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La idda de dos meses se cumplió a mediados de semana, pero Karim le rogó que no acudiera a buscar a Fátima hasta el domingo después de la misa mayor. Aún no estaban casados conforme a la ley de Mahoma, y la boda, que se celebraría en secreto, planteó un serio problema a Hernando: no tenía dinero para el zidaque y sin dote no podía celebrarse el enlace. La mayor parte de su salario había ido a parar a manos del alcaide de la cárcel y el exiguo resto debía cubrirles los gastos. ¡No disponía del cuarto de dobla que exigía la ley! ¿Cómo podía no haber pensado en ello?
—Vale con una sortija —trató de tranquilizarle Hamid ante el problema.
—Tampoco tengo para eso —se quejó él, pensando en los caros talleres de platería de Córdoba.
—De hierro. Con que sea de hierro, basta.
El domingo anduvo desde la iglesia de San Bartolomé hasta la calle de los Moriscos en Santa Marina. Cruzó Córdoba entera sin apresurarse, dando tiempo a Karim y Fátima, sin dejar de acariciar entre sus dedos la magnífica sortija de hierro que le forjó Abbas aprovechando un resto de metal. Con sus grandes manos, tan distintas a las delicadas de los joyeros, Abbas llegó incluso a grabarle minúsculas muescas decorativas.
En la misma calle, dos jóvenes moriscos que fingían charlar pero que en realidad vigilaban la posible visita de algún sacerdote o jurado, le saludaron con cordialidad. Un tercero que apareció de la nada le acompañó hasta la casa de Karim: un pequeño y viejo edificio de una sola planta con huerto trasero que, como todos, era compartido por varias familias. Sin embargo, las mujeres habían logrado encalar su fachada, como las de la mayoría de las humildes casas de la calle de los Moriscos, y su interior, al igual que sucedía con los de las casas de Granada, se presentaba inmaculadamente limpio.
Jalil, Karim y Hamid encabezaban la escasa lista de invitados que saludaron a Hernando; los imprescindibles para que el enlace alcanzara la notoriedad requerida en las bodas; pocas más costumbres podían cumplirse en Córdoba. Hamid le abrazó pero el joven tenía la mente en su madre: la segunda vez que fue a la cárcel, Aisha le suplicó que no volviera a visitarla más. «Tienes un buen trabajo entre los cristianos —alegó—. Yo saldré pronto. No permitas que te vean por aquí, de visita a una morisca fugada, y que con ello puedan relacionarte con el desaparecido Brahim.» ¡Le hubiese gustado tanto que su madre estuviera allí ese día!
Hamid se deshizo del abrazo y tomándolo por los hombros le obligó a girarse hacia donde acababa de aparecer Fátima. Iba ataviada con una túnica de lino blanco prestada que contrastaba con su tez morena, con el chispear de sus inmensos ojos negros y con su largo cabello negro ensortijado que las mujeres habían adornado con coloridas flores diminutas. La esposa de Karim le había regalado una delicada toca blanca que cubría su hermosa melena. Fátima lucía sus esplendorosos diecisiete años. En el nacimiento de su cuello, allí donde Hernando percibió el palpitar del corazón de la muchacha, refulgía la prohibida joya de oro.
Le ofreció su mano y ella la tomó con fuerza, la misma que había demostrado hasta ese momento. Así lo entendió Hernando, que apretó la suya a su vez. Cruzaron sus miradas y las sostuvieron. Nadie les interrumpió; nadie osó moverse siquiera. Él fue a decirle que la amaba, pero Fátima se lo impidió con un gesto casi imperceptible, como si quisiera prolongar aquel momento y deleitarse en la victoria. ¡Cuánto les había costado! En sólo unos instantes, ambos al tiempo recordaron sus sufrimientos: la obligada boda y entrega de Fátima a Brahim…
—Te amo —afirmó Hernando, aunque intuía los pensamientos que poblaban la cabeza de su futura esposa.
Fátima apretó los labios. También ella adivinaba lo que él estaba pensando. ¡Hernando había soportado la esclavitud por su amor!
—Y yo a ti, Ibn Hamid.
Se sonrieron, momento que aprovechó la esposa de Karim para apresurarles. No convenía demorar la ceremonia.
Hamid hizo las exhortaciones. Aparecía envejecido; en ocasiones le tembló la voz y tuvo que carraspear repetidamente para recuperar el tono. Fátima perdió cualquier atisbo de entereza y serenidad al recibir el tosco anillo de hierro. Con manos temblorosas, buscó el dedo adecuado; luego esbozó una sonrisa nerviosa. No hubo zambras ni bailes, ni siquiera un convite; se limitaron a orar en susurros en dirección hacia la quibla y el matrimonio abandonó la calle de los Moriscos como una pareja más. Fátima se había quitado los adornos del cabello y se había cambiado la túnica blanca por su ropa habitual. Iba con la cabeza cubierta por la toca y un diminuto hatillo en una mano. ¡Cuánto arcón quedaría por llenar!, pensó Hernando al ver lo poco que pesaba el hatillo.
Escondieron la mano de Fátima en el interior del Corán, que a su vez taparon con la toca blanca que Fátima dobló con primor. Para cumplir con la costumbre, introdujeron debajo del colchón de la cama un pequeño bollo de almendras. Luego, por enésima vez, ella recorrió las dos estancias, mirando aquí y allá, fantaseando con su futuro en aquella casa, hasta que llegó a pararse de espaldas a él, frente a la jofaina, en la que deslizó con delicadeza las yemas de los dedos y rozó la superficie del agua limpia. Entonces le pidió que la dejara sola hasta el anochecer.
—Me gustaría prepararme para ti.
Hernando no llegó a verle el rostro, pero su tono de voz, sensual, le dijo cuanto deseaba escuchar.
Ocultando su ansiedad, obedeció y descendió a las cuadras, que los domingos se hallaban desiertas; sólo un mozo de guardia haraganeaba en el patio exterior. Paseó a lo largo de las caballerizas y palmeó las ancas y grupas de los potros distraídamente. ¿Cómo se prepararía Fátima para él? No disponía de la túnica blanca abierta por los costados con que le había recibido en su primera noche de amor, en Ugíjar. ¡No estaba en el hatillo! Se estremeció con el recuerdo de sus pechos duros y turgentes insinuados al contraluz, mostrándose, provocativos, a través de las aberturas, moviéndose mientras le servía, mientras le atendía…
No tuvo oportunidad de apartarse. Uno de los potros cerriles recién llegados de las dehesas coceó a su paso y alcanzó de refilón su pantorrilla. Hernando sintió un dolor agudo y se llevó las manos a la pierna; por fortuna, el potro todavía no estaba herrado y el dolor de la patada fue disminuyendo poco a poco. ¡Estúpido!, masculló Hernando recriminándose su desidia. ¿Cómo podía ir dando palmadas a aquellos animales que no estaban acostumbrados al trato? El potro se llamaba Saeta, y su fogoso carácter ya le había indicado que le daría más problemas que los demás. Hernando se acercó a él y Saeta tironeó del ronzal que le ataba a la pared. Atento a aquellos pies prestos a cocear de nuevo, se plantó a su lado. Allí, quieto, esperó pacientemente a que el animal se calmase, primero sin hablarle siquiera, para empezar a susurrarle tan pronto como el potro dejó de pelear contra sus ataduras y de moverse inquieto en el escaso espacio en el que se hallaba confinado. Le habló con dulzura durante largo rato, igual que hacía con la Vieja en las sierras. No hizo intento alguno por acercarse a él o por llevar una mano a su cuello para palmearlo. Saeta evitaba mirarle, pero erguía las orejas ante los cambios en su tono de voz. Así estuvieron bastante tiempo. El potro no cedió; permaneció obstinado, en tensión, la cabeza al frente sin hacer el menor ademán de ladearla para olisquearlo o buscar algún contacto.
—Ya te entregarás —auguró Hernando cuando decidió que no era el momento de ir más allá—, y ese día —continuó diciendo mientras abandonaba la cuadra atento a los pies del potro—, lo harás de corazón, más que ninguno.
—Seguro que será así. —Hernando se volvió, sobresaltado, al oír la voz. Don Diego López de Haro y José Velasco le observaban. El noble aparecía ataviado de domingo: calzas acuchilladas en diversas tonalidades de verde por encima de las rodillas, medias y zapatos de terciopelo; jubón negro extremadamente ceñido, sin mangas, con lechuguillas en el cuello y en los puños de la camisa, sobretodo y espada al cinto. José, su lacayo, estaba al lado y a unos pasos por detrás el mozo de guardia. ¿Cuánto tiempo habrían estado observándole? ¿Habría dicho alguna inconveniencia mientras le hablaba al potro? Recordaba… ¡le había hablado en árabe!—. ¿Te ha dolido la coz? —inquirió don Diego señalando su pierna. Si habían visto cómo Saeta le propinaba una coz… ¡Habían estado escuchando desde el principio!
—No, excelencia —tartamudeó.
Don Diego se acercó y apoyó una mano en el hombro del muchacho con familiaridad. El contacto, no obstante, intimidó a Hernando: ¡había recitado algunas suras!
—¿Sabes por qué se llama Saeta? —El caballerizo real no esperó su respuesta—. Porque es rápido y duro como ellas, y también ágil y gallardo, y se mueve elevando manos y pies como si quisiera tocar el cielo con rodillas y corvejones. Tengo puestas grandes esperanzas en este potro. Cuídalo. Cuídalo bien. ¿Dónde has aprendido de caballos?
Hernando titubeó… ¿Debía contárselo?
—En Sierra Nevada —trató de zafarse.
Don Diego ladeó ligeramente la cabeza, en espera de mayores explicaciones.
—En las sierras sólo tenían caballos los monfíes —apuntó ante su silencio.
—Con Ibn… Aben Humeya —se vio obligado a reconocer entonces—. Me ocupé de sus caballos.
Don Diego asintió, su mano derecha seguía apoyada en el hombro de Hernando.
—Don Fernando de Válor y de Córdoba —musitó—. Dicen que murió clamando su cristiandad. Don Juan de Austria ordenó que se exhumara su cadáver de las sierras y se le enterrase cristianamente en Guadix. —El noble pensó durante unos instantes—. Retírate —indicó después—. Hoy es domingo, ya continuarás mañana.
Hernando desvió la mirada hacia las ventanas: el sol empezaba a ponerse. ¡Fátima! Hizo una torpe reverencia y abandonó las cuadras presuroso.
Don Diego, sin embargo, permaneció con la mirada fija en Saeta.
—He visto a muchos hombres reaccionar con violencia cuando un potro les cocea o se defiende —comentó a su lacayo sin volverse hacia él—. Entonces los maltratan, los castigan y sólo consiguen resabiarlos. Por el contrario, este chico se ha acercado a él con ternura. Cuida de ese muchacho, José. Sabe lo que hace.
Hernando subió corriendo las escaleras que llevaban a las habitaciones y golpeó la puerta.
—Tendrás que esperar —le dijo Fátima desde el interior.
—Está anocheciendo —se oyó decir a sí mismo en un tono tremendamente ingenuo.
—Pues tendrás que esperar —contestó ella con firmeza.
Paseó arriba y abajo el pasillo que daba a las habitaciones hasta que se cansó de hacerlo. ¿Qué estaba haciendo? El tiempo transcurría. ¿Volvía a llamar? Dudó. Al final optó por sentarse en el suelo, justo frente a la puerta. ¿Y si le veía alguien? ¿Qué les diría? ¿Y si alguno de los demás empleados que vivían en el piso superior…? ¿Y si era el propio caballerizo? ¡Estaba abajo, en las cuadras! ¿Qué habría escuchado de las palabras que le había susurrado al potro? Estaba prohibido hablar en árabe. Sabía que los moriscos habían elevado una petición al cabildo cordobés en la que exponían la dificultad que para muchos de ellos suponía abandonar el único idioma que conocían. Suplicaban una moratoria en la aplicación de la pragmática real para dar tiempo a que, aquellos que no lo sabían, aprendieran el castellano. Se la denegaron y hablar en árabe continuaba castigándose con multas y cárcel. ¿Qué pena conllevaría, entonces, el recitar el Corán en árabe? Sin embargo, don Diego no había dicho nada. ¿Sería cierto que allí la única religión eran los caballos…?
Unos tímidos golpes en la puerta le alejaron de sus pensamientos. ¿Qué significaba…?
Los golpes se repitieron. Fátima golpeaba desde dentro.
Hernando se levantó y abrió con delicadeza. La puerta no estaba atrancada.
Se quedó paralizado.
—¡Cierra! —le gritó Fátima con un hilo de voz y una sonrisa en los labios.
Obedeció con torpeza.
A falta de túnica, Fátima le recibió desnuda. La luz del ocaso y el titilar de una vela tras ella jugueteaban con su figura. Sus pechos aparecían pintados con alheña en un dibujo geométrico que ascendía en forma de llama hasta lamer la punta de los dedos de la mano de oro que volvía a pender de su cuello. También se había pintado los ojos, circundándolos hasta terminar dibujando unas largas líneas que resaltaban su forma almendrada. Un delicioso aroma de agua de azahar envolvió a Hernando mientras recorría con la mirada el esbelto y voluptuoso cuerpo de su esposa, los dos quietos, en un silencio sólo roto por sus respiraciones entrecortadas.
—Ven —le pidió ella.
Hernando se acercó. Fátima no hizo ademán de moverse y él siguió con la yema de los dedos el dibujo de sus pechos. Luego, en pie frente a su esposa, jugueteó con sus pezones erectos. Ella suspiró. Cuando fue a tomar uno de sus pechos con la mano, ella le detuvo y tiró de él hasta donde estaba la jofaina. Entonces empezó a desnudarle con delicadeza y le lavó el cuerpo.
Entonces Hernando balbuceó unas primeras palabras y se abandonó a los estremecimientos que le sacudían tan pronto uno de los senos de Fátima rozaba su piel, cada vez que sus húmedas manos corrían sensualmente por su torso, por sus hombros, por sus brazos, por su abdomen, por su entrepierna…
Y mientras tanto, ella le hablaba en susurros, con dulzura: te quiero; te deseo; hazme tuya; tómame; condúceme al paraíso…
Cuando terminó, le besó y se colgó de su cuello.
—Eres la mujer más bella de la tierra —le dijo Hernando—. ¡Cuánto he esperado este…!
Pero Fátima no le dejó continuar: alzó ambas piernas hasta ceñirlas a su cintura, quedó suspendida de él y se movió delicadamente la vulva hasta encontrar su pene erecto. Sus jadeos se confundieron en uno solo cuando Fátima se deslizó hacia abajo y él la penetró hasta llegar a lo más hondo de su cuerpo. Hernando, en tensión, sus músculos brillantes de sudor, la sostuvo agarrada por la espalda y ella se arqueó, contorsionándose en busca del placer. Fátima impuso el ritmo: escuchó con atención sus jadeos, sus suspiros y sus ininteligibles susurros; se detuvo en varias ocasiones y le mordisqueó los lóbulos de las orejas y el cuello, hablándole para sosegar su ímpetu, prometiéndole el cielo para luego, de nuevo, iniciar un rítmico baile sobre su miembro. Al fin, alcanzaron el orgasmo al tiempo.
Hernando aulló; Fátima se deleitó en un éxtasis que se alzó por encima del grito de su esposo.
—Al lecho, llévame al lecho —le rogó la muchacha cuando él hizo ademán de alzarla y separarse—. Así. ¡Llévame! —Se abrazó todavía más a él—. Los dos juntos —le exigió—. Te amo. —Tiraba de sus cabellos mientras él la conducía al tálamo—. No te separes de mí. Quiéreme. Mantente dentro de mí…
Tumbados, sin romper su unión, se besaron y acariciaron hasta que Fátima notó que el deseo renacía en Hernando. Y volvieron a hacer el amor, con frenesí, como si fuera la primera vez. Luego ella se levantó y preparó limonada y frutos secos, que le sirvió en la misma cama. Y mientras Hernando comía, le lamió todo el cuerpo, moviéndose como una gata hasta que él se sumó a su juego tratando de alcanzarla con su lengua a medida que ella se deslizaba de un lado a otro.
Esa noche, los dos juntos, recorrieron una y otra vez los milenarios caminos del amor y del placer.