Capítulo III

¿Un neandertal? ¿Un neandertal subhumano? La señorita Fellowes pensó en ello con incredulidad y estupor, invadida por la ira y una creciente sensación de haber sido traicionada. ¿Era eso el niño? Si Deveney había dicho la verdad, sus peores temores se habían confirmado.

Se volvió hacia Hoskins y le miró con una especie de ferocidad controlada.

—Tendría que habérmelo dicho, doctor.

—¿Por qué? ¿Qué más da?

—Dijo que era un niño, no un animal.

—Y es un niño, señorita Fellowes. ¿No opina lo mismo?

—Un niño neandertal.

Hoskins aparentaba confusión.

—Sí, claro. Ya sabe a qué tipo de experimentos se dedica Tecnologías Estasis. ¿No quedó claro que el niño sería extraído de una era prehistórica?

—Prehistórica, sí, pero ¿neandertal? Pensaba que iba a cuidar de un niño humano.

—Los neandertales eran humanos —replicó Hoskins, que empezaba a dar muestras de irritación—. Más o menos.

—¿De veras?

Miró a Candide Deveney en busca de ayuda.

—Bien —dijo el periodista—, según la opinión de casi todos los paleoantropólogos de los últimos sesenta o setenta años, los neandertales han de ser considerados una forma de Homo sapiens, señorita Fellowes; una rama arcaica de la especie, tal vez, o una subespecie, algo así como un primo lejano, por decirlo de alguna manera, pero definitivamente un pariente próximo, definitivamente humano…

Hoskins le interrumpió, impaciente.

—Dejemos eso de momento, Deveney. Centrémonos en el problema. Señorita Fellowes, ¿ha tenido alguna vez perros o gatos?

—Cuando era joven sí, pero ¿qué tiene que ver con…?

—Cuando tuvo un perro o un gato, ¿lo cuidó? ¿Lo quiso?

—Por supuesto, pero…

—¿Era humano, señorita Fellowes?

—Era un animal doméstico, doctor. Ahora no estamos hablando de animales domésticos. Es una cuestión profesional. Han solicitado una enfermera con sólida experiencia y considerables conocimientos en pediatría avanzada, sólo para cuidar de… de…

—Imagine que este niño fuera una cría de chimpancé —siguió Hoskins—. ¿Sentiría repugnancia si yo le pidiera que lo cuidara?, ¿lo haría, o saldría corriendo, asqueada? Y no estamos hablando de un chimpancé, ni de un simio antropoide. Estamos hablando de un ser humano.

—Un niño neandertal.

—Justo lo que acabo de decir. Un ser humano. De aspecto extraño y salvaje, como ya le adelanté. Un caso difícil. Usted es una enfermera experimentada, señorita Fellowes, con una soberbia lista de éxitos. ¿La asustan los casos difíciles? ¿Se ha negado alguna vez a cuidar de un niño deforme?

La señorita Fellowes se dio cuenta de que sus argumentos se tambaleaban.

—Tendría que habérmelo dicho —contestó con menos vehemencia.

—Y habría rechazado el trabajo, ¿verdad?

—Bueno…

—Sabía que íbamos a retroceder miles de años en el pasado.

—«Miles» podía significar tres mil. No me he dado cuenta hasta esta noche, cuando el señor Deveney y usted estaban hablando del proyecto y oí las palabras «cuarenta mil años», de lo que estaba pasando aquí. Y ni siquiera entonces comprendí que había de por medio un neandertal. No soy experta en… en… ¿Dijo usted paleoantropología, señor Deveney? No estoy tan familiarizada como ustedes con la escala temporal de la evolución humana.

—No ha contestado a mi pregunta —dijo Hoskins—. Si hubiera conocido todos los detalles por anticipado, ¿habría rechazado el empleo o no?

—No estoy segura.

—¿Quiere rechazarlo ahora? Ya sabe que había otras candidatas cualificadas. ¿Va a renunciar?

Hoskins la miró con frialdad, mientras Deveney la observaba desde el otro lado de la habitación, y el niño neandertal, que había terminado la leche y lamido el plato hasta dejarlo seco, clavó la vista en ella, con la cara mojada y los ojos anhelantes.

La señorita Fellowes contempló al niño. El niño feo. Oyó su propia voz: «Pero ¿neandertal? Pensaba que iba a cuidar de un niño humano».

El niño señaló la leche, y después el plato. De pronto, prorrumpió en una serie de sonidos bruscos y ásperos, repetidos una y otra vez; sonidos compuestos de ruidos guturales estrangulados y complicados chasquidos de lengua.

—¡Pero si está hablando! —exclamó la señorita Fellowes, sorprendida.

—Eso parece —dijo Hoskins—, o al menos es capaz de producir un sonido equivalente a «dame de comer otra vez». Como cualquier gato, por supuesto.

—No… No; está hablando —repitió la señorita Fellowes—. Es algo que todavía debe confirmarse. El tema de si los neandertales poseían un verdadero lenguaje está sujeto a muchas controversias. Es uno de los puntos que confiamos en dilucidar durante el tiempo que dure el experimento.

El niño volvió a repetir los sonidos. Miró a la señorita Fellowes. Miró la leche, y al plato vacío.

—Ahí tiene la respuesta —dijo la mujer—. ¡No cabe duda de que está hablando!

—En ese caso es humano, ¿no cree, señorita Fellowes?

La mujer no contestó. Era un tema demasiado complicado para pararse a pensarlo ahora. Un niño hambriento la estaba llamando. Cogió la leche.

Hoskins aferró su muñeca y la obligó a erguirse de cara a él.

—Un momento, señorita Fellowes. Antes de seguir adelante, he de saber si va a continuar en el puesto.

La mujer se soltó, irritada.

—¿Le matará de hambre en caso contrario? Me está pidiendo más leche, y usted me impide que se la dé.

—Adelante, pero necesito saber la respuesta.

—Me quedaré con él… durante un tiempo.

Vertió la leche. El niño se acuclilló y hundió la cara en el plato, lamiendo y sorbiendo como si no comiese ni bebiese desde hacía días. Emitió canturreos guturales mientras lamía el plato.

«No es más que un animalito —pensó la señorita Fellowes—. ¡Un animalito!».

Reprimió con esfuerzo un escalofrío.