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En realidad, fue la tercera persona que Hoskins entrevistó para el trabajo, pero los de Personal se habían inclinado por las otras dos. Sin embargo, Gerard Hoskins era una especie de director ejecutivo, y no necesitaba aceptar las opiniones de aquellos en los que delegaba su autoridad, ni tomarse la molestia de confrontar sus opiniones con las de él. Algunos miembros de la empresa opinaban que era su peor defecto como directivo. En ocasiones se mostraba de acuerdo con ellos. No obstante, había insistido en entrevistar personalmente a las tres mujeres.
La primera llegó con una recomendación especial de Sam Aickman, jefe de Personal de Tecnologías Estasis, lo cual bastó para despertar la suspicacia de Hoskins, porque Aickman tenia debilidad por los tecnócratas, la opción perfecta si se buscaba a un experto en contención del campo de implosión, o a alguien capaz de lidiar con un enjambre de positrones indisciplinados de tú a tú. Sin embargo, Hoskins no estaba convencido de que un tecnócrata apadrinado por Sam fuera la persona idónea para aquel trabajo en particular.
Se llamaba Marianne Levien y era una auténtica tigresa. A finales de la treintena, elegante, delgada, atractiva, rutilante. La palabra más apropiada para definirla no era hermosa, pero sí impresionante, definitivamente impresionante.
Tenía unos pómulos magníficos, cabello negro como el azabache peinado hacia atrás y unos ojos fríos que no pasaban por alto ningún detalle. Vestía un elegante traje de vistoso color marrón con rebordes dorados, tal vez comprado un par de días antes en París o San Francisco, y rodeaba su garganta una profusión de cadenitas doradas guarnecidas con perlas, que Hoskins no consideró la clase de joyas adecuadas para una entrevista de trabajo, sobre todo uno de esta clase. Parecía más una joven ejecutiva agresiva, aspirante a ocupar un puesto en la junta directiva, y no encajaba con su idea de cómo debía ser una enfermera.
Pero, de hecho, era una enfermera, si bien parecía un empleo muy modesto para alguien con sus antecedentes y logros profesionales. Su currículum era deslumbrante. Doctorados en pedagogía heurística y tecnología de rehabilitación. Ayudante del jefe de Servicios Especiales de la clínica infantil del Hospital General de Houston. Consultora de la Comisión Katzin, la fuerza de choque federal sobre educación terapéutica. Seis años de experiencia en interacción avanzada para niños autistas mediante inteligencia artificial. Bibliografía de programas para ordenador de un kilómetro de largo.
¿Justo lo que Tecnologías Estasis S. L. necesitaba?
Eso parecía pensar Sam Aickman, al menos.
—Como comprenderá —dijo Hoskins—, le pediremos que renuncie a todos sus proyectos externos, las colaboraciones en Washington y Houston, cualquier trabajo de consultora que le exija viajar. Permanecerá aquí, en situación de servicio permanente, durante un período de varios años. Se ocupará de una tarea altamente especializada.
La mujer ni siquiera pestañeó.
—Comprendo.
—Veo que durante los últimos dieciocho meses ha dado conferencias en Sao Paulo, Winnipeg, Melbourne, San Diego y Baltimore, y que se han leído comunicaciones escritas por usted en otras cinco reuniones científicas, a las que no pudo acudir en persona.
—Correcto.
—Y a pesar de ello, ¿está segura de que podrá realizar la transición de la carrera profesional muy activa reflejada en su currículum, al tipo de existencia básicamente aislada que deberá adoptar aquí?
Un brillo frío y decidido apareció en sus ojos.
—No sólo creo que seré completamente capaz de realizar la transición, sino que estoy ansiosa por empezar.
Hoskins creyó captar algo que no encajaba bien.
—¿Le importaría explicarse un poco mejor? Quizá no acaba de entender del todo lo monásticos que tendemos a ser en Tecnologías Estasis S. L., lo muy exigente que le resultará su parcela de responsabilidad exclusiva.
—Creo que sí lo entiendo, doctor Hoskins.
—Y pese a ello, ¿está ansiosa por empezar?
—Quizás esté menos ansiosa que antes por viajar de Winnipeg a Melbourne, y de Melbourne a Sao Paulo.
—¿Intenta decir que está un poco quemada, doctora Levien?
La sombra de una sonrisa apareció en sus labios, la primera muestra de calidez humana que Hoskins veía desde que la mujer había entrado en su despacho, pero se desvaneció con tanta rapidez como había surgido.
—Puede llamarlo así, doctor Hoskins.
—Sí, pero ¿y usted?
Aquella inesperada salida pareció sorprenderla, pero luego respiró hondo y recuperó el aplomo sin apenas esfuerzo.
—«Quemada» es un término excesivo para mi propensión anímica habitual. Digamos que estoy interesada en reorientar mi gasto de energía, tan diversificado hasta este momento, como habrá visto, y concentrarlo en una única tarea.
—Ah… Ya. Exactamente eso.
Hoskins la contempló con una mezcla de asombro y horror. Hablaba con perfecta voz de contralto; sus cejas eran impecablemente simétricas; estaba sentada muy erguida, en la postura más elegante imaginable. Era extraordinaria en todos los sentidos. Pero no parecía real.
—¿Qué la condujo, exactamente —preguntó, tras una breve pausa—, a solicitar este trabajo, aparte de concentrar su gasto de energía en una única tarea?
—La naturaleza del experimento me fascina.
—Ah. Cuénteme.
—Como sabe cualquier escritor importante de literatura infantil, el mundo del niño es muy diferente del de los adultos. Un mundo alienígena, de hecho, cuyos valores, premisas y realidades son muy diferentes. A medida que nos hacemos mayores, casi todos realizamos una transición tan perfecta de aquel mundo a éste, que olvidamos la naturaleza del mundo abandonado. A lo largo de mi trabajo con niños he intentado penetrar en sus mentes y comprender la naturaleza derivada de este otro mundo, con tanta profundidad como me han permitido mis limitaciones de adulta.
—¿Cree que los niños son seres alienígenas? —preguntó Hoskins, intentando sustraer la sorpresa de su voz.
—De una manera metafórica, sí. No literalmente, por supuesto.
—Por supuesto. —Hoskins echó un vistazo al currículum y frunció el ceño—. ¿Nunca ha estado casada?
—No, nunca —contestó la mujer con frialdad.
—Y supongo que tampoco ha elegido la vía de tener un hijo criado exclusivamente por usted.
—Consideré muy seriamente esa posibilidad hace unos años, pero mi trabajo me ha proporcionado una especie de maternidad sustitutiva muy satisfactoria.
—Sí, supongo que sí… Bien, hace un momento estaba diciendo que ve el mundo del niño como un lugar alienígena. ¿Cómo se relaciona esa afirmación con mi pregunta acerca de los motivos que la impulsaron a solicitar este trabajo?
—Si es cierta en su integridad la notable descripción preliminar del experimento que me ha sido entregada, supondría cuidar de un niño que proviene, literalmente, de un mundo alienígena. No espacial, sino temporal. No obstante, la esencia de la situación existencial es equivalente. Agradecería la oportunidad de estudiar las diferencias tan fundamentales que apartan a un niño de nosotros, como medio de obtener alguna desviación paraláctica capaz de proporcionarme más ideas para mi trabajo.
Hoskins la miró fijamente.
No, pensó. No era real. Una especie de androide muy perfeccionado. Una enfermera robot. Sólo que la perfección de los robots no había alcanzado todavía tal nivel de calidad, estaba seguro. Por lo tanto, tenía que ser una persona de carne y hueso, pero no actuaba como tal.
—Tal vez no sea tan sencillo —dijo—. Puede que surjan dificultades de comunicación. Es muy probable que presente algún defecto del habla. De hecho, hay muchas posibilidades de que sea incapaz de hablar.
—¿Cuál es su sexo?
—Aún lo ignoramos. Ha de pensar que el niño tardará otras tres semanas en llegar, más o menos, y hasta ese momento no sabremos nada sobre su naturaleza real.
La mujer aparentó indiferencia.
—Soy consciente de los peligros. Es probable que el niño padezca graves deficiencias vocales, físicas o incluso intelectuales.
—Sí, puede que deba tratarlo como a un niño retrasado mental de nuestra era. No lo sabemos. Le entregaremos un completo desconocido.
—Estoy dispuesta a afrontar ese desafío, o el que sea. Lo que me interesa es el desafío, doctor Hoskins.
Él le creyó. Las reservas, incluso especulaciones, contenidas en la descripción del trabajo no la habían impresionado. Parecía dispuesta a enfrentarse con cualquier cosa, y se desinteresaba de los detalles.
Era fácil comprender por qué había impresionado tanto a Sam Aickman.
Hoskins guardó silencio un momento, el tiempo suficiente para conceder una oportunidad a la candidata. Marianne Levien no vaciló en aprovecharla.
Introdujo la mano en el maletín y extrajo un ordenador minúsculo, del tamaño de una moneda grande.
—He traído un programa en el que he estado trabajando desde que corrió la noticia de que se abría el plazo de solicitudes para este puesto. Es una variación de un trabajo que realicé en Perú hace siete años, con niños aquejados de lesiones cerebrales. Seis algoritmos definen y modifican el flujo de comunicaciones. En esencia, evitan los canales verbales de la mente y…
—Gracias —dijo con suavidad Hoskins, y contempló el diminuto artilugio que sostenía en su mano extendida como si le ofreciera una bomba—, pero existe todo tipo de complejidades legales que me impiden ver su material hasta que sea una empleada de Tecnologías Estasis S. L. Cuando haya sido contratada, me sentiré encantado de comentar con usted en detalle sus investigaciones anteriores, pero hasta entonces…
—Por supuesto.
El rubor tiñó sus mejillas inmaculadas. Un error táctico, y ella lo sabía: demasiada impaciencia, incluso insistencia. Hoskins contempló su lenta recuperación.
—Comprendo la situación. Ha sido una estupidez por mi parte intentar saltarme las formalidades, pero confío en que entienda, doctor Hoskins, que bajo la fachada reluciente que ve, soy básicamente investigadora, con todo el entusiasmo de una estudiante recién graduada que se dispone a descubrir los secretos del universo, y en ocasiones, pese a saber lo que es factible y adecuado, tiendo a esquivar los protocolos acostumbrados por puro deseo enfebrecido de llegar al corazón de…
Hoskins sonrió. Hoskins cabeceó. Hoskins habló.
—Por supuesto, doctora Levien. No es ningún pecado dejarse llevar por el entusiasmo, y la conversación ha sido muy esclarecedora. Nos pondremos en contacto con usted en cuanto hayamos tomado la decisión.
Ella le dirigió una extraña mirada, como sorprendida de que no la hubiera contratado en el acto. Tuvo el buen sentido de no decir nada más que «Gracias» y «Adiós».
Se detuvo en la puerta del despacho, se volvió y le dedicó una sonrisa final de alto voltaje. Después salió, dejando una imagen incandescente en la mente de Hoskins.
Uf, pensó Hoskins.
Sacó un pañuelo y se secó la frente.