Capítulo I
Edith Fellowes alisó su mono de trabajo, como siempre hacía antes de abrir aquella puerta de cerradura tan complicada, y atravesó la línea divisoria invisible entre el ser y el no ser. Llevaba su cuaderno y su pluma, aunque ya no tomaba notas, excepto cuando necesitaba imperiosamente redactar un informe.
Esta vez, también llevaba una maleta. («Unos juegos para el chico», había explicado con una sonrisa al guardia, quien había dejado incluso de pensar en hacerle preguntas mucho tiempo atrás, y que la saludaba alegremente cada vez que atravesaba la barrera de seguridad).
Y, como siempre, el niño feo supo que ella había penetrado en su mundo particular, y corrió hacia ella.
—Señorita Fellowes, señorita Fellowes —gritaba con aquella curiosa pronunciación.
—Timmie —dijo Edith, y acarició el cabello castaño de su cabecita de extraña forma.
—¿Dónde está Jerry? —preguntó el niño—. ¿Vendrá a jugar conmigo hoy?
—Hoy no.
—Lamento lo ocurrido.
—Lo sé, Timmie.
—¿Y Jerry…?
—No te preocupes ahora por Jerry, Timmie. ¿Por eso has llorado? ¿Porque echas de menos a Jerry?
El niño apartó la vista.
—No sólo por eso, señorita Fellowes. He vuelto a soñar.
—¿El mismo sueño?
La señorita Fellowes apretó los dientes. El problema con Jerry había resucitado el sueño, por supuesto.
Timmie asintió.
—Sí, el mismo sueño.
—¿Ha sido muy malo esta vez?
—Sí, malo. Yo estaba… fuera. Había muchos niños. Jerry también estaba. Todos me miraban. Algunos se reían, algunos me señalaban con el dedo y hacían muecas, pero otros eran amables conmigo. Decían: «Ven, ven, tú puedes hacerlo, Timmie. Un paso cada vez. Sigue andando y quedarás libre». Y yo lo hice. Salí de aquí. Y dije: «Ahora venid a jugar conmigo», pero todos se pusieron a oscilar y ya no les vi más, y empecé a resbalar hacia atrás, hacia aquí. No pude detenerme, me deslicé hacia atrás y un muro negro me rodeó, y no podía moverme, estaba clavado en el suelo, estaba…
—Es terrible. Lo siento, Timmie, de verdad.
Reveló sus dientes demasiado grandes cuando trató de sonreír, y sus labios se abrieron hasta que su boca pareció sobresalir de su cara más de lo habitual.
—¿Cuándo seré lo bastante mayor para salir de aquí, señorita Fellowes? Me refiero a salir de verdad, no sólo en sueños.
—Pronto —dijo la mujer en voz baja, con el corazón roto—. Pronto.
La señorita Fellowes dejó que el niño cogiera su mano. La deleitaba el cálido contacto de la gruesa piel reseca de la palma que se apretaba contra la suya. La arrastró a través de las tres habitaciones que constituían la Sección Uno Estasis; muy cómodas, ciertamente, pero una eterna prisión para el niño feo durante los siete (¿eran siete?, ¿quién podía estar seguro?) años de su vida.
La condujo hasta una ventana que daba a la sección boscosa del mundo del ser, ahora oculta por la noche. Había una verja, y un cartel de aspecto severo en un tablón de anuncios, advertía a todo el mundo que no traspasara los límites, so pena de algún terrible castigo.
Timmie aplastó la nariz contra la ventana.
—Cuénteme otra vez qué hay ahí fuera, señorita Fellowes.
—Lugares mejores. Lugares más bonitos —dijo la mujer con tristeza.
Como había hecho tantas veces durante los últimos tres años, le examinó disimuladamente por el rabillo del ojo, y contempló su desdichada carita, perfilada contra la ventana. Su frente retrocedía en una pendiente lisa, cubierta por mechones de cabello áspero que Edith nunca había podido domeñar. La parte posterior de su cráneo abultaba de una forma peculiar, y proporcionaba a su cabeza un aspecto desmesurado, como si colgara y se doblara hacia delante, encorvando todo su cuerpo. Sobre sus ojos, prominentes salientes óseos empezaban a empujar hacia fuera de la piel. Su gran boca sobresalía más que su ancha y aplastada nariz, y carecía de mentón, apenas una mandíbula que se curvaba con suavidad hacia atrás y hacia abajo. Era pequeño para su edad, casi un enano, a pesar de su robusta complexión, y tenía las piernas arqueadas. Una marca de nacimiento de un rojo furioso, que a todo el mundo se le antojaba de forma de rayo, destacaba sobre su amplia y huesuda mejilla.
Era un niño muy feo y Edith Fellowes lo quería más que a nada en el mundo.
Como él no la miraba, dejó que sus labios temblaran un instante. Querían matarle. Ni más ni menos. Sólo era un niño extremadamente indefenso, y pensaban enviarle a la muerte.
Pero no lo conseguirían. Ella haría todo cuanto estuviera en su mano para impedirlo. Cualquier cosa. Sabía que interferir en sus planes sería una negligencia espantosa, y ella jamás había cometido un acto contrario a su deber, tal como lo entendía, pero eso no importaba ahora. Tenía una obligación hacia ellos, sin duda, pero también hacia Timmie, además de hacia ella. Y tenía muy claro cuál era la más importante de las tres obligaciones, cuál la segunda y cuál la tercera.
Abrió la maleta.
Sacó el abrigo, la gorra de lana con orejeras, y lo demás.
Timmie se volvió y la miró. Sus ojos eran grandes, brillantes, solemnes.
—¿Que es eso, señorita Fellowes?
—Ropa. Ropa para llevar fuera. —Le indicó que se acercara—. Ven aquí, Timmie.