5
Todos los cristianos de Juviles fueron confinados en la iglesia bajo la tutela de Hamid, quien debía intentar que apostataran de su religión y se convirtieran al islam.
Brahim se encaminó al norte, hacia la sierra, donde el Partal había dicho que acudiría a levantar a las gentes. A sus órdenes partió un variopinto grupo formado por media docena de hombres, unos armados con las armas obtenidas de la compañía de arcabuceros de Cádiar, otros con simples palos u hondas de esparto. Al final de la comitiva iba Hernando, que controlaba la recua de mulas, incrementada por seis buenos ejemplares escogidos por Brahim de entre los traídos de Cádiar.
Hernando había tenido que correr tras el overo de su padrastro. Cuando en la iglesia nadie se atrevió a poner en duda las palabras del alfaquí, Brahim espoleó a su caballo, dio media vuelta y ordenó al chico que le siguiera. Hernando ni siquiera había podido despedirse de Hamid o de su madre; con todo, sonrió al pasar junto a ellos. En la plaza de la iglesia le esperaban hombres y mulas.
—Como pierdas un animal o una carga, te arrancaré los ojos.
Tales fueron las únicas palabras que le dirigió su padrastro antes de iniciar la marcha.
Desde entonces, la única preocupación del muchacho consistió en arrear las mulas tras la montura de su padrastro y de los hombres que le seguían a pie. Las mulas de Juviles atendían a las órdenes; las requisadas lo hacían o no, según les viniese en gana. Una de ellas, la de mayor alzada, le lanzó una dentellada cuando la azuzó para que volviese a la fila. Hernando brincó con agilidad y evitó el mordisco, pero al ir a castigar al animal se encontró con las manos vacías.
«Ya te pillaré», maldijo entre dientes. La mula continuó a su aire mientras Hernando buscaba a su alrededor. «Un palo lo vería», pensó. Las mulas no eran tontas, pero aquélla necesitaba una lección. No podía arriesgarse a que le desobedecieran con su padrastro por ahí cerca, ya que sería él quien acabaría recibiendo el castigo, así que cogió un pedrusco de buen tamaño y volvió a acercarse al animal por su costado derecho, con el brazo a la espalda. En cuanto percibió la presencia del muchacho, la mula fue a morderle de nuevo, pero Hernando le propinó un fuerte golpe en el belfo con la piedra. El animal sacudió la cabeza y soltó un potente rebuzno. Hernando la arreó con suavidad y la mula volvió sumisa a su lugar en la recua. Al levantar la mirada se encontró con la de su padrastro que, girado en su montura, lo observaba con atención, atento, como siempre, a que el muchacho cometiera el más nimio error para poder castigarle.
Siguieron ascendiendo en dirección a Alcútar. Transitaban por un estrecho sendero en fila de a uno, y todavía no habían perdido de vista Juviles cuando el eco de una voz reverberó por desfiladeros, cañadas y montañas. Hernando se detuvo. Un escalofrío recorrió su espina dorsal. ¡Cuántas veces se lo había contado Hamid! Aun en la distancia, el muchacho reconoció el timbre de voz del alfaquí y lo percibió orgulloso, alegre, vivaz, chispeante; denotaba la misma satisfacción que el día en que le había mostrado la espada del Profeta.
—¡Venid a la oración! —escucharon que gritaba Hamid, seguramente desde la torre de la iglesia.
La llamada se deslizó por los abruptos despeñaderos, chocando contra las rocas y enredándose en la vegetación, hasta llenar todo el valle de las Alpujarras, desde Sierra Nevada hasta la Contraviesa y de allí, al mismo cielo. ¡Hacía más de sesenta años que en aquellas tierras no resonaba la llamada del muecín!
La comitiva se detuvo. Hernando buscó el sol y se irguió para comprobar que su sombra alcanzaba el doble de su estatura: era el momento exacto.
—No hay fuerza ni poder sino en Dios, excelso y grande —murmuró, sumándose a las palabras de los demás. Tal era la contestación que recitaban desde sus casas todos los días, ya fuera por la noche o al mediodía, con suma discreción, atentos a que ningún cristiano pudiera oírlas desde la calle.
—¡Alá es grande! —gritó después Brahim, poniéndose en pie sobre los estribos y blandiendo el arcabuz sobre su cabeza.
Hernando se encogió atemorizado ante la figura y el despiadado semblante de su padrastro.
Al instante, su grito se vio arropado por el de todos los hombres que le acompañaban. Con el mismo arcabuz, Brahim hizo señal de continuar. Uno de los hombres se pasó el dorso de la mano por los ojos antes de echar a andar. Hernando le escuchó sorber la nariz y carraspear en varias ocasiones, como si pretendiera reprimir el llanto, y arreó a las mulas con el canto de Hamid resonando en sus oídos.
La población de Alcútar, situada a algo más de una legua de Juviles, los recibió con las mismas zambras, cánticos, bailes y fiestas que se celebraban en Juviles. Tras alzar en armas a los moriscos del pueblo, el Partal y sus monfíes se habían dirigido a la cercana Narila, su lugar de origen, sin esperar la llegada de Brahim.
Como todos los pueblos de la Alpujarra alta, Alcútar era un entresijo de callejuelas que subían, bajaban y serpenteaban, encerradas por pequeñas casas encaladas de terrados planos. Brahim se dirigió a la iglesia.
Un grupo de entre quince y veinte cristianos se hallaba congregado frente a las puertas del templo, estrechamente vigilado por moriscos armados con palos que asediaban a sus cautivos con gritos y golpes, cual pastores a las ovejas. Hernando siguió la mirada aterrada de una niña cuyo pelo pajizo destacaba en el grupo de cristianos; junto a la fachada de la iglesia, el cadáver asaeteado del beneficiado del lugar era objeto de escarnio por parte de cuantos pasaban por su lado, que le escupían o pateaban. Junto al beneficiado, de rodillas, un hombre joven con la mano derecha cercenada intentaba cortar la hemorragia por la que se le escapaba la vida. La sangre se encharcaba sobre el aguanieve y la mano se había convertido en el juguete de un perro, que se divertía mordisqueándola ante la atenta mirada de unos niños moriscos.
—¡Empieza a cargar el botín!
La voz de Brahim sonó en el momento en que uno de los niños, más osado que el resto, le quitaba al perro su macabro juguete y lo lanzaba a los pies del mutilado. El perro corrió hacia él, pero, antes de que pudiera llegar, una mujer soltó una carcajada, escupió al hombre cuando éste le mostró el muñón y pateó la mano para que el can pudiera dar buena cuenta de ella.
Hernando negó con la cabeza y siguió a los soldados al interior de la iglesia. La niña cristiana, con el pelo pajizo empapado por el aguanieve, seguía con los ojos clavados en el cadáver del beneficiado.
Poco después, el muchacho salía del templo cargado con ropa de seda bordada en oro y un par de candelabros de plata que se sumaron al montón de enseres de todo tipo que ya se acumulaban a las puertas de la iglesia. Entonces se detuvo para hacerse con algo de ropa de abrigo procedente del saqueo de las casas cristianas. Desde lo alto del overo, Brahim torció el gesto.
—¿Pretendes que muera de frío? —se defendió, adelantándose a la reprimenda de su padrastro.
Las alforjas de las doce mulas se hallaban colmadas cuando el sol empezó a ponerse y una orla rojiza se dibujó por encima de las cumbres que rodeaban las Alpujarras. El cadáver desangrado del manco yacía sobre el del beneficiado. El perro había dejado de mordisquear la mano. Los cristianos permanecían inquietos, agrupados frente a la iglesia. La voz del muecín sonó enérgica, los moriscos extendieron las ropas de seda y lino sobre el barro y se postraron.
El rojo del cielo se trocó en ceniciento, ya finalizada la oración de la puesta del sol, y el Partal y sus monfíes se presentaron en Alcútar. Al grupo de cerca de treinta hombres rudos —algunos a caballo, otros a pie, todos bien abrigados y armados con ballestas, espadas o arcabuces, además de dagas al cinto— se le habían unido algunos gandules de Narila, la milicia urbana, ocupados a la sazón en controlar la fila de cautivos cristianos que habían llevado desde Narila hasta Alcútar. A los monfíes no parecía importarles el frío ni el aguanieve que caía: charlaban y reían. Hernando observó que, al final del grupo, una recua de mulas transportaba el botín obtenido en Narila.
Los nuevos cautivos pasaron a engrosar el ya numeroso grupo de detenidos frente a la iglesia. Los moriscos atajaron a golpes cualquier comunicación entre ellos y al cabo volvió a reinar el silencio mientras los niños moriscos correteaban alrededor de los monfíes, señalando sus dagas y sus caballos, y se henchían de satisfacción cuando alguno de ellos les revolvía el cabello. Brahim y el alguacil de Alcútar dieron la bienvenida al Partal y se apartaron para despachar con el monfí. Hernando vio cómo su padrastro señalaba en dirección hacia donde se hallaba él con las mulas cargadas, y cómo asentía el Partal. Luego este último señaló a las mulas que transportaban el botín de Narila e hizo ademán de llamar al arriero que las mandaba, pero Brahim se negó de forma ostensible. A pesar de la distancia y en la oscuridad rota por las antorchas, Hernando se percató de que ambos hombres discutían. Brahim gesticulaba y meneaba la cabeza: resultaba evidente que el tema de conversación era el nuevo arriero. El Partal parecía querer aplacar los ánimos y convencerle de algo. Al final parecieron ponerse de acuerdo, y el monfí mandó acercarse al arriero recién llegado para darle instrucciones. El arriero de Narila ofreció la mano a Brahim, pero éste no se la estrechó y lo miró con recelo.
—¿Has entendido bien cuál es tu lugar? —le espetó Brahim, observando de soslayo al Partal. El arriero de Narila asintió con la cabeza—. Tu fama te precede: no quiero tener problemas contigo, con tus mulas o con tu forma de trabajar. Confío en no tener que recordártelo —añadió para despedirle.
Se llamaba Cecilio, pero en los caminos se le conocía por Ubaid de Narila. Así se presentó a Hernando, con cierto orgullo, una vez que, a indicación de Brahim, hubo conducido su recua hasta donde se encontraba la del muchacho.
—Yo me llamo Hernando —respondió el joven.
Ubaid esperó unos instantes.
—¿Hernando? —se limitó a repetir al ver que el muchacho no añadía más.
—Sí. Sólo Hernando. —Lo dijo con firmeza, desafiando a Ubaid, varios años mayor que él y arriero de profesión.
Ubaid soltó una risa sarcástica y de inmediato le dio la espalda para ocuparse de sus animales.
«Si se enterase de mi apodo… —pensó Hernando, mientras notaba cómo se le encogía el estómago—. Quizá debería adoptar un nombre musulmán.»
Esa noche el grano y los alimentos saqueados en las casas de los cristianos se derrocharon para festejar la sublevación de las Alpujarras. Todas las taas, todos los lugares de moriscos se sumaban a la rebelión, afirmaba el Partal con entusiasmo. ¡Sólo faltaba Granada!
Mientras los principales del pueblo atendían a los monfíes, y los cristianos eran encerrados en la iglesia al cuidado del alfaquí del pueblo que, como Hamid en Juviles, debía intentar que apostataran, Hernando y Ubaid permanecieron junto a las mulas y el botín, refugiados bajo un chamizo. Sin embargo, no fueron olvidados por las mujeres de Alcútar, que les sirvieron en abundancia. Hernando sació entonces su hambre; Ubaid hizo lo propio, pero una vez satisfecho su estómago, intentó también satisfacer su deseo, y Hernando le vio galantear con cuantas mujeres acudieron a ellos. Alguna de ellas se acercó al muchacho y se sentó a su lado, zalamera, en busca de su contacto. Hernando se achicaba, desviaba la mirada e incluso se separaba, hasta que la mujeres cejaron en su empeño.
—¿Qué pasa, chico? ¿Te dan miedo? —preguntó su compañero, a quien la comida y la compañía femenina parecían haber puesto de mejor humor—. No hay nada que temer, ¿verdad? —dijo, dirigiéndose a una de ellas.
La mujer se rió, mientras Hernando se sonrojaba. El arriero de Narila le miraba con expresión maliciosa.
—¿O tienes miedo de lo que pueda decir tu padrastro? —insistió—. No parece que os llevéis demasiado bien…
Hernando no contestó.
—Bueno, tampoco es de extrañar… —prosiguió Ubaid. Sus labios esbozaron una sonrisa de complicidad, que no logró embellecer en absoluto un rostro sucio y vulgar—. Tranquilo, ahora está ocupado haciéndose el importante… Pero tú y yo estamos más cerca de lo que de verdad importa, ¿no crees?
Pero en ese momento, la mujer que acosaba a Ubaid reclamó sus atenciones y éste, tras lanzar una mirada hacia Hernando que el muchacho no acabó de comprender del todo, hundió la cabeza entre sus pechos.
Bien entrada la noche, Ubaid desapareció con una mujer. Al verlos marchar, Hernando recordó los comentarios del sacristán de Juviles:
—Las cristianas nuevas, las moriscas —le había explicado en una de las muchas sesiones de adoctrinamiento en la sacristía de la iglesia—, disfrutan de las prácticas amorosas solazándose sin medida con sus maridos… ¡O con quienes no lo son! Claro que el matrimonio moro no es tal: no es más que un contrato sin más trascendencia que la compra de una vaca o el arrendamiento de un campo. —El sacristán lo trataba como si el muchacho fuese un cristiano viejo, descendiente de cristianos sin tacha, y no el hijo de una morisca—. Tanto hombres como mujeres se entregan al vicio de la carne, algo que repele a Cristo Nuestro Señor. Por eso las verás gordas a todas, gordas y morenas, porque su única pretensión es proporcionar placer a sus hombres, acostarse con ellos como perras en celo y, en su ausencia, lanzarse al adulterio, pecar de gula y de pereza, y chismorrear todo el día sin más propósito que el de entretenerse hasta que llegue la hora de volver a recibirlos con los brazos abiertos.
«También hay cristianas gordas —había estado tentado de replicar en aquella ocasión—, y algunas son mucho más morenas que las moriscas», pero se había callado, como siempre hacía cuando hablaba con el sacristán.
El día de Navidad amaneció frío y soleado en Sierra Nevada.
—Persisten en su fe —anunció el alfaquí de Alcútar al Partal y a los moriscos congregados frente a la iglesia—. Si les hablo del verdadero Dios y del Profeta, contestan rezando sus oraciones, todos al unísono; si los amenazo con maltratos, se encomiendan a Cristo. Los hemos golpeado y cuanto más lo hacemos, más invocan a su Dios. Les quitamos cruces y medallas, pero se burlan persignándose y santiguándose.
—Ya cederán… —masculló el Partal—. Cuxurio de Bérchules se alzó anoche. El Seniz y otros caudillos monfíes nos esperan allí. Recoged el botín —añadió, dirigiéndose a Brahim—. En cuanto a los cristianos, los llevaremos a Cuxurio. Sacadlos de la iglesia.
Cerca de ochenta personas fueron expulsadas de la iglesia a gritos, golpes y empellones. Entre el llanto de mujeres y niños, muchos levantaron los ojos al cielo y rezaron al encontrarse con la turba que les esperaba fuera; otros se santiguaron.
El Partal esperó a que fueran agrupados y se acercó a ellos con mirada escrutadora.
—¡Que Cristo haga caer sobre ti…!
El monfí acalló la amenaza del cristiano con un violento golpe de culata de su arcabuz. El hombre, delgado y de mediana edad, cayó de rodillas con la boca ensangrentada. La que debía de ser su esposa acudió en su ayuda, pero el Partal la derribó de un manotazo en el rostro. Luego entrecerró los ojos hasta que sus espesas cejas negras se fundieron en una sola. Todos los moriscos de Alcútar presenciaban los hechos. Entre los cristianos reinaba el silencio.
—¡Desnudaos! —ordenó entonces—. ¡Que se desnuden todos los hombres y los niños de más de diez años!
Los cristianos se miraron unos a otros, con la incredulidad dibujada en sus semblantes. ¿Cómo iban a desnudarse en presencia de sus mujeres, sus vecinas y sus hijas? Desde el interior del grupo se alzaron algunas protestas.
—¡Desnúdate! —exigió el Partal a un anciano de barba rala que estaba frente a él, una cabeza por debajo del monfí. El hombre se santiguó como respuesta. El monfí desenvainó lentamente su larga y pesada espada, y apoyó la afilada punta en el cuello del cristiano, sobre la nuez, hasta que en ella brotó un hilillo de sangre. Entonces insistió—: ¡Obedece!
El anciano, desafiante, dejó caer los brazos a sus costados. El Partal le hundió la espada en el cuello sin dudarlo.
—Desnúdate —dijo al siguiente cristiano, al tiempo que le acercaba al cuello la espada ensangrentada. El cristiano palideció y, al ver al viejo agonizante a su lado, empezó a desabrocharse la camisa—. ¡Todos! —exigió el Partal.
Muchas de las mujeres bajaron la mirada, otras taparon los ojos de sus hijas. Los moriscos estallaron en carcajadas.
Ubaid, que no se había perdido detalle de la escena, fue hacia las mulas. Hernando le siguió: debían prepararse para partir.
—¡Las pobres van cargadas! —exclamó el arriero con ironía—. Nadie sabe lo que llevan ahí… Es una suerte: si por casualidad se perdiera algo, nadie lo notaría…
Hernando se volvió hacia él, súbitamente azorado. ¿Qué había querido decir? Pero Ubaid parecía enfrascado en su tarea, como si sus palabras no hubieran sido más que un comentario al azar. Sin embargo, casi sin pensarlo, Hernando se oyó responder, con voz más firme de lo habitual:
—¡Nada se va a perder! Es el botín de nuestro pueblo.
Ninguno de los dos dijo ni una palabra más.
Por fin abandonaron Alcútar: Brahim, el Partal y sus monfíes encabezaban la marcha. Tras ellos iba una fila de más de cuarenta cristianos, desnudos y descalzos, ateridos de frío, con las manos atadas a la espalda. Mujeres cabizbajas, niños menores de diez años y las cerca de veinte mulas que cargaban el botín cerraban la comitiva, bajo la vigilancia de Hernando y Ubaid. Desparramados entre la formación, los moriscos que habían decidido tomar las armas y sumarse a la lucha, los gandules, imprecaban a los cristianos y los amenazaban con mil terroríficas torturas si no renegaban de su fe y se convertían.
Pese a que Cuxurio de Bérchules se hallaba a poco más de un cuarto de legua de Alcútar, la dureza del camino pronto hizo mella en los pies descalzos de los cristianos y Hernando distinguió varias piedras manchadas de sangre. De pronto uno cayó al suelo: a tenor de sus delgadas piernas y su entrepierna sin vello alguno, se trataba de un niño pequeño. Los hombres iban todos atados, así que ninguno pudo ayudarle; las mujeres lo intentaron, pero los gandules se lo impidieron a la vez que pateaban al muchacho. Hernando observó cómo la niña del pelo pajizo se echaba sobre él para protegerlo.
—¡Dejadle! —gritó, arrodillada, cubriéndole la cabeza con sus brazos.
—Pídele a tu Dios que le levante —le gritó uno.
—Renegad de vuestra fe —le espetó otro.
El pequeño grupo formado por el caído, la niña y los cuatro gandules rezagados hizo detener a la mula que encabezaba la recua.
—¿Qué pasa ahí? —Hernando oyó la voz de Ubaid a sus espaldas.
Hernando llegó hasta ellos en el momento en que uno de los moriscos se sumaba a los gritos del arriero.
—¡Vamos a tener que matarlos si no siguen adelante!
Entre las piernas de los gandules alcanzó a ver el cuerpo encogido del niño, vislumbró su rostro crispado y los ojos firmemente cerrados. Las palabras le surgieron sin pensarlas.
—Si los matáis no podréis… podremos —se corrigió al instante— convertirlos a la verdadera fe.
Los cuatro moriscos se volvieron al tiempo. Todos le superaban en varios años.
—¿Quién eres tú para decir nada?
—¿Quiénes sois vosotros para matarlos? —se enfrentó Hernando.
—Ocúpate de tus mulas, muchacho…
Hernando le interrumpió y escupió al suelo.
—¿Por qué no le preguntáis a él qué es lo que debéis hacer? —añadió señalando la ancha espalda del Partal, que se alejaba por delante—. ¿Acaso no los habría matado ya en Alcútar si ése hubiera sido su deseo?
Los cuatro jóvenes intercambiaron miradas y finalmente decidieron seguir el camino, no sin antes propinar otro par de puntapiés al niño. Con la ayuda de la chica, Hernando lo apartó del sendero y arreó a las mulas en espera de la Vieja. Sostenido por las axilas, colgando entre Hernando y la del pelo pajizo, el niño boqueaba en busca de aire. Ubaid observaba la escena sin decir nada. Sus ojos parecían sopesar la situación. El hijastro de Brahim tenía más arrestos de los que había deducido a simple vista… En ese momento Hernando ayudaba a la chiquilla a montar al niño sobre la Vieja.
—¿Por qué lo has hecho? —le preguntó él—. Podrían haberte matado.
—Es mi hermano —contestó ella, con el rostro arrasado en lágrimas—. Mi único hermano. Es bueno —añadió luego como si reclamase clemencia.
Se llamaba Isabel, le dijo después, mientras andaba junto a la Vieja, sosteniendo a su hermano, Gonzalico. Charlaron poco, pero lo suficiente para que Hernando percibiese el inmenso cariño que se profesaban.
La situación de Cuxurio de Bérchules era similar a la de todos los pueblos de las Alpujarras sublevados: la iglesia saqueada y profanada, los moriscos de fiesta y los cristianos del lugar cautivos. Allí les esperaba otra partida de monfíes a las órdenes de Lope el Seniz. Los monfíes decidieron conceder una oportunidad más a los cristianos, pero en esta ocasión, vistos los escasos resultados de Alcútar, dieron instrucciones a quienes ejercían de alfaquíes de que los amenazasen con maltratar, vejar y matar a sus mujeres si no se convertían al islam.
—Es como un pequeño alfaquí —quiso jactarse Brahim frente al Partal y al Seniz al ver aparecer la curiosa estampa que formaban su hijastro y la Vieja con el niño a horcajadas e Isabel a su lado—. ¿Conocéis a Hamid de Juviles? —Ambos asintieron. ¿Quién no sabía del cojo Hamid en las Alpujarras?—. Es su protegido. Le ha instruido en la verdadera fe.
El Partal entrecerró los ojos para observar la llegada de Hernando, la mula y el niño. «La conversión de un niño tan pequeño —pensó— podría minar más la resistencia de aquellos obstinados cristianos que cualquier amenaza.»
—Acércate —ordenó a Hernando—. Si es cierto lo que asegura tu padrastro, esta noche te quedarás con el pequeño cristiano y conseguirás que reniegue de su fe.
Pero mientras los moriscos sublevados se concentraban en la conversión forzosa de los cristianos, la revuelta de las Alpujarras vivía su primer revés importante. Esa misma noche de Navidad ni los moriscos de Granada ni los de su vega se sumaron al levantamiento. Farax, el rico tintorero líder de la revuelta, entró en el Albaicín al mando de ciento ochenta monfíes a los que disfrazó a modo de turcos para simular el desembarco de tropas de refuerzo y así recorrer el barrio morisco granadino llamando a gritos a la rebelión. Mientras monfíes y moriscos recorrían las sinuosas callejuelas del barrio musulmán, las escasas tropas cristianas permanecieron acuarteladas en la Alhambra. Sin embargo, las puertas y las ventanas de las casas moriscas también permanecieron cerradas.
—¿Cuántos sois? —se oyó preguntar a través del resquicio de una de ellas.
—Seis mil —mintió Farax.
—Sois pocos y venís presto.
Y la ventana se cerró.