Intercapítulo 5

La Que Sabe notaba que la pintura de guerra quemaba su cuerpo como fuego bajo la túnica, mientras bajaba por la colina. De haberse atrevido, habría bajado desnuda, para que todos vieran cómo iba pintada, tanto los Otros como los miembros de su tribu. Sobre todo, los hombres de su tribu. Así se darían cuenta de que una mujer podía ir pintada como un hombre; y si no eran capaces de atacar al enemigo, ella sí.

Pero no podía bajar así, por supuesto. Una mujer se tapaba siempre las partes bajas, excepto cuando se ofrecía en los ritos de acoplamiento; ésa era la norma. Si hubiese llevado un taparrabos como los hombres, al menos podría dirigirse al combate con el torso al descubierto, como ellos, y enseñar al enemigo sus pechos pintados. Pero no tenía taparrabos, sólo la túnica, y la cubría de pies a cabeza. Bien, se la abriría cuando estuviera frente a los Otros, y por el color que cubría su piel sabrían que se enfrentaban a un guerrero, aunque tuviera tetas.

Oyó que Nube De Plata le gritaba desde muy lejos. No le hizo caso.

Y ahora, los miembros de la Sociedad de Guerreros vieron que se acercaba. Seguían paralizados absurdamente, frente a la fila de Otros, pero volvieron la cabeza y la contemplaron con estupor.

—Regresa, La Que Sabe —gritó Ojo Llameante—. Éste no es sitio para mujeres.

—¿Me llamas a mí mujer, Ojo Llameante? ¡Mujer tú! ¡Mujeres todos vosotros! No veo ningún guerrero aquí. Regresad vosotros, si tanto miedo os da luchar.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Árbol De Lobos.

—Está loca —comentó Antílope Joven—. Siempre lo ha estado.

—¡Regresa! —Gritaron los hombres—. ¡Aléjate de nosotros! ¡Esto es una guerra, La Que Sabe! ¡Una guerra!

No iban a salirse con la suya. Sus gritos airados sonaban como zumbidos de insectos a sus oídos.

La Que Sabe llegó al final del sendero y se encaminó hacia el altar. La tierra estaba esponjosa a causa de Los Tres Ríos. Debía de correr agua bajo la superficie, pensó. A cada paso que daba, sus pies descalzos se hundían en el suelo frío, húmedo y blando.

Detrás de ella, el sol se había alzado por encima de la cumbre de la colina donde el Pueblo había acampado. El pequeño gajo blanco de la luna ya no se veía. El viento fresco y fuerte azotó su cara. Avanzó hasta que estuvo cerca de la hilera formada por la Sociedad de Guerreros.

Nadie se movió. Los Otros estaban petrificados como estatuas.

Pájaro Atrapado En Un Arbusto era el guerrero más cerca de ella.

—Dame tu lanza —ordenó La Que Sabe.

—Vete —dijo Pájaro Atrapado En Un Arbusto con voz estrangulada.

—Necesito una lanza. ¿Quieres que me enfrente a los Otros sin una lanza?

—¡Vete!

—¡Mira! ¡Llevo las pinturas de guerra! —Se abrió la túnica y descubrió los pechos, manchados de pigmento azul—. Hoy soy un guerrero. ¡Y un guerrero necesita una lanza!

—Hazte una, pues.

La Que Sabe escupió y pasó de largo.

—¡Tú! ¡Antílope Joven! Dame la tuya. No la necesitas para nada.

—Estás loca.

Árbol De Lobos extendió la mano y cogió a La Que Sabe por el codo.

—Escucha —dijo—, no puedes estar aquí. Va a estallar la guerra.

—¿La guerra? ¿Cuándo? Os limitáis a quedaros quietos y lanzarles estúpidos gritos. Y ellos hacen lo mismo. Son tan cobardes como vosotros. ¿Por qué no les atacáis?

—Tú no entiendes de estas cosas —dijo Árbol De Lobos, desdeñoso.

—No, supongo que no.

Era inútil pedirles una lanza. No iban a darle ninguna, y agarraban con fuerza sus armas, pues debían acordarse del día que se había apoderado de la lanza de Ojo Llameante amenazándole con ella. Había sido una herejía, después, Ojo Llameante tuvo que fabricarse una lanza nueva. Buey Almizclado Apestoso le dijo que no podía combatir con una lanza profanada por una mujer, y tuvo que quemar la antigua y hacerse otra, mientras maldecía y murmuraba sin cesar. ¿Y de qué servía la nueva, si Ojo Llameante era demasiado apocado para utilizarla?, se preguntó La Que Sabe.

—Muy bien. Pasaré sin ella.

Giró en redondo y avanzó dos o tres pasos hacia la fila de Otros, que la contemplaban como si fuera un demonio de tres cabezas y seis colmillos.

—¡Eh, vosotros! ¡Otros! ¡Miradme!

Lo hicieron boquiabiertos. Ella volvió a abrirse la túnica y exhibió sus pechos pintados.

—Soy la guerrera de la Diosa —dijo—. Eso significa la pintura. La Diosa os ordena que abandonéis este lugar. Éste es su altar. Lo hemos construido para Ella. Debéis marcharos.

Siguieron mirándola, estupefactos.

La Que Sabe paseó la vista por la fila. Eran altos y pálidos, de abundante cabello negro que colgaba sobre sus hombros, pero corto por delante, como si deliberadamente buscasen dejar al descubierto sus horribles frentes altas y aplastadas.

Tenían los brazos largos y estrechos, al igual que las piernas. Las bocas eran pequeñas; las diminutas narices, absurdas; y sus mentones sobresalían de forma repugnante. Sus mandíbulas parecían débiles y los ojos, carentes de color. Viejos recuerdos se agitaron en su interior al verles, y reprodujo en su mente al larguirucho Otro con quien se había topado en aquella laguna rodeada de rocas, tantos años atrás, cuando era joven. Estos hombres se le parecían mucho. Era incapaz de distinguirles del que había encontrado. Quizás era uno de ellos, aunque eso resultaba imposible, porque el aspecto de estos hombres era juvenil, y aquél ya sería viejo, casi tanto como ella.

—Qué feos sois —dijo—. ¡Monstruos pálidos y estúpidos! ¿Por qué husmeáis alrededor del altar de la Diosa? ¡La Diosa no os creó! ¡Estáis hechos de rinocerontes cagados por una hiena!

Los Otros continuaron mirándola, perplejos.

La Que Sabe avanzó otro paso. Cortó con la mano el aire para indicar que se alejaran del altar.

Uno de los Otros habló, o la mujer dio por sentado que hablaba. Emitió una serie de ruidos estropajosos que brotaban de su boca como si tuviera la lengua del revés. Eran simples ruidos. Ninguno tenía el menor sentido.

—¿No sabes hablar? —preguntó La Que Sabe—. No puedo entender lo que estás diciendo. Que hable otro, si tú no puedes.

El guerrero volvió a hablar tan incomprensiblemente como antes.

—No —contestó La Que Sabe—. No sé lo que intentas decir.

Se acercó más y miró hacia el extremo de la fila.

—Tú —dijo a uno de los hombres—. ¿Sabes hablar mejor que éste?

Extendió un dedo en su dirección y dio una palmada. Los ojos del aludido se abrieron de par en par, y emitió una especie de murmullo.

—¡Utiliza palabras! —ordenó La Que Sabe—. ¡Deja de hacer ruidos idiotas! ¡Bah! ¿Estáis todos mal de la cabeza? —Señaló al hombre de nuevo—. ¡Habla! ¡Con palabras! ¿Es que ninguno de vosotros sabe pronunciar palabras?

El Otro emitió el mismo sonido de antes.

—Tan imbécil como feo —rezongó La Que Sabe, y sacudió la cabeza—. ¡Producto de hienas, eso es lo que sois! Mierda de rinoceronte.

Los hombres estaban desconcertados. Ninguno se movía.

La Que Sabe se dirigió hacia el altar. Las aguas de Los Tres Ríos se vertían por todas partes, y algunas gotas salpicaban el aire. El Pueblo había erigido el altar en la misma confluencia de los ríos, contra un saliente rocoso que se elevaba por encima del agua. Mujer Divina había chapoteado entre la espuma helada para disponer las rocas de la forma adecuada y amontonar las láminas de la roca especial brillante entre ellas. Al aproximarse, La Que Sabe vio las líneas de la Diosa que las sacerdotisas habían grabado en la piedra: cinco por un lado, tres por otro, y tres más allá. Sin embargo, observó un cambio. Alguien no perteneciente al Pueblo había dibujado un círculo alrededor de cada grupo de líneas de la Diosa, círculos muy profundos, y había añadido otras figuras, símbolos extraños de aspecto desagradable, símbolos pintados, retorcidos y ensortijados, como los que se ven en las pesadillas. También habían dibujado algunos animales: un mamut con una gran cabeza gibosa, un lobo y un ser que La Que Sabe no reconoció. Tenía que ser obra de los Otros, pensó. El Pueblo utilizaba pintura para aplicarse colores, cuando era preciso, pero nunca dibujaba símbolos en las rocas. Jamás. Y pintar animales era una estupidez. Podía irritar a los espíritus de los animales pintados, y nunca podrían volver a cazar dichos animales.

—¿Qué habéis hecho, bestias repugnantes? Habéis mancillado el altar de la Diosa. El altar de la Diosa. —Como no dieron señales de comprender, repitió de nuevo en voz alta—: ¡El altar de la Diosa!

Miradas de incomprensión. Encogimientos de hombros.

La Que Sabe señaló la tierra y después el cielo: el signo universal de la Diosa. Tocó sus pechos, su vulva, sus hombros. Había sido creada a imagen y semejanza de la Diosa, y ellos tenían que comprenderlo.

Pero siguieron mirándola, embobados.

—Carecéis por completo de inteligencia, ¿eh? —gritó—. ¡Estúpidos! ¡Estúpidos! ¡Sois una pandilla de animales estúpidos!

Trepó a las rocas, resbalando sobre la superficie mojada, y estuvo a punto de caer al río. Ello habría significado su fin, pero se aferró a un saliente rocoso y recuperó el equilibrio. Cuando llegó cerca del altar, extendió la mano y dio unos golpecitos con el dedo sobre la pintura del mamut.

—¡Malo! —chilló—. ¡Perverso! ¡Sacrilegio!

Mojó el dedo y frotó la imagen pintada hasta borrarla.

Los Otros aparentaron alterarse. Intercambiaron miradas, murmuraron, arrastraron los pies sin moverse del sitio.

—¡Aquí no podéis pintar! —gritó La Que Sabe—. ¡Es nuestro altar! ¡Lo erigimos en su honor! ¡Hemos venido aquí para rendirle adoración e implorar su guía!

Acabó de borrar la imagen. Intentó hacer lo mismo con las otras, pero no pudo llegar; tenía los brazos demasiado cortos. Sólo los brazos de los Otros, similares a las patas de una araña, podían llegar tan lejos.

Sin embargo, se sintió satisfecha de haber explicado lo que se proponía. Bajó de las rocas y regresó al lugar donde las dos filas de guerreros continuaban frente a frente.

—¿Comprendéis? —preguntó a los Otros—. ¡Es nuestro altar! ¡Nuestro!

Avanzó sin vacilar hacia ellos. Se removieron, inquietos, pero ninguno levantó su lanza. Ella comprendió que le temían. Una mujer santa, una mujer poseída por la Diosa. No se atreverían a ofrecer resistencia.

Escrutó sus rostros. Se alzaban muy por encima de ella, altos como árboles, altos como montañas. Señaló hacia el oeste.

—Volved a vuestra tierra —dijo—. Dejadnos en paz. ¡Dejad que hagamos nuestras ofrendas en paz, asquerosos animales malolientes, zoquetes, bestias estúpidas!

Asió al Otro más cercano y le empujó en la dirección que indicaba. El hombre retrocedió unos pasos. La Que Sabe movió el brazo para darle a entender que debía marcharse.

—¡Ponte en marcha! ¡Todos vosotros, marchaos!

La Que Sabe corrió entre ellos como un huracán. Gritaba y les empujaba. Los Otros se apresuraron a alejarse de ella, como si fuera portadora de una plaga. Ella les persiguió, agitando los brazos, chillando, expulsándoles sin ninguna ayuda de las cercanías del altar.

Se detuvo y observó su huida. Tras recorrer unos ciento cincuenta pasos, llegaron a un lugar donde uno de los ríos pequeños surgía de detrás de una curva y corría entre una pared doble de rocas. Allí se detuvieron y, por primera vez, La Que Sabe divisó el campamento de los Otros, escondido en una hondonada rodeada de arbustos, donde se apiñaban mujeres, niños y ancianos.

Muy bien, pensó La Que Sabe. Les había alejado del altar, lo máximo que esperaba conseguir, pero no era hazaña despreciable, y lo había logrado ella sola, aunque el fuego de la Diosa habría ardido en su interior todo el tiempo, pues de lo contrario no habría salido triunfante.

Se volvió hacia los hombres de la Sociedad de Guerreros.

—Sin lanza —dijo, orgullosa.

Antílope Joven meneó la cabeza.

—¡Qué loca estás! —dijo.

Pero sus ojos brillaban de admiración.