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«¿La tierra está llana?»

En condiciones normales, el viaje les hubiera supuesto entre tres y cuatro jornadas, pero Hernando y su compañero tuvieron que avanzar por senderos intransitables y campo a través, escondiéndose y evitando las muchas partidas de soldados cristianos que recorrían la tierra saqueando los lugares, robando, matando y violando a las mujeres, y después poniéndolas en cautiverio. Acostumbraban a ser grupos de veinte hombres, sin capitán y sin alférez que portase bandera alguna; hombres codiciosos y violentos que escudados en el nombre del Dios cristiano tomaban venganza sobre los moriscos con el único fin de enriquecerse.

La lentitud del paso benefició a Hernando, que no cejó hasta encontrar las hierbas necesarias con las que procurarse un remedio para su entrepierna.

A la altura de Turón, agazapados tras unos espesos matorrales, mientras esperaban con la mula trabada en un cerro a que un hatajo de canallas pusiera fin a su rapiña, presenciaron cómo uno de los soldados cristianos se separaba del grupo y arrastraba del cabello a una niña de no más de diez años que no cesaba de aullar y patear. Se dirigía hacia donde estaban escondidos. Los dos al tiempo llevaron la mano a sus armas. Justo delante de ellos, al otro lado de los matorrales, el hombre abofeteó a la chiquilla hasta postrarla a sus pies; luego empezó a desatarse los calzones sonriendo con sus dientes negros. Hernando desenvainó el alfanje a la espera de que el soldado expusiese la nuca al lanzarse sobre la criatura, pero notó la presión de la mano de al-Hashum sobre su antebrazo. Se volvió hacia él y lo vio negar con la cabeza. Las lágrimas surcaban el rostro del monfí. Hernando obedeció y envainó lentamente, mirando cómo desaparecía el filo de la hoja en la vaina. Tampoco pudieron escapar de allí por no descubrirse. Al-Hashum, grande y curtido, fuerte, permaneció con la cabeza gacha, sollozando en silencio. Él no pudo. Fue incapaz de cerrar los ojos. Clavaba las uñas sobre el sagrado alfanje de Hamid, con mayor fuerza a medida que el llanto de la niña disminuía hasta llegar a convertirse en un gimoteo casi inaudible.

Los sollozos de la chiquilla se confundieron en Hernando con los recuerdos de Fátima, que le perseguían desde que abandonó el campamento de Aben Humeya. ¡Cobarde!, se reprochaba una y otra vez. Ella le había dicho que no tenía a nadie y Hernando le contestó que podía contar con él. Seguro que tanto Fátima como su madre se habrían enterado de la misión encomendada por el rey, Brahim se lo habría dicho, pero aun así… ¿Y si los cristianos también se hubiesen atrevido a ascender por aquellas cumbres inhóspitas y ahora mismo estuvieran violando a Fátima?

Soltó el alfanje cuando al-Hashum, con el rostro oculto por la bocamanga de la marlota con que secaba las lagrimas, le indicó con un gesto que debían proseguir la marcha. A Hernando le dolían los dedos.

Al-Hashum parecía conocer Adra. Frente a los arenales y campos estériles que se extendían hacia el mar esperaron hasta bien entrada la noche. El monfí era un hombre reservado, como Hernando había podido comprobar a lo largo del camino, pero no se comportó de forma arisca o malcarada y dejaba entrever un carácter más bien bondadoso, algo que extrañó al muchacho en un bandolero de las sierras. Esa noche, los dos sentados en lo alto de un cerro, mientras observaban cómo las aguas del mar cambiaban de color a medida que el sol se ocultaba, habló más de lo que lo había hecho en las jornadas precedentes.

—Adra está en poder de los cristianos. —El monfí trató de susurrar, pero su vozarrón natural se lo impedía—. Aquí fue donde a principios del levantamiento traicionaron al Daud y a otras gentes del Albaicín de Granada que pretendían pasar a Berbería en busca de ayuda. Buscaron una fusta, igual que tenemos que hacer nosotros, y la consiguieron; pero el morisco que intermedió, ¡Dios lo condene al infierno!, perforó la barca y tapó los agujeros con cera. La fusta empezó a hacer agua a poca distancia de la costa; los cristianos sólo tuvieron que esperar al Daud y sus gentes en la playa para detenerles.

—¿Conoces… conoces a alguien de confianza? —inquirió Hernando.

—Creo que sí. —Las aguas del mar empezaban a oscurecerse—. Veo que ya andas con más soltura —soltó entonces al-Hashum—: los ungüentos te han curado la entrepierna.

Incluso en la penumbra, Hernando escondió el rostro, pero el monfí insistió; partiendo de las evidentes relaciones que tenían que haber originado aquel escozor en particular, al-Hashum terminó hablándole de su esposa y de sus hijos. Los había dejado en Juviles, aunque, como todos, ignoraba si la noche de la matanza se hallaban dentro o fuera de la iglesia.

—Muertos o esclavizados —murmuró, ahora sí con un hilo de voz—. ¿Cuál es peor destino?

Charlaron mientras caía la noche, y Hernando le habló de Fátima y de su madre.

Se escondieron en la casa de un matrimonio anciano que no se había visto capaz de escapar a las sierras cuando estalló la revuelta en Adra, y que cuidaban de una huerta y algunos árboles frutales, fuera de la ciudad. Zahir, que así se llamaba el hombre, los instó a introducir la mula en el interior de la vivienda.

—No tenemos animales —alegó—. Una mula en nuestras tierras levantaría sospechas.

La esposa de Zahir mantenía impoluto el interior de la vivienda, pero asintió a las palabras de su marido; ataron la acémila en la que, les dijeron con orgullo, era la habitación de sus hijos jóvenes que sí luchaban por el único Dios.

Permanecieron escondidos varios días sin salir de la casa. Zahir negociaba con discreción la barca. Hernando y al-Hashum supieron al instante que podían confiar en sus anfitriones pero ¿podían fiarse también de los hombres con quienes trataba el anciano?

—Sí —afirmó con rotundidad Zahir ante sus dudas—. ¡Son musulmanes! Rezan conmigo, y ya sea en la ciudad o en las playas, sin empuñar las armas, colaboran con nuestros jóvenes. Todos son conscientes de la importancia de transportar ese oro a Berbería. Las noticias que llegan de los lugares de las Alpujarras no son nada esperanzadoras. ¡Necesitamos la ayuda de nuestros hermanos turcos y berberiscos!

¡Las noticias! Cada noche, comiendo los escasos alimentos que podían proporcionarles aquellas gentes, escuchaban con ansiedad las nuevas que Zahir les contaba acerca de la guerra.

—Los pueblos continúan rindiéndose —les contó el anciano una noche—. Dicen que Ibn Umayya vaga por las sierras, sin armas ni provisiones, acompañado por menos de un centenar de incondicionales.

Hernando tembló ante el solo pensamiento de Fátima y Aisha perdidas por las quebradas de Sierra Nevada sin la protección de ejército alguno. El monfí frunció los labios ante el dolor que se percibía en el muchacho.

—¿Por qué se rinden? —gritó entonces al-Hashum.

Zahir negó con la cabeza en señal de impotencia.

—Por miedo —sentenció—. Ya no queda nadie con Ibn Umayya, pero los demás alzados de las Alpujarras que pretenden resistir están siendo diezmados. El marqués de los Vélez acaba de enfrentarse a nuestros hermanos en Ohánez. Ha matado a más de mil hombres y capturado a alrededor de dos mil mujeres y niños.

—Pero Mondéjar les concede el perdón —musitó Hernando pensando en lo que sucedería si hacían cautiva a Fátima.

—Sí. Los dos nobles actúan de forma totalmente distinta. Mondéjar considera que «la tierra está llana», y así se lo ha hecho saber por escrito al marqués de los Vélez, instándole a que cese en sus ataques a los moriscos y otorgue el perdón a cuantos se rindan…

—¿Entonces? —inquirió al-Hashum.

—El marqués de los Vélez ha jurado perseguir, ejecutar o esclavizar a todo nuestro pueblo. Al parecer, la carta le llegó después de la batalla de Ohánez. Al volver al pueblo, en las escaleras de la iglesia, ordenadas en hilera sobre el escalón superior, encontró las cabezas recién decapitadas de veinte doncellas cristianas. Aseguran que sus alaridos clamando venganza se pudieron escuchar hasta en la cumbre más alta de la sierra.

Los tres hombres que estaban sentados en el suelo de la vivienda y la esposa de Zahir, que se hallaba en pie, algo alejada, permanecieron en silencio largo rato.

—¡Tienes que llevar ese oro a Berbería! —exclamó al fin Hernando.

Hernando se enteró de que Aben Humeya estaba en Mecina Bombarón. El rey, a escondidas, descendía de las sierras a Válor, su pueblo y su feudo, en busca de comida, fiestas y comodidad, pero aquella noche se le esperaba en Mecina Bombarón para asistir a una boda musulmana. Mecina era una de las muchas poblaciones que se habían rendido al marqués, y a falta de cristianos, que habían huido ante las matanzas, disfrutaba de una tranquilidad provisional. Aben Humeya, siempre dispuesto a disfrutar de una fiesta incluso en las peores circunstancias, no quería perdérsela.

Tirando de la mula, solo, atento a cualquier movimiento sospechoso, se encaminó a Mecina para dar cuenta al rey del resultado de su misión. Se fue de Adra tan pronto como la fusta conseguida por Zahir se hubo perdido en las aguas oscuras de la noche, sin naves cristianas que la persiguieran y sin ningún agujero tapado con cera que pudiera hacerla zozobrar. En la misma playa rezó unas oraciones junto al anciano y un par de pescadores, en las que encomendaron a Dios el buen fin de la misión de al-Hashum, que transportaba el oro de los moriscos. Luego partió, contra la opinión de Zahir, al amparo de la luz de la luna. Tenía prisa por volver: quería ver a Fátima y a su madre cuanto antes.

Anduvo el camino de vuelta escondiéndose de todo y de todos, mordisqueando el pan ácimo y la carne en adobo que le había proporcionado la esposa de Zahir, sin dejar de pensar en Fátima, en su madre, y en aquel ejército que debía venir a liberarlos desde más allá de las costas granadinas.

Lo que no imaginaba Hernando, ni Aben Humeya, ni al-Hashum en su travesía nocturna, era que tanto Uluch Ali, beylerbey de Argel, como el sultán de la Sublime Puerta tenían sus propios proyectos. Efectivamente, tan pronto como llegaron las primeras noticias del levantamiento morisco, el beylerbey de Argel hizo un llamamiento a su pueblo para que fuera en ayuda de los andaluces, pero ante la cantidad de gente de guerra bien dispuesta que acudió a la convocatoria decidió que era mejor utilizarla para sus propios fines y se lanzó a la conquista de Túnez, entonces en manos de Muley Hamida. Como contrapartida dictó un bando por el que autorizaba a cualquier aventurero a viajar a España, al tiempo que concedía el perdón a todos aquellos delincuentes que se alistasen en la guerra de al-Andalus. También dispuso una mezquita en la que recogió todas las armas —que fueron muchas— que los hermanos en la fe de los andaluces quisieron aportar a la revuelta, pese a que al final optara por venderlas en lugar de donarlas. Otro tanto sucedió con el sultán, en Constantinopla: la revuelta de los moriscos españoles significaba un nuevo frente de guerra para el rey de España, y le abría las puertas a la conquista de Chipre, para cuya empresa empezó a prepararse tras contestar a su gobernador en Argel y ordenarle que, como simple muestra de buena voluntad, enviase doscientos jenízaros turcos a al-Andalus.

Hernando oía música de laúdes y dulzainas a medida que se acercaba a Mecina, cuyas construcciones, como en la mayoría de los pueblos de las Alpujarras altas, escalaban arracimadas las estribaciones de Sierra Nevada montándose unas encima de otras. También existía alguna vivienda grande, como la de Aben Aboo, primo de Aben Humeya, donde éste solía acudir en busca de refugio. Era ya de noche cuando Hernando ató la mula y entró en Mecina. El jolgorio guió sus pasos. No podía dejar de pensar que le faltaba muy poco para ver a Fátima, quien debía de seguir en el campamento de la sierra. ¿Qué le diría? ¿Cómo se disculparía?

Llegó justo a tiempo de presenciar cómo la novia, tatuada con alheña y vestida con una alcandora a modo de camisa, era trasladada a casa de su esposo, sentada sobre las manos unidas de dos de sus parientes, con los ojos cerrados y sin que sus pies llegasen a tocar en momento alguno el suelo. Se sumó a la alegre comitiva. Las mujeres todavía gritaban las albórbolas o «yu-yús» especiales de las bodas, cumpliendo la ley musulmana que establecía que los casamientos debían ser públicos y paladinos. Nadie en Mecina podía negar que, tras las debidas exhortaciones a los contrayentes, aquél no hubiera sido un enlace público y evidente. La novia llegó a la pequeña puerta de la casa de dos pisos del esposo, con la gente aglomerada en la callejuela, y alguien le proporcionó un mazo y un clavo que ésta martilleó en la puerta. Luego, entre gritos, accedió a su nuevo hogar con el pie derecho.

A partir de ese momento, la novia, acompañada de todas las mujeres que pudieron entrar en la pequeña casa, fue conducida al tálamo, situado en la planta superior de la vivienda, donde ella misma debía cubrirse con una sábana blanca y esperar tendida y quieta, callada y con los ojos cerrados, mientras las mujeres le hacían regalos. Todas ellas, presintiendo la derrota y la vuelta de sacerdotes y beneficiados prestos a vigilar el cumplimiento de los bandos y órdenes que les prohibían el uso de sus trajes y costumbres, se aferraron a sus ritos y accedieron a la casa con el rostro cubierto para destapárselo en la intimidad de la cámara nupcial, allí donde los hombres no estaban.

Hernando tuvo problemas para llegar hasta la puerta de la casa; muchos eran los que intentaban entrar con el novio en las estancias del piso inferior, demasiados para su cabida.

—Tengo que ver al rey —dijo a la espalda de un anciano que ya en la calle le impedía el paso.

El hombre se volvió y le atravesó con la mirada de unos ojos ya cansados. Luego bajó la vista al alfanje que colgaba del cinto del muchacho. Nadie iba armado en Mecina.

—Aquí no hay ningún rey —le recriminó. Sin embargo, le abrió el paso e incluso avisó a los que le precedían para que hicieran lo propio—. Recuérdalo —insistió en el momento en que Hernando pasaba por su lado—. Aquí no hay ningún rey.

Como si se hubiera transmitido el mensaje a lo largo de la fila de hombres que esperaba, Hernando pudo llegar desde la calle hasta la diminuta estancia en la que los hombres se arremolinaban alrededor del novio. Le costó encontrar a Aben Humeya. Antes descubrió a Brahim, que comía dulces mientras charlaba y reía junto a algunos monfíes que Hernando conocía de vista, del campamento. Brahim parecía contento, pensó en el momento en que sus miradas se cruzaron. Desvió la vista de su padrastro y se topó con la de Aben Humeya, que le reconoció al instante. El monarca vestía con sencillez, como cualquiera de los muchos moriscos de Mecina. Se acercó a él.

—La paz, Ibn Hamid —le saludó el rey—. ¿Qué noticias me traes?

Hernando le relató el viaje.

—Me alegro —le interrumpió Aben Humeya con un gesto de su mano en cuanto el muchacho le confirmó que, con la ayuda de Dios, al-Hashum debía de haber desembarcado ya en Berbería—. Pese a tu edad, eres un leal servidor. Ya lo has demostrado antes. Vuelvo a estarte agradecido y te compensaré, pero ahora disfrutemos de la fiesta. Ven, acompáñame.

Los hombres ya se dirigían al piso superior, donde les esperaban las mujeres con los rostros cubiertos. La mayoría llevaba algún regalo: comida, monedas de blanca, útiles de cocina, alguna pieza de tela… que entregaban a las dos mujeres que ejercían de maestras de ceremonias, erguidas a ambos lados de la cabecera de la cama. Hernando no llevaba nada. Sólo los parientes más cercanos podían exigir ver a la novia, tapada y quieta bajo la sábana blanca. Aquella prerrogativa le fue concedida también al rey, que premió a la novia con una moneda de oro, y las maestras de ceremonias alzaron la sábana delante de Aben Humeya.

—¡Comamos! —dijo el rey, una vez hubo hecho los honores.

La fiesta, dada la humildad del hogar de los recién casados, se trasladó a las calles y a las demás viviendas. Los óbolos a los novios cesaron, y éstos se encerraron para dejar transcurrir los preceptivos ocho días durante los que serían alimentados por sus familias. Aben Humeya y Hernando se dirigieron entonces a la casa de Aben Aboo, donde se preparaba un cordero al son de laúdes y atabales. Era una casa rica, con muebles y tapices, perfumada y con sirvientes. Brahim formaba parte del grupo de hombres de confianza que los acompañaba.

Antes de que las mujeres se dirigieran a una estancia separada, Hernando buscó a su madre. Ignoraba si habría bajado al pueblo con su padrastro y anhelaba verla. Pero todas iban con los rostros cubiertos y la mayoría de ellas eran de constitución similar a la de Aisha. Brahim seguía riendo junto a otros hombres en un extremo del jardín, bajo un gran moral: su rostro, atractivo y curtido por el sol, parecía haber rejuvenecido en esos días. Hernando jamás lo había visto tan contento. Decidió acercarse al grupo de su padrastro.

—La paz —saludó. Todos le sacaban una cabeza y titubeó antes de continuar—: Brahim, ¿dónde está mi madre? —preguntó al fin.

Su padrastro lo miró, como si no esperase encontrarle allí.

—En la sierra —contestó haciendo ademán de volverse y continuar con su charla—. Al cuidado de tus hermanos y del hijo de Fátima —añadió como de pasada.

Hernando se sobresaltó; ¿le sucedía algo a la muchacha?

—¿Del hijo de Fátima? ¿Por qué…? —balbuceó.

Brahim no se molestó en responder, pero lo hizo por él uno de los hombres del grupo.

—En breve tu nuevo hermano —comentó éste antes de soltar una carcajada y propinar una fuerte palmada sobre la espalda del arriero.

—¿Có… Cómo? —logró inquirir el muchacho; el temblor súbito de sus rodillas parecía haberse extendido hasta su voz.

Brahim se giró hacia él. Hernando percibió satisfacción en sus ojos.

—Tu padrastro —contestó otro de los del grupo— ha pedido la mano de la muchacha al rey. —Las palabras se escapaban del entendimiento de Hernando. Su semblante debía de denotar tal incredulidad que el morisco se vio casi forzado a continuar—: Se ha sabido que su esposo murió en Félix, y a falta de parientes que puedan cuidar de ella, tu padre ha acudido al rey. ¡Alégrate, muchacho! Vas a tener una nueva madre.

La boca de Hernando se llenó de bilis. La arcada le pilló desprevenido y corrió hacia el otro extremo del jardín, chocando con los hombres que esperaban que el cordero terminara de hacerse en el espetón sobre el que giraba. No llegó a vomitar. Las arcadas se sucedieron una tras otra originándole unos tremendos pinchazos en el estómago. ¡Fátima! ¿Su Fátima casada con Brahim?

—¿Te ocurre algo, Ibn Hamid?

Era el rey, que se había acercado a él, quien se lo preguntaba. Su rostro mostraba preocupación. Con el antebrazo, se limpió la bilis de la comisura de los labios; respiró hondo antes de hablar. ¿Por qué no contárselo?

—Su Majestad ha dicho que me estaba agradecido…

—Así es.

—Necesito que me hagas un favor —añadió compungido.

Aben Humeya sonreía antes incluso de que Hernando alcanzara el final de su historia. ¿Qué iban a contarle a él de amoríos? Haciendo gala del espíritu voluble que le caracterizaba, agarró al muchacho del brazo y sin dudarlo se dirigió al grupo de hombres que charlaban y reían.

—¡Brahim! —clamó. El arriero se volvió; su expresión se alteró al encontrarse con el rey y su hijastro juntos—. He decidido no concederte la mano de esa muchacha. Alguien a quien nuestro pueblo debe grandes favores la ha reclamado para sí: tu hijo, a quien se la concedo.

El arriero apretó los puños, logrando así reprimir la ira que se reflejaba en la tensión de todos los músculos de su cuerpo. ¡Era el rey! Los demás moriscos enmudecieron con la mirada puesta en Hernando.

—Ahora —continuó Aben Humeya—, disfrutemos de la hospitalidad de mi primo Ibn Abbu. ¡Comed y bebed!

Hernando trastabilló detrás de Aben Humeya, que se detuvo sólo a un par de pasos más allá para hablar con uno de los jefes monfíes. No escuchó la conversación: la agitada respiración se lo impedía. Con todo, por el rabillo del ojo vio a Brahim que, con ademán furioso, salía de la casa de Aben Aboo.

No logró ver a Fátima. Durante el banquete las mujeres permanecieron ocultas en el interior de la vivienda. Hernando se negó a beber otra cosa que no fuera agua fresca y limpia, después de comprobar que no estaba turbia por la mezcla con pasta de hashish, mientras su mente no paraba de dar vueltas y vueltas. La gente ya se marchaba, y a medida que la concurrencia disminuía, el muchacho veía acercarse la hora en la que tendría que explicarse ante Fátima. Aben Humeya había dicho que él la había reclamado para sí… ¡y que se la concedía! ¿Significaba eso que debía casarse con ella? Lo único que pretendía… ¡era que no se casase con Brahim! Muchos eran los que le miraron y cuchichearon durante el transcurso de la noche; alguno incluso le señaló. ¡Todos los presentes lo sabían! ¿Cómo explicaría a Fátima…? ¿Y Brahim? ¿Cuál sería la reacción de su padrastro por haberle quitado a Fátima? El rey le defendía, pero…

Quedaban poco más de una decena de hombres en casa de Aben Aboo, entre ellos Aben Humeya, el Zaguer y el Dalay, alguacil de Mecina, cuando un soldado morisco entró corriendo.

—¡Los cristianos nos han rodeado! —profirió frente al rey—. Una partida de hombres se ha dirigido a Válor y otra está ya sobre Mecina —explicó ante el gesto de apremio de Aben Humeya—. Vienen hacia aquí. He podido oír las órdenes de sus capitanes.

Aben Humeya no tuvo que dar orden alguna. Todos los que no eran vecinos de Mecina y a los que no alcanzaba la salvaguarda del marqués, saltaron los muros de la casa por no utilizar la puerta y se perdieron en la noche en dirección a las sierras.

De pronto, Hernando se encontró solo en el jardín, junto a Aben Aboo.

—¡Huye! —le apremió el jefe morisco indicándole la tapia.

Las mujeres que todavía quedaban en el interior salieron en tropel, descubiertos sus rostros por la urgencia.

—¡Fátima! —gritó Hernando.

La muchacha se detuvo. Hernando vio brillar sus grandes ojos negros a la luz de una antorcha. En ese momento un grupo de cristianos entraron en el jardín y chocaron con las mujeres. En aquellos preciosos segundos de desorden, mientras los cristianos se deshacían de las moriscas, él corrió hacia Fátima, la agarró y se introdujo de nuevo en la vivienda. Los gritos de los soldados llegaban desde el jardín.

—¿Dónde está Fernando de Válor y de Córdoba, el mal llamado rey de Granada?

Aquello fue lo último que escuchó Hernando antes de escabullirse con Fátima por una ventana trasera que daba a la calle.

No eran soldados. El ejército del marqués de Mondéjar se había disuelto tras el botín obtenido en una expedición de castigo sobre las Guájaras. La mayoría de los hombres que esa noche partieron del campamento cristiano para poner cerco a Aben Humeya eran aventureros atraídos a la guerra por las ganancias que hasta el momento habían hecho cuantos participaban en ella; hombres con poca experiencia y menos escrúpulos, cuyo único objetivo era obtener el mayor botín posible.

Válor fue saqueado. Los ancianos del pueblo salieron a recibir a los cristianos y les ofrecieron comida, pero éstos los ejecutaron e irrumpieron con violencia en el pueblo. Mecina corría la misma suerte. Los aventureros, desmandados, mataban a los hombres, desvalijaban las casas y apresaban a las mujeres y a los niños para venderlos como esclavos.

En el jardín de Aben Aboo, después de un infructuoso registro en busca de Aben Humeya, se hallaba reunida una partida de soldados.

—¿Dónde está Fernando de Válor? —repitió uno de ellos golpeando con la culata del arcabuz a Aben Aboo en el rostro.

Los golpes se sucedieron pero, pese a ellos, el morisco se mantuvo firme en su negativa.

—¡Hablarás, maldito hereje! —masculló un cabo de barba tupida y dientes negros—. ¡Desnudadlo y atadle las manos a la espalda! —ordenó a los soldados.

Los soldados le presentaron a Aben Aboo, desnudo y maniatado, y el cabo lo empujó a golpes de arcabuz hasta el moral que se alzaba en el jardín. Cogió una cuerda más bien fina y la lanzó por encima de una rama hasta que el extremo cayó sobre la cabeza del morisco. El cabo se acercó a él, recogió la cuerda e hizo ademán de atársela al cuello.

Aben Aboo le escupió en el rostro. El cabo jugueteó con la cuerda sobre el cuello del morisco, sin dar importancia al escupitajo.

—No tendrás esa suerte —aseguró.

Entonces hincó una rodilla en tierra y ató el extremo de la cuerda al escroto de Aben Aboo, por encima de sus testículos. El morisco reprimió un aullido de dolor cuando el cabo apretó el nudo.

—Desearás que la hubiera atado a tu sucio gaznate —masculló mientras agarraba el otro extremo de la cuerda.

El cabo jaló de la cuerda. El morisco fue alzándose de puntillas cada vez que la cuerda se tensaba: un intenso dolor le recorrió el escroto a medida que la cuerda tiraba de él hacia arriba. Cuando comprobó que Aben Aboo ya no podía subir más sin perder el equilibrio, el cabo entregó el extremo de la cuerda a uno de los soldados, que la ató con firmeza al tronco del moral.

—Hablarás, perro mahometano. Hablarás hasta renegar de tu secta y de tu Profeta —le escupió el cabo, acercándose a él—. Hablarás hasta despreciar a vuestro Alá, el perro de tu Dios, mierda infinita allí donde las haya, escoria…

Aben Aboo descargó una fuerte patada con su pierna derecha en los testículos del cabo, que se dobló sobre sí, dolorido. Sin embargo, el morisco no pudo aguantar el equilibrio y se desplomó.

El escroto se cortó, los testículos salieron despedidos por el aire y salpicaron de sangre a todos cuantos estaban bajo el moral. Aben Aboo quedó encogido en el suelo.

—Muere desangrado como el cerdo que eres —farfulló el cabo, todavía dolorido.

—Por Alá que Ibn Umayya vive aunque yo muera —logró decir Aben Aboo.

Después de dejar la fiesta, Brahim había vagado por Mecina en busca de hashish y de alguna mujer bien dispuesta en las muchas zambras que se celebraban en honor de los recién casados, para olvidar el desplante del rey. Encontró ambas cosas. Sin embargo, al presenciar el saqueo que llevaban a cabo los cristianos, creyó que el desorden podía depararle una buena oportunidad para vengarse de Hernando y volvió a casa de Aben Aboo, escondiéndose de la luz de las antorchas.

Llegó justo en el momento en que los soldados salían de la casa cargando con el botín obtenido. Brahim entró y se encontró con el primo del rey desangrándose en el jardín.

—Déjame morir —le imploró Aben Aboo.

Brahim no lo hizo. Lo introdujo en la casa, lo acomodó en un lecho y corrió en busca de ayuda.