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En las mismas fechas en que Aisha era puesta en libertad tras su detención en Sierra Morena, Brahim abandonó la partida de monfíes del Sobahet junto a dos de los esclavos fugitivos que la componían. El escupitajo que le lanzó su esposa antes de abandonar el campamento se sumó al intenso dolor que sentía en el brazo. Poco después de que Aisha desapareciese entre los árboles, los monfíes se pusieron en marcha y Brahim se arrastró tras ellos; no podía quedarse solo en las sierras y tampoco podía volver derrotado y manco a Córdoba, por lo que los siguió, siempre a cierta distancia, como un perro maltratado. El Sobahet lo permitió; Ubaid se reía de él lanzándole los restos de su comida. Por eso, cuando escuchó que dos de los hombres pretendían huir a Berbería, se sumó a ellos y juntos se encaminaron hacia las costas valencianas. Durante varias largas jornadas robaron comida y buscaron ayuda en las casas moriscas, tratando siempre de evitar a las cuadrillas de la Santa Hermandad que vigilaban aquellas antiguas vías romanas, ahora descuidadas. Anduvieron hacia el este, hacia Albacete, desde donde tomaron el camino que llevaba a Xátiva para, desde allí, llegar a las poblaciones costeras del reino de Valencia situadas entre Cullera y Gandía, todas ellas casi exclusivamente pobladas por moriscos.
Desde aquellas costas y pese al esfuerzo de los sucesivos virreyes de Valencia, el flujo de moriscos hacia Berbería era constante, ayudados por los corsarios que acudían a saquear el reino. Los españoles no dejaban vivir a los cristianos nuevos bautizados a la fuerza, pero tampoco los dejaban escapar a tierras musulmanas; no sólo los nobles y terratenientes perdían mano de obra barata, sino que la propia Iglesia estaba empeñada en la salvación de sus almas como defendía el duque de Gandía, Francisco de Borja, general de los jesuitas, que abogaba «porque tantas almas como se podía perder, no se pierdan». Pero los moriscos ya se preocupaban por salvar sus almas… si bien en aquellas tierras donde se loaba a Muhammad, y sus hermanos valencianos ayudaban a todos aquellos que, decididos a abandonar los reinos que les habían pertenecido durante ocho siglos, se proponían cruzar a Berbería.
Brahim y sus compañeros, junto a media docena más de moriscos, lo consiguieron cuando al amanecer de una mañana de septiembre cerca de una cincuentena de corsarios recorrieron la costa para saquear los arrabales de Cullera. Los corsarios utilizaron su táctica habitual: tres galeotas fondearon al amparo de la noche más allá de la desembocadura del río Júcar, donde desembarcaron, lejos del lugar que pretendían atacar. Al día siguiente, al alba, se dirigieron a pie hacia su objetivo. Excepción hecha de los posibles ataques perpetrados por una gran armada corsaria, el corso terrestre basaba sus incursiones en la sorpresa y la rapidez. Los saqueos debían llevarse a cabo en un período de tiempo relativamente corto, inferior al plazo de respuesta a los toques de rebato de la ciudad asaltada y de las circundantes; los corsarios no querían entablar batalla. Luego, las galeotas acudían a recogerlos con el botín a un punto cercano y previamente pactado.
Esa noche, una avanzadilla de corsarios se internó en las tierras para visitar a los moriscos y obtener de ellos información para el pillaje; los cristianos nuevos tenían prohibido acercarse al litoral bajo pena de tres años de galeras. Fue entonces cuando Brahim, los dos esclavos y otros tantos moriscos se sumaron a la expedición. Dos hombres prácticos en el terreno los acompañaron a fin de indicar a los corsarios los caminos para llegar a Cullera.
—Déjame una espada, me gustaría ir con vosotros —solicitó el arriero a un hombre que parecía ser el adalid, ya de vuelta en la playa en la que permanecían escondidos los corsarios en espera del amanecer. Las galeotas seguían en alta mar, para no ser avistadas.
—¿Morisco y manco? —le espetó el corsario—. ¡Guárdate de intervenir!
Brahim apretó los dientes y se dirigió al grupo de moriscos emplazados lejos de los corsarios, sentados sobre la arena, en silencio.
—¿Qué miras? —espetó a uno de los esclavos fugados de la partida de Ubaid, lanzándole una patada que le rozó el rostro. Brahim trató de permanecer en pie, ofendido, hasta que un corsario le ordenó de malos modos que se sentara como los demás y guardara silencio.
En una intervención fulminante, los corsarios atacaron los arrabales de Cullera. Sorprendieron a los campesinos que habían acudido a atender sus tierras y tomaron diecinueve cautivos pero, en lugar de perseguir a otros tantos que huían despavoridos, partieron velozmente al punto de encuentro pactado con las galeotas, en esta ocasión cercano a Cullera. Ni las fuerzas en el interior de la ciudad, ni las de los lugares cercanos, tuvieron siquiera oportunidad de contrarrestar el ataque y antes de que se hubiesen percatado de lo sucedido, corsarios, cautivos y moriscos fugados se hallaban ya embarcados en las galeotas, rumbo a alta mar.
Sin embargo, una vez hubieron superado la distancia de un tiro de lombarda, las tres galeotas viraron hacia la costa e izaron «bandera de seguro»; las naves ya iban suficientemente cargadas con el botín de otras incursiones y la temporada de navegación se hallaba próxima a finalizar. Los valencianos sabían qué significaba la bandera blanca: los arráeces corsarios estaban dispuestos a negociar en aquel mismo momento el rescate de los cautivos. Aceptaron el seguro e iniciaron los tratos, chalupas arriba y abajo. Quince hombres fueron rescatados durante la mañana, los cuatro restantes continuaron viaje hacia los mercados de esclavos de Argel.
Durante las dos tranquilas jornadas del tornaviaje, en las que los galeotes tuvieron que esforzarse por avanzar en una mar en calma, Brahim fue testigo del mismo desprecio por parte de la tripulación corsaria —toda ella compuesta por turcos y renegados cristianos— que tuvieron que sufrir los moriscos durante el levantamiento de las Alpujarras. Nadie quería saber nada con ellos. Los alimentaron como si fueran perros y ni siquiera los utilizaron para bogar en el Mediterráneo. ¿Por qué aceptaban llevarlos entonces? Recordó el regocijo de los moriscos valencianos a la vista de los corsarios; el solo hecho de pensar en el daño que infligirían a los cristianos era para ellos suficiente satisfacción, máxime cuando con ello mantenían viva la esperanza de una futura ayuda por parte de la Sublime Puerta. Observó a los galeotes remando con esfuerzo; las naves cargadas, a las órdenes del cómitre. Dividieron a los moriscos fugados en grupos para que se pudieran acomodar en la escasa superficie lateral que restaba entre la cámara de boga y las plataformas que llegaban hasta la borda. Luego volvió la mirada hacia el arráez de su nave, de pie en proa, el largo cabello rubio propio de los cristianos renegados del Adriático cayéndole por los hombros, suavemente mecido por el ritmo que imprimían los remeros. Brahim escupió al mar. La ayuda que les prestaban para la fuga no se sustentaba más que en un interés comercial: los corsarios aceptaban transportar aquella despreciable carga humana con el único fin de obtener el favor de los lugareños.
Por eso, en cuanto la flotilla de galeotas entró en el puerto de Argel y avistó sus grandes e imponentes murallas mientras ulemas, alfaquíes y todo tipo de gentes corrieron a recibirlos al son de los atabales, Brahim decidió que no continuaría ni un solo día más en una ciudad tan hostil para con los moriscos de al-Andalus como podía ser aquel nido de corsarios. Vagabundeó por sus calles durante un par de días, lejos de los moriscos que acudían a venderse como mano de obra tan barata como en España a los propietarios de los numerosos huertos o campos frutales que rodeaban la ciudad, o incluso a las grandes explotaciones de trigo de la llanura de Yiyelli. Al fin, en el zoco, encontró una caravana que partía hacia Fez e intentó incorporarse a ella, prometiendo trabajar tan duro como el que más por los restos de la comida. ¡Tenía hambre! Había tenido que pelear con hombres más fuertes que él, provistos de sus dos manos, por las basuras de los argelinos.
—Soy arriero —afirmó cuando vio cómo el árabe que debía de ser el jefe de la caravana, un hombre del desierto vestido a lo beduino, desviaba su mirada hacia el muñón y meneaba la cabeza.
Entonces Brahim quiso demostrarle su valía con los animales, aun con una sola mano. Titubeó al recordar los problemas que había tenido Ubaid para manejarse con las mulas en las Alpujarras, pero al fin se dirigió a un numeroso grupo de camellos que descansaban tendidos sobre sus cuatro patas. Era la primera vez que veía un camello e incluso en aquella complicada postura, con las patas dobladas, su joroba superaba en altura a cualquiera de las mulas con las que había trajinado el arriero.
Acarició la cabeza del animal ante la curiosidad del jefe de la caravana y la más absoluta indiferencia del camello. Luego intentó que se pusiera en pie y tiró con su mano izquierda del ronzal, pero el camello ni siquiera movió la cabeza. Jaló hacia uno y otro lado, como hacía con las mulas cuando no querían andar hacia delante, para engañarlas y lograr que emprendieran el paso hacia un lado, pero el terco animal permaneció impasible. Brahim vio que alrededor del árabe se había congregado un pequeño grupo de gente que observaba la escena sonriendo; uno de ellos le señalaba, mientras apremiaba a otro camellero para que se sumara al espectáculo. ¿A qué venía aquella prisa?, pensó. Sintió hervir la humillación y pegó un fuerte tirón del ronzal del camello para que se levantase pero, cuando iba a dar el segundo tirón, el animal lanzó una dentellada que le alcanzó en el estómago. Saltó hacia atrás, trompicó y cayó al suelo entre las bostas de los camellos y las risotadas de los hombres de la caravana. ¡Era eso! Sabían que iba a morderle. Se arrodilló para levantarse tratando de dar la espalda al grupo de camelleros. Las risas cesaron, salvo una carcajada infantil, aguda, que continuó resonando en el campamento. Mientras se levantaba, dudó en alzar el rostro hacia el lugar del que provenía aquella risa tan inocente como irritante. Por fin lo hizo y se topó con un niño de unos ocho años, todo él ataviado en ropajes de seda verde bordada, como un pequeño príncipe. A su lado se hallaba un hombre enjoyado y armado con un alfanje en cuya vaina brillaban numerosas piedras preciosas incrustadas, tan lujosamente vestido como el niño; tras ellos, tres mujeres, todas con túnicas negras de amplias mangas, envueltas en mantos negros o azules sujetos con alfileres de plata sobre las túnicas, los rostros cubiertos con velos en los que aparecían agujeros para los ojos. Las muñecas y los tobillos de las mujeres se veían adornados con numerosos aros de plata. Brahim miró directamente al niño. ¡Tenía hambre! Mucha hambre. Quedarse en la ciudad supondría morir de inanición, o a manos de algún jenízaro o corsario si le pillaban robando, único destino que le quedaba salvo el de volver a trabajar los campos. ¡Con una sola mano, ni siquiera podía enrolarse como remero o venderse como galeote!
Observó cómo el hombre del alfanje apoyaba cariñosamente una mano en el hombro del niño, cuyas risas ya se habían apagado, y entonces se le ocurrió: guiñó un ojo al pequeño, dio un paso, buscó apoyar su pie descalzo encima de una de las muchas bostas que aparecían desparramadas por doquier, y se dejó resbalar exagerando la culada con la que terminó de nuevo sobre la tierra. Las carcajadas del niño estallaron otra vez y, de reojo, Brahim comprobó que los labios del hombre se torcían en una sonrisa. Desde el suelo, gesticuló e hizo mil aspavientos, torpes todos ellos. ¿Qué inventar para ganarse a aquel niño y a su padre?, pensaba mientras tanto. Jamás había actuado como un bufón, pero ahora lo necesitaba. ¡Debía abandonar aquella ciudad en la que todos le miraban por encima del hombro, como en Córdoba! ¡No había hecho tan largo viaje para terminar otra vez como un vulgar campesino, por más mezquitas a las que pudiera acudir para llorar sus penas! Simuló tropezar una y otra vez cuando pretendía levantarse y las carcajadas del niño le animaron: se dirigió a otro camello tendido y saltó sobre su joroba, dejándose caer como un saco por el otro lado; a las risas del niño se sumaron otras que no reconoció, pero que supuso que procedían de los camelleros. Probó de nuevo a montarse con el mismo resultado y al final terminó rodeando al camello, examinándolo con atención, levantándole la cola, como si pretendiese averiguar dónde se escondía su secreto.
Al escuchar la primera risotada del hombre del alfanje, Brahim se dirigió hacia ellos y les hizo una reverencia; el niño le mostró unos grandes ojos castaños empañados en lágrimas. El hombre asintió y le entregó una moneda de oro, una soltanina acuñada en la propia Argel, y fue entonces cuando Brahim se percató del dolor que atenazaba todo su cuerpo, especialmente en la barriga, allí donde le había mordido el camello.
Le permitieron viajar como el bufón del hijo del rico mercader de Fez, Umar ibn Sawan. Cerca de cincuenta camellos cargados de costosas mercaderías, vigilados por un pequeño ejército contratado por Umar, se pusieron en marcha para recorrer la Berbería central, desde Argel hasta Tremecén, y de allí a la magnífica y rica ciudad de Fez, erigida entre cerros y colinas en el centro del reino de Marruecos. Durante el trayecto, Brahim comprendió el porqué del mordisco del camello: sus cuidadores los trataban con cariño y extrema delicadeza. Una simple vara con la que les rozaban las rodillas y el cuello servía para que se levantasen o se tumbasen y, en lugar de fustigarlos para que apresurasen el paso en las largas jornadas, cuando el cansancio empezaba a hacer mella, ¡les cantaban! Para sorpresa del mulero alpujarreño, los animales respondían esforzándose y afirmando el paso. Umar y su hijo, Yusuf, viajaban montados en caballos árabes del desierto, pequeños y delgados puesto que sólo los alimentaban con leche de camella dos veces al día. Sin embargo, según oyó, el que montaba el padre valía una fortuna: había logrado superar a un avestruz en carrera en los desiertos de Numidia, donde lo adquirió el mercader. Las tres mujeres de Umar viajaban escondidas en pequeñas cestas cubiertas de bellísimos tapices que se bamboleaban incesantemente al paso de los camellos que las transportaban.
Brahim viajaba a pie, mezclado entre camellos, cuidadores, esclavos, sirvientes y soldados. Compró unos zapatos viejos y un turbante con parte de la soltanina de oro con que el mercader le había premiado las risas de su hijo; unas risas que también esperaba soltar a su costa el resto de la comitiva, por lo que era constante objeto de burlas, chanzas y empujones. El arriero simulaba grotescas caídas, permitiendo que le ridiculizaran en todo momento. Entonces respondía a las burlas con sonrisas y ademanes cómicos. Descubrió que si andaba a cuatro patas, protegiéndose el muñón con la tela del turbante, sintiendo una punzada de dolor cada vez que lo apoyaba en tierra, los viajantes se reían; también lo hacían cuando, sin razón alguna, empezaba a correr en círculo alrededor de un camello o una persona, ululando como un loco. El pequeño Yusuf reía desde su caballo, por fuera de la comitiva, siempre acompañado por su padre.
¡Todos ellos eran imbéciles!, pensaba en los momentos de descanso. ¿Acaso no eran capaces de percibir la ira de sus ojos? Porque en cada ocasión en que Brahim originaba una carcajada, un ardor incontrolable nacía en su estómago para quemar todo su cuerpo. ¡Era imposible que no se percatasen del fuego que brotaba de sus pupilas! Andaba entre los camelleros y miraba de reojo a los dos jinetes, cómo charlaban y galopaban arriba y abajo de la caravana; cómo sonreían y daban incesantes órdenes que los hombres atendían con actitud servil. También miraba el lujo de los tapices que tapaban las cestas de las tres mujeres y, por las noches, después de haber divertido durante un buen rato al pequeño Yusuf, envidiaba las grandes tiendas en las que se alojaban el mercader y su familia, rebosantes de cómodas telas, cojines y los más variados enseres de cobre o hierro, mucho más lujosas que cualquiera de las viviendas que Brahim hubiera conocido. Cuando Umar, Yusuf y sus mujeres se retiraban, él se acostaba en el suelo, junto a las tiendas.
A una jornada de Tremecén, llegó a la conclusión de que debía escapar. Habían cruzado montañas y desiertos, y entre la gente se hablaba del próximo desierto que les esperaba tras superar la ciudad: el de Angad, donde partidas de árabes atacaban las caravanas que hacían la ruta entre Tremecén y Fez. Árabes. Se hallaba ya entre árabes: el reino de Tremecén, el de Marruecos, el de Fez. ¡Estaba hastiado de humillaciones, de golpes y de burlas! ¡Estaba harto de desiertos y de camellos que se movían al son de estúpidas cantinelas!
Los soldados de guardia de las tiendas le consideraban un loco idiota, igual que los esclavos y la mayoría de los componentes de la caravana, por lo que hacía tiempo que habían dejado de vigilar sus movimientos o lo que hacía mientras dormía junto a la tienda. Por eso, la noche en que acamparon a unas leguas de Tremecén, Brahim no tuvo el menor impedimento en colarse dentro de la de Umar, arrastrándose por debajo de uno de sus laterales. Padre e hijo dormían profundamente. Escuchó el acompasado respirar de ambos y esperó a que su visión se acostumbrase a la tenue iluminación de los destellos del fuego fuera de la tienda, alrededor del que dormitaban los tres guardias. Escrutó en el interior, las sedas y los tapices, las lujosas ropas del mercader y de su hijo… y junto a Umar, un cofrecillo de metal engarzado en piedras preciosas. Casi arrastrándose, para impedir que se viera sombra alguna desde el exterior, se acercó a Umar y cogió el cofre, aunque tuvo que volver a dejarlo para, con su única mano, introducir la magnífica daga del mercader en su propio cinto. Cogió de nuevo el cofre y salió por donde había entrado. Se arrastró fuera de la tienda y comprendió que acababa de cerrar una terrible apuesta: huir o morir. Si le descubrían… Escondió el cofrecillo en su turbante, se lo ató con fuerza a la cintura y anduvo encogido entre los camellos y las personas que dormían; avanzaba muy despacio, a fin de impedir el tintineo procedente del interior del cofre, audible a pesar de la tela que lo envolvía, hasta llegar cerca de donde se almacenaban las mercaderías que transportaban los camellos. Allí también se apostaban hombres de guardia. Inspeccionó los alrededores en busca de alguna de las hogueras que se habían encendido durante la noche; encontró una, se dirigió a ella, se descalzó e introdujo una brasa candente dentro de su zapato. Volvió al lugar de las mercancías y, escondido a algunos pasos, esperó a que los guardias se apartasen en sus rondas constantes. Entonces lanzó la brasa, con el zapato, que fueron a caer entre unos fardos en los que se adivinaban ricos paños de seda. Sin comprobar el resultado de su lanzamiento, se dirigió a donde dormían trabados los caballos de Umar y su hijo.
Acarició a los caballos para que se tranquilizasen y se acostumbraran a su presencia; de esos animales sí sabía. Varios hombres dormían muy cerca. Cuando consideró que los caballos aceptarían sus manejos sin molestarse y despertar a sus cuidadores, los destrabó con sigilo y embocó el de Umar, aquel que había logrado vencer al avestruz. Entonces esperó, agazapado. Alguien daría la voz de alarma. El tiempo transcurría lentamente sin que nada sucediese; Brahim imaginó ya el alfanje de Umar sobre su cuello, en seguro castigo al robo que acababa de cometer, cuando resonó un primer grito al que siguieron muchos otros. Una densa humareda, todavía sin llamas, ascendía en la oscuridad desde la pila de mercancías. Los hombres saltaron para ponerse en pie, y una impresionante llamarada que rugió al desatarse le sorprendió mientras el caos se apoderaba del campamento. Perdió unos instantes extasiado ante aquella lengua de fuego rojo intenso que parecía querer lamer el cielo.
—¿Qué haces con los caballos? —le gritó el mozo que se ocupaba de ellos y que en lugar de dirigirse al fuego lo hizo hacia los animales.
Brahim despertó y trató de engatusarle con una mueca grotesca. Cuando el joven le miraba al rostro, extrañado por su reacción, extrajo la daga y se la hundió en el pecho. Aquélla sería la última bufonada que haría en su vida, se prometió al montar de un salto sobre el caballo, a pelo, con un zapato de menos.
Y mientras la gente corría de aquí para allá esforzándose por apagar el fuego, Brahim partió al galope tendido en dirección al norte, con el caballo de Yusuf haciéndolo a su lado, a la querencia. En poco rato, caballos y jinete se perdieron en la noche.
Llegó a Tetuán casi a finales de octubre de 1574, después de días de cabalgar desde Tremecén. Evitó los caminos, dejándose guiar por su instinto y experiencia como arriero, siempre hacia el norte, escondiéndose al menor movimiento que percibía y sin confiarse por más que hubiera llegado a la convicción de que Umar no le perseguía por aquellas ariscas tierras. Los dos caballos eran muy valiosos y el interior del cofre le reveló una segunda fortuna compuesta de piedras preciosas y diferentes monedas de oro: dirhams, rubias, zianas, doblas, soltaninas y escudos españoles.
Tetuán era una pequeña ciudad enclavada al pie del monte Dersa, en el valle del río Martil. Se hallaba a sólo seis millas del Mediterráneo y a cerca de dieciocho del estrecho de Gibraltar, en un punto estratégico en el tráfico naval. Fértil, gozaba de abundante agua que le llegaba de la sierra del Hauz y la cordillera del Rif. La medina amurallada de la ciudad había sido reconstruida y repoblada por los musulmanes que habían huido tras la rendición de Granada a los Reyes Católicos, por lo que sus habitantes eran mayoritariamente moriscos.
Rompió su promesa de no volver a presentarse como un bufón y, tras esconder caballos y dineros en las montañas, accedió a la ciudad cruzando la puerta de Bab Mqabar, junto al cementerio, como un pordiosero loco, con sólo unas cuantas monedas escondidas. El espíritu andalusí que se respiraba, la forma de hablar y de vestir de las gentes, la distribución de las calles como si se tratara del Albaicín de Granada o de cualquier pequeño pueblo de las Alpujarras, le convenció al instante de que aquél era el lugar donde debía vivir. Persuadió a un bribón zarrapastroso, de ojos vivos, redondos y grandes y con el cuero cabelludo a clapas por la sarna, para que le guiase por la ciudad. Sorprendió a los mercaderes del zoco y al muchacho, y compró vestiduras nuevas y todo lo necesario para presentarse en el lugar elegido con cierta distinción. También compró ropa para Nasi, que así se llamaba el pillastre. No podía entrar en Tetuán con ese aspecto de indigente si viajaba con dos magníficos caballos y un cofre lleno de oro. Luego volvió con el asombrado muchacho allí donde había escondido los caballos, se lavó en un arroyo y obligó a hacer lo propio a Nasi, se vistió, echó una estera por encima del caballo a modo de montura, y en el de Yusuf cargó los bultos para que Nasi, con la cabeza cubierta por un turbante, tirara de él como si se tratara de su sirviente, cosa a la que el chico accedió tan pronto escuchó la oferta de comer a diario.
—Pero si cuentas algo de mí, te cortaré el cuello —le amenazó mostrándole el filo de la daga.
Nasi no pareció impresionado a la vista del cuchillo, pero su contestación sonó sincera:
—Lo juro por Alá.
Arrendaron una buena casa de sólo un piso y que disponía de una huerta en su parte trasera.
En el último cuarto de aquel siglo XVI, cuando Brahim se estableció en la ciudad, el negocio del corso varió por completo. Del puerto de Tetuán, Martil, zarpaban numerosas fustas, generalmente pequeñas, para atacar las costas españolas en competición con las demás ciudades corsarias de Berbería: Argel, Túnez, Sargel, Vélez, Larache o Salé. Pero a partir de esas fechas, la arribada de grandes naves redondas francesas, inglesas u holandesas al Mediterráneo, llevó a los armadores de Argel a sustituir sus delicadas galeotas y galeras de cascos delgados y ligeros por grandes veleros redondos armados con decenas de cañones, con los que optar a alcanzar y vencer a aquellas nuevas embarcaciones; así pues, el radio de influencia de los señores del corso argelino logró llegar hasta las zonas más remotas del Mediterráneo, por alejadas que pudieran estar de sus puertos, e incluso al Atlántico: Inglaterra, Francia, Portugal y hasta Islandia.
El corso menor, aquel que arribaba a las costas españolas para saquearlas en rápidas y sorpresivas acciones de pillaje, sin llegar a cesar, quedó como una actividad secundaria para aquellos grandes pueblos corsarios. Así las cosas, una vez establecido en Tetuán, Brahim se convirtió en el armador de tres fustas de doce bancos de remeros cada una, con una condición que aceptaron los arráeces de las naves: él iría personalmente en las expediciones porque, si bien no sabía de navegación, ¿quién mejor que un arriero que conocía palmo a palmo las costas de Granada, Málaga y Almería para dirigir los ataques?
En marzo de 1575, ya abierta la época de navegación y al mando de una partida de treinta moriscos, el antiguo arriero alpujarreño desembarcó en las costas de levante, cerca de Mojácar, sin que ningún guarda de las nueve torres defensivas que se hallaban repartidas en tan sólo siete leguas de costa, entre Vera y la propia Mojácar, para la vigilancia de aquella zona del litoral, avistase las fustas y tocase a rebato.
—Las defensas están desguarnecidas o derruidas —comentó riendo el arráez que navegaba con Brahim—. Algunas torres ni siquiera disponen de guarda o éste no es más que un anciano que prefiere dedicarse a su huerto en lugar de cumplir un trabajo por el que el rey Felipe no le paga.
Y así era. Por más incursiones corsarias que se produjeran en España, el sistema defensivo compuesto por torres de vigilancia que se extendían a lo largo de las costas, con guardas y atajadores que debían alertar a las ciudades y tropas, había ido degradándose por falta de recursos económicos hasta el punto de ser prácticamente ineficaz.
En esa ocasión nadie impidió a Brahim tomar parte en el saqueo de algunas alquerías cercanas a Mojácar. Cerca de medio centenar de hombres, entre moriscos y galeotes libres, desembarcaron en las costas de al-Andalus; otros quedaron al cuidado de las fustas, la mayoría se desperdigó en grupos en busca del botín. Brahim se detuvo un instante y los observó correr tierra adentro. ¡España! Respiró profundo y se hinchió de orgullo. ¡Volvía a estar en España y aquéllos eran sus hombres! ¡Él les pagaba! Tenía a un pequeño ejército a su servicio.
—¿A qué esperas? —le urgió el arráez que capitaneaba su partida—. ¡No tenemos tiempo!
Más allá de la playa encontraron a algunos campesinos trabajando sus tierras. Brahim los vio huir espantados con los corsarios tras ellos; alcanzaron a dos.
—¡Por allí! —gritó Brahim señalando a su izquierda—. Allí hay algunas casas.
Las recordaba. Había trajinado en aquella zona.
Los berberiscos corrieron hacia donde indicaba el antiguo arriero. Cuando llegaron a un pequeño grupo de casas humildes, sus moradores se habían marchado también, advertidos por los gritos de quienes habían huido de los campos.
Brahim descerrajó la puerta de una de las casas de una fuerte patada. No era necesario, pero el gesto le hizo sentirse poderoso, invencible. Nada pudo aprovechar del interior de la vivienda de una mísera familia campesina.
Al cabo de un tiempo se reunieron todos en la playa, sin bajas, sin lucha alguna, con pocos dineros, algo de quincallería y mucha ropa de escaso valor, pero con quince cautivos entre los que destacaban, por el considerable beneficio que podían obtener de ellas en el mercado de esclavos de Tetuán, tres jóvenes mujeres gallegas, sanas y voluptuosas, de las que habían ido a repoblar el reino de Granada tras la expulsión de los suyos.
Mientras los hombres embarcaban a sus espaldas, Brahim, sudoroso, congestionado, enardecido, volvió a clavar la mirada en las tierras de al-Andalus. Poco más allá se alzaba Sierra Nevada, con sus cumbres y sus ríos y sus bosques y…
—¡He vuelto, bastardo nazareno! —gritó—. ¡Fátima, aquí estoy! ¡Juro por Alá que algún día recuperaré lo que es mío!