entregaban todos directamente a la causa.
—Quien pierde la lengua arábiga pierde su ley —le recordó un día don Julián en la intimidad de la biblioteca.
Aquella máxima invocada ya en la guerra de las Alpujarras se alzó como un objetivo prioritario para las diversas comunidades moriscas repartidas por todos los reinos españoles, en contradicción con el empeño por parte de los cristianos, generalmente estéril, de que los moriscos abandonasen el uso del árabe en su vida cotidiana. Los nobles de cualquiera de aquellos reinos, interesados en los míseros salarios que satisfacían a los moriscos, actuaban con lasitud ante el uso de la lengua árabe en sus tierras de señorío, pero los municipios, la Iglesia y la Inquisición, por orden real, hicieron suya esa máxima y la convirtieron en una de sus banderas. Las aljamas reaccionaron y promovieron en secreto madrasas o escuelas coránicas, pero, sobre todo, proveyeron a los musulmanes de los prohibidos y sacrílegos ejemplares del libro divino, por lo que a lo largo de toda España se desarrolló una red de copistas.
—Por fin los he conseguido —le dijo una noche don Julián, poniendo delante de Hernando, en la mesa en la que trabajaba, un pliego de papel virgen. Se hallaban solos en la biblioteca. Era tarde; hacía un par de horas que habían finalizado los oficios de completas y la catedral había sido despejada de los variopintos personajes que la poblaban durante el día, entre ellos los delincuentes que se acogían a sagrado y que pasaban las noches inmunes a la acción de la justicia ordinaria en las galerías del huerto de acceso, ya que los alguaciles no podían entrar en la iglesia a detenerlos. Hernando recreó las muchas y pintorescas situaciones que había tenido oportunidad de contemplar, y sonrió al escuchar los correteos de los porteros en sus esfuerzos por expulsar del recinto sacro a algunos perros y, esa noche, incluso a un cerdo.
Antes de cogerlo, Hernando rozó con las yemas de los dedos el pliego. Se trataba de un papel basto, excesivamente satinado, muy grueso, de superficie irregular y sin ninguna filigrana al agua que acreditase su procedencia.
—Tengo bastantes pliegos más —sonrió triunfante el sacerdote mientras Hernando sopesaba una hoja sensiblemente más larga y ancha que las usuales—. No te extrañe —añadió ante la actitud de su alumno—, es papel fabricado artesanalmente, en secreto, en las casas de los moriscos de la zona de Xátiva.
Xátiva era una de las grandes poblaciones del reino de Valencia, en la que la cuarta parte de su vecindario estaba compuesta por moriscos o cristianos nuevos. Sin embargo, como sucedía con muchos de los lugares de aquel reino mediterráneo, se hallaba rodeada de pequeños pueblos en los que la casi totalidad de sus habitantes eran moriscos. Hacía más de cuatro siglos que en Xátiva, siguiendo los avances técnicos musulmanes en su elaboración, se fabricaba papel. Los reyes cristianos otorgaron privilegios a la aljama de Xátiva y protegieron aquella industria, de forma que muchos moriscos se dedicaron a la elaboración de papel en el interior de sus casas, utilizando como materia prima ropa y paños viejos. Aquellas industrias domésticas eran ahora las que subrepticiamente proveían a la comunidad morisca de papel, aunque fuera de baja calidad, porque comprar papel en cantidades suficientes como para hacer copias de libros era tarea harto complicada y siempre sospechosa.
A pesar de que la imprenta había sido inventada hacía más de un siglo, continuaban copiándose manuscritos, pues la edición de libros se hallaba en manos de muy pocas personas. El pueblo, analfabeto en su gran mayoría, no tenía acceso a la lectura ni interés en su edición, y los grandes señores, propietarios del capital necesario para costear los gastos que requería una imprenta, se negaban a ofender su honor dedicando sus dineros a actividades mercantiles impropias de su estatus personal. En la década de los ochenta sólo existía en Córdoba una imprenta, portátil, utilizada casi artesanalmente por un impresor, por lo que el comercio de papel era casi inexistente. El propio cabildo catedralicio encargaba la edición de sus libros religiosos a imprentas de otras ciudades, como Sevilla.
—¿Cómo lo has conseguido? —se interesó Hernando.
—A través de Karim.
—¿Y la aduana del puente?
Don Julián guiñó un ojo.
—Es bastante sencillo, aunque caro, esconder unos pliegos de papel bajo las monturas de mulas o caballos.
Hernando asintió y volvió a rozar con las yemas de los dedos el tosco pliego de papel. Debía cobrar por su trabajo: así se lo impuso el sacerdote, pero Hernando invertía todo ese dinero en proyectos como la liberación de esclavos moriscos. Por nada del mundo habría querido enriquecerse a costa de propagar su fe.
Así pues, después de su aprendizaje, Hernando reproducía coranes, en árabe culto pero con la caligrafía propia de los copistas, primando la claridad y la celeridad sobre la estética. Al mismo tiempo, entrelineándola con el árabe, escribía la traducción de las suras al aljamiado, para que todos los lectores pudieran entenderlas. Escondían los pliegos de papel entre los numerosos ejemplares de la biblioteca catedralicia y los ejemplares que obtenían de ellos se distribuían a través de Karim por todo el reino de Córdoba, necesitado de unas guías religiosas de las que ya disponían las aljamas valencianas, catalanas o aragonesas que no habían padecido el éxodo de los granadinos.
Y si Hernando se volcaba en la prohibida transcripción del libro revelado, Fátima, por su parte, asumió la transmisión de la cultura de su pueblo de forma verbal a las mujeres moriscas, para que éstas hicieran lo propio con sus hijos y esposos.
Con la paciente ayuda de Hernando y de Hamid, que la examinaban y corregían con cariño, había aprendido de memoria algunas de las suras del Corán, preceptos de la Suna y las profecías moriscas más conocidas por la comunidad.
A diario, con su preciada toca blanca bordada tapándole el cabello, acudía a la compra y luego se distraía en lo que aparentemente no eran más que inocentes reuniones de pequeños grupos de mujeres ociosas que chismorreaban en alguna de sus casas alrededor de una limonada.
A veces salía de la casa patio al tiempo que lo hacía Hernando, y los dos se entretenían en una larga despedida antes de separar sus caminos. Luego, como si se tratase de un juego, alguno de los dos volvía la cabeza y contemplaba con orgullo cómo el otro acudía a cumplir con una obligación que Dios les imponía y su pueblo agradecía. Algunas veces coincidían en esa última mirada: sonreían y se apremiaban con casi imperceptibles gestos de las manos.
—Nosotras somos las llamadas a transmitir las leyes de nuestro pueblo a los niños —exhortaba Fátima a las moriscas—. No podemos permitir que las olviden como pretenden los sacerdotes. Los hombres trabajan y regresan exhaustos a sus casas cuando sus hijos ya duermen. Además, un hijo nunca denunciará a su madre ante los cristianos.
Y ante reducidos grupos de mujeres atentas a sus palabras les recitaba una y otra vez alguno de los preceptos del Corán, que ellas repetían en murmullos, añadiendo después la interpretación que Hamid le proporcionaba.
Uno y otro día, Fátima repetía sus enseñanzas a diferentes auditorios. Y siempre, después de haber tratado algún precepto coránico, las mujeres le rogaban que les recitase un gufur o jofor, alguna de las profecías en las que confiaban, dictadas para su pueblo, para los musulmanes de al-Andalus que auguraban el regreso de sus costumbres, su cultura y sus leyes. ¡Su victoria!
—Los turcos caminarán con sus ejércitos a Roma, y de los cristianos no escaparán sino los que tornaren a la ley del Profeta; los demás serán cautivos y muertos —recitaba entonces ella—. ¿Entendéis? Ese día ya ha llegado: los cristianos nos han vencido. ¿Por qué?
—Porque olvidamos a nuestro Dios —contestó abatida en una de las ocasiones una matrona ya mayor, conocedora de la profecía.
—Sí —aseveró Fátima—. Porque Córdoba se convirtió en lugar de vicio y pecado. Porque toda al-Andalus cayó en la soberbia de la herejía.
Muchas bajaban entonces la mirada. ¿Y acaso no era cierto? ¿Acaso no se habían relajado en el cumplimiento de sus obligaciones? Todos los moriscos se sentían culpables y aceptaban el castigo: la ocupación de sus tierras por parte de los cristianos, la esclavitud y la ignominia.
—Pero no os preocupéis —trataba de animarlas Fátima—. La profecía continúa; lo dice el libro divino: ¿por ventura no habéis visto a los cristianos vencer en el cabo de la tierra, y después de haber vencido, ser ellos vencidos en pocos días? De Dios es este juicio; antes y después fueron los creyentes gozosos en la victoria; Él es el que ayuda a quien es servido, y no faltará de la promesa de Dios un punto.
Y poco a poco volvían a mirar a Fátima con el anhelo de la esperanza en sus rostros.
—¡Debemos luchar! —les exigía—. ¡No podemos resignarnos a la desgracia! Dios está pendiente de nosotros. ¡Las profecías se cumplirán!
Un atardecer de primavera Hernando regresaba cansado a su casa. Durante la jornada habían tenido que preparar el viaje de más de cuarenta caballos al puerto de Cartagena, donde les esperaba una nave para trasladarlos a Génova y, de allí, a Austria. El rey Felipe había decidido regalar aquellos soberbios ejemplares a su sobrino el emperador y a los archiduques, el duque de Saboya y el duque de Mantua. Conforme establecía el rey en su orden, primero eligieron aquellos que debían ser enviados a Madrid para su uso personal y el del príncipe, y después lo hicieron con los que debían ser objeto de regalo. Don Diego López de Haro estuvo todo el día en las caballerizas. Eligió y desechó animales; vaciló y cambió de opinión, dejándose aconsejar por los jinetes, entre ellos Hernando, acerca de cuáles eran los mejores para el monarca.
—¿Sabrán conservar la raza? —dudó el morisco a la vista de un magnífico semental de cinco años, altivo, de capa torda, que se movía elevando manos y pies con elegancia, y que el caballerizo escogió como uno de los que partirían hacia Austria.
—Seguro que sí —contestó don Diego por delante de él, sin volverse, con la atención puesta en el semental—. En aquella corte hay grandes jinetes y expertos en caballos. No me cabe duda de que a partir de estos sementales obtendrán ejemplares que se convertirán en el orgullo de Viena.
¿Realmente lo conseguirían?, se preguntaba Hernando cuando, sorprendido, se encontró con que la puerta de su casa estaba cerrada. En el mes de mayo y a aquellas horas solía hallarse abierta hasta la reja calada que daba al patio. ¿Habría sucedido algo? Golpeó la puerta con fuerza, una y otra vez. La sonrisa de su esposa al recibirle le tranquilizó.
—¿Por qué…? —empezó a preguntar cuando ella volvió a atrancar la puerta.
Fátima se llevó un dedo a los labios y le rogó silencio. Luego lo acompañó hasta el patio. Hamid había quebrantado la estricta orden acerca del lugar en el que debían ser educados los niños. Hernando había exigido que esas lecciones tuvieran lugar en las habitaciones, para que nadie pudiera oírlos hablar en árabe. Pero, en su lugar, Hamid los había llevado al patio, donde sentados en el suelo de la galería sobre simples esteras, los niños atendían al alfaquí mientras éste trataba de enseñarles matemáticas.
Fue a quejarse a su esposa, pero la encontró, otra vez, con el dedo cruzado en mitad de sus labios y se resignó al silencio.
—Hamid ha dicho —le explicó ella entonces— que el agua es el origen de la vida. Que los niños no aprenden en el interior de una habitación mientras escuchan correr el agua fuera. Que necesitan el aroma de las flores, el contacto con la naturaleza para que gocen sus sentidos y así aprender con facilidad.
Hernando suspiró y al volverse de nuevo se encontró con las tres criaturas que le observaban, sonrientes; Hamid lo hacía de reojo, como un niño grande.
—Y tiene razón —cedió—. No podemos privarlos del paraíso —afirmó. Tomó a Fátima de la mano y se acercó adonde se encontraban profesor y alumnos. Día a día Hamid recuperaba su carácter, y aquella muestra de rebeldía… en el fondo le satisfacía.
Saludó a sus hijos y a Shamir en árabe, y al oírlo, los propios niños le instaron a que bajase la voz. Se sentó en el espacio sobrante de la estera de Francisco y se volvió hacia Hamid.
—La paz —saludó asintiendo.
—La paz sea contigo, Ibn Hamid —le respondió el alfaquí.
Hasta que Aisha y Fátima tuvieron preparada la cena, Hernando se mantuvo en silencio. Escuchó las explicaciones de Hamid y observó los progresos de los niños. Shamir le recordaba a Brahim: arisco, inteligente, pero al contrario que su padre, con un gran corazón que demostraba en el cuidado de los menores. Francisco, el mayor de sus hijos, a quien tuvo que advertir en varias ocasiones de que no se mordiera la lengua mientras garabateaba números con su palillo en una tablilla de hojas embetunadas que se usaba una y otra vez, era un niño listo y simpático, pero siempre previsible: los ojos azules, heredados de su padre, y su espontaneidad anunciaban incluso qué era lo que se proponía hacer, acusándole sin remedio cuando cometía alguna trastada. Francisco era incapaz de mentir, ni siquiera sabía ocultar la verdad.
Tras tocarle con un dedo la punta de la lengua que apareció de nuevo ante la dificultad de una suma y comprobar cómo se escondía con rapidez, como una serpiente, Hernando fijó su atención en Inés, consciente de que Hamid hacía lo mismo que él, como si supiera qué era lo que pensaba. En verdad era igual que su madre… ¡preciosa! La niña estaba enfrascada en escribir números y sus inmensos ojos negros parecían dispuestos a atravesar la tablilla. Inés preguntaba y se interesaba por las cosas, pensaba las contestaciones que recibía y, a veces al instante, a veces al cabo de un par de días, volvía a plantear alguna duda sobre la misma cuestión. Sus razonamientos no eran tan ágiles o inmediatos como los de los varones, pero, a diferencia de éstos, siempre eran fundados. Inés refulgía con sus solos movimientos.
Hernando asintió con la cabeza, en señal de satisfacción, y después cruzó la mirada con Hamid. Sí, se encontraban en un paraíso, con la puerta de la calle cerrada a intromisiones extrañas, escuchando el rumor del agua al correr en la fuente y percibiendo el intenso aroma de las flores, esplendoroso a aquellas horas del atardecer en las que el sol se apagaba y el frescor hacía revivir las plantas y excitaba los sentidos, pero era lo mismo, se dijeron el uno al otro en silencio, lo mismo que durante años había hecho el alfaquí con el niño morisco en el interior de una mísera choza, perdida en las estribaciones de Sierra Nevada.
Como si no quisiera perturbar la concentración de los niños, Hamid le observó sin decir nada, reconociendo la valía de su primer alumno, aquel a quien había entregado sus conocimientos en el mismo secreto con que lo hacía ahora a sus hijos. Había sido un largo camino: la orfandad, una guerra, la esclavitud a manos de un corsario y la deportación a unas tierras extrañas en las que no encontraron más que odio y desventura. La pobreza y el duro trabajo en la curtiduría; los errores y la vuelta a la comunidad; la fortuna en las cuadras hasta llegar a convertirse en el miembro más importante de entre los suyos y ahora… Ambos posaron a la vez la mirada sobre los tres niños y un escalofrío de satisfacción recorrió la espina dorsal de Hernando: ¡sus hijos!
En ese momento, Aisha los llamó a cenar.
Hernando ayudó al alfaquí a levantarse. Hamid aceptó la ayuda y se apoyó en él. Luego, al cruzar el patio, solos, puesto que los niños lo corrieron en cuatro presurosas zancadas, continuó apoyándose en él.
—¿Recuerdas el agua de las sierras? —preguntó el alfaquí al pasar al lado de la pequeña fuente, junto a la que se detuvieron unos instantes.
—Sueño con ella.
—Me gustaría volver a Granada —musitó Hamid—. Terminar mis días en aquellas cumbres…
—Allí se esconde una espada sagrada que alguien, algún día, tendrá que empuñar de nuevo en nombre del único Dios. Ese día el espíritu de nuestro pueblo renacerá en las sierras, principalmente el tuyo, Hamid.
Si Hamid les inculcaba la Verdad, Hernando se esforzaba en enseñar a los niños la imprescindible doctrina cristiana para que pudieran atestiguar su correspondiente evangelización los domingos en la catedral o en las preceptivas visitas semanales del párroco de Santa María. El jurado de la parroquia y el superintendente habían abandonado sus controles, quizá por la dependencia jerárquica de Hernando del caballerizo real y su jurisdicción especial, pero don Álvaro, el prebendado catedralicio que se hallaba al frente de la parroquia, impecablemente ataviado siempre con sus hábitos negros y su bonete, continuaba con sus visitas semanales como si de cualquier otro cristiano nuevo se tratase, aunque todos sospechaban que su interés era mayor por el buen vino y los sabrosos dulces de Aisha con que era agasajado en sus largas visitas que por verificar la catolicidad de la familia. En cualquier caso, entre tragos y bocados, don Álvaro se acomodaba en una silla en la galería y examinaba a los niños, escuchando una semana tras otra, con obstinación, como si tuviese miedo de que las hubieran olvidado, cómo recitaban las oraciones y las doctrinas que les habían enseñado, farsa que siempre se desarrollaba ante una familia atemorizada por si a cualquiera de los pequeños se les escapaba alguna frase o expresión en árabe. En cuanto tenía la oportunidad, Hernando tomaba la iniciativa y se sentaba con el sacerdote para distraerlo y charlar con él sobre temas diversos, principalmente acerca de la situación del otro movimiento herético que amenazaba al imperio español y en el que se hallaba realmente interesado: el luteranismo.
Hamid, por su parte, simulaba cualquier indisposición y se encerraba en su pequeña habitación —Hernando estaba convencido de que a orar en una especie de desafío a la presencia del sacerdote—, en cuanto don Álvaro cruzaba la cancela del patio.
—Es una obra de caridad —se justificó en contestación al interés de don Álvaro por aquel invisible Hamid que según los libros de la parroquia constaba censado en la casa—. Se trata de un anciano enfermo que vivía en nuestro pueblo de las Alpujarras y, como buen cristiano, no podía permitir que muriese en la calle. Padece de fiebres recurrentes, ¿deseáis verlo?
El sacerdote bebió un trago de vino, paseó su mirada por el placentero jardín y, para su tranquilidad, negó con la cabeza. ¿Para qué quería él acercarse a un anciano que padecía de fiebres?
Así pues, después de que don Álvaro comprobara una vez más la memoria de los niños, las conversaciones se desarrollaban en la galería entre éste y Hernando a solas, mientras Aisha o Fátima, desde el otro lado del patio, estaban pendientes de que no se acabasen el vino o los dulces. Hacía poco que había caído en manos de Hernando y de don Julián un ejemplar de las Instituciones de Calvino, editado en Inglaterra en lengua castellana. Eran muchos los libros protestantes publicados en castellano, en Inglaterra, Holanda o Zelanda, que corrían clandestinamente por los reinos de Felipe II. El rey y la Inquisición luchaban con todas sus fuerzas por mantener pura e incólume la fe católica, libre de cualquier influencia herética, hasta el punto de que hacía veinte años que el monarca había prohibido que los estudiantes españoles acudiesen a universidades extranjeras, excepción hecha, por supuesto, de las pontificias de Roma y Bolonia.
Muchos moriscos veían con buenos ojos las doctrinas protestantes, sobre todo los aragoneses por su contacto geográfico con Francia y el Bearne, adonde huían para convertirse al cristianismo, pero renegando del catolicismo. Los ataques de los protestantes hacia el Papa y hacia los abusos del clero, el mercadeo de bulas e indulgencias, la condena del uso de imágenes como objetos de culto o devoción, potestad de cualquier creyente de interpretar los textos sagrados al margen de la jerarquía eclesiástica y la visión rígida de la predestinación, constituían puntos de unión entre dos religiones minoritarias que luchaban por resistir a los ataques de la Iglesia católica.
Hernando lo discutió con don Julián, y también con Hamid, y todos lamentaron aquel acercamiento entre musulmanes y quienes, en definitiva, no dejaban de ser cristianos, por mayores simpatías que pudieran sentir hacia esta tendencia.
—Al fin y al cabo —alegó el sacerdote—, los protestantes persiguen reencontrarse con las escrituras dentro del cristianismo y los moriscos convertidos no pretenden reforma alguna, sino su simple destrucción. Las posiciones sincréticas entre las doctrinas luteranas y musulmanas que se empiezan a percibir en algunos escritos polémicos de los propios creyentes no logran sino debilitar el verdadero objetivo de la comunidad morisca.
Tal y como don Álvaro abandonaba la casa, después de haber renegado contra los luteranos y los ataques que vertían contra la forma de vida del clero católico, Hamid salía de su habitación indignado e, indefectiblemente, derramaba por el desagüe lo que restaba del vino.
—Cuesta dinero —le reprendía Hernando, pero no obstante le permitía tal desagravio esforzándose por ocultar una sonrisa.
Se llamaba Azirat y supuso uno de los mayores cambios en la vida de Hernando. Ya desde la época del emperador Carlos I, las finanzas de la monarquía se hallaban siempre en quiebra. Hacía cinco años que el reino había suspendido sus pagos; ni siquiera las inmensas fortunas en plata y oro que arribaban del Nuevo Mundo llegaban a cubrir los gastos de los ejércitos españoles, a los que se sumaban los descomunales costes de la lujosa corte borgoñona, cuyo protocolo había adoptado el emperador. España disponía de considerables materias primas de las que no se obtenía el debido provecho: la apreciada lana de oveja merina castellana se vendía sin manufacturar a comerciantes extranjeros, quienes la transformaban en paños que después revendían en España por diez o veinte veces el valor de coste que habían pagado. Lo mismo sucedía con el hierro, la seda y otras muchas materias primas; y el oro, por las guerras o el comercio, salía de España a espuertas. Los intereses que pagaba el rey a sus banqueros superaban el cuarenta por ciento, y las bulas e indulgencias que se vendían y con las que se financiaban tanto Roma como España no eran suficientes. Hidalgos, clero y numerosas ciudades no pechaban con los impuestos y todo el coste fiscal recaía en el campo, en los trabajadores y en los artesanos, lo que los empobrecía aún más e impedía el desarrollo del comercio, en un círculo vicioso de difícil solución.
En 1580 la situación económica se agravó todavía más: tras la muerte en Alcazarquivir del rey Sebastián de Portugal en un vano intento de conquistar Marruecos, su tío, el rey Felipe de España, reclamó sus derechos sucesorios al trono de Portugal, y como el brazo popular se negara a su coronación, preparaba la invasión del vecino reino con un ejército al mando del anciano duque de Alba, que a la sazón contaba con setenta y dos años. Además de Brasil, Portugal dominaba la ruta comercial con las Indias Orientales y señoreaba toda la costa africana, desde Tánger hasta Mogadiscio, bordeando todo el continente. Con la unión de Portugal, España se convertiría en el mayor imperio de la historia.
Todos aquellos ingentes gastos afectaban también a las caballerizas reales que, pese a que Felipe II continuara regalándose y regalando a sus preferidos y a las cortes extranjeras magníficos ejemplares de la nueva raza, se resentían de la falta de unos fondos que don Diego López de Haro no cesaba de reclamar a la Junta de Obras y Bosques, encargada de proporcionárselos.
Por eso, parte del sueldo que se adeudaba a jinetes y trabajadores les fue satisfecho con potros desechados de las caballerizas, con la condición de que si al crecer interesaban al rey, podían serles sustituidos por otros, hecho que difícilmente llegaba a suceder dada la cantidad de caballos que nacían al año y al hecho de que los empleados no tardaban en vender los caballos rechazados para obtener dinero. ¡Con la venta de sólo ocho caballos de las cuadras del rey se adquirieron treinta buenos ejemplares de guerra para el ejército acantonado en la plaza de Orán!
Pero Hernando no estaba dispuesto a vender a Azirat, el caballo que le habían cedido en pago de parte de sus salarios; su forma de vida era austera y sus necesidades escasas. En la dehesa, en el momento de herrar los potros al fuego y anotarlos en el libro de registro, lo llamaron Andarín por la elegancia de sus movimientos, pero había nacido de un color rojo ardiente, brillante, que lo invalidaba para los gustos cortesanos; la capa alazana no se admitía en la nueva raza.
Andarín, con aquel color de fuego que revelaba cólera, ímpetu y velocidad, cautivó a Hernando desde el preciso instante en que lo vio moverse.
—Lo voy a llamar Azirat —le comentó a Abbas. Sin embargo no pronunció la zeta española, sino que utilizó la cedilla y remarcó la «te»: açiratt.
Abbas arrugó el entrecejo al tiempo que Hernando asentía. El puente del açiratt; el puente de entrada al cielo, larguísimo y estrecho como un cabello, que se extendía por encima del infierno y a través del cual los bienaventurados cruzarían como un rayo mientras los demás caerían al fuego.
—No sólo trae mala suerte cambiar el nombre de origen de un caballo —replicó el herrador—, sino que en algunos casos está penado hasta con la muerte. Los extranjeros que lo hacen pueden ser sentenciados con la pena capital.
—Yo no soy extranjero y este caballo sería capaz de cruzar ese largo y delicado cabello —replicó, haciendo caso omiso de la advertencia de su amigo—, podría andar sobre él sin caerse ni romperlo. Si parece que no toque el suelo… ¡Que flote en el aire!
A sus veintiséis años, Hernando era el jefe de un grupo familiar y uno de los más considerados e influyentes miembros de la comunidad morisca. Vivía siempre rodeado de gente, volcado en los demás. Azirat vino a proporcionarle unos momentos de libertad de los que no había disfrutado a lo largo de su existencia y así, en cuanto tenía oportunidad, aparejaba al caballo y salía al campo en busca de la soledad, unas veces andando las dehesas al paso, con tranquilidad, pensativo; otras, sin embargo, permitía a Azirat que demostrase su velocidad y su poderío. Y en ocasiones buscaba las dehesas en las que pastaban los toros, corriéndolos sin dañarlos, jugueteando con aquellas peligrosas astas que nunca llegaban a cornear las ancas de Azirat cuando éste quebraba con agilidad frente a sus embestidas, encelándolos en la tupida cola del caballo mientras los toros la perseguían, dando fuertes cabezazos al engaño que les presentaban los largos pelos de la cola del caballo.
Nunca se dirigió al norte, hacia Sierra Morena, allí donde campaba Ubaid con los monfíes. Abbas le aseguró que el arriero de Narila no le molestaría, que le habían hecho llegar recado exigiéndoselo, pero Hernando no se fiaba.
Los domingos acostumbraba a montar consigo a Francisco y a Shamir, que habían crecido como hermanos, y les cedía el control de las riendas allí donde no había peligro. Si cuando él salía a caballo buscaba la soledad procurando no alardear en exceso ante los cristianos, con los niños no llegaba a correr por el campo y se limitaba a pasear por los alrededores de Córdoba. Uno de esos días, al atardecer, cruzó el puente romano con los niños, orgullosos y sonrientes. Francisco iba delante, a horcajadas; Shamir agarrado a su espalda.
—¡Mirad, padre! —señaló Francisco en cuanto dejaron atrás la Calahorra y llegaron al campo de la Verdad—. Allí está Juan el mulero.
Desde la distancia, Juan los saludó con gesto cansado. Cada domingo que pasaban por allí, Hernando lo veía más y más envejecido; ni siquiera le quedaban ya aquellos pocos dientes con los que logró mordisquear el pezón de la mujer de la mancebía.
—Desmontad, muchachos —les dijo Juan a los niños con voz pastosa una vez llegaron hasta él. Hernando se extrañó, pero el mulero le hizo callar con un gesto—. Id a ver las mulas. Me ha dicho Damián que os echan de menos desde la última vez que estuvisteis acariciándolas.
Damián era un bribonzuelo que Juan había tenido que contratar para que le ayudase. Francisco y Shamir corrieron hacia la recua y los dos hombres quedaron frente a frente. Juan movió los labios sobre las encías, preparándose para hablar.
—Hay una persona, un cristiano nuevo de los vuestros, preguntando, investigando… —Hernando esperó hasta que el mulero comprobó que nadie los escuchaba—… por el contrabando de hojas de papel.
—¿Quién es?
—No lo sé. A mí no se ha dirigido. Pero he oído que preguntó a un arriero.
—¿Estás seguro?
—Muchacho, estoy al tanto de todo lo que entra y sale ilegalmente de Córdoba. Poco puedo hacer ya, más que chismorrear y sacar tajada de aquí y allá.
Hernando echó mano de la bolsa y le entregó unas monedas. En esta ocasión Juan las admitió.
—¿No van bien las cosas? —se interesó el morisco.
—Los ojos del señor engordan al caballo —empezó a recitar Juan haciendo un gesto despectivo hacia Damián—, y los lacayos y mozos, lo gastan y destruyen —finalizó el dicho—. Lo mismo vale para las mulas y ningún remedio me queda. Y en cuanto a trapichear… ¡Hoy por hoy no podría ni alzar uno de los remos de La Virgen Cansada!
—Cuenta conmigo si necesitas algo.
—Mejor que te preocupes por ti, muchacho. Ese morisco, y supongo que también la Inquisición, van detrás de todos los que usáis ese papel.
—¿Usáis? ¿Cómo puedes suponer…?
—Seré viejo y estaré débil, pero no soy idiota. Ni la Iglesia ni los escribanos tienen necesidad de entrar esas cantidades de papel de contrabando. Se rumorea que el papel es de baja calidad y viene de Valencia. El arriero al que preguntó el morisco era de allí, así que tampoco se trata del que usan los hidalgos para escribir ni el editor para imprimir sus libros.
Hernando resopló.
—¿No podemos averiguar quién es ese morisco?
—Si algún día vuelve el arriero de Valencia…, pero dudo que lo haga sabiendo que alguien hace preguntas inconvenientes. Si podéis encontrarlo allí en su tierra… Pero no pierdas un segundo —le aconsejó el mulero, apremiándole.
—¡Niños! —gritó Hernando echando el pie izquierdo al estribo y pasando con agilidad la pierna derecha por encima de la grupa—. Nos vamos. —Alzó a uno y otro hasta montarlos—. Si te enteras de algo más… —añadió entonces hacia Juan. El mulero asintió con una sonrisa que dejó a la vista sus encías—. Azirat se ha puesto enfermo —dijo a Francisco ante las quejas del niño por no continuar el paseo. En sus costados, notó la presión de las manos de Shamir, como si no creyese aquella excusa dirigida al pequeño—. No querrás que enferme más todavía, ¿verdad? —insistió, no obstante, tratando de calmar a Francisco.
En las caballerizas, mientras los niños ayudaban al mozo a desembocar al caballo, Hernando advirtió a Abbas de lo sucedido; luego corrió hacia la calle de los Barberos.
—¡No quiero ver una hoja de papel en esta casa! —ordenó a Fátima, a su madre y a Hamid, sobre todo a Hamid, señalándole con un dedo. Se reunieron lejos de los niños, en una de las habitaciones superiores, y les explicó acaloradamente lo que le había contado Juan. El alfaquí trató de contestar, pero Hernando no se lo permitió—: Hamid, ni uno solo, ¿me entiendes? No podemos ponernos en riesgo, ni nosotros, ni a ellos —añadió haciendo un gesto hacia el patio, en donde se oían las risas de los niños—. Ni a todos los demás.
Con todo, fue Fátima quien discutió:
—¿Y el Corán? —Todavía conservaban el ejemplar que les había dado Abbas.
Hernando pensó unos instantes.
—Quémalo. —Los tres lo miraron, atónitos—. ¡Quémalo! —insistió—. Dios no nos lo tendrá en cuenta. Trabajamos para Él y de poco le serviría que nos detuvieran.
—¿Por qué no lo escondes fuera de…? —terció Aisha.
—¡Quemadlo! Y limpiad las cenizas del papel. A partir de este momento… de cuando lo hayáis quemado todo —se corrigió—, quiero la puerta del zaguán abierta. Suspenderemos las clases de los niños hasta que veamos qué es lo que sucede y tú, Fátima, esconde el colgante donde nadie pueda encontrarlo. Tampoco quiero muescas en las paredes que señalen hacia La Meca.
—No puedo quitarlas —adujo Hamid.
—Pues haz más, muchas más, en todas direcciones. Seguro que recordarás siempre cuál es la buena. Tengo que ir a la mezquita…, pero también hay que advertir a Karim y a Jalil, a Karim sobre todo. —Observó a los tres. ¿Podía fiarse de que cumplieran sus instrucciones, de que no tratarían de esconder también aquel Corán que tantas noches habían leído?—. Ven —dijo a Fátima, extendiendo la mano para que ella la tomase.
Salieron de la habitación y se apoyaron en la barandilla de la galería del piso superior. Abajo jugaban los niños, alrededor de la fuente. Reían, corrían e intentaban pillarse unos a otros al tiempo que se echaban agua. Permanecieron contemplándolos en silencio, hasta que Inés percibió su presencia; alzó el rostro hacia ellos y mostró los mismos ojos negros y almendrados de su madre. Al momento, Francisco y Shamir la imitaron, y como si fueran conscientes de la trascendencia del momento, los tres niños sostuvieron sus miradas. Durante unos instantes, igual que ascendía entremezclado el frescor del patio y el aroma de las flores, una corriente de vida y de alegría, de inocencia, se desplazó del patio a la galería superior. Hernando apretó la mano de Fátima al tiempo que su madre, tras él, apoyaba la suya en el hombro de su hijo mayor.
—Hemos pasado hambre y muchas penurias hasta llegar aquí —dijo él, rompiendo el hechizo—, no podemos errar ahora. —Se incorporó de repente. ¡Debía confiar en ellos!—. Ocupaos de poner en orden la casa —ordenó dirigiéndose a Fátima y Aisha—. Padre —añadió, dirigiéndose a Hamid—, confío en ti.
Llegó a la catedral antes de que finalizasen los oficios cantados de vísperas. La música del órgano y los cánticos de los novicios que estudiaban en los jesuitas inundaban el recinto, deslizándose entre las mil columnas de la mezquita. Jerárquicamente ordenados en sus correspondientes sitiales del coro, como era su obligación en todos los oficios, los miembros del cabildo en pleno participaban en los cánticos. El olor a incienso abofeteó a Hernando: después de haber respirado el fresco aroma de las flores y plantas del patio, aquel aire dulzón le recordó para qué se encontraba allí. Se sumó a la feligresía que participaba en el oficio; una vez terminado el acto se dirigió a un portero para que buscase a don Julián y le comunicase que le esperaba.
Lo hizo delante de la reja de la biblioteca, que en aquellos momentos estaba en obras. Tras la muerte del obispo fray Bernardo de Fresneda y en sede vacante, el cabildo catedralicio había decidido convertir la biblioteca en una nueva y suntuosa capilla del Sagrario, al estilo de la Capilla Sixtina, puesto que el sagrario que se encontraba en la capilla de la Cena se había quedado pequeño. Parte de la biblioteca fue trasladada al palacio del obispo; el resto convivía con las obras hasta que se construyera una nueva biblioteca junto a la puerta de San Miguel.
—Bien —comentó el sacerdote intentando transmitir tranquilidad a Hernando tras escuchar sus encendidas explicaciones—. Mañana, después del oficio de vigilia, ordenaré que trasladen nuestros libros y papeles al palacio del obispo.
—¿Al palacio del obispo? —se asombró Hernando.
—¿Dónde mejor? —sonrió don Julián—. Es su biblioteca privada. Hay centenares de libros y manuscritos y soy yo quien se ocupa de ellos. No te preocupes por eso, los esconderé bien. Por más libros que fray Martín pretenda leer, nunca llegará a acceder a los nuestros; además, de esa forma, cuando se tranquilice la situación podremos continuar con nuestra labor.
¿Podría, pensó Hernando, aprovechar él también la estratagema de don Julián y esconder su Corán en la biblioteca de fray Martín de Córdoba?
—Es posible que en mi casa aún tenga un Corán y algunos calendarios lunares…
—Si me los traes antes del oficio de vigilia… —Don Julián interrumpió sus palabras para contestar al saludo de dos prebendados que pasaron a su lado. Hernando inclinó la cabeza y murmuró unas palabras—. Si me los traes —repitió cuando los sacerdotes ya no podían oírlos—, me ocuparé de ellos.
Hernando escrutó al viejo sacerdote: su aplomo… ¿era real o una mera impostura? Don Julián imaginó sus pensamientos.
—El nerviosismo sólo puede conducirnos al error —le aclaró—. Debemos superar esta dificultad y continuar con nuestra labor. ¿En algún momento pensaste que esto sería sencillo?
—Sí… —reconoció un titubeante Hernando tras unos instantes. Y lo cierto es que así se lo había parecido últimamente. Al principio, cuando accedía a la catedral, notaba cómo se le atenazaban los músculos y le sobresaltaba el menor ruido, pero después, poco a poco…
—La confianza en exceso no es buena consejera. Debemos estar siempre alerta. Tenemos que encontrar a ese espía antes de que él nos encuentre a nosotros. Karim sabrá del arriero valenciano. Hay que dar con él y enterarse de quién fue el que le preguntó.
Todo lo había llevado Karim. Los demás trataron de convencerle de que les permitiera ayudarle, pero el anciano se negó y tuvieron que reconocerle su razón. «Con que uno se arriesgue, ya es bastante», sostenía el anciano. Karim se ocupaba de adquirir el papel y de tratar con los moriscos valencianos y los arrieros; él se ocupaba de hacérselo llegar a Hernando y a don Julián, y era él quien recibía los libros o documentos ya escritos para, después de encuadernarlos con la ayuda de una prensa que guardaba en su casa, distribuirlos por Córdoba. Excepción hecha de las esporádicas reuniones que mantenían, y que poco podían demostrar, nadie podía relacionar a los demás miembros del consejo con la copia y venta de ejemplares del Corán.
Abandonaron la catedral por la puerta de San Miguel. Ya era casi noche cerrada y ascendieron por la calle del Palacio. Como casi todos los religiosos de Córdoba, don Julián también vivía en la parroquia de Santa María, en la calle de los Deanes, a pocos pasos de Hernando. En la conjunción de los Deanes con Manriques, allí donde se formaba una plazuela, un hombre fornido les salió al paso. Hernando echó mano al cuchillo que llevaba al cinto, pero una voz conocida detuvo sus movimientos.
—¡Tranquilos! Soy yo, Abbas. —Reconocieron al herrador, quien no se anduvo con rodeos—: Los familiares de la Inquisición acaban de detener a Karim —anunció—. Han registrado su casa y han encontrado un par de ejemplares del Corán y otros documentos, que han requisado, así como la prensa, las cuchillas y los demás enseres que usaba para encuadernarlos.