Intercapítulo 1

Mediado el día, una sensación de crisis progresiva se había adueñado de todo el campamento. La Sociedad de Cazadores había regresado de las praderas, sin haber permanecido el tiempo suficiente de avistar una pieza, y menos de cazarla. Sus siete miembros estaban sentados en silencio, inquietos por la posibilidad de que estallara la guerra y las consecuencias que padecerían. Las Mujeres Divinas habían sacado los tres cráneos de oso sagrados, depositándolos sobre los estantes de piedra situados encima del altar de la Diosa, y estaban acuclilladas desnudas delante de ellos, untadas con grasa de oso, sangre de lobo y miel, salmodiando las oraciones especiales que, en teoría, aportaban sabiduría en épocas de gran peligro. Las Madres habían reunido a todos los pequeños bajo su protección, como si esperasen que los Otros atacaran en cualquier momento. Y los adolescentes acechaban al borde del círculo, temerosos y desconcertados.

En cuanto a los viejos, los sabios y distinguidos ancianos de la tribu, se habían congregado en la pequeña colina que dominaba el campamento para discutir de estrategias. Nube De Plata se encontraba entre ellos, así como Jinete De Mamut, el tuerto y jorobado Fuerte Como Un León, y el gordo y perezoso Buey Almizclado Apestoso. El destino de la tribu dependía de sus decisiones.

Cuando los Otros habían invadido los terrenos de caza de la tribu en las tierras del oeste, y quedó claro que el Pueblo no lograría expulsarlos, los ancianos habían decidido que lo mejor era emigrar hacia el este. «La Diosa se ha decantado por entregar las tierras del oeste a los Otros —opinó Buey Almizclado Apestoso—, pero las frías tierras del este nos pertenecen. La Diosa quiere que vayamos allí y vivamos en paz». Los demás se mostraron de acuerdo. A continuación, las Mujeres Divinas habían arrojado las piedras del destino, y el resultado había confirmado la opinión de los hombres.

Por lo tanto, el Pueblo había emigrado a este lugar, pero ahora, por lo visto, los Otros les habían imitado. «¿Qué haremos ahora? —se preguntó La Que Sabe—. Podríamos viajar hacia el sur, a tierras más cálidas, tal vez, pero es muy probable que a estas alturas las tierras cálidas estén ocupadas por Otros. ¿Y si nos encaminamos hacia el norte, donde se extienden los terribles campos de hielo? Los Otros son demasiado blandos para vivir en un sitio como ése. Pero nosotros también —sospechaba La Que Sabe—. Nosotros también».

Sentía una infinita tristeza. Habían venido desde muy lejos. Se sentía cansada por la agotadora marcha, y sabía que Nube De Plata también estaba extenuado, y muchos otros. Había llegado el momento de descansar, de almacenar carne y nueces en vistas al invierno, y recobrar energías. Sin embargo, todo indicaba que deberían vagar de nuevo, sin posibilidad de descansar, sin un momento de paz. ¿Por qué pasaban esas cosas? ¿No existía ningún lugar en esa inmensa tierra árida donde descansar una temporada para recobrar el aliento?

La Que Sabe carecía de respuesta, no sólo a esto, sino a todo. A pesar del orgulloso nombre que se había adjudicado, estaba abrumada por el problema de los eternamente molestos Otros, así como por los desafíos y misterios de su propia existencia. Era el único miembro de la tribu que carecía de lugar específico, de auténtica función. Como muchas jóvenes, había crecido con la idea de que sería una Madre, pero había tardado demasiado tiempo en elegir pareja y prefirió entregarse a una vida errante y libre; incluso llegó a acompañar a los hombres en sus cacerías. Cuando en su vigésimo año accedió a tomar como pareja al guerrero Viento Oscuro, una edad muy avanzada para ello, sólo salieron de su útero niños muertos. Y después, también perdió a Viento Oscuro, a causa de una fiebre negra que se lo llevó en una tarde.

En aquella época aún conservaba gran parte de su belleza, pero tras la muerte de Viento Oscuro ningún hombre desemparejado de la tribu quiso convivir con ella, a pesar de su belleza. Sabían que su útero era un lugar que mataba bebés, y no servía de nada a un varón. Además, la muerte prematura de Viento Oscuro daba a entender que estaba maldecida por la desgracia. Por lo tanto, permaneció sola para siempre, intocada por los hombres, ella, que había tenido tantos amantes. Nunca llegaría a ser Madre.

Ni tampoco podría ser una Mujer Divina; se consideraría una burla a la Diosa que una mujer estéril la sirviera, y en cualquier caso los misterios de las Mujeres Divinas se empezaban a aprender antes de que la primera hemorragia brotara de las entrañas. Era absurdo que una mujer anciana de veinticinco años, que había perdido cinco hijos en cinco años, llegara a ser una Mujer Divina.

De modo que La Que Sabe no era una Madre ni una Mujer Divina, lo cual equivalía a no ser nada en absoluto. Hacía lo que todas las mujeres: raspar pellejos, cocinar, cuidar a los enfermos y vigilar a los niños, pero no tenía pareja, no era miembro de ninguna Sociedad y, por esa causa, casi era una extraña entre su propio pueblo. Su única esperanza residía en que Guardiana Del Pasado muriera, pues entonces podría ocupar el puesto de cronista de la tribu. Guardiana Del Pasado era una mujer como ella, ni Madre ni sacerdotisa, y era la amiga más íntima de La Que Sabe. Aunque Guardiana Del Pasado tenía cuarenta años y era la mujer más vieja de la tribu, aún se conservaba fuerte y ágil, mientras que La Que Sabe, ocho años más joven, ya se estaba convirtiendo en una anciana. Empezaba a pensar que se marchitaría y moriría mucho antes de que Guardiana Del Pasado cediera sus bastones del recuerdo y acudiera ante la Diosa.

Era una triste manera de vivir, pero La Que Sabe procuraba ocultar a los demás la tristeza que la afligía. Prefería que la temieran y rechazaran. No quería que se apiadaran de ella.

Ahora, estaba apartada de los demás, como de costumbre, observando los grupos que formaban. Tomados de uno en uno, no podían hacer nada contra la amenaza representada por los Otros, al igual que ella, pero al menos estaban juntos, y se consolaban en grupo.

—¡Ahí está la persona que necesitamos! —gritó Ojo Llameante—. ¡La Que Sabe debería ir a luchar contra los Otros a nuestro lado!

—¡La Que Sabe! ¡La Que Sabe! —Corearon los hombres de la Sociedad de Cazadores.

Se estaban burlando de ella, por supuesto. ¿Acaso no lo habían hecho siempre? ¿Acaso no la habían rechazado todos y cada uno de esos hombres, después de morir Viento Oscuro, cuando confiaba en encontrar una nueva pareja?

En cualquier caso, se acercó a ellos y les dedicó una amplia sonrisa. Se encontraban acurrucados en círculo, sobre la tierra cubierta de escarcha.

—Sí —dijo—. Es una buena idea. Puedo luchar tan bien como cualquiera de vosotros.

Antes de que nadie pudiera detenerla, se apoderó de la lanza que sujetaba Ojo Llameante. Éste lanzó un alarido de rabia y se puso en pie de un salto para recuperarla, pero la mujer aferró el arma con destreza y apretó la punta de pedernal contra el estómago de Ojo Llameante. El guerrero la miró, con los ojos a punto de salirse de las órbitas. No parecía molestarle el sacrilegio de que una mujer manejara su lanza; daba la impresión de creer que La Que Sabe iba a atravesarle de parte a parte.

—Dame eso —dijo con voz ronca.

—Sabe cogerla, Ojo Llameante —dijo Árbol de Lobos.

—Sí, y también utilizarla —agregó ella.

—Dame eso.

Ella le aguijoneó de nuevo. Pensó que Ojo Llameante iba a sufrir un ataque. Tenía la cara de color púrpura y el sudor resbalaba por sus mejillas. Todo el mundo reía. Tendió la mano hacia la lanza, pero la mujer alejó el arma de su alcance. Furioso, escupió a La Que Sabe y ejecutó un signo demoníaco con las manos enlazadas. La Que Sabe sonrió.

—Haz ese signo otra vez y lo borraré con tu sangre —amenazó.

—Por favor, La Que Sabe —dijo con acritud Ojo Llameante. Se debatía visiblemente por controlarse—. No es correcto que toques esa lanza, y lo sabes. Ya nos acechan bastantes peligros, sin necesidad de que cometas actos impíos.

—Me invitaste a ir a luchar junto con los hombres. Bien, en ese caso necesitaré una lanza, ¿verdad? La tuya es perfecta. Se adapta muy bien a mis necesidades. Fabrícate otra, si quieres.

Los demás hombres volvieron a reír, pero un timbre peculiar asomó en sus carcajadas.

La mujer hizo una finta con la lanza. Ojo Llameante maldijo y la esquivó. Avanzó, como si quisiera arrebatársela por la fuerza. La Que Sabe le disuadió con un amenazador movimiento del arma. Ojo Llameante retrocedió de un salto, irritado y un poco asustado.

No conseguía recordar cuándo se había divertido tanto por última vez. Ojo Llameante era el guerrero más fuerte de la tribu, y también el hombre más apuesto, de espaldas anchas como un mamut y maravillosos ojos oscuros que ardían como brasas bajo una frente espléndida, que sobresalía como un acantilado. Cuando eran jóvenes se había acostado con él muchas veces, y cuando Viento Oscuro murió alentó la esperanza de que la tomaría como pareja, pero había sido el primero en rechazarla. Fuente De Leche era la única pareja que deseaba, había dicho. Le gustaban las mujeres capaces de engendrar hijos, dijo. Así acabó la relación entre Ojo Llameante y ella.

—Está bien —cedió La Que Sabe.

Se inclinó hacia delante y clavó en el suelo la punta de la lanza. El calor había fundido la nieve de la noche, y la tierra estaba blanda.

Ojo Llameante arrancó la lanza con un gruñido.

—Debería matarte —murmuró, y agitó el arma ante su cara.

—Adelante. —La mujer abrió los brazos y sacó los pechos hacia fuera—. Clávala aquí. Mata a una mujer, Ojo Llameante. Será una gran hazaña.

—Quizá nos trajera buena suerte —dijo, pero bajó el arma—. Si alguna vez vuelves a tocar mi lanza, te ataré en lo alto de una colina para que sirvas de comida a los osos ¿Entendido?

—Resérvate tus amenazas para los Otros —replicó la mujer—. Se asustarán más difícilmente que yo. Y yo no estoy asustada en absoluto.

—Viste a un Otro muy de cerca, ¿verdad? —preguntó Montaña Rota.

—Sí, en una ocasión —respondió La Que Sabe, y arrugó el entrecejo al recordar aquel espantoso acontecimiento.

—¿Cómo olía? —preguntó Antílope Joven—. ¿Apestaba?

La Que Sabe asintió.

—Como una hiena muerta —confirmó—. Como algo que se ha estado pudriendo durante mes y medio. Y era feo. No puedes imaginarte lo feo que era. Tenía la cabeza aplastada, así, como si alguien se la hubiera estrujado. —Subrayó sus palabras con un gesto de las manos—. Y sus dientes eran pequeños como los de un niño. Tenía orejas ridículamente pequeñas y una nariz diminuta. Y sus brazos, sus piernas… —Se estremeció—. Eran espantosas y absurdas. Como las patas de una araña. Tan largas, tan delgadas.

Todos la miraban admirados, incluso Ojo Llameante. Nadie de la tribu, ni siquiera Nube De Plata, se había encontrado cara a cara con un Otro, tan cerca como para poder tocarlo. Algunos habían visto de vez en cuando Otros desde muy lejos, fugazmente, cuando la tribu vivía en las tierras del oeste, pero La Que Sabe se había topado con uno en el bosque.

Había sucedido años atrás, cuando tenía diecinueve y era una chica indómita que lo hacía todo a su manera. Los hombres de la Sociedad de Cazadores le habían prohibido, por fin, que les acompañara en sus salidas, y una mañana, malhumorada, se había levantado temprano, alejándose mucho del campamento. A mediodía, en un pequeño claro rodeado de abedules de corteza blanca, descubrió una bonita laguna circundada de rocas. Se quitó su túnica de piel para bañarse en la fría agua azul, y cuando salió se quedó estupefacta al ver a un Otro, un inconfundible Otro, que la observaba desde unos veinte metros de distancia.

Era alto; increíblemente alto, tan alto como un árbol, y muy delgado, de espalda estrecha y pecho hundido, de manera que parecía tan frágil como una mujer, pese a su estatura. Su rostro era el más extraño que ella había visto en su vida: de facciones delicadas como las de un niño y de piel muy pálida. Sus mandíbulas tenían un aspecto tan débil que se preguntó cómo podía masticar la carne, pero la barbilla era desagradablemente rotunda, y sobresalía de su cara achatada. Tenía los ojos grandes, de un peculiar color acuoso deslustrado, y la frente alta y despejada, sin protuberancias.

En conjunto, pensó era increíblemente feo, tan feo como un demonio, pero no parecía peligroso. No parecía portar armas, y sonreía. Al menos, ella creyó que sonreía, a juzgar por la forma en que revelaba aquellos dientes diminutos.

Iba completamente desnudo, en plena madurez de su belleza juvenil. Se irguió ante ella sin vergüenza, y de repente pensó que deseaba a ese hombre, deseaba que la llamara y la tomara en sus brazos, y que le hiciera el amor al estilo de los Otros. A pesar de que era feo, a pesar de que era raro, lo deseaba. ¿Por qué?, se preguntó. Porque era diferente, se respondió; era nuevo; era otro. Se entregaría a él, sí. Y entonces la llevaría a casa, vivirían juntos y se convertiría en una Otra, porque estaba harta de los hombres de su tribu y quería algo nuevo. Sí. Sí.

¿De qué debía tener miedo? Se suponía que los Otros eran demonios terroríficos, pero ese hombre no parecía demoníaco en modo alguno; sólo tenía una cara rara y era demasiado alto y delgado. Y no parecía amenazador. Sólo diferente.

—Me llamo Río Turbulento —dijo; así se llamaba en aquellos días—. ¿Quién eres?

El Otro no contestó. Emitió un sonido gutural, que le recordó una carcajada.

¿Una carcajada?

—¿Te gusto? —preguntó—. Todos los hombres de la tribu piensan que soy bonita. ¿Y tú?

Recorrió con las manos su largo y espeso cabello, mojado tras el baño. Se exhibió y estiró sus miembros, para que admirara la redondez de sus pechos, la fuerza y solidez de sus brazos y muslos, la robustez de su cuello. Avanzó dos o tres pasos hacia él, sonriente, tarareando una cancioncilla de deseo.

Los ojos del desconocido se abrieron de par en par. Meneó la cabeza. Extendió el brazo con la palma hacia fuera, y empezó a hacer signos con los dedos, signos de brujería, sin duda signos demoníacos. Retrocedió.

—No tendrás miedo de mí, ¿verdad? Sólo quiero jugar. Ven aquí, Otro. —Sonrió—. ¡Oye, deja de retroceder! No te haré daño. ¿Es que no me entiendes?

Hablaba en voz muy alta, muy clara, espaciando las palabras. El hombre siguió reculando. Ella puso las manos debajo de sus pechos y los empujó hacia fuera, el gesto universal del ofrecimiento.

El otro comprendió por fin.

Emitió una especie de rugido, como un animal acorralado. El temor brillaba en sus ojos. Sus labios se torcieron, como si expresara… ¿consternación?, ¿desagrado?

Sí, desagrado, comprendió la joven.

Debo de resultarle tan fea como él a mí.

Dio la vuelta, huyó de ella y desapareció entre los abedules.

—¡Espera! —gritó ella—. ¡Otro! ¡Vuelve, Otro! ¡No huyas así, Otro!

Pero ya se había alejado. Era la primera vez en su vida que un hombre la rechazaba, y la experiencia se le antojó sorprendente, increíble, casi frustrante. Aunque fuera un Otro, aunque le hubiera parecido extraña y tal vez carente de atractivo, ¿tan repulsiva la consideró como para gruñir, hacer muecas y huir?

Sólo era un muchacho, se dijo. Muy alto, pero sólo un muchacho.

Aquella noche regresó a la tribu, dispuesta a emparejarse por fin con un muchacho de su especie, y cuando Viento Oscuro le pidió poco después que compartiera con él su manta, aceptó sin titubeos.

—Sí —dijo a los hombres de la Sociedad de Cazadores—. Sí, sé muy bien cómo son los Otros. Y cuando nos encontremos con ellos, tengo la intención de estar a vuestro lado, para matar a esas bestias repugnantes como los impíos demonios que son.

—Mirad —dijo Árbol De Lobos—. Los ancianos están bajando de la colina.

Y era verdad. Nube De Plata abría la marcha. Cojeaba ostensiblemente y fingía que no, por supuesto; los otros tres ancianos le seguían a duras penas. La Que Sabe vio que entraban en el campamento y se encaminaban hacia el altar de la Diosa. Nube De Plata conferenció durante largo rato con las tres sacerdotisas. Hubo muchas sacudidas de cabezas, y luego muchos asentimientos. Por fin, Nube de Plata se adelantó, acompañado de la sacerdotisa más anciana, para anunciar las decisiones tomadas.

La Fiesta de Verano sería cancelada ese año, dijo, o al menos aplazada. La Diosa había expresado su desagrado por mediación de la inquietante proximidad de la partida de Otros, a pesar de que los Otros no habitaban en estas tierras del este. Era evidente que el Pueblo había hecho algo improcedente, y que no debían continuar en ese lugar. Por lo tanto, el Pueblo se marcharía y peregrinaría al Lugar De Los Tres Ríos, muy alejado, donde habían erigido un espléndido altar a la Diosa el año anterior, cuando viajaban hacia el este. Y en el Lugar De Los Tres Ríos suplicarían a la Diosa que les explicara los errores cometidos.

La Que Sabe gruñó.

—¡Tardaremos semanas en llegar allí! ¡Y está en dirección contraría! Nos internaremos en el territorio que acabamos de abandonar, donde los Otros hormiguean por todas partes.

Nube De Plata le dirigió una mirada glacial.

—La Diosa nos prometió esta tierra, libre de Otros. Hemos llegado y descubierto que los Otros se nos habían adelantado. Las cosas no deberían ser así. Hemos de pedir consejo a la Diosa.

—Pidámoslo en el sur, pues. Allí hará más calor, al menos, y encontraremos un lugar decente para emplazar el campamento, sin Otros que nos molesten.

—Tienes nuestro permiso para ir al sur, La Que Sabe, pero el resto de nosotros partiremos esta tarde en dirección al Lugar De Los Tres Ríos.

—¿Y los Otros? —exclamó la mujer.

—Los Otros no osarán acercarse al altar de la Diosa —respondió Nube De Plata—, pero si temes que ocurra eso, ¡vete al sur! ¡Vete al sur, La Que Sabe!

Oyó que alguien alzaba una carcajada. Era Ojo Llameante. Luego los demás hombres de la Sociedad de Cazadores también rieron, coreados por algunas Madres. Al cabo de pocos momentos todo el mundo reía y la señalaba con el dedo.

Deseó aferrar todavía la lanza de Ojo Llameante. Los exterminaría a todos, y nadie podría evitar la matanza.

—¡Vete al sur, La Que Sabe! —Chillaron—. ¡Vete al sur, vete al sur, vete al sur!

Una maldición acudió a sus labios, pero la reprimió. Comprendió que lo decían en serio. Si se dejaba arrastrar por la cólera, quizá la expulsaran de la tribu. Diez años antes habría cogido con alegría tal decisión, pero ahora era una anciana. Tenía más de treinta años. Marcharse sola equivalía a una muerte segura.

Murmuró unas palabras airadas para sí y evitó la mirada fija de Nube De Plata.

—Muy bien —gritó—. ¡Que todo el mundo empiece a embalar sus cosas! ¡Levantamos el campamento! ¡Nos iremos de aquí antes de que oscurezca!