43
Algunos hombres aplaudieron la actuación del sacerdote mientras Hernando trataba de levantarse dolorido; si ya lo estaba antes, ahora, después de pelear con José y sus acompañantes, y del tremendo golpe recibido en los riñones al caer al suelo, casi se veía incapaz de moverse. Un rubio de pelo rizado y ojos azules como los suyos se acercó a ayudarle.
—¡Silencio! —gritó entonces el sacerdote—. Aquel que alborote perderá el derecho de asilo y será expulsado del templo.
Los aplausos cesaron de inmediato, pero las chanzas y burlas hacia los hombres del caballerizo real que habían tenido que ceder al sagrado estallaron tan pronto como el sacerdote estuvo a la suficiente distancia como para no oírlas o, por lo menos, para no molestarse en regresar a fin de amonestar de nuevo al numeroso grupo de delincuentes y desgraciados que se hallaban asilados en la catedral para escapar de la justicia seglar. Y así fue, puesto que el sacerdote, sin ni siquiera volverse, negó cansinamente con la cabeza al escuchar las carcajadas que estallaron a sus espaldas.
—Me llamo Pérez —dijo el rubio que le había ayudado a levantarse, al tiempo que le ofrecía su mano.
—Pero lo llamamos «el Buceador» —terció otro hombre que se les unió y que mostraba el torso casi descubierto, pese al frío de octubre.
—Hernando —se presentó él.
—Pedro —dijo a su vez el del torso descubierto.
—Vamos a ver al vicario —le conminó el Buceador.
—No hace falta que me acompañes —lo excusó el morisco.
—No te preocupes —insistió el rubio que ya se dirigía hacia el interior de la catedral—, aquí no tenemos nada que hacer: no nos permiten ni jugar a los naipes. Ni siquiera podemos aplaudir, como habrás comprobado. —Hernando trató de darle alcance pero trastabilló por el dolor. Pérez le esperó y ambos se introdujeron en el templo—. Se peleó con el vicario —le explicó el rubio haciendo un gesto hacia el que se llamaba Pedro, que permaneció en el huerto—. Parece ser que ha tenido un problema con un collar muy valioso —explicó cuando ya deambulaban entre las columnas de la antigua mezquita—, pero no quiere contárnoslo en detalle; por lo visto tampoco quiso explicárselo al vicario.
La sacristía, como bien sabía Hernando, se hallaba adosada al muro sur de la catedral, junto al tesoro, en una capilla entre el mihrab y la biblioteca, que aún seguía en obras para convertirse en sagrario mayor. Pérez se extrañó ante la sonrisa con la que don Juan, el vicario, recibió al nuevo retraído después de que, desde el quicio de la puerta, humildemente, pidieran permiso para entrar.
—El conde de Espiel es un mal enemigo —afirmó don Juan tras la explicación que le ofreció el morisco. Pérez escuchó con atención la historia mientras el vicario tomaba notas en unos legajos—. Le pasaré estos datos al provisor a ver qué es lo que decide acerca de tu situación. En breve espero poder decirte algo… y siento lo de tu familia —añadió cuando los dos retraídos ya abandonaban la sacristía.
—¿Por qué te conoce? —le preguntó su compañero tan pronto como se encontraron fuera de ella—. ¿Es tu amigo? ¿Cómo…?
—Vamos a la biblioteca —le interrumpió Hernando.
Don Julián trajinaba con los últimos tomos que restaban en la biblioteca. La nueva librería, junto a la puerta de San Miguel, era de menor tamaño y la mayoría de los libros y rollos terminaban en la biblioteca particular del obispo, allí donde también se escondían coranes y profecías árabes.
—¿Permiso? —preguntó Hernando desde la reja que ahora separaba andamios y operarios del resto de la mezquita.
—¿También conoces al bibliotecario? —le susurró el sorprendido Buceador ante la sonrisa con que don Julián recibía al morisco; una sonrisa que poseía un deje de tristeza desde la desaparición de Fátima y sus hijos.
Pasearon por entre el millar de columnas de la mezquita con el Buceador tras ellos, y Hernando tuvo que repetir la misma historia que hacía unos instantes acababa de contar al vicario.
—¡El conde de Espiel! —suspiró don Julián sumándose a los malos augurios del vicario—. En cualquier caso, el provisor estará a tu favor: los de Espiel fueron una de las familias nobles que más tenazmente se opusieron a la construcción de la nueva catedral hasta que el emperador Carlos I autorizó su construcción y, con las nuevas obras, los Espiel perdieron su capilla. Luego, en desplante hacia el cabildo catedralicio, financiaron otra iglesia en la que consiguieron el patronato de su capilla mayor. Desde entonces no hay buenas relaciones entre el conde y el obispo.
—¿En qué me beneficiará tener a mi favor al provisor?
—Como juez eclesiástico, es quien debe decidir si tu asilo se ajusta a las normas canónicas y a los concilios. En principio, no eres un asesino ni un salteador de caminos; y, por lo que me has explicado, tu delito puede incluirse en aquellos que tienen derecho al asilo eclesiástico. Pero hay otra circunstancia más importante: el derecho de asilo no es indefinido, puesto que en caso contrario los templos se convertirían en moradas de delincuentes. Aquí, en Córdoba, se aplica un plazo máximo de treinta días durante los cuales se supone que el retraído puede hacer las gestiones oportunas para paliar las consecuencias de su falta. Conociendo al conde de Espiel, tú no lo conseguirás. —Hernando asintió con tristeza—. El conde no cederá un ápice. Ni siquiera se avendrá a una pena que no implique castigos corporales, que es una de las formas más usuales de terminar con el asilo: la Iglesia exige a la justicia seglar que se comprometa a tratar con benevolencia al delincuente y, si se firma ese pacto, lo entrega. Ahí es donde más influye el provisor, porque si no obtiene ese acuerdo, puede prorrogar el plazo del asilo sin limitación.
—¿Qué ganaría el conde si no pacta con la Iglesia? No podrá extraerme de la catedral y tampoco obtendrá ninguna satisfacción por mi… ¿delito?
—La mayoría de los cristianos —le contradijo don Julián— no osa contravenir el sagrado. La simple amenaza de excomunión ipso facto para quien atenta contra el asilo es suficiente para amedrentar a sus piadosas conciencias. —Instintivamente, Hernando se llevó la mano a los riñones y recordó la rapidez con la que le soltaron Juan Velasco y sus hombres a la sola mención de la excomunión—. Pero el conde de Espiel, como muchos otros principales —continuó el sacerdote—, puede contratar a gente que actúe en su nombre para no ser excomulgado. No te fíes de nadie. En cuanto se entere de que estás retraído aquí, sus hombres se apostarán en las puertas para impedir que te entren comida, que te visiten; en resumen, para hacerte la vida imposible. No te fíes de quien se te acerque en el huerto, ni siquiera aquí dentro. Podrían secuestrarte y hacerte desaparecer en alguna de las mazmorras de los estados del conde.
—Eso significa que, si no me secuestra… —murmuró Hernando—, ¿tendré que estar aquí toda la vida?
Don Julián se detuvo y, volviéndose hacia el Buceador, le hizo un autoritario gesto para que se apartase.
—Eso significa —susurró don Julián tras comprobar que Pérez se hallaba dos columnas más allá— que quizá sea llegada la hora de que huyas a Berbería.
—¿Y mi madre? —fue todo lo que se le ocurrió preguntar.
—Puede ir contigo. —Los dos hombres se miraron. ¡Cuánto trabajo y cuántos anhelos habían compartido juntos!—. Empezaré a preparar el viaje —añadió don Julián cuando Hernando dejó transcurrir unos instantes sin oponerse a la idea.
—Si preparas esa fuga, ten en cuenta que primero he de pasar por las Alpujarras, por el castillo de Lanjarón…
—¿La espada?
—Sí —afirmó con la mirada perdida en el bosque de columnas—. La espada de Muhammad.
—Será arriesgado, pero imagino que posible —consideró el sacerdote—. A pesar de la prohibición y de las nuevas deportaciones que se han llevado a cabo en Granada, son muchos los moriscos que vuelven a ese reino. —Don Julián sonrió—. ¡Qué mágica atracción tienen sus atardeceres rojos! Bueno. De Granada podríais ir a las costas de Málaga o Almería y embarcar en alguna fusta morisca de las de Vélez, Tetuán, Larache o Salé.
Cuando hubo anochecido, Hernando abandonó la catedral y salió al huerto con la promesa por parte de don Julián de ocuparse de todo, tanto de la huida como de interceder por él ante el provisor. Allí se encontró con Aisha esperándole; don Julián había ordenado que le dieran aviso.
—Huiremos a Berbería —le anunció en un susurro, poniendo fin a una nueva explicación de lo sucedido. En la penumbra, fue incapaz de percibir que a su madre se le demudaba el semblante.
—Ya no estoy para aventuras… —se excusó Aisha.
—Tengo veintiséis años, madre. Me tuviste a los catorce. ¡No eres tan mayor! Primero iremos a Granada y desde allí, o desde Málaga, no nos será difícil cruzar en alguna fusta hasta Tetuán.
—Pero…
—No nos queda otra solución, madre, salvo que quieras que me ponga en manos del conde. Y tampoco nos será sencillo —llegó a concluir con don Julián—. Tendremos que esperar que transcurran los días y los hombres del conde de Espiel se cansen y relajen la vigilancia a la que seguro me someterán. Debes estar preparada.
Pese a la conmoción de la noticia y las prisas, Aisha tuvo la precaución de llevarle algo de comida: pan, cordero y fruta; agua sobraba en el aljibe del huerto. Acababan de terminar los oficios de completas cuando Aisha se despidió de su hijo. Los porteros cerraban las puertas de acceso a la catedral y toda la gente que se refugiaba o se limitaba a merodear por su interior se acomodó en el gran huerto. Algunos lo abandonaron; los retraídos o asilados se agruparon en aquellos lugares que a base de reyertas se habían ido ganando unos a otros. A excepción del espacio que ocupaban la puerta del Perdón, la torre del campanario y una parte cerrada destinada a consistorio del arcediano, las tres galerías que cerraban el huerto se hallaban disponibles para los retraídos y en ellas buscaban cobijo durante las frías noches.
—¿Era tu madre?
Hernando se volvió para encontrarse con el Buceador, quien, ante los evidentes contactos con la jerarquía eclesiástica del nuevo inquilino del huerto, había decidido unirlo a su cuadrilla por si pudiera serles de alguna utilidad.
—Sí.
—Ven con nosotros. Tenemos algo de vino.
Hernando aceptó y, acompañado del Buceador, se dispuso a cruzar el huerto hasta la galería del muro sur desde la puerta del Perdón, donde se había despedido de su madre. La vio pasar bajo la gran arcada, compungida, pese al proyecto de huir a Berbería que le acababa de proponer. ¿A qué venía aquella tristeza?, se preguntó.
—¿Buceador? —inquirió unos pasos más allá, soltando por fin lo que llevaba todo el día preguntándose.
—Sí. Eso es lo que soy —sonrió el rubio—: buceador. Trabajo…, trabajaba —se corrigió—, para un capitán vasco que ostentaba la concesión real para el rescate de naves hundidas y tesoros en las costas españolas. Discutimos por unas monedas de oro que encontré lejos del pecio que estábamos rescatando en Cádiz —dijo chasqueando la lengua—, salí corriendo y logré refugiarme aquí cuando estaban a punto de pillarme.
Pese a las explicaciones que le proporcionó Pérez, que se detuvo frente al morisco para explicárselo mediante palabras y gestos, al llegar a la galería todavía Hernando no lograba entender cómo funcionaba ese imaginario artilugio de bronce bajo el que se sumergían los buceadores y que les permitía el rescate de los tesoros hundidos en la mar.
—No te preocupes —le dijo quien después se presentaría como Luis, un hombre de facciones rectilíneas y nariz quebrada que se tapaba la cabeza con un pañuelo colorado atado en la nuca—, ninguno lo hemos logrado entender todavía. Lo más probable es que sea mentira.
Pérez le soltó una patada que el otro esquivó entre risas.
A la luz de los hachones colocados en los arcos de las galerías que daban al huerto, se hallaban sentados en el suelo otros seis hombres, alrededor de una bota de vino y la comida que les suministraban sus parientes o amigos.
—Bienvenido a la galería de los niños —le saludó un rubio de pelo lacio haciéndole un sitio a su lado.
Hernando miró a lo largo de la galería, donde sólo vislumbró grupos similares.
—¿Niños? —se extrañó al tiempo que se sentaba.
—Hace algunos años que esta galería —le explicó el del pelo lacio, Juan, un cirujano que había tratado de complementar su profesión con negocios poco claros que le llevaron a solicitar asilo ante la denuncia de algunas viudas a las que sanó su cuerpo… y sus bolsas— estaba destinada al recogimiento de los niños expósitos de Córdoba; dormían en cunas aquí mismo —añadió haciendo un amplio gesto con la mano por la galería—, hasta que una noche una piara de cerdos se comió a unas cuantas criaturas. Entonces el piadoso deán catedralicio sufragó un hospital para expósitos y devolvió la galería a los retraídos. Por eso la llaman la de los niños.
Sin poder evitarlo, Hernando recordó a Francisco e Inés. ¡Cuánto había cambiado su vida en poco tiempo! Y ahora, Azirat, su detención… De repente se encontró con los seis hombres mirándolo fijamente.
—Bebe vino —le recomendó Pedro, que todavía seguía con el torso descubierto pese al frío de la noche.
Hernando negó la bota que le ofrecía Pedro. Los sambenitos que colgaban de todas las paredes de las galerías del huerto parecían temblar en la noche con el titilar del fuego de los hachones. Centenares de ellos recordaban a los penados de la Inquisición, otorgando al lugar una imagen macabra.
—¡Dámelo a mí! —El que estaba a su lado, que se apellidaba Mesa, moreno y de rasgos orientales, le quitó la bota de las manos y la escanció directamente en su garganta, bebiendo compulsivamente. Los tragos de vino estaban medidos, pero en esta ocasión nadie impidió a Mesa que casi acabase con él.
—Corre el rumor de que lo van a echar y entregar a la justicia —lo excusó en susurros a Hernando un hombre a quien llamaban Galo—. No sabemos por qué, pero los curas le odian. En realidad, sólo robó una cédula para poder trabajar… Será el primero del grupo al que echen.
—Un día u otro a todos nos harán lo mismo… y nos entregarán. Disfrutemos mientras podamos. —El que hablaba también se llamaba Juan, como el cirujano, y era un armero recién llegado de las Indias que había tenido ciertos problemas relativos a la misteriosa desaparición de una partida de arcabuces.
—No… —empezó a oponerse Pérez.
—¿Quién es Hernando?
El grito resonó en el huerto. La silueta de un hombre en jarras se dibujó a la luz del fuego junto a la puerta de Santa Catalina, allí donde se iniciaba la galería de los niños.
—¡Calla! ¡Estate quieto! —le ordenó el cirujano cuando Hernando hizo ademán de levantarse.
—¿Quién es el hijo de puta que se llama Hernando? —volvió a gritar el hombre desde la puerta.
—¿A qué este escándalo? —preguntó Pérez poniéndose en pie. Todos conocían al Buceador—. Vendrán los curas si continúas gritando. ¿Qué pasa con ese Hernando?
—Pasa que la catedral está rodeada de hombres del conde de Espiel en busca de ese hombre. Y pasa que me han amenazado con que si los demás tratamos de salir, nos detendrán y nos entregarán al justicia… salvo que seamos nosotros quienes les entreguemos a ese morisco.
Pese a que arriesgaban el derecho de asilo, la mayoría de los hombres retraídos se aventuraban en la noche cordobesa. El Potro estaba cerca, y allí les esperaban los naipes, los dados y las apuestas; el vino, las peleas y las mujeres. Los alguaciles y los justicias no podían apostar vigilancia permanente a las cercanías de la catedral; además, poco a poco, aunque fuera tras haber pactado condiciones más benévolas, los delincuentes eran entregados al concejo, por lo que tampoco estaban dispuestos a perder el sueño por un hatajo de desgraciados que tarde o temprano caerían en sus manos. Pero si, por un lado, el conde pagaba la vigilancia, y por otro evitaba que los retraídos disfrutasen de la noche, el asunto se complicaba.
Varios retraídos que se hallaban en otras galerías se acercaron a la puerta de Santa Catalina. En la norte, la de los niños, algunos se pusieron en pie.
—Es cierto. Yo he visto a soldados armados que merodeaban por las calles —afirmó uno de ellos.
—Parece que tú lo tienes peor que yo —afirmó Mesa haciendo una mueca con la boca después de dar otro trago de vino—, y eso que aún no llevas ni un día aquí dentro.
Hernando dudaba y se removía inquieto.
—¡Estate quieto! —masculló el Buceador.
—¿Quién es ese Hernando? —preguntó uno de los de la galería sur.
—¡Hay que entregarlo a los soldados del conde! —se oyó gritar.
En la oscuridad, muchos de los retraídos cruzaron el huerto en dirección a la puerta de Santa Catalina.
—¡Imbéciles! —En esta ocasión fue Luis quien les gritó a todos ellos—. ¿Qué os importa quién es? ¡Hernando soy yo!
—¡Y yo! —se sumó al punto el cirujano, entendiendo adónde quería llegar su compañero.
—¡Yo también me llamo Hernando! —afirmó el Buceador—. Si cedemos, hoy será ese tal Hernando, pero mañana podrá ser cualquiera de nosotros. Tú —añadió, señalando al más cercano—, o tú. A todos nos persigue alguien. Quizá no tengan los dineros del conde para contratar a un ejército de soldados, pero si se enteran de que nosotros mismos echamos a los nuestros… Además, es sacrilegio atentar contra el asilo, lo haga quien lo haga. ¡Mañana sería el obispo quien nos echaría a todos nosotros si lo entregásemos! Y bien contento que estaría Su Ilustrísima si pudiera expulsarnos a todos de aquí.
—Quizá tengas suerte —le dijo Mesa a Hernando ante un momento de duda que pareció asaltar a todos los presentes. Eran los dos únicos del grupo que continuaban sentados, entre las piernas de sus compañeros.
—Pero no podemos salir —insistió alguien. El murmullo que siguió a sus palabras se vio interrumpido por algunas imprecaciones—. ¡Entreguémoslo! El obispo ni siquiera se enterará.
—O quizá sí —añadió Mesa con cierto retintín, volviendo a coger la bota de vino.
—No. No podemos entregarlo —sentenció Luis dirigiéndose a la gente—. Aquellos que quieran salir, que lo hagan en grupos numerosos y por varias puertas a la vez, para dividirlos. Los soldados del conde no querrán arriesgar sus vidas si les dejáis comprobar que ese hombre no está en el grupo; nada ganan con ello, nadie les va a pagar por uno de nosotros. Mostradles vuestras dagas y puñales.
—¡Cualquiera de nosotros puede con tres de ellos! —exclamó alguien en tono soberbio.
Otro murmullo surgió de la gente, en este caso de aprobación, y un grupo se reunió junto a la puerta, con las armas en las manos. Otros se asomaron y comprobaron cómo efectivamente los soldados del conde se amedrentaban al ver salir a varios hombres juntos y les permitían continuar su camino cuando se cercioraron de que el morisco que buscaban no estaba entre ellos. La voz corrió entre los retraídos y un nuevo grupo se apresuró en dirección a la puerta de los Deanes.
—Parece que esta vez te has librado —sonrió Mesa cuando los demás ya se sentaban.
—Os agradezco… —empezó a decir Hernando.
—Mañana —le interrumpió el cirujano—, intercederás por Mesa ante el bibliotecario.
El morisco miró al ladrón de cédulas. Sus ojos rasgados, afectados por el vino, le interrogaban.
—La fortuna es caprichosa —bromeó Hernando.
Pese a que aquellos delincuentes le prometieron seguridad, Hernando no logró conciliar el sueño durante lo que restaba de la noche, atento a cualquiera que pasara por su lado; aún corría peligro, y era consciente de que un par de coronas de oro serían más que suficientes para que muchos de los allí retraídos, que entraban y salían, peleándose o bromeando, por más sacrilegio y excomunión a la que se arriesgasen, estuvieran dispuestos a extraerlo de la catedral. Sólo un pensamiento lograba tranquilizar sus tormentos y a él se agarró tratando de evitar el recuerdo de su familia muerta o de la vida que se le había venido abajo: ¡Berbería!
El repique de campanas llamando a laudes puso en pie a todos los grupos de retraídos del huerto. Hernando se desperezó para sumarse a ellos antes de que la riada de sacerdotes, músicos, cantores y demás personal de servicio de la catedral, empezara a invadir la zona, pero se detuvo al ver remolonear a sus compañeros de noche.
—¿No os levantáis? —preguntó al cirujano, acostado a su lado.
—Preferimos empezar mejor el día, nunca al mandato de los campaneros. Espera y verás. ¡Va una blanca a que sí! —exclamó después.
—De acuerdo —aceptó la apuesta el Buceador.
—¡Dos a que no acierta! —apostó Luis.
—¡Ésa es mía! —cantó Mesa.
—Mira —le indicó el cirujano, señalándole a un hombre delante de ellos, parado a tres o cuatro pasos de distancia, entre unos naranjos, en la mitad de uno de los caminos que desde la galería se internaba en el huerto.
Hernando lo observó: era calvo, tenía los ojos entrecerrados y una sonrisa apretada como si quisiera esconder los labios, aunque un incisivo le sobresalía entre ellos; estaba en pie, hierático, con una loseta plana de mármol en equilibrio sobre su cabeza.
—¿Qué hace?
—¿Palacio? Espera y lo verás.
Con la gente que entraba en el huerto entraron también algunos cerdos dispersos y bastantes perros que perseguían a los sacerdotes, en pos del aroma del desayuno que algunos curas todavía conservaban en las manos o dispuestos a lamer las losas sobre las que habían cenado los retraídos. Hernando reparó en cómo algunos de los perros escondían el rabo entre las piernas y echaban a correr a la simple vista del tal Palacio.
—¿Por qué…?
—¡Silencio! —le interrumpió el Buceador—. Siempre hay alguno que no lo conoce y pica.
Volvió a prestar atención en el momento en que, efectivamente, un podenco manchado y con el rabo enroscado olisqueaba los zapatos y las andrajosas calzas rojas del hombre. El perro buscó la posición revolviéndose inquieto y cuando por fin levantó la pata dispuesto a orinar sobre la pierna de Palacio, éste calculó la trayectoria e inclinó la cabeza para dejar que la losa resbalara por ella y cayese a peso sobre el lomo del animal, que vio bruscamente interrumpida su micción y salió aullando dolorido. Quieto todavía, como si saludase a la audiencia, Palacio abrió su sonrisa y mostró su incisivo sobresaliente.
—¡Bravo! —gritaron Mesa y el cirujano, al tiempo que extendían las manos en busca de las apuestas ganadas.
—¿Siempre lo hace? —preguntó Hernando.
—¡Cada día! Fijo como las campanadas —le contestó el Buceador—. Y eso que en alguna ocasión ha sido él quien ha tenido que correr delante del dueño del perro, si es que lo tiene. Esa apuesta, la de que aparezca el dueño del perro, la pagamos diez a uno entre todos —añadió riendo.
Esa noche, Hernando no durmió en el huerto.
—Ayer mismo al anochecer, probablemente al tiempo que mandaba a sus hombres a vigilar las calles que rodean la catedral, el conde ya pidió audiencia con el obispo —le explicó don Julián después del oficio de laudes y oír el relato del morisco sobre los sucesos acaecidos la noche anterior—. Tengo entendido que estaba hecho una furia. No creo que el obispo acceda a recibirlo, por lo que el conde de Espiel hará cuanto esté en su mano para apresarte, y si tiene que mandar una partida para que te secuestre, lo hará. Estoy seguro.
—¡Para él era un simple caballo, don Julián! ¡Un desecho de las cuadras del rey! ¿Por qué ese empeño?
—No te equivoques: no es un simple caballo, ¡es su honor! Un morisco ha mancillado su nombre y su derecho; no hay mayor afrenta para un noble.
¡El honor! Hernando recordó cómo hacía años, aquel hidalgo que decía descender de los Varus romanos había llegado a jugarse la vida por la mera sospecha de que alguien osara mancillar su linaje. El recuerdo voló entonces hasta las monedas que había sacado del incauto y que luego había corrido a entregar a Fátima. ¡Su Fátima…!
—Como bien sabes —continuó don Julián interrumpiendo sus pensamientos—, además de bibliotecario soy el capellán de la de San Bernabé, una de las tres pequeñas capillas que existen tras el altar mayor. Esta noche te proporcionaré un juego de las llaves de sus rejas y mientras los porteros cierran el templo y echan a la gente, te esconderás en un armario empotrado que hay en ella y que vaciaré durante el día. Deja transcurrir un tiempo prudencial; luego sal y escóndete en algún otro lugar para dormir, pero lleva cuidado: aun con el templo cerrado, hay vigilantes, sobre todo en el tesoro.
—No debes arriesgarte tanto. Si me descubriesen…
—Ya soy viejo, y tú tienes mucho que hacer por nosotros, aunque sea desde Berbería. Has sufrido muchos reveses, Dios sabrá por qué, pero la esperanza de nuestro pueblo descansa en personas como tú.
Los retraídos no se preocuparían por sus ausencias nocturnas, trató de convencerle el sacerdote, y en cuanto a la intercesión por Mesa, el ladrón de cédulas, que Hernando no olvidó, fue recibida por el sacerdote con un gesto pesaroso y la promesa de hacer cuanto pudiera por él. Por su parte, el conde de Espiel aumentó la presión en las calles y pese a que también estaba considerado sacrilegio y causa de excomunión —lo que terminó de convencerle de la necesidad de refugiarse por las noches en el interior de la mezquita—, Aisha fue despojada de la comida que transportaba, por los esbirros del conde que vigilaban las calles. Mientras tanto don Julián, con la ayuda de Abbas, quien rogó al sacerdote que mantuviera a Hernando ajeno a su intervención, intentaban encontrar una vía de escape a Berbería, pero el conde, consciente de que aquélla era la única posibilidad del morisco, también se movía en esa dirección: sus espías, cargados de dineros y de pocos escrúpulos, pagaban o amedrentaban a todos aquellos que se dedicaban a tales menesteres.
Pese a la relativa facilidad con la que Hernando logró burlar a los porteros mientras éstos hacían salir a la gente que aún estaba en la catedral tras los oficios de vísperas, en momento alguno dejó de notar el frenético palpitar de su corazón, el sudor en sus manos y el temblor que hizo tintinear el manojo de llaves que portaba, obligándole a mover la cabeza de uno a otro lado ante lo que para él era un estruendo. Don Julián se ocupó de engrasar la cerradura y los goznes de la gran reja de la capilla de San Bernabé, excesivamente alta para el diminuto recinto.
—¡Abandonad el templo! —escuchó que exigían los porteros alzando la voz, sin llegar a gritar, después de cerrar la reja tras de sí. A su izquierda, tras un magnífico tapiz, se escondía el armario mencionado por don Julián.
Sin embargo, Hernando se quedó hechizado por los reflejos que la luz de las lámparas de aceite que colgaban del techo de la catedral, así como del millar de velas que titilaban en las capillas y los altares, arrancaban al mármol blanco del interior de la capilla. Había pasado infinidad de veces por delante de esa capilla pero entonces, rozando con sus dedos el mármol del altar y del retablo que cubría la totalidad de su pared frontal, percibió la gran diferencia entre aquélla y todas las demás. La de San Bernabé era una joya de aquel estilo romano tan difícil de introducir en unas tierras exacerbadamente católicas como las regidas por el rey Felipe. Las diferentes escenas de los retablos en mármol blanco habían sido esculpidas por un maestro francés, como si peleasen con la profusión de colores, molduras doradas e imágenes oscuras o apocalípticas que adornaban el resto de la catedral.
Hernando respiró hondo, en un intento de impregnarse de la serenidad y belleza que reinaba en el lugar, cuando oyó cómo los porteros volvían tras haber cerrado las puertas de acceso a la catedral y comprobaban las rejas de las capillas. Oyó sus risas y sus comentarios y saltó hacia el tapiz, introduciéndose en el interior del armario justo en el instante en que los porteros se asomaban a la de San Bernabé.
Esa noche no abandonó su escondite. Rendido por el cansancio, por las muchas noches pobladas de dolorosas pesadillas, se acurrucó en el suelo y se dejó vencer por el sueño. Le despertó el alboroto que se produjo en la catedral al amanecer y no le fue difícil salir del pequeño armario: los oficios de prima se desarrollaban en el altar mayor y en el coro, al otro lado de la gran construcción en cuya parte trasera estaba la capilla. Para que no le pillasen con ellas, escondió las llaves, atándolas con un alambre herrumbroso por debajo del barrote inferior de la reja.
Tampoco abandonó el armario a lo largo de las siguientes noches, temeroso de ser descubierto: dormía medio sentado, con las piernas encogidas, dormitaba en pie o simplemente lloraba a Fátima y a sus hijos, a Hamid y a todos cuantos había perdido; disponía del largo y tedioso día para recuperar fuerzas. Despidió a sus compañeros de la primera noche sin mayores explicaciones e hizo caso omiso de su curiosidad y una mañana, algo alejado de ellos, sabiéndose observado, contempló cómo definitivamente extraían a Mesa, el ladrón de cédulas, para entregarlo a la justicia seglar, cuyos alguaciles lo esperaban en la calle frente a la puerta del Perdón. Aisha había recurrido a hermanos fieles de la comunidad para que llevaran comida a Hernando, y cada día, alguno de los muchos moriscos acudía al huerto provisto de alimentos. Aisha también tuvo que encontrar refugio junto a los moriscos, cuando sin miramientos, el cabildo catedralicio la desahució de la casa patio de la calle de los Barberos por impago del alquiler.
—Para hacerse cobro de las rentas atrasadas se han quedado con todo lo que nos dieron nuestros hermanos —sollozó—. Los jergones, los cazos…
Hernando dejó de escucharla y sintió que se rompía el último hilo que le unía con su anterior vida; allí donde había encontrado una felicidad que al parecer les estaba vetada a los seguidores de la única fe.
—¿Y el Corán? —la interrumpió de repente, hablando sin precauciones. Fue Aisha quien, sorprendida, miró a uno y otro lado por si alguien había oído a su hijo.
—Se lo entregué a Jalil cuando me avisaron del desahucio. —Aisha dejó transcurrir unos instantes—. Lo que no le entregué fue esto.
En ese momento, discretamente, deslizó entre los dedos de su hijo la mano de Fátima, la pequeña joya de oro que su mujer lucía justo donde nacían sus pechos. Hernando acarició la alhaja y el oro le pareció tremendamente frío al tacto.
Esa noche, escondido en el armario de la capilla de San Bernabé, con lágrimas en los ojos, besó mil veces la mano de Fátima, con el aroma de su esposa vivo en sus sentidos y sus palabras resonándole en los oídos, aquellas que Fátima había pronunciado allí mismo, en la casa de los creyentes:
—Ibn Hamid, recuerda siempre este juramento que acabas de hacer y cúmplelo suceda lo que suceda.
Le juró por Alá que algún día orarían al único Dios en aquel lugar santo. Apretó la joya de oro en su mano. «¡Cúmplelo suceda lo que suceda!», había insistido Fátima con seriedad. Besó una vez más la joya y notó el sabor salado de las lágrimas que empapaban sus manos y el oro. ¡Lo juró por Alá! También le juró poner a los cristianos a sus pies… y ahora Fátima estaba muerta. ¡Tenía que cumplir aquel juramento!
Abandonó su refugió y salió a la tenue luz de lámparas y velas. Intentó hacerse una idea del tiempo transcurrido, pero en el interior del armario perdía la noción. ¡Suceda lo que suceda!, se repetía una y otra vez. El templo se hallaba en silencio, salvo por los rumores de voces provenientes de la sacristía del Punto, en el muro sur, donde se guardaban los enseres para celebrar las misas que no eran cantadas, junto al tesoro y las reliquias de la catedral. A la derecha de la sacristía del Punto se ubicaba la sacristía mayor, luego el sagrario, en la capilla de la Cena del Señor y, junto a ella, la capilla de San Pedro, donde se hallaba el fantástico mihrab construido por al-Hakim II, ahora profanado y convertido en vulgar y simple sacristía.
Rodeó el altar mayor y el coro, construidos en el centro de la catedral, con el corazón desbocado, atento siempre a la entrada de la sacristía del Punto, desde donde le llegaban las voces de los guardias. Alcanzó la parte trasera de la capilla de Villaviciosa, en la misma nave en la que se encontraba el mihrab. Rodeó también la capilla de Villaviciosa hasta situarse pegado a su muro sur, justo enfrente del lugar sagrado de los creyentes, a sólo nueve columnas de distancia.
«Hoy te juro que algún día rezaremos al único Dios en este lugar santo.» El juramento que le hiciera a Fátima resonó en sus oídos. ¡Suceda lo que suceda!, le exigió ella. De repente, amparado en el bosque de columnas erigido en homenaje a Alá, se sintió extrañamente tranquilo y los murmullos de los guardias fueron dando paso a los cánticos de los miles de creyentes que habían orado al unísono en aquel mismo lugar durante siglos. Un escalofrío le recorrió la columna dorsal.
No tenía con qué purificarse: ni agua limpia ni arena. Se descalzó y con la humedad de sus lágrimas en las manos, se las llevó al rostro y se lo frotó. Luego hizo lo mismo con las manos, frotándose hasta los codos y, tras pasarlas por su cabeza, las bajó a los pies para continuar frotando hasta los tobillos.
Luego, ajeno a todo, se postró y oró.
Cada día, escondido a la mirada de las gentes, cuidaba de purificarse debidamente antes del cierre de las puertas de la catedral con el agua del aljibe del huerto, entre los naranjos. Por las noches repetía sus oraciones, intentando llegar a Fátima y a sus hijos a través de ellas.
En alguna ocasión los guardias habían salido de ronda desde la sacristía del Punto, pero en todas ellas, como si Dios le avisara, Hernando se percató a tiempo: se limitó a pegar la espalda al muro de la capilla de Villaviciosa y a permanecer inmóvil, casi sin respirar, mientras los vigilantes paseaban por la catedral charlando distraídamente.
Sus compañeros de la primera noche desaparecieron uno tras otro y sólo Palacio continuaba cada mañana, con mayor o menor fortuna, intentando acertar a los infelices perros que acudían al olor de sus calzas y zapatos.
Y mientras el juez eclesiástico decidía sobre su asilo y don Julián, infructuosamente, trataba de superar los inconvenientes que suponían para su huida la constante vigilancia y las artimañas del conde de Espiel, Hernando sólo vivía por los momentos en que se postraba en dirección a la quibla, notando que en aquel lugar tantas veces profanado por los cristianos aún se podía percibir el latido de la verdadera fe.
Noche a noche se adueñó del templo. ¡Aquélla era su mezquita! La suya y la de todos los creyentes, y nadie conseguiría arrebatársela.
—¡Abrid paso!
Detrás de tres porteros de maza, más de media docena de lacayos armados, ataviados con libreas rojas bordadas en oro y calzas de colores acuchilladas en los muslos, irrumpieron por la puerta del Perdón en el huerto el mismo día en que se iniciaba el invierno, la mañana de Todos los Santos.
El propio obispo de Córdoba, lujosamente engalanado y rodeado por gran parte de los miembros del cabildo catedralicio, esperaba en la puerta del Arco de las Bendiciones.
—Hoy, antes de los oficios solemnes —le había comentado don Julián a Hernando esa misma mañana ante el trajín que se desplegaba en la catedral—, tiene previsto acudir a honrar a sus muertos el duque de Monterreal, don Alfonso de Córdoba, que acaba de regresar de Portugal. —El morisco se encogió de hombros—. De acuerdo —concedió el sacerdote—, poco puede importarte, pero te aconsejo que no permanezcas en el interior del templo durante su visita. El duque es uno de los grandes de España; como descendiente del Gran Capitán pertenece a la casa de los Fernández de Córdoba y a sus lacayos no les gusta que la gente curiosee a su alrededor. ¡Sólo faltaría que te enemistases con otro grande de España!
—¡Apartaos! —gritó uno de los lacayos del duque, empujando con violencia a una anciana que trastabilló en su huida.
—¡Hijo de puta! —se le escapó a Hernando en el momento en que intentaba agarrar a la mujer, sin lograr impedir que ésta cayese desmadejada al suelo. Mientras la ayudaba a levantarse percibió que se había hecho el silencio a su alrededor y que varias de las personas que estaban junto a él se apartaban. Agachado, volvió la cabeza.
—¿Qué has dicho? —espetó el lacayo, parado en el camino.
En aquella posición, con la anciana medio incorporada, agarrada a su mano, Hernando le sostuvo la mirada.
—No ha sido él —escuchó que aseveraba entonces la mujer—. Se me ha escapado a mí, excelencia.
Hernando tembló de ira ante la cínica sonrisa con que el hombre recibió las palabras de la anciana. Aun a salvo del conde de Espiel, vivía preso en espera de la ayuda de sus hermanos, recibiendo cada día la comida que podían proporcionarle como si fuese un mendigo, escuchando las desgracias que día tras día le lloraba su madre, y ahora era una mujer vieja y débil la que tenía que salir en su defensa.
—¡Hijo de puta! —masculló cuando el lacayo, aparentemente satisfecho, hizo ademán de continuar con su camino—. He dicho hijo de puta —repitió irguiéndose y soltando a la mujer.
El lacayo se volvió bruscamente y echó mano a su daga. Aquellos que todavía no se habían apartado de Hernando, lo hicieron presurosos y varios de los lacayos que acompañaban al otro en su marcha, desanduvieron sus pasos hasta acercarse, mientras la comitiva del duque continuaba accediendo al huerto a través de la puerta del Perdón.
—¡Enfunda tu arma! —reprendió al lacayo un sacerdote que observaba la escena—. ¡Estás en lugar sagrado!
—¿Qué sucede aquí? —intervino uno de los acompañantes del duque. El lacayo mantenía la daga en el pecho de Hernando, ya inmovilizado por otros dos hombres.
El propio duque, precedido por un criado con un estoque con la punta hacia arriba, oculto entre mayordomo, canciller, secretario y capellán, se vio obligado a detenerse. De reojo, entre todos ellos, Hernando llegó a vislumbrar las lujosas vestiduras del aristócrata. Tras el duque esperaban varias mujeres también engalanadas para la ocasión.
—Este hombre ha insultado a uno de los servidores de vuestra excelencia —contestó uno de los alguaciles de la corte del noble.
—Esconde tu daga —ordenó el capellán del duque al lacayo tras acercarse al grupo, manoteando en el aire para quitarse de los ojos los cordones del sombrero verde que portaba—. ¿Es cierto eso? —inquirió, dirigiéndose a Hernando.
—Es cierto y me acojo a sagrado —respondió el morisco con soberbia. A fin de cuentas, ¿qué le importaban un noble o dos?
—No puedes acogerte a sagrado —afirmó el capellán con parsimonia—. Aquellos que cometen un delito en lugar sagrado no pueden beneficiarse del asilo.
Hernando flaqueó y notó que se le doblaban las rodillas. Los lacayos que le agarraban de las axilas tiraron de él.
—Llevadlo ante el obispo —ordenó el alguacil al tiempo que el capellán les daba la espalda para reintegrarse a la comitiva—. Su Ilustrísima ordenará la expulsión de este delincuente.
Si le extraían de la catedral, primero le condenaría el duque, pero después sería el conde de Espiel quien lo hiciera. ¿Qué iba a ser de él… y de su madre? ¡Berbería! Tenían que huir a Berbería. Eso era lo que preparaba don Julián. ¡Sólo podía fingir que pedía clemencia! Se dejó caer como si se hubiera desmayado y en el momento en que los lacayos se agacharon para asirle mejor, se zafó de ellos y echó a correr hacia el hombre que creía ser el duque.
—¡Piedad! —suplicó, arrodillándose a su paso y echándose a besar sus zapatos de terciopelo—. ¡Por Dios y la santísima Virgen…! —Varios hombres saltaron sobre Hernando, lo levantaron y lo apartaron del camino del duque, quien ni siquiera se vio obligado a detenerse—. ¡Por los clavos de Jesucristo! —gritó mientras pataleaba y se revolvía entre los lacayos.
¡Por los clavos de Jesucristo!
La sorpresa apareció en el semblante del noble ante aquella última expresión y, por primera vez, se interesó en el plebeyo que tantas incomodidades estaba originando. Entonces, Hernando alzó la mirada y la cruzó con la del duque.
—¡Quietos! ¡Soltadle! —ordenó don Alfonso a sus hombres.
La comitiva se detuvo. Algunas personas se asomaron por detrás. Los miembros del cabildo empezaron a acercarse y hasta el obispo aguzó la vista para ver qué era lo que sucedía.
—¡He dicho que lo soltéis! —insistió el noble.
Hernando, harapiento y sucio, quedó en pie frente al imponente duque de Monterreal. Ambos se observaron, atónitos. No fueron necesarias preguntas ni comprobaciones: al mismo tiempo los recuerdos de noble y morisco retrocedieron hasta la tienda de campaña de Barrax, el arráez corsario, en las cercanías de Ugíjar, donde estableció su campamento Aben Aboo tras la derrota de Serón.
—¿Qué fue de la Vieja? —preguntó de repente Hernando.
Uno de los alguaciles consideró una impertinencia aquella pregunta e hizo ademán de abofetearlo, pero don Alfonso, sin dejar de mirar a Hernando, se lo impidió con un autoritario movimiento de su mano.
—Cumplió, tal y como me aseguraste. —El canciller y el secretario, hombres adustos y sobrios, dieron un respingo ante la amabilidad con que su señor trataba a aquel andrajoso. Otros miembros de la comitiva intercambiaron susurros—. Me llevó cerca de Juviles, en cuyo camino me encontraron los soldados del príncipe. Desgraciadamente, no sé más del animal. De allí, casi inconsciente, me trasladaron a Granada y luego a Sevilla para curarme.
—Estaba convencido de que la Vieja no me defraudaría —afirmó Hernando.
Ambos sonrieron.
Los rumores entre las gentes aumentaron.
—¿Encontraste a tu esposa y a tu madre? —se interesó a su vez el noble, haciendo caso omiso de cuantos le rodeaban.
—Sí. —La respuesta de Hernando fue casi un suspiro. Había hallado a Fátima, sí, pero ahora la había perdido para siempre…
Las palabras del duque interrumpieron sus pensamientos:
—Sabed todos —proclamó, alzando la voz—, que debo la vida a este hombre al que llaman el nazareno, y que a partir de hoy goza de mi favor, mi amistad y mi eterna gratitud.