15

Era difícil dormir. Pese al cansancio, tenía los ojos abiertos, en ese estado de desvelo absoluto que nace del cansancio más extremo. Se esforzaba en captar cualquier sonido procedente de la habitación contigua.

No podía salir, ¿verdad? ¿Verdad?

Las paredes eran perpendiculares y muy altas, pero ¿y si el niño podía trepar como un mono?

¿Por un muro vertical sin nada a lo que agarrarse? «¡Otra vez has vuelto a pensar en él como en un mono!».

No podía trepar y descolgarse por el otro lado, no. Estaba segura. En cualquier caso, los omnipresentes sensores de Hoskins vigilaban desde arriba. Lo registrarían y darían la alarma, si el niño empezaba a trepar de habitación en habitación en plena noche.

Seguro. «Hay tantas cosas que no me he preocupado de averiguar», pensó la señorita Fellowes.

Y entonces, de súbito, se preguntó: «¿Puede ser peligroso? ¿Físicamente peligroso?».

Pensó en los numerosos problemas que había causado bañarle. Primero Hoskins, y luego Elliott, se las habían visto y deseado para sujetarle. Sólo un niño, ¡pero qué fuerte era! ¡El arañazo que había propinado a Elliott!

¿Y si entraba aquí y…?

«No —se dijo—. No me hará daño».

Hoskins no la habría dejado sola, con o sin sensores, si creyera que existía algún peligro…

Intentó reírse de sus temores. Era un niño de tres años, cuatro a lo sumo. De todos modos, aún no había logrado cortarle las uñas. Si la atacaba con aquellas uñas y dientes mientras dormía…

Su respiración se aceleró. Oh, qué ridiculez, qué completa ridiculez. Y sin embargo…

Se debatía en un mar de dudas, incapaz de tomar una decisión firme. ¿Era un repulsivo simio peligroso, o sólo un niño aterrorizado, alejado de sus seres queridos? O uno u otro, se dijo, pero ¿por qué no los dos? Hasta un niño asustado es capaz de hacer daño, si golpea con suficiente fuerza. Recordaba algunos desagradables episodios del hospital: niños arrastrados a tal desesperación que habían atacado a miembros del personal con auténtica violencia, provocándoles graves daños.

La señorita Fellowes no osaba dormirse. No osaba.

Yacía con la vista clavada en el techo, aguzando el oído. Oyó un sonido.

El niño estaba llorando.

No gritaba de miedo o rabia, no chillaba ni vociferaba. Lloraba en voz baja, estremecedores sollozos de un niño solitario.

Su ambivalencia se disipó al instante. Por primera vez, la señorita Fellowes pensó, afligida: «¡Pobre criatura! ¡Pobre niño aterrorizado!».

Pues claro que era un niño. ¿Qué importaba la forma de su cabeza, o la textura de su cabello? Era un niño que se había quedado huérfano como ningún otro niño en la historia. Hoskins lo había dicho, con suma precisión, durante su primer encuentro: «Éste será el niño más solitario de la historia del mundo». No sólo había perdido a su padre y a su madre, sino a todos los miembros de su especie, hasta el último. Desgajado cruelmente de su tiempo, era el único de su clase en el mundo.

El último. El único.

Sintió que su compasión aumentaba y se profundizaba, acompañada de vergüenza por su propia crueldad: la repugnancia que había experimentado hacia el niño, la irritación demostrada hacia sus salvajes costumbres. ¿Cómo podía haber sido tan cruel?, se preguntó. Tan poco profesional. Ya era bastante horrible haber sido secuestrado de aquella manera, pero aún peor ser tratado con desdén por la persona que debía cuidarle y enseñarle a encontrar un lugar en su nueva y desconcertante vida.

Se cubrió cuidadosamente las pantorrillas con la bata (los sensores, ¿es que no podía dejar de preocuparse por aquellos estúpidos sensores?), saltó de la cama y avanzó de puntillas hacia la habitación del niño.

—Niño —susurró—. Niño.

Se arrodilló y rebuscó debajo de la cama, pero entonces se le ocurrió la idea (vergonzosa pero prudente, nacida de su larga experiencia con niños problemáticos) de que podía morderla, y retrajo la mano. Encendió la luz de la mesita de noche y apartó la cama de la pared.

La criatura estaba acurrucada en un rincón, las rodillas apretadas contra el mentón, y la miró con ojos nublados y temerosos.

Gracias a la escasa luz consiguió hacer caso omiso de su aspecto repulsivo, de las groseras facciones, de la enorme cabeza deforme.

—Pobre crío —murmuró—. Pobre crío asustado.

La señorita Fellowes acarició su cabello, aquella masa enmarañada que le había resultado tan desagradable unas horas antes. Ahora, le pareció tan sólo peculiar. El niño se puso rígido cuando le tocó, pero luego se tranquilizó.

—Pobre criatura. Deja que te abrace.

El niño emitió un suave chasquido. Después, un breve gruñido, como expresando su desdicha. La señorita Fellowes se sentó en el suelo a su lado y volvió a acariciarle el cabello, lenta, rítmicamente. La tensión fue abandonando su cuerpo. Tal vez nadie le había acariciado el cabello antes, en aquella feroz vida prehistórica que había dejado atrás. Tuvo la impresión de que le gustaba. Jugueteó con su cabello, lo alisó, desenmarañó, quitó algunos espinos enredados, pero sobre todo pasó la mano sobre la parte superior de su cabeza, poco a poco, casi hipnóticamente.

Acarició su mejilla, su brazo. El niño la dejó hacer.

La mujer comenzó a cantar en voz baja una canción, repetitiva y sin palabras, una melodía que conocía desde su infancia, que había cantado a muchos niños angustiados para sosegarles.

El niño levantó la cabeza, fijó la vista en su boca, como preguntándose de dónde procedía el sonido.

Ella le atrajo hacia sí mientras la escuchaba. No opuso resistencia. Apretó la mano contra su cabeza, guiándola hasta que descansó sobre su hombro. Pasó el brazo por debajo de sus muslos y lo depositó sobre su regazo con un suave movimiento.

Continuó cantando la misma tonada, serena y sinuosa, una y otra vez, mientras le mecía de un lado a otro, de un lado a otro, de un lado a otro.

El niño dejó de llorar en algún momento.

Al cabo de un rato, su tranquila y rítmica respiración indicó a la señorita Fellowes que se había dormido.

Empujó la cama hacia la pared con mucho cuidado, moviendo la rodilla, y le tendió sobre ella. Le cubrió con las sábanas (¿habría tenido alguna vez colcha?). ¡Una cama no, desde luego! Permaneció unos minutos contemplándole. Su rostro expresaba una profunda paz mientras dormía.

De alguna manera, ya no le importaba tanto que fuera feo.

Se dispuso a salir de puntillas, pero cuando llegó a la puerta se detuvo y pensó: «¿Y si se despierta?».

Se sentiría peor que antes, pues esperaría encontrar su consoladora presencia al lado, y no sabría a dónde había ido. Tal vez fuera presa del pánico; tal vez perdiera los estribos.

La señorita Fellowes titubeó, sin saber qué hacer. Volvió hacia la cama y le examinó mientras dormía. Después, suspiró. Sólo había una solución. Se acostó a su lado.

La cama era demasiado pequeña para ella. Tuvo que apretar las piernas contra el pecho, el codo izquierdo contra la pared, y para no molestar al niño adoptó una complicada e incómoda posición retorcida. Permaneció despierta por completo, hecha un ovillo, y se sintió como Alicia después de probar la botella que ponía «Bébeme» en el País de las Maravillas. Muy bien: esta noche no iba a dormir. Sólo era la primera noche. Después, todo sería más fácil. A veces, existían prioridades más importantes que dormir.

Notó que algo rozaba su mano. Los dedos del niño, que recorrían su palma. La buscaba, dormido. La áspera manita enlazó la suya.

La señorita Fellowes sonrió.