35
La puerta oval de la casa de muñecas se abrió y Hoskins entró, seguido por dos siluetas. El aspecto de Hoskins era aterrador. Su rostro lleno estaba como hundido, y aparentaba haber envejecido diez años en un día. El color de su piel era plomizo. Sus ojos expresaban un sentimiento de derrota, casi de cobardía, que la señorita Fellowes consideró extraño y atemorizador.
Apenas le reconoció. ¿Qué estaba pasando?
—Les presento a la señorita Fellowes, la enfermera de Timmie —dijo en voz baja y vacilante—. Señorita Fellowes, Bruce Mannheim y Marienne Levien.
—¿Ése es Timmie? —preguntó Mannheim.
—Sí —respondió la señorita Fellowes, en voz alta para compensar la repentina timidez de Hoskins—. Ése es Timmie.
El niño estaba en su habitación, dormitorio y cuarto de juegos al mismo tiempo, pero había asomado la cabeza, vacilante, cuando oyó que los visitantes entraban. Avanzó hacia ellos con paso seguro y desenvuelto, que levantó los ánimos de la señorita Fellowes.
«¡Dales una buena demostración, Timmie! ¿Te tratamos mal? ¿Te escondes debajo de la cama, temblando de miedo y tristeza?».
El niño, resplandeciente con su mejor mono, se detuvo ante los recién llegados y les miró con franca curiosidad.
«¡Bien por ti! —pensó la señorita Fellowes—. ¡Y bien por todos nosotros!».
—Bueno —dijo Mannheim—, de modo que tú eres Timmie.
—Timmie —repitió el niño, aunque la señorita Fellowes fue la única persona presente que entendió lo que decía.
El niño extendió la mano hacia Mannheim. Éste pensó que quería estrechársela y le tendió la suya, pero Timmie desconocía el ritual de estrechar la mano. Esquivó la mano de Mannheim y agitó la suya de un lado a otro, impaciente, mientras trataba de estirarse hacia arriba. Mannheim parecía desconcertado.
—Su pelo —dijo la señorita Fellowes—. Creo que nunca había visto a un pelirrojo. Seguramente no los había en la época de los neandertales, y tampoco le ha visitado ninguno. El cabello claro le fascina.
—Ah —dijo Mannheim—. De modo que es eso.
Sonrió y se arrodilló. Timmie, sin vacilar, hundió los dedos en el espeso cabello de Mannheim. No sólo el color sino también la textura rizada debía de ser nueva para él, y lo exploró con aire pensativo.
Marmheim lo soportó con buen humor. No era como había imaginado, tuvo que admitir la señorita Fellowes. Pensaba que sería un radical de ojos desorbitados y respiración agitada, que empezaría de inmediato a proferir acusaciones, proclamas y exigencias inflexibles de cambios, pero en realidad era agradable y simpático, un hombre de aspecto serio y responsable, más joven de lo que había esperado, y que estaba entablando amistad con Timmie rápidamente.
Marianne Levien era otra cosa. Incluso Timmie, cuando se cansó de examinar el pelo de Bruce Mannheim y echó un vistazo al otro visitante, dio la impresión de no saber muy bien qué hacer con ella.
La señorita Fellowes ya se había formado una opinión: la Levien le cayó mal nada más verla. Y sospechaba que la evidente desazón del doctor Hoskins se debía, más que a la presencia de Bruce Mannheim, a la inesperada aparición de Marianne Levien.
¿Qué estaba haciendo allí?, se preguntó la señorita Fellowes. ¿Qué clase de problemas pensaba plantear?
La Levien era bien conocida entre los profesionales de la pediatría como una mujer ambiciosa, agresiva y problemática, gran experta en autopromocionarse y abrirse paso en su carrera. La señorita Fellowes nunca se había encontrado cara a cara con ella, pero ahora se le antojaba tan formidable y desagradable como sugería su reputación.
Parecía más una actriz, o una mujer de negocios, o una actriz que interpretaba el papel de una mujer de negocios, que una especialista en el cuidado de los niños. Llevaba un sinuoso vestido transparente, confeccionado a base de hebras de tejido metálico muy tupidas, con un enorme colgante de oro en forma de sol sobre el busto, y una cinta dorada alrededor de su amplia frente. Su cabello era oscuro y lustroso, peinado hacia atrás para dotarla de un aspecto más impresionante. El lápiz de labios que utilizaba era de un rojo intenso, y el maquillaje de sus ojos era espectacular. Una invisible nube de perfume envolvía su cuerpo.
La señorita Fellowes la miró con desagrado. Le costaba imaginar que el doctor Hoskins, siquiera por una fracción de segundo, hubiera considerado a esa mujer la enfermera adecuada para Timmie. Era la antítesis de la señorita Fellowes, en todos los aspectos. ¿Por qué se había interesado Marianne Levien por el trabajo?, se preguntó la señorita Fellowes. Exigía reclusión y dedicación totales, pero sabía que la Levien no paraba en ninguna parte, de un lugar a otro del mundo para asistir a reuniones científicas, donde lanzaba, imperturbable, opiniones que otras personas de mayor experiencia consideraban discutibles y preocupantes. Rebosaba de ideas asombrosas acerca de utilizar la tecnología más avanzada para rehabilitar a los niños difíciles, sustituyendo el amor y la devoción —que habían caracterizado su trabajo durante la práctica totalidad de la existencia de la Humanidad— por prodigiosas invenciones futuristas. Y también era una experta en política, siempre presente en uno u otro comité, consultora en alguna fuerza influyente, metiendo la nariz en todas partes. Una persona omnipresente, que ascendía como un cohete en su profesión. Si había aspirado al empleo que, en última instancia, había conseguido la señorita Fellowes, probablemente era para utilizarlo como trampolín hacia objetivos más importantes.
«Debo de ser retrasada —pensó la señorita Fellowes—. A mí sólo se me ocurrió que era una buena oportunidad para beneficiar a un niño muy especial que necesitaba mucho cariño y dedicación».
Timmie extendió la mano hacia el vestido de Marianne Levien. Sus ojos brillaban de placer.
—Bonito —dijo.
Levien retrocedió de inmediato, para ponerse fuera de su alcance.
—¿Qué ha dicho?
—Admira su vestido —explicó la señorita Fellowes—. Sólo quiere tocarlo.
—Prefiero que no lo haga. Se estropea con facilidad.
—Pues tenga cuidado, es muy rápido.
—Bonito —repitió Timmie—. ¡Quiero!
—No, Timmie, no. No puedes tocarlo.
—¡Quiero!
—Lo siento. No. No.
Timmie le dirigió una mirada de pesar, pero se abstuvo de tocar a Marianne Levien.
—¿La entiende? —preguntó Bruce Mannheim.
—Bueno, no ha tocado su vestido, ¿verdad? —repuso la señorita Fellowes, sonriente.
—¿Y usted le entiende?
—A veces. Casi siempre.
—Esos gruñidos que emite —dijo Marienne Levien—, ¿qué quieren decir, en su opinión?
—Ha dicho «bonito», refiriéndose a su vestido. Luego dijo «quiero». Iba a tocarlo.
—¿Hablaba inglés? —preguntó Mannheim, sorprendido—. Ni se me había ocurrido.
—Su pronunciación no es muy buena, supongo que por razones fisiológicas, pero yo le entiendo. Posee un vocabulario de unas cien palabras inglesas. Aprende unas cuantas cada día. Lo hace solo. Comprenda que sólo tiene cuatro años, más o menos. Aunque ha empezado tarde, posee la capacidad lingüística normal de un niño de su edad, y está haciendo grandes progresos.
—¿Está diciendo que un niño neandertal tiene la misma capacidad lingüística de un niño humano? —preguntó Marianne Levien.
—Es un niño humano.
—Sí, claro, pero diferente. ¿No es una subespecie diferente? Por lo tanto, sería razonable que en capacidad mental existieran diferencias tan considerables como las de apariencia física. Su estructura facial, extremadamente primitiva…
—No es tan primitiva, señora Levien —interrumpió con brusquedad la señorita Fellowes—. Si quiere saber cómo es un auténtico rostro subhumano, vaya a ver los chimpancés. Los rasgos anatómicos de Timmie son extraños, pero…
—Ha sido usted quien ha utilizado la palabra subhumano, no yo.
—Pero lo estaba pensando.
—¡Señorita Fellowes, doctora Levien! ¡Por favor! ¡Esas discrepancias son irrelevantes!
¿Doctora Levien?, pensó la señorita Fellowes, y miró un momento a Hoskins. Bien, sí, probablemente.
—¿Estas habitaciones constituyen el entorno del niño? —preguntó Mannheim, echando un vistazo a su alrededor.
—Exacto —contestó la señorita Fellowes—. Ahí está su dormitorio y cuarto de juegos. Come aquí, y allí está el cuarto de baño. Mi habitación está allí, y ésas son las dependencias donde se guardan las cosas.
—¿Nunca sale de esta zona?
—No. Esto es la burbuja de Estasis. Nunca abandona la burbuja.
—Un tipo de vida muy restringido ¿no cree?
Hoskins se apresuró a intervenir, con demasiada precipitación.
—Es absolutamente necesario. Existen razones técnicas para ello, relacionadas con el aumento del potencial de tiempo implicado en el transporte del niño. Puedo explicárselas en detalle, si lo desea. En pocas palabras, el coste de energía que permitiría al crío cruzar la frontera de la Estasis resultaría prohibitivo.
—¿De modo que, para ahorrar un poco de dinero, piensan retenerle en estas diminutas habitaciones indefinidamente? —preguntó Levien.
—No se trata de un poco de dinero, doctora Levien —contestó Hoskins, como si se sintiera acorralado—. He dicho que el gasto sería prohibitivo. El problema sobrepasa la cuestión de los gastos. La energía eléctrica metropolitana disponible tendría que desviarse de tal forma que causaría problemas insuperables a todo el distrito. No surgen problemas cuando usted, la señorita Fellowes o yo cruzamos la línea divisoria de la Estasis, pero Timmie no puede hacerlo. Simplemente resultaría imposible que lo hiciera.
—Si la ciencia ha descubierto un método de traer al presente a un niño de hace cuarenta mil años —proclamó Marianne Levien—, la ciencia puede encontrar una manera de que pueda salir a ese pasillo.
—Ojalá fuera cierto, doctora Levien —dijo Hoskins.
—Por lo tanto, el niño está confinado a estas dependencias —dijo Mannheim— y, si lo he entendido bien, no hay investigaciones en curso para solucionar el problema.
—Exacto. Como ya he intentado explicar, no puede hacerse teniendo en cuenta consideraciones del mundo real a las que debemos ceñirnos. Queremos que el chico esté cómodo, pero no podemos invertir nuestros recursos en tratar de resolver problemas insolubles. Como ya le he dicho, luego le proporcionaré todos los análisis técnicos y podrá echarles un vistazo.
Mannheim asintió. Parecía estar repasando una lista mental.
—¿Qué tipo de dieta sigue el niño? —preguntó Marienne Levien.
—¿Quiere examinar la despensa? —dijo la señorita Fellowes con tono poco cordial.
—Sí, me gustaría.
La señorita Fellowes indicó con un ademán los cajones de refrigeración.
«Míralos bien, —pensó—. Seguro que te gustará».
Al parecer, la Levien quedó complacida por lo que vio: un montón de frascos, ampollas, goteros y cápsulas. Toda la inhumana selección de dietas sintéticas, tan alejadas de lo que la señorita Fellowes consideraba alimentos sanos, que el doctor Jacobs y sus ayudantes habían insistido en que Timmie comiera, pese a las vehementes protestas de ella. La Levien examinó los estantes de alimentos de alta tecnología con obvia satisfacción. Era la clase de comida superfuturista que le atraería, pensó con ofuscación la señorita Fellowes. Timmie sólo debía comer productos sintéticos, si es que comía algo.
—Ninguna queja a este respecto —dijo la Levien al cabo de un rato—. Parece que sus especialistas en nutrición saben lo que hacen.
—El chico parece sano —dijo Mannheim—, pero me preocupa su soledad obligada.
—Sí —coincidió Maríanne Levien—. Y a mí también. Mucho.
—Ya es bastante malo que le hayan privado de las estructuras de apoyo tribales en que había nacido —dijo Mannheim—, pero lo que más me preocupa es que Timmie tenga que vivir sin ningún tipo de compañía.
—¿A mí no me cuenta como compañía, señor Mannheim? —preguntó la señorita Fellowes con cierta aspereza—. Estoy con él todo el tiempo, como ya sabe.
—Me estaba refiriendo a alguien de su edad. Un compañero de juegos. El experimento durará mucho tiempo, ¿verdad, doctor Hoskins?
—Esperamos averiguar muchas cosas de su época. Su dominio del inglés mejora, y la señorita Fellowes me asegura que lo habla con bastante fluidez, aunque no es fácil para nosotros comprender lo que dice…
—En otras palabras, doctor Hoskins, su intención es retenerle aquí durante varios años —le interrumpió Marienne Levien.
—Es posible, sí.
—¿Encerrado a perpetuidad en unas habitaciones pequeñas, sin establecer ningún contacto con niños de su edad? ¿Cree que ése es el tipo de vida más adecuado para un niño sano como Timmie?
Los ojos de Hoskins se pasearon velozmente por sus interlocutores. Se sentía en desventaja numérica y cercado.
—La señorita Fellowes ha planteado la posibilidad de conseguir un compañero de juegos para Timmie —dijo—. Les aseguro que no abrigamos el menor deseo de perjudicar el desarrollo emocional del crío, ni ningún otro aspecto de su existencia.
La señorita Fellowes le miró sorprendida. Ella había planteado la posibilidad, «sí» pero sin sacar nada en limpio. Desde aquella conversación inconclusa en la cafetería de la empresa, Hoskins no había dado la menor respuesta a su petición de que Timmie disfrutara de la compañía de otro niño. Había rechazado la idea, considerándola inviable, y se había mostrado tan estupefacto que la señorita Fellowes no se atrevió a plantear el problema por segunda vez. De momento, Timmie se las arreglaba muy bien solo, pero la mujer había empezado a pensar en el futuro, y opinaba que la adaptación de Timmie al mundo moderno avanzaba con tal rapidez que el momento de insistir en el tema se acercaba.
Y ahora, Mannheim le tomaba la delantera, lo cual agradeció con todo su corazón la señorita Fellowes. El defensor de los niños tenía toda la razón. Timmie no podía continuar encerrado como un gorila en una jaula, Timmie no era un mono. E incluso un gorila y un chimpancé encontrarían dificultades aislados de la sociedad de sus iguales.
—Bien —dijo Mannheim—, si han tomado medidas para conseguirle un compañero, me gustaría saber, qué progresos han hecho al respecto.
De pronto, su tono ya no era cordial.
—En lo referente a traer al presente a un segundo neandertal para que haga compañía a Timmie —dijo Hoskins, algo inseguro—, tal como sugirió la señorita Fellowes, he de decir que no pretendemos…
—¿Un segundo neandertal? Oh, no, doctor Hoskins —le interrumpió Mannheim—. Nosotros no queremos eso.
—Ya es bastante grave que tengan a uno encarcelado aquí —intervino Marianne Levien—. Capturar un segundo sólo serviría para complicar el problema.
Hoskins le lanzó una mirada asesina. El sudor resbalaba por su cara.
—He dicho que no tenemos la menor intención de traer a un segundo neandertal —repuso con los dientes apretados—. Nunca hemos tomado en consideración esa idea. Nunca. Por muchos motivos. Cuando la señorita Fellowes lo insinuó por primera vez, le dije…
Mannheim y la Levien intercambiaron una mirada. Parecían molestos por la repentina vehemencia de Hoskins. Incluso Timmie pareció alarmarse un poco, y se acercó a la señorita Fellowes como en busca de protección.
—Todos estamos de acuerdo, doctor Hoskins —dijo con suavidad Mannheim—, en que traer a un segundo neandertal sería una mala idea. Ésa no es la cuestión. Lo que queremos saber es si sería posible proporcionar a Timmie un…, bueno, no sé qué palabra escoger. Humano no, porque Timmie es humano, pero sí moderno. Un compañero de juegos moderno. Un niño de esta era.
—Un niño que visitara a Timmie de forma regular —añadió Marianne Levien— y le proporcionara la clase de estímulos que le ayudará a desarrollar la asimilación sociocultural sana que todos consideramos necesaria.
—Un momento —casi gritó Hoskins—. ¿Qué asimilación? ¿Imaginan para Timmie una agradable vida futura en un elegante suburbio? ¿Que solicitará la ciudadanía norteamericana, irá a la iglesia, se establecerá y contraerá matrimonio? ¿Me permite recordar que se trata de un niño prehistórico, procedente de una época tan remota que ni siquiera podemos calificarla de bárbara? Un niño de la Edad de la Piedra, un visitante de lo que usted describió con suma precisión hace tiempo, doctora Levien, como una sociedad alienígena. ¿Y creen que va a transformarse…?
La Levien le interrumpió con frialdad:
—No estamos hablando de las hipotéticas solicitud de ciudadanía y adscripción de una religión de Timmie, doctor Hoskins, ni de cualquier otra reductio ab absurdum. Timmie aún es un niño, y lo que nos preocupa en especial al señor Mannheim y a mí es la calidad de su infancia. Las condiciones de su encierro son inaceptables. Estoy segura de que también serían inaceptables en la propia sociedad de Timmie, por más alienígena que haya sido en algunos aspectos. Todas las sociedades humanas que conocemos, por distintos que sean sus paradigmas y parámetros, aseguran a los niños el derecho a la integración en su matriz social. Las actuales condiciones de vida de Timmie no pueden proporcionarle, bajo ningún concepto, esa integración.
—Lo cual significa —replicó con acidez Hoskins—, en palabras sencillas y comprensibles incluso para un simple físico como yo, doctora Levien, que Timmie necesita un compañero de juegos.
—No simplemente «necesita». «Debe tener».
—Temo que vamos a sostener la hipótesis de que la compañía es esencial para el niño —dijo Mannheim con tono menos beligerante que el de Levien.
—Esencial —repitió Hoskins, sombrío.
—Un primer paso mínimo —dijo Levien—. Eso no quiere decir que estemos dispuestos a considerar aceptable o permisible un encarcelamiento prolongado del niño en nuestra época, pero de momento creo que podemos aparcar las demás objeciones importantes y permitir que el experimento continúe. ¿No es así, señor Mannheim?
—¿Permitir? —exclamó Hoskins.
—Siempre que a Timmie se le conceda la posibilidad —prosiguió con serenidad Marianne Levien— de disfrutar de un contacto regular, y emocionalmente enriquecedor, con otros niños de su edad.
Hoskins miró a la señorita Fellowes, como pidiendo ayuda para soportar la embestida, pero ella no pudo proporcionársela.
—No tengo otro remedio que mostrarme de acuerdo —contestó la mujer, con la sensación de estar cometiendo una traición—. Pienso lo mismo desde el principio, y cada vez me parece más urgente. El niño progresa muy bien, pero dentro de muy poco le resultará altamente perjudicial vivir en esta especie de vacío social. Y como no es posible proporcionarle niños de su propia subespecie…
Hoskins se volvió hacia ella, como diciendo «¿Usted también me ataca?».
Se produjo un silencio en la habitación. Timmie, cada vez más perturbado por el griterío previo, se aferró con más fuerza a la señorita Fellowes.
—¿Son éstas sus condiciones, señor Mannheim, doctora Levien? —preguntó por fin Hoskins—. ¿Un compañero de juegos para Timmie, a cambio de detener sus huestes de inconformistas?
—Aquí no se ha amenazado a nadie, doctor Hoskins —repuso Mannheim—, pero hasta la señorita Fellowes comprende la necesidad de poner en práctica nuestras recomendaciones.
—Muy bien. ¿Cree que será fácil encontrar gente que autorice alegremente a sus hijos para venir a jugar con un pequeño neandertal, con todas esas fantásticas nociones que circulan sobre lo salvajes, fieros y primitivos que eran los neandertales?
—No será más difícil que traer a un niño neandertal al siglo veintiuno —dijo Mannheim—. Bastante más sencillo, me atrevería a afirmar.
—Imagino lo que nuestro consejo diría al respecto. Sólo el coste del seguro de responsabilidad civil, suponiendo que encontráramos a alguien lo bastante loco para permitir que su hijo entrara en la burbuja de Estasis con Timmie…
—Timmie no me parece tan fiero —dijo Mannheim—. De hecho, parece muy tranquilo. ¿No cree, señorita Fellowes?
—Y como ha señalado antes la señorita Fellowes —intervino Marianne Levien con gélida suavidad—, no debemos considerar a Timmie subhumano en ningún sentido, sólo por su aspecto físico poco corriente.
—Por lo tanto, estarían encantados de que sus hijos viniesen a jugar con él —dijo Hoskins—, sólo que usted no tiene hijos, ¿verdad, doctora Levien? No, claro que no. ¿Y usted, señor Mannheim, tiene algún hijo que ofrecernos?
Dio la impresión de que había ofendido a Mannheim.
—No, doctor Hoskins —dijo el aludido—. Le aseguro que si tuviera hijos, no vacilaría en ofrecerles mi ayuda. Comprendo su resentimiento hacia lo que considera una injerencia externa, doctor, pero al transportar a Timmie a nuestra era, se han tomado la justicia por la mano. Ya es hora de que mediten en todas las implicaciones de lo que han hecho. No pueden mantener al niño en un confinamiento solitario sólo porque están llevando a cabo un experimento científico. No pueden, doctor Hoskins.
Hoskins cerró los ojos y respiró hondo.
—Muy bien —dijo por fin—. Ya basta. Conseguiremos un compañero de juegos para Timmie. Donde sea y como sea. —Una repentina furia asomó a sus ojos—. Al contrario que ustedes dos, yo sí tengo un hijo. Y si es preciso, le traeré para que sea amigo de Timmie. ¿Les parece garantía suficiente? Timmie ya no estará solo y triste. ¿De acuerdo? —Hoskins les miró con ojos centelleantes—. Bien, ahora que hemos llegado a un acuerdo, ¿van a formular más peticiones, o nos dejarán continuar con nuestro trabajo científico?