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Un día en que la señorita Fellowes le estaba leyendo los cuentos de Las mil y una noches, uno de sus libros favoritos, Timmie puso la mano debajo de su barbilla y se la alzó con suavidad, hasta que los ojos de la mujer se apartaron del libro y se encontraron con los suyos.

—Cada vez que me lee esa historia es exactamente igual —dijo—. ¿Cómo es que siempre sabe contarla de la misma manera, señorita Fellowes?

—Bueno, es que leo la página.

—Sí, lo sé, pero ¿qué significa «leer»?

—Pues… Pues…

La cuestión era tan elemental que apenas supo cómo abordarla. Por lo general, cuando los niños aprendían a leer, daba la impresión de que adivinaban instintivamente la naturaleza del proceso, y luego pasaban a la siguiente fase, consistente en aprender el significado de los símbolos codificados impresos en la página. No obstante, la ignorancia de Timmie parecía mucho más arraigada que la de los niños normales de cuatro o cinco años, los cuales empezaban a descubrir la existencia de algo llamado «lectura», que tal vez algún día llegarían a dominar. El concepto esencial le resultaba ajeno.

—¿Te has fijado que en tus libros ilustrados (no en las cintas, sino en los libros) hay marcas en la parte inferior de las páginas?

—Sí. Palabras.

—El libro que estoy leyendo sólo tiene palabras. No hay dibujos, sólo palabras. Estas marcas son las palabras. Miro las marcas y oigo las palabras en mi mente. A eso se le llama leer: convertir las marcas de las páginas en palabras.

—Déjeme ver.

Ella le entregó el libro. El niño le dio la vuelta y luego lo puso al revés. La señorita Fellowes rió y lo colocó de la forma correcta.

—Las marcas sólo tienen sentido cuando se miran así —dijo.

Timmie asintió. Se acercó al libro, tanto que le debía resultar imposible enfocar las palabras, y lo miró con curiosidad durante un rato. Después retrocedió unos centímetros, hasta que el texto fue legible. A modo de experimento, puso el libro de lado otra vez. La señorita Fellowes no dijo nada. Volvió a colocarlo correctamente.

—Algunas marcas son iguales —comentó Timmie, al cabo de un rato.

—Sí, tienes razón. —Premió su agudeza con una carcajada de satisfacción—. ¡Es verdad, Timmie!

—¿Y cómo sabe qué marcas corresponden a cada palabra?

—Hay que aprenderlas.

—¡Hay muchas palabras! ¿Cómo es posible aprender tantas marcas?

—Las marcas pequeñas se utilizan para hacer las marcas grandes. Las marcas grandes son las palabras, y las pequeñas se llaman letras. En realidad no hay tantas marcas pequeñas, sólo veintiocho. —Levantó la mano, flexionó los dedos cinco veces, y luego alzó tres dedos más—. Todas las palabras se hacen con esas pocas letras, colocadas de maneras diferentes.

—Enséñeme.

—Mira. —Señaló «Simbad» en la página—. ¿Ves estas seis marcas, entre los dos espacios en blanco? Son las marcas que significan «Simbad». Ésta es la del sonido «ese». Ésta es la «i» y ésta la «m». Las lees una por una y después juntas los sonidos. Ssss-i-mmm-bbb-aaa-d. Simbad.

¿Entendería algo el niño?

—Símbad —dijo Timmie en voz baja, y recorrió la palabra impresa en la página con la yema del dedo.

—Esta palabra es «sentina». ¿Ves que empieza con la marca pequeña de «Simbad»? Y ésta es la «i», de «Simbad», sólo que aquí está en «sentina».

El niño miró la página, como desorientado.

—Te enseñaré todas las marcas —dijo la señorita Fellowes—. ¿Te gustaría?

—Será un bonito juego, sí.

—Dame un trozo de papel y un lápiz. Y coge tú también.

Se acomodó junto a ella. La mujer escribió todo el abecedario en dos columnas. Timmie, que aferraba con torpeza el lápiz, dibujó algo que parecía una imitación de la «a», pero tenía largas patas irregulares que ocupaban toda la página y no dejaban sitio para nada más.

—Bien, vamos con la primera marca…

Comprendió, avergonzada, que nunca se le había ocurrido que Timmie pudiera aprender a leer. A pesar de su gran afición a los libros ilustrados y los vídeos, era la primera vez que demostraba auténtico interés por los símbolos impresos que los acompañaban. ¿Otra cosa que Jerry le había inspirado? Tomó nota mental de preguntar a Jerry, la próxima vez que viniera, si ya había empezado a leer. En cualquier caso, la señorita Fellowes había rechazado a priori la idea de que Timmie lo hiciera algún día.

Prejuicios raciales, pensó. Incluso ahora, después de haber vivido con él tanto tiempo, de haber visto crecer y florecer su mente, aún pensaba en él, en cierto sentido, como en un ser no del todo humano, o al menos demasiado primitivo y atrasado para dominar una habilidad tan sofisticada como leer.

Mientras le enseñaba las letras, las señalaba en la hoja, las pronunciaba y le enseñaba a dibujarlas, no creía seriamente que le sirviera de algo. No lo creyó hasta el día en que Timmie le leyó un libro a ella.

Sucedió muchas semanas más tarde. El niño estaba sentado en su regazo. Sostenía uno de sus libros, pasaba las páginas, miraba las ilustraciones… o eso pensaba ella.

De pronto recorrió con el dedo una línea y dijo en voz alta, vacilante, pero con resuelta determinación:

—El perro empezó… a perseguir… al gato.

La señorita Fellowes, medio dormida, no le prestó mucha atención.

—¿Qué has dicho, Timmie?

—El gato… subió corriendo… al árbol.

—Eso no es lo que habías dicho.

—No. Antes dije «El perro empezó a perseguir al gato». Lo que pone aquí.

—¿Cómo? ¿Qué dices?

La señorita Fellowes abrió los ojos de par en par. Miró el delgado libro que el niño sujetaba.

El encabezamiento de la página izquierda rezaba: «El perro empezó a perseguir al gato».

Y el encabezamiento de la página siguiente era: «El gato subió corriendo al árbol».

Seguía los signos impresos en el libro, palabra por palabra. ¡Estaba leyendo!

La señorita Fellowes, estupefacta, se levantó con tal rapidez que el niño cayó al suelo. Debió pensar que era un juego nuevo, y la miró sonriente. La mujer lo levantó al instante.

—¿Desde cuándo sabes leer?

El niño se encogió de hombros.

—¡Desde siempre!

—No, de veras.

—No lo sé. Miré las marcas y oí las palabras, como usted dijo.

—Lee a partir de aquí.

La señorita Fellowes eligió un libro al azar y lo abrió por las páginas centrales. El niño lo cogió, examinó, y frunció el ceño de aquella manera que acentuaba el gran saliente óseo de su frente. Su lengua asomó y paseó sobre los labios.

—Entonces —dijo, lenta y dificultosamente—, el… tren… emitió un… sil… silb… silb…

—¡Un silbido! —terminó la mujer—. ¡Sabes leer, Timmie! ¡Sabes leer!

Casi histérica, lo cogió en brazos y bailó con él por la habitación, mientras Timmie la contemplaba asombrado.

—¡Sabes leer! ¡Sabes leer!

«Conque niño-mono, ¿eh? —pensó—. ¿Niño de las cavernas? ¿Forma inferior de vida humana? “El gato subió corriendo al árbol. El tren emitió un silbido”. ¡Que me traigan al chimpancé capaz de leer esas líneas! ¡Que me traigan al gorila capaz! “El tren emitió un silbido”. Oh, Timmie, Timmie…».

—Señorita Fellowes —dijo el niño, un poco asustado, mientras ella seguía dando vueltas y más vueltas.

La señorita Fellowes soltó una carcajada y le dejó en el suelo.

Era un éxito que necesitaba compartir. La respuesta a la infelicidad de Timmie estaba en su mano. Los vídeos le entretendrían una temporada, pero los iba a superar. En adelante tendría acceso al mundo incomparable de los libros. Si Timmie no podía salir de la burbuja de Estasis para entrar en el mundo, el mundo entraría en estas habitaciones, el mundo pleno de los libros. Debía ser educado en todas sus posibilidades. Era una deuda que habían contraído con él.

—Quédate aquí con tus libros —dijo—. Vuelvo en seguida. He de ver al doctor Hoskins.

Recorrió los tortuosos pasadizos que conducían fuera de la zona de Estasis, hasta llegar a la sección administrativa. La recepcionista de Hoskins levantó la cabeza sorprendida cuando la señorita Fellowes irrumpió en la antesala del despacho de Hoskins.

—¿Está el doctor Hoskins?

—¡Señorita Fellowes! El doctor Hoskins no la espera…

—Sí, lo sé, pero quiero verle.

—¿Algún problema?

La señorita Fellowes sacudió la cabeza.

—Novedades. Maravillosas novedades. Dígale que estoy aquí, por favor.

La recepcionista pulsó un botón.

—La señorita Fellowes quiere verle, doctor Hoskins. No tiene cita concertada.

«¿Desde cuándo necesito…?».

Siguió una incómoda pausa. La señorita Fellowes se preguntó si debía montar un numerito para ser recibida por Hoskins. Nada de lo que estuviera haciendo en aquel momento era tan importante como lo que venía a comunicarle.

—Dígale que pase —dijo la voz de Hoskins por el interfono.

La puerta se abrió. Hoskins se levantó. La placa grabada con el «GERALD A. HOSKINS, doctor en Física» pareció dar la bienvenida a la recién llegada.

El hombre también se veía exaltado y animado, como si su estado de ánimo fuera análogo al de la señorita Fellowes: una expresión de gloria y triunfo.

—¿Ya se ha enterado? —preguntó—. No, es imposible. Lo hemos logrado. Por fin.

—Logrado, ¿qué?

—Hemos conseguido la detección intertemporal de corto alcance.

Estaba tan embriagado por su éxito, que la señorita Fellowes pospuso unos momentos su revelación, no menos espectacular.

—¿Quiere decir que ya pueden internarse en los tiempos históricos?

—Exactamente. En este mismo momento, tenemos localizado a un individuo del siglo catorce. Imagínese. ¡Imagínese! Estamos a punto de lanzar el Proyecto Edad Media. Oh, señorita Fellowes, si supiera lo contento que estoy de variar esa eterna concentración en el Mesozoico, de decir adiós a esos trilobites, muestras de roca y pedazos de helechos, de poder enviar a casa a esos paleoantropólogos y sustituirlos por historiadores… —Se detuvo a mitad de su proclama—. Quería decirme algo, ¿no? Y aquí me tiene, como un loro, sin darle la oportunidad de hablar. Bien, adelante. ¡Adelante, señorita Fellowes! Me ha pillado de excelente humor. Pida todo cuanto quiera.

La señorita Fellowes sonrió.

—Me alegro mucho, porque quería preguntarle si podemos empezar a buscar profesores para Timmie.

—¿Profesores?

—Para darle clases. Yo no puedo enseñarle muchas cosas, y ya es hora de que deje paso a gente cualificada.

—¿Clases de qué?

—Bueno, de todo. Historia, geografía, ciencias, aritmética, gramática, todo lo que se enseña en la escuela primaria. Hemos de montar una especie de colegio para Timmie, para que aprenda todo lo necesario.

Hoskins la miró como si estuviera hablando en un idioma extraterrestre.

—¿Quiere enseñarle quebrados, la historia de los Peregrinos, la historia de la revolución norteamericana?

—¿Por qué no?

—Podemos intentarlo, sí. Y también trigonometría y cálculo diferencial, si quiere, pero ¿hasta qué punto puede aprender, señorita Fellowes? Es un gran chico, no hay duda, pero no debemos olvidar que sólo es un neandertal.

—¿Sólo?

—Era gente de capacidad intelectual limitada, según todos los…

—Ya sabe leer, doctor Hoskins.

Hoskins se quedó boquiabierto.

—¿Cómo?

—«El gato subió corriendo al árbol». Me lo leyó de la página. «El tren emitió un silbido». Cogí el libro, le enseñé la página y me leyó las palabras.

—¿Sabe leer? —preguntó Hoskins, asombrado—. ¿De veras?

—Le enseñé a dibujar las letras, y cómo formaban palabras al juntarse. Él hizo el resto. Ha aprendido en un espacio de tiempo increíblemente corto. No puedo esperar a que el doctor Mclntyre y los demás se enteren. Conque los neandertales tenían una capacidad intelectual limitada, ¿eh, doctor Hoskins? Sabe leer un libro de cuentos, y dentro de poco le verá leyendo libros sin ilustraciones, periódicos, revistas, manuales…

Hoskins se sintió súbitamente deprimido.

—No sé, señorita Fellowes.

—Acaba de decirme que cualquier cosa que quisiera…

—Lo sé, y no debería haberlo dicho.

—¿Tanto gasto representa un profesor para Timmie?

—No me preocupan los gastos, y es maravilloso que Timmie sepa leer. Asombroso. Lo digo en serio. Quiero ver una demostración ahora mismo. Sin embargo, usted ha hablado de montar un colegio para él. Ha hablado de todo lo que aprenderá con el tiempo… Señorita Fellowes, no queda mucho tiempo.

La mujer parpadeó.

—¿Que no queda…?

—Debería ser consciente de que no podremos prolongar el experimento Timmie indefinidamente.

Una oleada de horror invadió a la señorita Fellowes. Experimentó la sensación de que el suelo fluctuaba bajo sus pies, como arenas movedizas.

¿Qué quería decir? La señorita Fellowes no estaba segura de haber comprendido bien. «No vamos a poder prolongar el experimento Timmie indefinidamente». ¿Cómo? ¿Cómo?

De pronto, con dolorosa claridad, recordó al profesor Adamewski y a su espécimen mineral, que debía ser devuelto a su tiempo al cabo de dos semanas para dejar sitio a un nuevo experimento.

—¿Va a enviarle de vuelta? —preguntó con un hilo de voz.

—Temo que sí.

—Pero está hablando de un niño, doctor Hoskins, no de una roca.

—Aun así —respondió Hoskins, turbado—. No es posible darle una importancia excesiva. Hemos averiguado casi todo lo que nos interesaba. No recuerda nada de su vida de auténtico valor científico. Los antropólogos no entienden lo que dice, y las preguntas que usted le formula como intérprete no nos proporcionan datos fiables, de modo que…

—No puedo creerlo —dijo la señorita Fellowes, aturdida.

—Por favor, señorita Fellowes. No va a ocurrir hoy, pero es preciso. —Señaló los materiales de investigación esparcidos sobre su escritorio—. Ahora que esperamos traer individuos de la época histórica, necesitamos espacio de Estasis, el máximo posible.

La mujer no daba crédito a sus oídos.

—Pero no pueden… Timmie… Timmie…

—Le ruego que no se derrumbe, señorita Fellowes.

—El único neandertal vivo del mundo, y está hablando de enviarle de vuelta.

—Ya se lo he dicho. Hemos averiguado todo lo posible. Ahora, hemos de seguir adelante.

—No.

—Por favor, señorita Fellowes. Por favor. Sé cuánto le quiere, y no la culpo. Es un chico fantástico, y ha convivido con él día y noche desde hace mucho tiempo, pero usted es una profesional. Sabe muy bien que los niños puestos bajo su cuidado vienen y van, y no puede esperar que sean suyos para siempre. Esto no es nuevo para usted. Además, Timmie no se va a ir ahora mismo. Aún tardará unos meses. Entretanto, si quiere que tenga un profesor, haremos lo que esté en nuestras manos, por supuesto.

La mujer seguía mirándole fijamente.

—¿Le apetece tomar algo, señorita Fellowes?

—No —susurró ella—. No necesito nada.

Estaba temblando. Se levantó, cruzó el despacho con paso vacilante, como sumida en una pesadilla, esperó a que la puerta se abriera y atravesó la antesala con la mirada perdida.

¿Enviarle de vuelta?

¿Enviarle de vuelta?

¿Habían perdido el juicio? Ya no era un neandertal, excepto en el aspecto externo. Era un niño bueno y dócil que llevaba un mono verde y disfrutaba mirando vídeos y leyendo cuentos de Las Mil y una noches. Un niño que ordenaba su cuarto por la noche. Un niño que utilizaba tenedor, cuchillo y cuchara. Un niño que sabía leer. Y pretendían enviarle de vuelta al período glacial y abandonarle en una tundra olvidada de Dios.

No lo decían en serio. En su mundo de procedencia no tendría la menor oportunidad. Ya no estaba adaptado a él. Carecía de las habilidades que necesitaban los neandertales, pero a cambio había adquirido muchas nuevas… que no servían para nada en el mundo de los neandertales.

Iba a morir, pensó.

No.

«Timmie —se dijo la señorita Fellowes con toda la fuerza de su alma— no morirás. No morirás».