20

El doctor Mclntyre, del Departamento de Antropología del Smithsoniano, llegó a primera hora de la tarde. Hoskins tomó la precaución de preguntar por el interfono a la señorita Fellowes si creía que el niño sería capaz de aguantar a otro visitante tan seguido al primero. La mujer miró al otro lado de la habitación. Timmie había comido con auténtica voracidad: un frasco entero de una bebida de vitaminas sintéticas que el doctor Jacobs había recomendado, otro cuenco de gachas y una pequeña tostada, el primer alimento sólido que se atrevía a darle. Ahora, estaba sentado en el borde de la cama, con aspecto tranquilo y feliz. Golpeaba rítmicamente los talones de sus pies contra la parte inferior del colchón, y parecía un niño absolutamente normal, entreteniéndose después de comer.

—¿Qué opinas, Timmie? ¿Crees que soportarás otro examen?

No esperaba una respuesta, y no pensó que los chasquidos constituyeran una. El niño no miraba en su dirección, y siguió con su juego de dar pataditas al colchón. Hablaba solo, sin duda, pero aparentaba excelente humor.

—Creo que podemos arriesgarnos —contestó al doctor Hoskins.

—Bien. ¿Cómo le ha llamado? ¿Timmie? ¿Qué significa eso?

—Es su nombre.

—¿Le ha dicho su nombre? —preguntó Hoskins, en tono de estupor.

—Claro que no. Yo le llamo Timmie.

Se produjo una breve pausa.

—Ah —dijo por fin Hoskins—. Usted le llama Timmie.

—He de llamarle de alguna manera, doctor Hoskins.

—Ah. Sí, sí. Timmie.

—Timmie —repitió ella con firmeza.

—Timmie. Sí. Muy bien. Enviaré ahora al doctor Mclntyre, si le parece bien, señorita Fellowes. Para que vea a Timmie.

El doctor Mclntyre resultó más delgado, apuesto y joven de lo que esperaba la señorita Fellowes. No tendría más de treinta o treinta y cinco años, estimó. Era bajo, de complexión frágil, cabello dorado brillante y cejas tan pálidas y finas que eran prácticamente invisibles, y se movían de una forma precisa, remilgada y complicada, como siguiendo una misteriosa coreografía interna. Su elegancia y finura impresionaron a la señorita Fellowes. No suponía que un paleantropólogo tuviera semejante aspecto. Incluso Timmie pareció fascinado por su apariencia, tan diferente de la de los demás hombres que había conocido desde su llegada. Con los ojos desorbitados de asombro, miró a Mclntyre como si fuera un dios llegado de otro planeta.

En cuanto a Mclntyre, quedó tan estupefacto al ver a Timmie que apenas pudo articular palabra. Se quedó inmóvil en la puerta un largo momento, y miró al niño con tanta atención como Timmie le miraba a él. Después dio unos pasos a su izquierda, se detuvo y volvió a mirarle. Se dirigió al otro lado de la habitación, se detuvo de nuevo y le dedicó otra atenta mirada.

—Doctor Mclntyre —dijo una señorita Fellowes muy enfurecida—, éste es Timmie. Timmie, el doctor Mclntyre. Ha venido para estudiarte. Supongo que tú también puedes estudiarle, si te apetece.

Las pálidas mejillas del doctor Mclntyre enrojecieron.

—No puedo creerlo —dijo con voz ronca de la emoción—. No puedo creerlo. ¡Es un auténtico neandertal! ¡Vivo, ante mis propios ojos, un verdadero neandertal! Perdone, señorita Fellowes. Ha de comprenderlo; es algo absolutamente asombroso para mí, increíble, inverosímil…

Parecía a punto de llorar. Aquella demostración de emoción resultaba embarazosa, incluso molesta, en opinión de la señorita Fellowes. De pronto, su irritación se disipó y dio paso a una sensación de simpatía. Se imaginó cómo se sentiría un historiador si entrara en una habitación y le brindaran la oportunidad de sostener una conversación con Abraham Lincoln, Julio César o Alejandro Magno; o cómo reaccionaría un experto en la Biblia sí le presentaran las auténticas tablas de la Ley que Moisés había bajado del monte Sinaí. Claro que estaría sobrecogido. Por supuesto. Dedicar años al estudio de algo conocido únicamente por escasísimos restos antiguos, intentar comprenderlo, recrear a duras penas en la mente la realidad perdida, y toparte de repente con el objeto del estudio, el auténtico tema…

Mclntyre se recuperó de inmediato. Cruzó la habitación con celeridad, sin perder su elegancia, y se arrodilló delante de Timmie, acercando su cara a la del niño. Timmie no demostró el menor temor. Sonrió, canturreó y se meció de un lado a otro, como satisfecho por la visita del tío favorito. Un brillo de admiración alumbraba todavía en sus ojos. Parecía absolutamente fascinado por el paleantropólogo.

—Qué hermoso es, señorita Fellowes —exclamó Mclntyre tras un largo momento de silencio.

—¿Hermoso? Hasta el momento, muy poca gente opina lo mismo.

—¡Pero lo es, lo es! ¡Un perfecto rostro neandertal! Los arcos supraorbitales… Apenas han empezado a desarrollarse, pero ya son inconfundibles. El cráneo platicefálico. La región occipital alargada… ¿Puedo tocarle la cara, señorita Fellowes? Lo haré con suavidad. No pretendo asustarle, pero me gustaría comprobar algunos puntos de la estructura ósea.

—Tengo la impresión de que a él también le gustaría tocar la suya.

Timmie había extendido la mano hacia la frente de Mclntyre. El hombre del Smithsoniano se inclinó un poco más y dejó que los dedos de Timmie explorasen su brillante cabello dorado. El niño lo acaricio como si jamás hubiera visto algo tan prodigioso. De repente, enredó algunos mechones alrededor de su dedo medio y tiró con fuerza. Mclntyre lanzó un chillido y retrocedió de un brinco, sonrojado.

—Creo que quiere un poco —indicó la señorita Fellowes.

—Así no. Deme unas tijeras. —Mclntyre, sonriente, cortó un mechón de su cabello y se lo entregó a Timmie, que gorgoteó de placer—. Dígame, señorita Fellowes, ¿ha entrado aquí alguien rubio?

La mujer reflexionó un momento. Hoskins, Deveney, Elliot, Mortenson, Stratford, el doctor Jacobs… Todos tenian cabello castaño, negro o gris. El suyo era castaño, veteado de gris.

—No, que yo recuerde. Usted es el primero.

—¿El primero de su vida, tal vez? No tenemos ni idea del color de cabello de los neandertales. Casi siempre se les reproduce con cabello oscuro, porque se considera que los neandertales eran seres simiescos y brutales, y casi todos los grandes monos actuales tienen el pelaje oscuro. El cabello oscuro es más propio de los pueblos de clima cálido, pero los neandertales se adaptaron bien al frío extremo. Por lo que sabemos, bien podían ser tan rubios como los rusos, los suecos o los finlandeses.

—Sin embargo, la reacción ante su cabello, doctor Mclntyre…

—Sí. Sin duda le resultó algo especial. Bien, tal vez la tribu de la que proviene es de cabello oscuro, o toda la población de ese territorio. Desde luego, su piel oscura no tiene mucho de nórdico, pero no es posible llegar a una conclusión a partir de la muestra de un único niño. ¡Y menos mal que tenemos a este único niño! ¡Qué maravilla, señorita Fellowes! No puedo creerlo. Me resulta extraordinario.

Por un momento, ella temió que Mclntyre se dejara arrastrar de nuevo por la admiración, pero aparentó recuperar el control. Apoyó con delicadeza las yemas de sus dedos sobre las mejillas de Timmie, su frente inclinada, su barbilla huidiza. Mientras trabajaba, murmuraba para sí comentarios técnicos, al parecer, palabras que sólo poseían significado para él.

Timmie soportó el examen con suma paciencia. Al cabo de un rato, el niño se enfrascó en un largo monólogo de gruñidos y chasquidos. Era la primera vez que hablaba desde que el paleantropólogo había entrado en la habitación.

Mclntyre miró a la señorita Fellowes, y el entusiasmo tiño su cara de púrpura.

—¿Ha oído esos sonidos? ¿Lo había hecho antes?

—Pues claro que sí. No para de hablar.

—¿Hablar?

—¿Qué cree que está haciendo, sino hablar? Nos está diciendo algo.

—Usted da por sentado que nos está diciendo algo.

—No —contestó la señorita Fellowes, algo irritada—. Habla, doctor Mclntyre, en el idioma neandertal. Existe una pauta invariable en lo que dice. He tratado de descifrar esos sonidos, incluso imitarlos, pero hasta ahora he fracasado.

—¿Qué clase de pauta, señorita Fellowes?

—De chasquidos de lengua y gruñidos. Empiezo a reconocerlos. Utiliza una serie de sonidos para decirme que tiene hambre, otro para manifestar impaciencia o inquietud. Una que indica miedo… Sé que sólo se trata de mis propias interpretaciones, y que son muy científicas, pero no me he movido de su lado desde el instante de su llegada, y poseo cierta experiencia con niños que presentan trastornos de lenguaje, doctor Mclntyre. Les escucho con mucha atención.

—Bien, estoy seguro. —Mclntyre le dirigió una mirada escéptica—. Esto es importante, señorita Fellowes. ¿Alguien ha grabado esos gruñidos y chasquidos?

—Espero que sí, pero lo ignoro. —Se dio cuenta de que había olvidado preguntarlo al doctor Hoskins.

Timmie habló de nuevo, esta vez con diferente entonación, algo más melodiosa, casi quejumbrosa.

—¿Lo ve, doctor Mclntyre? Nunca había dicho algo parecido. Creo que quiere volver a jugar con su cabello.

—Sólo son suposiciones, ¿verdad?

—Pues claro. Aún no hablo el neandertal con fluidez. Mire: ha extendido la mano hacia usted como antes.

Mclntyre no tenía ganas de sufrir más tirones de pelo. Sonrió y extendió un dedo hacia Timmie, pero el niño no manifestó demasiado interés. Lo explicó mediante una serie de chasquidos puntuados por tres sonidos agudos desconocidos, mitad gruñidos y mitad sollozos.

—¡Creo que tiene razón, señorita Fellowes! —dijo Mclntyre, exaltado—. ¡Suena como un lenguaje! Definitivamente, como un lenguaje. ¿Cuántos años tiene el niño, en su opinión?

—Entre tres y cuatro. Más cerca de cuatro, diría yo. No hay motivos para sorprenderse de que hable tan bien. Los niños de cuatro años hablan muy bien, doctor Mclntyre. Si tiene hijos…

—Pues sí. Una niña. Tiene casi tres años y no para de hablar, pero este niño es un neandertal.

—¿Y qué más da? ¿Acaso esperaba que un niño neandertal de esta edad no supiera hablar?

—En este momento carecemos de motivos, señorita Fellowes, para creer que un neandertal de cualquier edad posea un auténtico lenguaje, tal como nosotros entendemos el concepto. Por eso los sonidos que emite este niño son de capital importancia para nuestro conocimiento del hombre prehistórico. Si representan un lenguaje, pautas organizadas de sonido con una estructura gramatical definida…

—¡Pues claro que sí! —Se enardeció la señorita Fellowes—. El lenguaje es lo que diferencia a los seres humanos de los animales, ¿no? Si intenta sugerir que este niño no es un ser humano, le aseguro que…

—Los neandertales eran humanos, señorita Fellowes. Sería el último en negarlo. Sin embargo, eso no significa que poseyeran un lenguaje humano.

—¿Cómo? ¿Cómo podían ser humanos y no hablar?

Mclntyre respiró hondo, el típico gesto aparatoso que indicaba paciencia contenida, tan bien conocida por la señorita Fellowes. Toda su vida laboral la había pasado rodeada de gente que la consideraba en posesión de menos conocimientos de los que en verdad tenía, porque «sólo» era una enfermera. En el hospital casi nunca ocurría, pero ahora no estaba en un hospital. Y en lo tocante a neandertales, no sabía nada de nada, y aquel joven rubio era un experto. Se obligó a mantener una expresión de aplicado interés.

—Señorita Fellowes —empezó Mclntyre con el tono inconfundible de un catedrático—, para que un ser sea capaz de hablar necesita no sólo cierto grado de inteligencia, sino también la capacidad física de producir sonidos complejos. Los perros son muy inteligentes, y poseen un vocabulario considerable, pero existe una diferencia abismal entre saber el significado de «siéntate» y «ve a buscar» y ser capaz de decir «siéntate» y «ve a buscar», y ningún perro ha logrado jamás decir algo más perfeccionado que «guau». Como también sabrá, es posible enseñar a gorilas y chimpancés a comunicarse mediante signos y gestos, pero no poseen más capacidad que los perros de articular palabras. Carecen de la constitución anatómica adecuada.

—No lo sabía.

—El lenguaje humano es algo muy complicado. —Mclntyre señaló su garganta—. El elemento clave es un diminuto hueso en forma de U llamado hioides, situado en la base de la lengua. Controla once músculos pequeños que mueven la lengua y la mandíbula inferior, y pueden elevar y bajar la laringe para producir las vocales y consonantes que constituyen el lenguaje. Los simios carecen de hueso hioides. Por lo tanto, sólo pueden gruñir y sisear.

—¿Qué me dice de los loros y las cotorras? Pronuncian auténticas palabras. ¿Está diciendo que el hueso hioides evolucionó en ellos pero no en los chimpancés?

—Aves como los loros y las cotorras se limitan a imitar los sonidos humanos, utilizando estructuras anatómicas muy diferentes. Lo que hacen, sin embargo, no puede ser considerado lenguaje. No existe comprensión verbal. No tienen idea de lo que dicen. Es una mera reproducción de los sonidos que escuchan.

—Muy bien. ¿Tienen hueso hioides los neandertales? Si se les considera seres humanos, ha de ser así.

—No estamos seguros. Para empezar; el número total de esqueletos neandertales descubiertos, desde que el primero salió a la luz en 1856, no llega a doscientos, y muchos son fragmentarios o están muy estropeados. Además el hueso hioides es muy pequeño y no está conectado con los demás huesos del cuerpo, sólo con los músculos de la laringe. Cuando un cuerpo se descompone, el hioides se desprende y puede separarse con facilidad del resto del esqueleto. De todos los fósiles neandertal que se han examinado, señorita Fellowes, tan sólo uno conservaba todavía el hueso hioides.

—¡Pero si uno lo tenía, los demás también debían tenerlo!

Mclntyre asintió.

—Es muy probable, pero nunca hemos visto una laringe de neandertal. Los tejidos blandos no sobreviven, por supuesto. Por lo tanto, ignoramos de qué servía el hioides en los neandertales. Hioides o no, no sabemos con seguridad si los neandertales eran capaces de hablar. Lo único que podemos decir es que la anatomía del aparato vocal de los neandertales era, probablemente, igual a la de los seres humanos modernos. Probablemente. Pero en cuanto a si estaba desarrollada lo suficiente para permitirles articular palabras comprensibles, o si sus cerebros estaban bastante avanzados para asumir el concepto de lenguaje…

Timmie volvió a chasquear y gruñir.

—Escuche —dijo la señorita Fellowes, con aire triunfal—. ¡Ahí tiene su respuesta! Posee un buen lenguaje y lo habla a la perfección. Y antes de que transcurra mucho tiempo, hablará inglés, doctor Mclntyre. Estoy segura. Y entonces ya no tendrá que especular sobre si los neandertales eran capaces de hablar.