46
Hernando evocó todos y cada uno de los momentos vividos hacía catorce años, cuando había recorrido aquel mismo camino en dirección a Córdoba, desastrado y maltrecho, junto a miles de moriscos. Sintió de nuevo el peso de los ancianos a los que había tenido que ayudar y escuchó el eco de los lamentos de madres, niños y enfermos.
De malos modos ordenó hacer noche en la abadía de Alcalá la Real, todavía en construcción.
—Podríamos continuar un poco más —se quejó don Sancho—. En primavera los días son más largos.
—Lo sé —contestó Hernando, muy erguido, a lomos de Volador—. Pero nos detendremos aquí.
Don Sancho, el hidalgo designado por el duque para acompañar a Hernando en el viaje, torció el gesto ante las imperativas instrucciones de quien no hacía mucho era su pupilo. Los cuatro criados armados que los acompañaban, y que vigilaban la reata de mulas cargadas con sus pertenencias, cruzaron miradas de complicidad ante lo que no era más que una nueva muestra de autoridad de las muchas producidas durante las jornadas precedentes. Hernando hubiera preferido viajar solo.
La comitiva se acomodó en la abadía. El sol empezaba a ponerse y el morisco pidió que le aparejasen de nuevo a Volador y, solo, al paso, observado por las gentes de la villa, descendió del cerro donde estaban fortaleza y abadía, con las extensas tierras de cultivo a sus pies y Sierra Nevada en la lejanía. Al abandonar la medina y encontrarse en campo abierto, espoleó a Volador. El caballo corcoveó con alegría, como si agradeciera el galope que le pedía su jinete tras las largas, lentas y tediosas jornadas en que había tenido que acompasar su ritmo al de las mulas.
A Hernando no le costó identificar el llano donde pasaron la noche en su éxodo a Córdoba, pero sí encontrar la acequia en la que Aisha lavó a Humam después de arrancar su cadáver de brazos de Fátima. No podía estar muy lejos del campamento. Cabalgó por los campos atento a las acequias que los regaban. No habían señalado la tumba del pequeño; lo enterraron en tierra virgen, sólo envuelto por el triste silencio de Fátima y el monótono canturreo de Aisha.
Creyó adivinar el lugar, cerca de un hilo de agua que aún corría igual que entonces. Se lo debía, pensó. Se lo debía a Fátima y a sus hijos, a quienes ni siquiera había podido enterrar; se lo debía a sí mismo. La tumba de aquel niño muerto era el único resto que le quedaba de su esposa y sus hijos, que, igual que Humam, habían nacido del vientre de Fátima. Hernando desmontó frente a un pequeño túmulo de piedras que el paso del tiempo no había logrado esconder, seguro de que bajo esa tierra reposaba el cadáver del hijo de Fátima. Miró a uno y otro lado: no se veía a nadie; sólo se oía la respiración del caballo a sus espaldas. Ató a Volador a unos matorrales y se dirigió a la acequia, donde se lavó lenta y cuidadosamente. Contempló los destellos rojizos del sol crepuscular, se quitó la capa y se postró sobre ella, pero cuando iniciaba las oraciones, se le formó un nudo en la garganta y rompió a llorar. Sollozó mientras trataba de cantar las suras hasta que el color ceniciento del cielo le indicó que era momento de poner fin a la oración de la noche.
Entonces se levantó, rebuscó entre sus ropas y extrajo una carta escrita con tinta de azafrán: la «carta de la muerte», aquella por la que se recompensaría al fallecido a la hora de pesar sus acciones en la balanza divina.
Escarbó con sus manos allí donde supuso que debía de estar la cabeza del niño y enterró la carta.
—No pudimos acompañar tu muerte con esta carta —susurró mientras la tapaba con tierra—. Dios lo entenderá. Permíteme que incluya en ella oraciones por tu madre y por los hermanos a los que no llegaste a conocer.
Igual que todas las poblaciones que habían atravesado en el camino que nacía en Lanjarón, ante cuya ruinosa fortaleza Hernando no pudo evitar pensar en la espada de Muhammad enterrada a los pies de su torre, Ugíjar, la capital de las Alpujarras, aparecía casi despoblada. Los gallegos y castellanos llegados para reemplazar a los moriscos expulsados no eran suficientes para repoblar la zona, y casi una cuarta parte de los pueblos fueron abandonados. La sensación de libertad al paso por el valle, con las cumbres de Sierra Nevada a su izquierda y la Contraviesa a su derecha, se vio enturbiada ante las casas cerradas y derruidas.
Pero, pese al abandono en que se hallaba sumido el pueblo, Hernando disfrutó con nostalgia de cada árbol, cada animal, cada riachuelo y cada roca del camino; sus ojos recorrían sin cesar el paisaje y los recuerdos se le agolpaban en la mente, mientras don Sancho y los criados no cesaban de quejarse, sin esconder la repugnancia que les causaba la pobreza de tierras y gentes.
Habían transcurrido cerca de dos meses desde que el duque le habló de su misión hasta que llegó el momento de la partida. Durante ese plazo, Hernando habló con Juan Marco, el maestro tejedor en cuyo taller trabajaba Aisha. Se conocían. En alguna ocasión había acudido al taller y conversado con él; se trataba de un arrogante tejedor de terciopelos, rasos y damascos que se consideraba por encima de quienes, en su mismo gremio, trataban con otra clase de telas: sederos, toqueros, hiladores e incluso de los demás tejedores «menores», los tafetaneros. El maestro no escondía su interés en poder llegar a vender en la casa del duque de Monterreal.
—Auméntale el jornal —le instó Hernando una tarde. Había esperado, escondido en una esquina cercana al taller, a que la silueta de su madre se perdiera en la calle. A partir de la discusión, Aisha no admitía ayuda alguna por parte de su hijo.
—¿Por qué debería hacerlo? —soltó el maestro—. Tu madre conoce el producto, como muchas granadinas, pero nunca ha llegado a tejer. Las ordenanzas me impiden encargarle ningún trabajo que no sea el de ayudar…
—De todas formas, auméntaselo. Además, nada te costará. —Entonces puso en su mano tres escudos de oro.
—¡Es fácil para ti decirlo! No sabes cómo son estas mujeres: si le subo el sueldo a una, las otras se me echarán encima como lobas…
Hernando suspiró. El tejedor se hacía de rogar.
—Nadie debe enterarse; sólo ella. Si cumples, intercederé ante el duque para que se interese por tus productos —dijo Hernando, mirándole directamente a los ojos.
La promesa de Hernando, junto a los escudos de oro, convencieron al tejedor, que sin embargo se quedó con la última pregunta en la boca:
—De acuerdo, pero… ¿Por qué?
—Eso no te incumbe —le interrumpió Hernando—. Limítate a cumplir tu parte.
Una vez resuelto ese problema, le restaba un segundo. ¡Qué pocas eran las previsiones que debía tomar ante un viaje!, pensó después de llamar una noche a la puerta de la casa de Arbasia. Importantes ambas, sí, pero tan sólo dos. La criada que abrió la puerta le hizo esperar en el zaguán de entrada, en penumbra. La última vez que había tenido que viajar, se había limitado a dejar la casa en manos de Fátima y a pedir a Abbas que cuidase de su familia…
—¿A qué debo tu visita, Hernando? Es tarde —interrumpió sus pensamientos un Arbasia que parecía cansado.
—Disculpa, maestro, pero debo partir de viaje y creo que en toda Córdoba sólo hay una persona en la que puedo confiar.
Le tendió un rollo de cuero en cuyo interior estaba escondida la copia del evangelio de Bernabé. Arbasia lo imaginó y no hizo ademán de cogerlo.
—Me pones en un compromiso —adujo—. ¿Qué sucedería si la Inquisición encontrase ese documento en mi poder?
Hernando, a su vez, mantuvo el brazo extendido.
—Gozas del favor del obispo y del cabildo. Nadie te molestará.
—¿Por qué no lo escondes donde lo encontraste? Lleva años sin ser descubierto…
—No se trata de eso. Ciertamente, podría esconderlo en muchos lugares. Lo único que pretendo es que si a mí me sucede algo, este valioso documento no vuelva a perderse. Estoy seguro de que tú sabrás qué hacer con él si se diera esa situación.
—¿Y tu comunidad?
—No confío en ellos —reconoció Hernando.
—Ni ellos en ti, al parecer. He oído rumores…
—No sé qué hacer, César. He luchado hasta arriesgar mi vida por nuestras leyes y nuestra religión. Me dijeron que para ello debía parecer más cristiano que los cristianos y, ahora, la misma persona que me lo dijo, me rechaza como musulmán. Toda la comunidad me desprecia… Piensan que soy un traidor. ¡Hasta mi propia madre! —Hernando tomó aire antes de continuar—. Y no es sólo eso: por lo que he oído, para mis hermanos la violencia parece ser la única manera de salir de la opresión.
Arbasia cogió el evangelio.
—No pretendas el reconocimiento de tus hermanos —le aconsejó el pintor—. Eso no es más que soberbia. Busca sólo el de tu Dios. Continúa luchando por lo que sientes, pero piensa siempre que el único camino es el de la palabra, el de la comprensión, nunca el de la espada. —Arbasia se mantuvo unos instantes en silencio antes de despedirse—: La paz, Hernando.
—Gracias, maestro. La paz sea contigo también.
En Ugíjar, el alcalde mayor de las Alpujarras había sido advertido de su llegada. De la misma manera que Hernando había adoptado ciertas medidas antes de partir, también el duque ordenó a su secretario que mandara recado al alcalde de la capital de las Alpujarras, al tiempo que le pedía que, a través de las noticias que pudieran proporcionarle los Vélez, buscara a aquella niña, ya una mujer, que respondía al nombre de Isabel.
Hernando y sus acompañantes llegaron a la plaza de la iglesia. El templo ya estaba restaurado. Montado sobre Volador, paseó la mirada por el lugar. ¡Cuántas experiencias había vivido en aquella plaza y sus alrededores! La recordó abarrotada por los hombres del ejército de Aben Humeya. El mercado, los jenízaros y los turcos que por primera vez conoció en ella. Fátima, Isabel, Ubaid, Salah el mercader, la llegada de Barrax y sus garzones…
—¡Bienvenidos!
Tan absorto estaba en sus recuerdos que Hernando ni siquiera había advertido la llegada de una pequeña comitiva encabezada por el alcalde mayor, un hombre basto y bajo, de cabello tan negro como su traje, al que acompañaban dos alguaciles. Hernando desmontó, imitando a don Sancho. El alcalde se dirigió al hidalgo, pero éste le hizo una brusca seña de que era al otro jinete a quien debía dirigirse.
—En nombre del corregidor de Granada —añadió, ya frente al morisco—, os doy la bienvenida.
—Gracias —dijo Hernando, y estrechó la mano que le ofrecía con solemnidad el alcalde.
—El duque de Monterreal se ha interesado ante el corregidor por vuestra estancia. Os tenemos preparado un alojamiento.
Varios curiosos se acercaron al grupo. Hernando se movió, incómodo por el recibimiento, y, entendiendo que debía seguir al alcalde hacia la casa que le tenían dispuesta, dio un paso hacia delante, pero el hombre continuó su discurso.
—También debo daros la bienvenida en nombre de Su Excelencia, don Ponce de Hervás, oidor de la Real Chancillería de Granada… —Hernando abrió las manos en señal de ignorancia—. Se trata —explicó el alcalde— del esposo de doña Isabel, la niña a quien valientemente salvasteis de la esclavitud a manos de los herejes. El juez, su esposa y toda su familia desearían daros las gracias personalmente y, por mediación de mi humilde persona, os ruegan que una vez hayáis finalizado la misión que os trae a las Alpujarras, os dirijáis a Granada, donde seréis honrados en casa de Su Excelencia.
Hernando dejó escapar una sonrisa. La niña vivía. Allí mismo, en esa plaza, había tirado de la soga que la ataba, tratando de sortear a los mercaderes del zoco y desdeñar las ofertas que recibía. ¡Más de trescientos ducados podrás obtener por ella!, recordó que le había gritado uno de los jenízaros a las puertas de la casa de Aben Humeya.
—¿Qué le contesto? —preguntó el alcalde.
—¿A quién? —preguntó Hernando, volviendo en sí de sus recuerdos.
—Al oidor. Espera respuesta a su invitación. ¿Qué le contesto?
—Decidle que sí… Que iré a su casa.
El duque tenía razón: las yeguas nacidas en las Alpujarras no eran de buena calidad. Se trataba de animales de poca alzada, torpes, de cuellos cortos y rígidos, y grandes cabezas que parecían pesarles en exceso. Hernando recorrió pueblos y lugares preguntando por los caballos, y lo hizo solo, decisión que ni don Sancho ni los criados discutieron, montado en un Volador que por sí solo despertaba admiración en las humildes gentes que se le acercaban para intentar venderle alguno de sus caballos. Nadie reconoció en él a uno de los moriscos que se habían alzado catorce años atrás. Vestía a la castellana, con un lujo que le incomodaba; sus ojos azules y su tez, más pálida incluso que la de muchos alpujarreños, evitaban que llegara a despertar la menor sospecha. Sintiéndose un traidor a su gente, aprovechó las lecciones que le había enseñado don Sancho y trató de hablar sin usar la fonética característica de los moriscos. Todo ello le proporcionó libertad de movimientos. Visitó Juviles. Varias poblaciones de la taa estaban abandonadas y en el pueblo donde vivió sus primeros años no habitaban más de cuarenta personas.
Con sentimientos encontrados a la vista de las casas del pueblo, de la iglesia y de la plaza que se abría junto al templo, siguió al alcalde hacia el lugar donde éste tenía cuatro caballos que quizá pudieran interesarle. Al cruzar la plaza cerró los ojos y, al instante, oyó el ruido de los arcabuces y de los gritos de las mujeres, aspiró el olor a pólvora, a sangre y a miedo. ¡Mil mujeres habían muerto en aquella plaza! Respiró hondo tratando de recuperarse… Aquella noche había visto a Fátima por primera vez, aquella noche habían muerto sus hermanastras. Aquella noche se había convertido en un héroe para su madre, la misma que ahora le despreciaba…
Tan pronto como el hombre se encaminó hacia las afueras, en dirección a lo que había sido su antiguo hogar, Hernando entendió que utilizaba el cercado de sus mulas para estabular a los caballos. Andaba junto al alcalde, tirando de Volador de la mano, y a medida que se acercaban, el sonido de sus cascos se trocó en sus oídos en el irregular repiqueteo de la Vieja al arribar sola al pueblo, anunciando la próxima llegada de la recua. No pudo evitar evocar el temor cerval que él sentía entonces, cuando debía encontrarse con su padrastro. Brahim… ¿Qué habría sido de él? ¡Ojalá estuviera muerto!
Examinó los cuatro caballos del alcalde fingiendo más interés del que sentía, y aprovechó para mirar aquí y allá. Descubrió, arrinconados, el yunque donde arreglaba las herraduras y algunos objetos en los que creyó reencontrar parte de su niñez. La casa estaba deshabitada, se usaba sólo como almacén y, según le dijo el alcalde, como criadero de gusanos de seda que él mismo explotaba con su esposa.
—Las habitaciones del piso superior estaban ya preparadas con andanas de zarzos pegadas a sus paredes para la cría de los capullos —explicó como si aquella situación le hubiera ahorrado mucho trabajo—. ¡No tuve más que aprovechar la labor de los herejes! —rió.
El alcalde se molestó ante la negativa de Hernando a comprarle la única de las yeguas que poseía.
—No encontraréis nada mejor en toda la sierra —le espetó, y escupió al suelo.
—Lo siento —contestó él—. No creo que sea lo que el duque pretende para sus cuadras.
A la sola mención del noble, el hombre se movió inquieto, como si hubiera insultado al noble con el escupitajo.
Perezosos, indolentes y holgazanes; tal fue la impresión que se formó de los repobladores de las tierras que antaño habían pertenecido a su gente. Dejó al alcalde con sus pencos y sus capullos, y ascendió por las laderas de la sierra. Todos los pequeños bancales ganados a la montaña durante años, tanto el que él había trabajado como el de Hamid y los de muchos más, laboriosos moriscos que fecundaban las piedras a golpes de azada, se hallaban baldíos e invadidos por las malas hierbas. Los muretes de piedra que aguantaban los bancales y que escalaban las laderas de la sierra aparecían derruidos en muchos de sus tramos y la tierra caía de unos a otros sin el menor impedimento; las acequias que irrigaban campos y huertos, rotas y descuidadas, dejaban escapar el agua, fuente de toda vida.
Inútiles en el cultivo e incapaces en la ganadería, concluyó Hernando. Cada uno de los repobladores poseía el triple de tierras que los moriscos y, sin embargo, se morían de hambre. Los aldeanos trataban de excusar su dejadez.
—Todas estas tierras pertenecen al rey —le explicó un gallego grueso, rodeado de lugareños, en un alto que Hernando hizo en un mesón—, y por lo tanto dependen directamente del corregidor de Granada, entre ellas las del monte alto, donde el ganado se alimenta de algo de hierba, matas y lastón durante el verano. Siendo los pastos comunales, muchos principales de la ciudad amigos del corregidor envían sus rebaños a pastorear a las Alpujarras y permiten, con indolencia, que los animales arruinen las cosechas y los morales. Además, a la hora de recogerlos o de cambiarlos de un pasto a otro, utilizan a hombres armados que eligen a los mejores, aunque no sean suyos.
—Nos los roban, excelencia —gritó, sofocado, otro hombre—, y el alcalde mayor de Ugíjar nada hace para defendernos.
Pero Hernando no le escuchaba. Recordaba con nostalgia cómo de niño tenía que recomponer los rebaños, una vez desperdigados, para librarse del diezmo.
—¿Hará algo vuestra excelencia? —insistió el gallego, haciendo ademán de agarrar a Hernando del brazo, acción que fue bruscamente interrumpida por un anciano que se hallaba a su lado.
—Sólo he venido a comprar caballos —le contestó Hernando con cierta brusquedad. ¿Qué sabían aquellos cristianos de lo que eran los robos y las violaciones de los derechos de las gentes? ¿Qué sabían de la impunidad con que se maltrataba a los moriscos?, pensó ante la expectación con que le interrogaban. Ni siquiera pagaban alcabalas: estaban exentos. ¡Trabajad!, estuvo a punto de exhortarles.
A pesar de que estaba seguro de cuáles eran las causas de las exiguas rentas reales, y más seguro todavía de que allí no encontraría yegua alguna que mereciera ser adquirida para las cuadras de don Alfonso, Hernando decidió prolongar su estancia en las Alpujarras. La irritación de don Sancho y de los criados por tener que vivir en una pequeña casa sin comodidades y en un pueblo perdido eran recompensa suficiente. El tosco alcalde mayor y el abad de Ugíjar, junto a algunos de los seis canónigos, constituían las únicas personas con quienes el hidalgo podía permitirse un atisbo de conversación. Hernando, a caballo, abandonaba Ugíjar al amanecer, después de la misa. Le gustaba hacerlo rodeando la casa de Salah el mercader, ahora habitada por una familia cristiana, y recorría todos aquellos lugares que había conocido durante la sublevación. Estudiaba el comercio y hablaba con las gentes para conocer cuáles eran los problemas reales por los que la actividad de esa zona, en la que tantos y tantos moriscos se alimentaron y sacaron adelante a sus familias, se había estancado. En ocasiones buscaba refugio por las noches en alguna casa y dormía lejos de Ugíjar. Ascendió al castillo de Lanjarón pero no se atrevió a desenterrar la espada de Muhammad. ¿Qué iba a hacer con ella? En su lugar, a solas, se arrodilló y rezó.
Pero tal era el aburrimiento del viejo y acicalado don Sancho que un día insistió a Hernando en acompañarle en sus salidas.
—¿Estáis seguro? —le preguntó el morisco—. Pensad que las zonas por las que me muevo son extremadamente agrestes…
—¿Dudas de mis habilidades a caballo?
Partieron una mañana al amanecer; el hidalgo se había ataviado como si asistiese a una montería real. Hernando sabía de algunos caballos que se apacentaban en las cercanías del puerto de la Ragua y se encaminó a Válor para desde allí, por senderos o campo a través, ascender a la sierra. Ahora le tocaba a él enseñarle algo al primo del duque.
—Sé cuál es el objeto de tu misión —le advirtió a gritos el hidalgo desde el otro lado de un riachuelo que Volador había saltado sin problema. Don Sancho azuzó a su caballo y éste saltó también. Hernando tuvo que reconocer que el hidalgo se defendía en la montura con una soltura impropia de su edad—. No creo que sea necesario este recorrido para averiguar por qué el rey no obtiene las suficientes rentas…
—¿Conocéis las tierras y dónde y qué se cultiva? —le preguntó Hernando. Don Sancho negó—. ¿Tenéis miedo entonces?
El hidalgo frunció el ceño y chasqueó la lengua para que su caballo se pusiese en movimiento.
Hacía un espléndido día de finales de mayo, soleado y fresco. Siguieron ascendiendo, don Sancho detrás de Hernando. Sortearon barrancos, descendieron por quebradas y superaron todo tipo de obstáculos. Ambos jinetes estaban ya absortos en sus monturas y en el suelo que pisaban, compitiendo sin hablarse, escuchando sólo el resoplar de los animales y las palabras de ánimo con las que cada uno de ellos los azuzaban. De repente Hernando se topó con una pared casi vertical en la que se adivinaba un sendero para cabras. No lo pensó dos veces: se alzó sobre los estribos y con una mano se agarró a la crin del caballo, casi en la testuz de Volador; entonces lo espoleó con fuerza, el caballo inició el ascenso y Hernando, tirando de la crin y sosteniendo las riendas en la otra mano, pegó su cuerpo al cuello de Volador, que casi miraba al cielo.
El caballo fue ascendiendo a pequeños saltos, uno tras otro, sin detenerse un instante, incapaz de moverse con normalidad por aquella pared vertical. Las piedras del sendero saltaban al vacío y sólo a mitad de la subida, cuando Volador perdió pie y resbaló un corto tramo hacia abajo, sentado sobre sus ancas y relinchando, comprendió Hernando el gran riesgo que corría: si perdía la verticalidad, si Volador se ladeaba siquiera un ápice, rodarían pared abajo irremisiblemente.
—¡Sube! —gritó, al tiempo que clavaba las espuelas casi en la grupa del animal—. ¡Vamos!
Volador se levantó sobre sus patas y volvió a brincar hacia arriba. Hernando casi salió despedido.
—¡Te vas a matar! —gritó don Sancho al pie del despeñadero.
—Allahu Akbar! —aulló Hernando al oído de Volador, entre el ruido de piedras al caer, los cascos del caballo resbalando sobre la tierra y sus bufidos. Mantenía el cuerpo tumbado sobre el cuello del animal y la cabeza casi entre sus orejas—. ¡Alá es grande! —repitió, a cada salto que el caballo lograba culminar.
Volador casi tuvo que escalar el final de la cortadura, allí donde terminaba y sus manos no podían ya seguir impulsándole hacia arriba. Hernando saltó de la montura y corrió al frente para tirar de las riendas y ayudarle. Caballo y jinete, sudorosos, se quedaron temblando y resoplando en un pequeño llano plagado de flores.
De rodillas, Hernando se asomó al vacío. Le faltaba el aire y era incapaz de controlar sus temblores.
—¡Ahora me toca a mí! —gritó de nuevo don Sancho al ver aparecer la cabeza del morisco por el borde del precipicio. ¡No podía ser menos que el morisco!—. ¡Santiago!
—¡No! —clamó Hernando. El hidalgo se detuvo justo antes de atacar la cortadura. Hernando logró levantarse—. Es una locura —chilló desde arriba.
Don Sancho obligó a su caballo a dar unos pasos atrás para lograr ver al morisco.
—Soy hidalgo… —empezó a recitar don Sancho.
Se matará, pensó Hernando. Y él tendría la culpa. ¡Le había animado!
—¡Por Dios y la santísima Virgen que un caballero español es capaz de subir allí por donde ha subido un…!
—Vos, sí —le interrumpió Hernando antes de que mencionara su condición de morisco—. ¡Vuestro caballo, no!
El hidalgo pensó un instante y miró la cortadura. El caballo se movía inquieto. Alzó la mirada a lo alto, acarició suavemente a su montura y se destocó a regañadientes, cediendo a los consejos de Hernando.
—Montáis realmente bien —reconoció Hernando tras bajar del llano rodeando el pico en el que se ubicaba y encontrarse con don Sancho. Volador aparecía sudoroso y ensangrentado allí donde le había espoleado.
—Lo sé —replicó el hidalgo, tratando de esconder su alivio por no haber tenido que seguir los pasos del morisco.
—Volvamos a Ugíjar —propuso Hernando, orgulloso al sentirse superior al hidalgo.
Esa misma noche, Hernando anunció que a la mañana siguiente partirían para Granada.
—Al parecer —le contó don Sancho durante el viaje—, doña Isabel fue acogida por el marqués de los Vélez.
Andaban los dos por delante de criados y mulas, con las riendas de los caballos en banda.
—¿Cómo lo sabéis?
—Por el abad mayor de Ugíjar. Eso es lo que me explicó, y varias veces, por cierto, mientras tú andabas por ahí. —Hernando alzó las cejas como si no comprendiera—. Sí, sí —se quejó don Sancho—. Doña Isabel entró en casa del marqués para asistir como dama de compañía de las niñas, aprendió con ellas, y tanto se hizo querer que el sucesor del Diablo Cabeza de Hierro ofreció una buena dote para su matrimonio. Entonces casó con un licenciado que prosperó con la ayuda de los Vélez y que de la mano de otro Fajardo de Córdoba, juez en Sevilla, llegó a ser oidor de una de las salas de la Chancillería de Granada.
—¿Eso es importante?
Don Sancho dejó escapar un silbido antes de contestar:
—La Chancillería de Granada, con la de Valladolid, es el tribunal más importante del reino de Castilla. En Aragón hay otros. Por encima suyo y exclusivamente con respecto a algunos asuntos, sólo tiene al Consejo de Castilla en representación de Su Majestad. Sí, sí que lo es. Don Ponce de Hervás es juez de una de las salas de lo civil. Todos los pleitos de Andalucía terminan en él o en alguno de sus compañeros. Eso da mucho poder… y dinero.
—¿Está bien pagado?
—No seas ingenuo. ¿Sabes lo que decía el duque de Alba de la justicia en este país? —Hernando se volvió en la montura hacia don Sancho—. Que no hay causa alguna, sea civil o criminal, que no se venda como la carne en la carnicería y que la mayoría de los consejeros se venden a diario a quienes los quieran comprar. Nunca pleitees contra un poderoso.
—¿Eso también lo decía el duque?
—Éste es un consejo que te doy yo.
Hicieron noche en Padul, a algo más de tres leguas de Granada, puesto que no querían llegar a casa de sus anfitriones a horas intempestivas, y Hernando sorprendió a don Sancho al empeñarse en acudir a la iglesia antes de partir la mañana siguiente. Allí fue donde contrajo matrimonio con Fátima según el edicto del príncipe don Juan de Austria. Un falso enlace, sólo válido a los ojos de los cristianos, pero que para él había supuesto un rayo de esperanza. Fátima… La iglesia, vacía a aquellas horas, se le antojó un espacio frío, tan helado como su alma. Cerró los ojos, arrodillado, y simuló rezar, pero de sus labios sólo salía «Muerte es esperanza larga». Aquella frase le perseguía, parecía haber sellado su destino desde el mismo día que la pronunciara para ella. ¿Por qué, Dios? ¿Por qué Fátima…? Tuvo que enjugarse las lágrimas antes de levantarse y, ante la extrañeza de don Sancho, se mantuvo en pertinaz silencio hasta llegar a la ciudad de la Alhambra. Accedieron a ella a media mañana por la puerta del Rastro. Cruzaron el río Darro por una zona en la que se vendían todo tipo de maderas. Una calavera, metida en una oxidada jaula de hierro que colgaba del arco de la puerta de la ciudad, le recibió con su lúgubre presagio. Algunos campesinos y mercaderes que intentaban cruzar se quejaron cuando Hernando se detuvo a leer la inscripción que se mostraba por encima de la jaula:
ESTA CABEZA ES LA DEL GRAN PERRO ABEN ABOO,
QUE CON SU MUERTE DIO FIN A LA GUERRA
—¿Le conociste? —inquirió don Sancho en un susurro, mientras la gente, malhumorada, adelantaba mulas y caballos por los costados para sortear a la pareja de jinetes que se había detenido en mitad del paso.
¿A Aben Aboo? Aquel perro castrado le había vendido como esclavo a Barrax y entregó a Fátima en matrimonio con Brahim. Hernando escupió.
—Veo que sí —sentenció el hidalgo, y azuzó a su caballo tras Hernando, que se había apresurado a cruzar bajo la calavera del rey de al-Andalus.
Siguiendo el curso del Darro, que atravesaba la ciudad, llegaron hasta la alargada y bulliciosa Plaza Nueva, donde el río desaparecía hasta emerger de nuevo más allá de la iglesia de Santa Ana. A su derecha, la cuesta que ascendía a la Alhambra, presidiendo Granada; a su izquierda, un gran palacio casi terminado.
—¿Cómo sabremos dónde vive don Ponce? —preguntó Hernando al hidalgo.
—No creo que nos resulte difícil. —Don Sancho se dirigió a un alguacil armado que estaba frente al palacio en construcción—. Buscamos la residencia de don Ponce de Hervás —le dijo con autoridad, desde su caballo. El alguacil entendió el apremiante lenguaje de los nobles.
—En este momento, Su Excelencia está ahí adentro. —El hombre señaló hacia el edificio en el que montaba guardia—. Os halláis frente a la Chancillería, pero él vive en un carmen en el Albaicín. ¿Deseáis que le mande recado?
—No pretendemos molestarle —contestó don Sancho—. Sólo queremos llegar a su casa.
El alguacil recorrió la plaza con la mirada y llamó a dos chiquillos que jugaban.
—¿Conocéis el carmen del oidor don Ponce de Hervás? —les gritó.
Hernando, don Sancho y los criados con las mulas se internaron con los niños en el laberinto de callejuelas que conformaban el Albaicín de Granada y que se elevaba en la otra vertiente del valle que formaba el río Darro, frente a la Alhambra. Muchas de las pequeñas casas propiedad de los moriscos aparecían cerradas y abandonadas y, como en Córdoba, allí donde se había alzado una mezquita, aparecía ahora una iglesia, un convento o un hospital de los muchos que se podían contar en Granada. Ascendieron una larga cuesta, estrecha y sinuosa, y descendieron por otra mucho más corta y empinada que moría en el portalón de doble hoja de una casa. Ya pie a tierra, tras haber dejado los caballos junto con las mulas en manos de los criados, Hernando entregó una blanca a los muchachos mientras don Sancho golpeaba la madera de una de las puertas con una aldaba en forma de cabeza de león.
Los recibió un portero vestido de librea que mudó el semblante al escuchar el nombre de Hernando y que corrió a avisar a su señora, después de dejarles apresuradamente en los jardines que se abrían detrás del portalón. Hernando y don Sancho se apoyaron en una de las muchas barandillas de obra que cerraban largos y estrechos jardines y huertos, que descendían por la ladera a modo de bancales, por debajo de la vivienda, hasta el linde del siguiente carmen o de alguna de las sencillas y humildes viviendas moriscas con las que compartían el espacio del Albaicín. Ambos miraron al frente, embriagados: entre el aroma de las flores y los frutales, entre el murmullo del agua de las numerosas fuentes, la Alhambra se alzaba al otro lado del valle del Darro, magnífica, esplendorosa, como si les llamara para que alargaran las manos hacia ella.
—Hernando…
La voz sonó tímida y rota a sus espaldas.
Hernando tardó en volverse. ¿Cómo sería ahora aquella niña de pelo pajizo y ojos castaños siempre temerosos? Fue lo primero en que se fijó: el pelo rubio, recogido en un moño, contrastaba con el vestido negro de una bella mujer cuyos ojos, a pesar de estar enturbiados por las lágrimas, se percibían vívidos y brillantes.
—La paz sea contigo, Isabel.
La mujer apretó los labios y asintió, recordando la despedida de Hernando en Berja, antes de que su salvador partiese a galope tendido, aullando y volteando el alfanje sobre su cabeza. Isabel sostenía en brazos a una criatura y junto a ella, dos niños, uno agarrado a su falda y el otro algo mayor, de unos seis años, quieto a su lado. Empujó al mayor por la espalda para que se adelantase.
—Mi hijo Gonzalico —lo presentó, al tiempo que el pequeño extendía avergonzado su mano derecha.
Hernando evitó estrechársela y se acuclilló frente a él.
—¿Te ha hablado tu madre de tu tío Gonzalico? —El niño asintió—. Fue un niño muy, muy valiente. —Hernando notó que se le hacía un nudo en la garganta y carraspeó antes de continuar—. ¿Tú eres tan valiente como él?
Gonzalico volvió la mirada hacia su madre, que asintió con una sonrisa.
—Sí —afirmó.
—Un día saldremos a pasear a caballo, ¿quieres? Tengo uno que pertenece a las cuadras del rey Felipe, el mejor de Andalucía.
Los ojos del pequeño se abrieron de par en par. Su hermano se soltó de la falda de su madre y se acercó a la pareja.
—Éste es Ponce —dijo Isabel.
—¿Cómo se llama? —preguntó Gonzalico.
—¿El caballo? Volador. ¿Querréis montar en él?
Los dos niños asintieron.
Hernando les revolvió el cabello y se levantó.
—Mi compañero, don Sancho —indicó, señalando al hidalgo, que se adelantó un paso para inclinarse ante la mano que le tendía Isabel.
Hernando observó a Isabel mientras ella contestaba a las solícitas preguntas de cortesía de don Sancho. La chiquilla asustada de antaño se había convertido en una bella mujer. Durante unos instantes la vio sonreír y moverse con delicadeza, sabiéndose observada. Cuando el hidalgo se retiró un paso e Isabel desvió la mirada hacia él, sus ojos castaños le transmitieron mil recuerdos. Hernando se estremeció, y como si quisiera liberarse de aquellas sensaciones, la urgió a que le contara qué había sido de su vida a lo largo de los años.