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La segunda candidata era diferente de Marianne Levien en casi todos los aspectos. Para empezar, tenía veinte años, y además era lo menos elegante, fría, amedrentadora, incandescente o ambigua que cabe imaginar. Se llamaba Dorothy Newcombe. Era regordeta, como una matrona, casi excesiva. No llevaba joyas y su indumentaria era sencilla, hasta descuidada. Tenía modales pausados y la cara risueña.

Un aura dorada de calidez maternal parecía rodearla. Tenía el aspecto de la abuela ideal. Aparentaba tanta sencillez e indolencia que costaba creerla en posesión de los conocimientos exigidos en pediatría, fisiología y química analítica, pero todo constaba en su currículum, además de otra sorprendente especialidad: un título de medicina antropológica. Pese a las maravillas de la civilización del siglo XXI, aún quedaban algunas regiones primitivas diseminadas por el globo, y Dorothy Newcombe había trabajado en seis o siete de ellas, en diversas partes del mundo (África, Sudamérica, Polinesia, sudeste de Asia). No era de extrañar que hubiera merecido la aprobación de Sam Aickman. Una mujer que podría posar como modelo para una estatua erigida a la diosa del amor maternal, y que encima tenía experiencia en el cuidado de niños pertenecientes a sociedades atrasadas…

Parecía perfecta en todos los aspectos. Después de la opresiva perfección superelegante de la imponente Marianne Levien, Hoskins se sentía muy a gusto en presencia de esa mujer, y tuvo que reprimir un fuerte impulso de ofrecerle el empleo en el acto, sin necesidad de entrevistarla. No sería la primera vez que se permitía el lujo de ceder a un sentimiento espontáneo.

Pero logró dominarlo.

Y después, para su asombro y decepción, Dorothy Newcombe consiguió descalificarse para el trabajo antes de que hubieran transcurrido cinco minutos de la entrevista.

Todo había funcionado a las mil maravillas hasta el instante fatal. Era cariñosa y presentable. Le gustaban los niños, por supuesto. Tenía tres hijos, y antes, como hija mayor de una familia numerosa con una madre enferma, había cuidado de sus hermanos y hermanas menores desde muy pequeña. Estaba en posesión de los antecedentes profesionales adecuados. Llevaba bajo el brazo las mejores recomendaciones de los hospitales y clínicas en que había trabajado; había superado sin dificultad las más extrañas y abrumadoras condiciones de vida en lejanas zonas tribales; le gustaba trabajar con niños disminuidos de toda clase, y aguardaba con gran entusiasmo el momento de enfrentarse al problema único que el proyecto de Tecnologías Estasis planteaba.

Sin embargo, la conversación derivó a continuación hacia el tema de por qué deseaba dejar su empleo actual (un puesto importante y, al parecer, muy bien pagado, como jefa de enfermeras en un centro infantil enclavado en un estado del Sur) y encerrarse en el celosamente guardado cuartel general de Tecnologías Estasis. Y dijo:

—Sé que sacrifico muchas cosas al venir aquí. Sin embargo, también tengo mucho que ganar. No sólo la posibilidad de dedicarme al trabajo que más me gusta en una parcela que nadie ha tocado antes, sino también la oportunidad de quitarme de encima por fin al pelmazo de Bruce Mannheim.

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Hoskins.

—¿Bruce Mannheim? ¿Se refiere al defensor de los «niños en crisis»?

—¿Es que conoce a otro?

Hoskins contuvo la respiración. ¡Mannheim! ¡Aquel bocazas! ¡Aquel liante! ¿Cómo demonios se había visto mezclada con él Dorothy Newcombe? Aquello era algo completamente inesperado, y de lo más desagradable.

—¿Intenta decir que hay algún tipo de problema entre Bruce Mannheim y usted? —preguntó al cabo de unos segundos.

La mujer soltó una carcajada.

—¿Un problema? Imagino que puede decirlo así. Ha demandado a mi hospital. Y a mí, todo hay que decirlo. De hecho, soy una de las principales acusadas. Nos ha causado tremendos problemas durante los últimos seis meses.

Hoskins notó que el estómago se le revolvía. Manoseó los papeles acumulados sobre su escritorio, esforzándose en recuperar la serenidad.

—No consta nada de eso en su informe personal.

—Nadie me lo preguntó. No intento ocultar nada, porque se lo acabo de comentar, pero el tema no surgió en ningún momento.

—Bien, se lo voy a preguntar ahora, señora Newcombe. ¿Qué ocurre, exactamente?

—¿Sabe la clase de agitador profesional que es Mannheim? ¿Sabe que adopta las posturas más estrambóticas con el fin de demostrar a todo el mundo cuánto le preocupa el bienestar de los niños?

A Hoskins no le pareció prudente verter opiniones, sobre todo en lo tocante a Bruce Mannheim.

—Sé de gente que opina lo mismo de él —dijo con cautela.

—Lo expresa de una manera muy diplomática, doctor Hoskins. ¿Cree que hay micrófonos ocultos en su despacho?

—No, pero tampoco comparto su evidente desagrado por Mannheim y sus ideas. De hecho, no tengo una opinión formada sobre él. No he dedicado mucha atención a los temas que saca a colación.

Era una flagrante mentira, y Hoskins se sintió incómodo. Uno de los primeros documentos acerca del proyecto decía: «Se tomarán todas las medidas posibles para evitar que plagas como Bruce Mannheim nos caigan encima». En cualquier caso, era Hoskins quien la entrevistaba a ella, y no al revés. No estaba obligado a decir más de lo que consideraba conveniente.

Se inclinó hacia delante.

—En realidad, todo cuanto sé es que se trata de un cruzado vocinglero, con un montón de ideas bien hilvanadas sobre cómo han de ser educados los niños bajo custodia pública. No estoy cualificado para decidir si sus ideas son correctas o no. En cuanto a esa demanda legal, señora Newcombe… —Hemos recogido algunos niños de la calle. La mayoría eran drogadictos de tercera e incluso cuarta generación, adictos congénitos. Es lo más triste que pueda imaginar, niños que nacen adictos. Supongo que conoce la teoría, generalmente aceptada, de que la drogadicción, como la mayoría de las adicciones fisiológicas, suele aparecer a causa de una predisposición genética en esa dirección.

—Por supuesto.

—Bien, hemos realizado estudios genéticos sobre esos niños, sobre sus padres y abuelos, siempre que hemos podido encontrarles. Tratamos de localizar y aislar el gen drogopositivo, si es que existe, con la esperanza de eliminarlo algún día.

—Me parece una buena idea.

—Todo el mundo piensa lo mismo, excepto Bruce Mannheim. A juzgar por la forma en que se ha encarnizado con nosotros, se diría que con esos niños practicamos cirugía genética, en lugar de pequeñas investigaciones en sus cromosomas. Puro trabajo de investigación, sin modificaciones genéticas de ningún tipo. Sin embargo, ese pelmazo nos ha castigado con dieciséis requerimientos judiciales que nos han atado las manos. Es como para echarse a llorar. Hemos intentado explicárselo, pero no nos hace caso. Tergiversa nuestras declaraciones y las utiliza como base para su siguiente denuncia. Y ya sabe cómo reaccionan los tribunales en lo tocante a acusaciones de que se utilizan niños como conejillos de Indias.

—Temo que sí —admitió con pesar Hoskins—. Por lo tanto, su hospital está dilapidando energías y recursos en defenderse por la vía legal, en lugar de…

—No sólo el hospital. Ha mencionado a individuos concretos, y yo soy uno de ellos. Uno de los nueve investigadores acusado de abuso de menores, literalmente, como resultado de lo que él llama «sus estudios» sobre nuestro trabajo. —Asomaba un timbre de amargura en su voz, pero también cierto humor. Sus ojos centellearon. Rió hasta que sus grandes pechos se agitaron—. ¿Se lo imagina? ¿Abuso de menores, yo?

Hoskins meneó la cabeza, como solidarizándose con ella.

—Resulta increíble.

Pero el corazón le había dado un vuelco. Aún creía firmemente que esa mujer era la candidata idónea para el puesto, pero ¿cómo iba a contratar a alguien metido en líos con el terrible Bruce Mannheim? El proyecto ya iba a suscitar suficiente polémica. En cualquier caso, era indudable que Mannheim no tardaría en investigar sus actividades, aunque tomaran las máximas precauciones. Por la misma regla de tres, incluir en nómina a Dorothy Newcombe sólo serviría para empeorar las cosas. Era fácil imaginar la rueda de Prensa que Mannheim convocaría. Anunciaría a los cuatro vientos que Tecnologías Estasis había contratado a una mujer acusada de abuso de menores en una institución científica (y Mannheim ya se cuidaría de insinuar que un gran jurado había formulado el auto de acusación), para trabajar como enfermera y guardiana de un desdichado infante, patética víctima de una nueva forma de secuestro sin precedentes.

No. No podía aceptarla de ninguna manera.

Se obligó a dedicar otros cinco minutos a hacer preguntas. En apariencia, todo seguía plácido y amable, pero era un ejercicio inútil, y Hoskins sabía que Dorothy Newcombe lo sabía. Cuando se marchó, agradeció su sinceridad a la mujer y le expresó su felicitación por las altísimas calificaciones de que gozaba, asegurándole que no tardaría en ponerse en contacto con ella. La mujer sonrió y dijo cuánto le había agradado la conversación. Hoskins no albergó la menor duda de que era consciente de su fracaso.

En cuanto salió, telefoneó a Sam Aickman.

—Sam, por el amor de Dios —dijo—, ¿por qué no me dijiste que Dorothy Newcombe está en el punto de mira de una demanda presentada por Bruce Mannheim?

En la pantalla, el rostro de Aickman expresó un asombro mayúsculo.

—¿Lo está?

—Acaba de decírmelo. Una acusación de abuso de menores, como resultado del trabajo que está realizando.

—Vaya, vaya —dijo Aickman, cabizbajo. Parecía más desconcertado que sorprendido—. Mierda, Jerry, no tenía ni idea de que estaba metida en semejante berenjenal. La interrogamos de cabo a rabo. Bueno, no del todo, por lo que veo.

—Sólo nos faltaría contratar para este trabajo a alguien que ya está en la lista negra de Mannheim.

—Es magnífica, ¿verdad? El ser humano más maternal que he visto en…

—Sí, desde luego. Y la acompaña una garantía absoluta de que los buitres legales de Mannheim nos clavarán sus garras en cuanto descubran que está aquí. ¿No estás de acuerdo, Sam?

—¿Quieres decir que elegirás a Marianne Levien?

—Aún no he terminado las entrevistas, pero Levien me parece muy bien.

—Sí, ¿verdad? —Sonrió Aickman.