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Edith Fellowes no tenía modo de saber que era la tercera candidata para el puesto, pero tampoco la habría sorprendido averiguarlo. Estaba acostumbrada a que la subestimaran. No tenía nada de deslumbrante, nada espectacular, nada que indicara calificaciones sobresalientes en algo. No era impresionantemente bella, ni fascinantemente fea, ni intensamente apasionada, ni interesantemente reservada, ni osadamente perspicaz, ni abrumadoramente brillante. Durante toda su vida la habían considerado como un libro abierto, pero era una mujer estable y equilibrada, que sabía muy bien lo que valía y, en conjunto, su existencia era satisfactoria y plena… en conjunto.
El cuartel general de Tecnologías Estasis S. L., tan similar a un campus, se le antojaba un lugar misterioso. Edificios grises de aspecto corriente, desnudos y sencillos, se alzaban sobre agradables jardines salpicados de ocasionales árboles pequeños. Era un centro de investigaciones como miles de otros, pero Edith Fellowes sabía que en el interior de esos edificios ocurrían cosas extrañas; cosas que sobrepasaban su comprensión, cosas que sobrepasaban su credulidad. La idea de que tal vez trabajaría en uno de tales edificios la maravillaba.
Como la mayoría de la gente, sólo tenía una noción muy vaga sobre lo que era la empresa, o cómo había logrado cosas tan notables. Había oído rumores, por supuesto, de la cría de dinosaurio que habían conseguido traer del pasado. Una vez vencido su escepticismo inicial, lo consideró milagroso. Sin embargo, encontró incomprensibles las explicaciones ofrecidas en televisión sobre cómo Tecnologías Estasis había buceado en el pasado para llevar al siglo XXI el reptil extinto. Después, la expedición a las lunas de Júpiter había arrinconado a Estasis y a su dinosaurio a las últimas páginas de los periódicos, y había olvidado todo al respecto. El dinosaurio no había sido más que un prodigio de nueve días de duración, uno de los muchos de lo que se estaba convirtiendo en un siglo de prodigios.
Ahora, por lo visto, Estasis planeaba traer un niño del pasado, un niño humano, un niño humano prehistórico. Necesitaban a alguien que se cuidara del niño.
Ella podía hacerlo.
Quería hacerlo.
Podría hacerlo mejor que nadie. Sin duda lo haría muy, muy bien.
Decían que el trabajo iba a ser un desafío, fuera de serie, extremadamente difícil. No la preocupaba en absoluto. Siempre había preferido soslayar los trabajos corrientes, sencillos, que no implicaban ningún reto.
Habían solicitado a una mujer especializada en fisiología, con algunos conocimientos de química analítica, y amante de los niños. Edith Fellowes cumplía los tres requisitos.
Los conocimientos de fisiología habían formado parte de su preparación básica como enfermera. La química analítica le había parecido una buena idea, si iba a trabajar con niños enfermos, muchos de ellos prematuros o nacidos con una minusvalía, para comprender cómo podían funcionar con más eficacia sus cuerpos maltratados.
Un reto, un trabajo difícil con un niño anormal… Sí, era su especialidad. Por otra parte, el sueldo ofrecido era fenomenal, lo suficiente para llamar su atención, aunque la búsqueda del dinero nunca había sido su factor capital en su proyecto de vida. Y estaba preparada para el nuevo desafío. Las rutinas ya demasiado familiares de la vida en el hospital infantil empezaban a pesarle, y empezaba a sentirse un poco agraviada. Era terrible sentirse agraviada por el trabajo, pensó, sobre todo por un trabajo como el suyo. Quizá necesitaba un cambio.
Cuidar de un niño prehistórico…
Sí. Sí.
—El doctor Hoskins la recibirá ahora —dijo la recepcionista. Una puerta accionada electrónicamente se abrió silenciosamente. La señorita Fellowes entró en un despacho cuya falta de ostentación la sorprendió: albergaba un escritorio corriente, un monitor corriente, y a un hombre de aspecto corriente de unos cincuenta años, cabello color arena que empezaba a ralear, un principio de papada y una peculiar boca curvada hacia abajo y que parecía más hosca de lo que debía de ser en realidad.
La placa que descansaba sobre el escritorio rezaba: GERALD A. HOSKINS, Doctor en Físicas, DIRECTOR EJECUTIVO.
El detalle divirtió más que impresionó a la señorita Fellowes. ¿Era la compañía tan grande que el «Doctor en Físicas» debía recordar a la gente la identidad del hombre que mandaba, mediante el expediente de colocar una placa frente a él, en su propio despacho? ¿Y por qué consideraba necesario añadir el Doctor en «Físicas»? ¿Acaso no poseían un título, o dos, todos los miembros de la empresa? ¿Era una forma de proclamar que no era un simple ejecutivo, sino también un científico? Había dado por sentado que el responsable de una empresa especializada como Tecnologías Estasis S. L. sería un científico, sin necesidad de que se lo pasaran por la cara.
Daba igual. Un hombre podía tener peores manías que la presunción.
Hoskins tenía delante un fajo de fotocopias. Su currículum, supuso ella, y el informe sobre su entrevista preliminar, y cosas por el estilo. El hombre levantó la vista, la bajó de nuevo hacia las fotocopias, y volvió a mirarla. Su examen fue claro, un poco demasiado directo. La señorita Fellowes se puso rígida al instante. Notó que sus mejillas enrojecían, y que en una de ellas le pulsaba involuntariamente un músculo.
«Piensa que tengo las cejas demasiado pobladas y la nariz un poco descentrada», se dijo.
Y luego dijo que era ridículo, que ese hombre tenía tanto interés por examinar el ángulo de su nariz y el espesor de sus cejas como por saber la marca de zapatos que calzaba. De todos modos, resultaba sorprendente y algo embarazoso que un hombre la mirara con tanta minuciosidad. Una enfermera uniformada solía resultar invisible para los hombres. Ahora no llevaba uniforme, pero con los años había aprendido a hacerse invisible a los ojos de los hombres, aun vestida de calle, y suponía que con éxito. Ser examinada de esa manera la inquietaba más de lo conveniente.
—Su expediente es notabilísimo, señorita Fellowes —dijo el hombre.
Ella sonrió, pero guardó silencio. ¿Qué podía decir? ¿Darle la razón, contradecirle?
—Y viene con encomiásticas recomendaciones de sus superiores. Todos la alaban con casi idénticas palabras, ¿sabe? Total dedicación al trabajo, profunda devoción al deber, gran iniciativa en momentos de crisis, soberbia pericia técnica…
—Soy una buena trabajadora, doctor Hoskins, y suelo saber lo que hago. Creo que esas frases sólo son maneras rebuscadas de decir ambas cosas.
—Supongo que sí.
El hombre clavó los ojos en los de ella, y la señorita Fellowes intuyó de repente la energía del hombre, su resolución y la obstinada determinación de culminar las tareas iniciadas, excelentes cualidades en un administrador pero que podían amargar la vida a quienes trabajaban bajo sus órdenes. El tiempo tenía la palabra, pensó. Sostuvo su mirada sin vacilar.
—No veo que haya ninguna necesidad de interrogarla acerca de sus antecedentes profesionales —dijo por fin Hoskins—. Ya fueron examinados durante sus anteriores entrevistas, que superó con suma brillantez. En realidad, sólo quiero discutir dos puntos con usted.
La mujer aguardó.
—Uno, quiero saber si se ha visto implicada en asuntos que pudieran ser…, bueno…, políticamente sensibles. Políticamente controvertidos.
—No estoy metida en política, doctor Hoskins. Voto, cuando creo que merece la pena votar por alguien, cosa que no sucede muy a menudo, pero no firmo peticiones ni participo en manifestaciones, si a eso se refiere.
—No exactamente. Más que a controversias políticas, me refiero a controversias profesionales. Temas relacionados con el trato que deberían no recibir los niños.
—Sólo conozco una manera de tratar a los niños, que es hacer lo posible por atender sus necesidades. Si le parece simplista, lo siento, pero…
El hombre sonrió.
—Tampoco me refiero a eso. Lo que quiero decir es… —Hizo una pausa y se humedeció los labios—. Me refiero a cosas del tipo Bruce Mannheim. Acalorados debates sobre los métodos empleados por ciertas instituciones públicas para tratar a los niños. ¿Me explico, señorita Fellowes?
—Me ocupo sobre todo de niños disminuidos, doctor Hoskins. Intento mantenerles con vida y ayudarles a forjar su personalidad. No hay mucho que debatir sobre eso, ¿verdad?
—¿Nunca ha tenido un tropiezo profesional con pretendidos defensores de los niños como Bruce Mannheim?
—Nunca. He leído algo sobre el señor Mannheim en los periódicos, pero jamás he tenido contactos con él o con alguien como él. No le conocería si nos cruzáramos en la calle. Tampoco me he formado una opinión concreta sobre sus ideas, ni a favor ni en contra.
Hoskins aparentó alivio.
—No intento dar a entender que soy contrario a Bruce Mannheim o a las posturas que representa —dijo—, pero nos produciría graves complicaciones que su trabajo aquí se convirtiera en blanco de una publicidad hostil.
—Desde luego. Sería lo último que yo desearía.
—Perfecto. Podemos continuar. Mi segunda pregunta tiene que ver con la naturaleza del compromiso contraído con el trabajo que le exigiremos aquí. Señorita Fellowes, ¿cree que puede querer a un niño difícil, extraño, tal vez indisciplinado, e incluso muy desagradable?
—¿Querer? ¿No sólo cuidar?
—Querer. Ocupar el loco parentis. Ser su madre, señorita Fellowes, más o menos. Más o menos. Será el niño más solitario de la historia del mundo. No sólo necesitará una enfermera, sino una madre. ¿Está preparada para asumir esa carga? ¿Desea asumirla?
La miró fijamente, como si deseara leer en su interior. Una vez más, ella sostuvo su acuciante mirada sin la menor vacilación.
—Dice que será difícil, extraño y… ¿qué palabra ha empleado?… muy desagradable. ¿En qué sentido?
—Estamos hablando de un niño prehistórico, ya lo sabe. Él o ella, aún no lo sabemos, puede ser muy salvaje, más que un miembro de la tribu más salvaje de la Tierra en nuestros días. Es posible que el comportamiento de este niño se asemeje más al de un animal. Un animal feroz, tal vez. Eso quiero decir con difícil, señorita Fellowes.
—No sólo he trabajado con niños prematuros, doctor Hoskins. Tengo experiencia con niños emocionalmente desequilibrados. Me las he visto con pequeños clientes muy duros.
—No tan duros, quizá.
—Ya lo veremos, ¿no?
—Salvaje, y probablemente desdichado, solitario y furioso. Extraño y asustado, en un mundo desconocido. Arrancado de su entorno familiar y condenado a un aislamiento casi total. Una auténtica Persona Desplazada. ¿Conoce la expresión «Persona Desplazada», señorita Fellowes? Se remonta a mediados del siglo pasado, a la época de la Segunda Guerra Mundial, cuando la gente desarraigada vagaba por toda Europa, y…
—La paz reina ahora en el mundo, doctor Hoskins.
—Por supuesto, pero este niño no experimentará mucha paz. Sufrirá a causa del rompimiento total de su vida, una verdadera Persona Desplazada, del tipo más patético. Y muy pequeña, por cierto.
—¿Hasta qué punto?
—De momento sólo podemos transportar desde el pasado un máximo de cuarenta kilos de masa cada vez, e incluyen no sólo al sujeto vivo sino también a la zona de aislamiento inanimado circundante. Por lo tanto, estamos hablando de un niño pequeño, muy pequeño.
—Una criatura, ¿verdad?
—No estamos seguros. Confiamos en conseguir un niño de seis o siete años, pero podría ser mucho más pequeño.
—¿No lo saben? ¿Van a cogerlo a ciegas?
A Hoskins no pareció gustarle el comentario.
—Hablemos de afecto, señorita Fellowes. Del afecto hacia ese niño. Le garantizo que no será fácil. ¿Le gustan realmente los niños? No me refiero a un cariño trivial, y no estoy hablando de la correcta ejecución de las tareas profesionales. Quiero que profundice en las acepciones de la palabra, en el significado real de afecto, en el significado de maternidad, en el significado real de amor incondicional que representa la maternidad.
—Creo saber lo que es el amor.
—Sus datos bibliográficos dicen que estuvo casada en una ocasión, pero que ha vivido sola muchos años.
La señorita Fellowes notó que su rostro se encendía.
—Estuve casada en una ocasión, sí. Hace mucho tiempo, y durante un breve período.
—No tuvo hijos.
—El matrimonio se rompió porque yo no podía tener hijos.
—Entiendo —dijo Hoskins, incómodo.
—Había muchas formas de solucionar el problema, por supuesto, gracias a los avances del siglo veintiuno: cámaras fetales exútero, implantes, madres sustitutivas, etcétera. Sin embargo, mi marido no aceptaba otra cosa que el antiguo método tradicional de compartir genes. Quería un hijo nuestro en todos los sentidos, y yo debía llevar en mi seno a nuestro hijo durante los nueve meses preceptivos. No pude hacerlo, él no aceptó otra alternativa y… nos separamos.
—Lo siento. Y no volvió a casarse.
La mujer prosiguió con voz serena, desprovista de toda emoción:
—El primer intento ya me resultó bastante doloroso. Cabía la posibilidad de que el segundo fuera más duro aún, y no quise correr el riesgo. Eso no significa que no sepa querer a los niños, doctor Hoskins. Creo innecesario apuntar que la elección de mi profesión está relacionada con el gran vacío que mi matrimonio creó en mi… en mi alma, si lo prefiere. En lugar de querer a uno o dos niños, he querido a docenas. Como si fueran míos.
—No todos han sido niños agradables.
—Muy cierto.
—No todos han sido niños agradables y cariñosos, con naricitas respingonas y alegres gorjeos. ¿Los aceptó tal como eran, guapos, feos, tranquilos y nerviosos? ¿Sin condiciones?
—Sin condiciones. Los niños son así, doctor Hoskins. Los que no son guapos y simpáticos son los que necesitan más ayuda. Y la mejor manera de empezar a ayudar a un niño es queriéndole.
Hoskins guardó silencio y reflexionó unos momentos. La señorita Fellowes se sentía muy decepcionada. Había acudido dispuesta a hablar de su bagaje técnico, de sus investigaciones en desequilibrios de la electrólisis, en neurorreceptores. Se había centrado exclusivamente en la cuestión de si era capaz de querer a un desgraciado niño salvaje (a cualquier niño, tal vez), como si fuera lo único importante. Y en la cuestión, aún más irrelevante, de si había hecho algo que pudiera causar agitaciones políticas. Era obvio que no sentía interés hacia sus aptitudes. Era obvio que ya tenía en mente a alguien para el puesto, y que no tardaría en despedirla cortésmente en cuanto se le ocurriera una manera diplomática de hacerlo.
—Bien —dijo por fin—, ¿cuándo puede despedirse de su actual empleo?
Ella le miró, confundida.
—¿Quiere decir que me acepta? ¿Así, sin más?
Hoskins sonrió levemente, y su cara grande adquirió por un momento cierto encanto de profesor despistado.
—¿Por qué iba a preguntárselo, si no?
—¿No tendría que dar su aprobación previa un comité?
—Señorita Fellowes, yo soy el comité. El comité decisivo, el que da la aprobación final. Y tomo las decisiones con rapidez. Sé qué clase de persona necesito y usted encaja en el perfil. Podría equivocarme, desde luego.
—¿Y si es así?
—Puedo desdecirme con igual rapidez, créame. Este proyecto no admite el menor error. Hay una vida en juego, una vida humana, la vida de un niño. Por pura curiosidad científica, vamos a hacer algo con un niño que algunas personas considerarán monstruoso. No me hago ilusiones al respecto. No he pensado ni por un momento que somos monstruos, ninguno de nosotros lo ha pensado, y no abrigo escrúpulos ni remordimientos por lo que proyectamos hacer, y creo que, a la larga, el niño objeto de nuestros experimentos saldrá beneficiado. Sin embargo, soy muy consciente de que otras personas estarán en completo desacuerdo con esta opinión. Por lo tanto, es nuestro deseo que el niño reciba el mejor trato posible durante su estancia en nuestra época. Si usted no es capaz de proporcionarle ese trato, será sustituida sin vacilaciones, señorita Fellowes. No se me ocurre otra forma más delicada de expresarlo. No somos sentimentales y no nos gusta jugar con algo que podemos controlar. En suma, en este momento, su contrato es meramente provisional. Le pedimos que abandone por completo su existencia actual, sin garantizarle que durará más de una semana en ésta, o un día. ¿Se ve con fuerzas para aceptar el reto?
—Es usted muy directo, doctor Hoskins.
—Siempre suelo serlo. Bien, señorita Fellowes. ¿Qué me responde?
—A mí tampoco me gusta jugar.
El rostro de Hoskins se ensombreció.
—¿Significa eso una negativa?
—No, doctor Hoskins. Acepto el puesto. Si dudara por un momento que soy la persona adecuada para el trabajo, no me habría presentado. Puedo hacerlo, y lo haré. Y no tendrá motivos para lamentar su decisión, se lo aseguro. ¿Cuándo empiezo?
—En estos momentos estamos conduciendo la Estasis a su nivel crítico. Confiamos en efectuar la recogida dentro de dos semanas a partir de esta noche, la decimoquinta, a las siete y media en punto de la noche. Queremos que usted esté presente en el momento de la llegada, preparada para ocuparse del sujeto al instante. Hasta entonces tendrá que renunciar a sus actividades actuales en el mundo exterior. ¿Queda claro que residirá aquí todo el tiempo, señorita Fellowes? Y con eso quiero decir las veinticuatro horas del día, al menos las primeras fases. Lo leyó en las especificaciones de la solicitud, ¿verdad?
—Sí.
—En ese caso, creo que nos hemos entendido perfectamente.
«No —pensó la mujer—. No nos hemos entendido en absoluto. Claro que eso carece de toda importancia. Si surgen problemas, los resolveremos como sea. Lo único importante es el niño. Todo lo demás es secundario. Todo».