23

Se despidió de Timmie y le aseguró que volvería pronto. Informó a la señora Stratford de lo que debía darle de comer, y cuándo. La joven ayudante aparentaba cierta inquietud por aceptar la responsabilidad de quedarse sola con Timmie, pensó la señorita Fellowes, pero entonces la señora Stratford comentó que Mortenson estaría cerca por si Timmie planteaba dificultades, y la señorita Fellowes comprendió que la mujer estaba más preocupada por encontrarse enzarzada en una feroz batalla, que por cualquier daño que pudiera sufrir Timmie mientras ella le cuidaba. Tal vez sea conveniente asignarle otras funciones, pensó la señorita Fellowes. De todos modos, no tenía otro remedio que dejar a Timmie bajo su tutela. El localizador que guardaba en el bolso le avisaría al instante de cualquier contratiempo.

Se marcharon. Timmie emitió un leve gemido de… ¿sorpresa? ¿Desesperación?

—¡No te preocupes, Timmie! ¡Volveré! ¡Volveré!

La separación era necesaria, pensó. Y cuanto antes mejor. Por el niño, y por ella.

Hoskins la condujo por el laberinto de pasillos apenas iluminados, bóvedas resonantes y oscuras escaleras metálicas que habían atravesado la noche que Timmie había llegado, una noche que a la señorita Fellowes se le antojaba tan lejana como el recuerdo de un sueño. Salieron del edificio unos instantes a un día claro y luminoso, pero luego se sumergieron en otro edificio inhóspito, similar a una cochera, muy parecido al que había albergado la burbuja de Estasis de Timmie.

—Éste es el antiguo laboratorio de Estasis —informó Hoskins—. Donde todo empezó.

De nuevo, controles de seguridad; de nuevo, ruidosas escaleras, mohosos pasillos, tétricas bóvedas cavernosas. Por fin, llegaron al corazón de una bulliciosa zona de investigaciones, mucho más ajetreada que la otra. Hombres y mujeres enfundados con monos de laboratorios iban de un lado a otro, cargados con montañas de informes, expedientes, cubos de datos. Hoskins saludó a muchos por el nombre, y ellos le respondieron igual. La señorita Fellowes consideró desagradable la informalidad.

«Claro que esto no es un hospital —se dijo—. Esta gente sólo trabaja aquí. Ésa es la diferencia».

—Animal, vegetal, mineral —dijo Hoskins—. Tal como le había prometido. Animal, allí: nuestro ejemplar más espectacular. Antes de Timmie, por supuesto.

El espacio estaba dividido en muchas habitaciones, y cada una contaba con una burbuja de Estasis, más pequeña que la de Timmie. Hoskins la condujo hacia el panel de cristal de una, y ella miró su interior.

En principio creyó que se trataba de un pollo provisto de escamas y cola. Corría como un poseso de una pared a otra sobre dos patas muy delgadas, mirando a todas partes. Sin embargo, jamás había existido un pollo como ése, un pollo sin alas, con dos bracitos colgantes terminados en garras semejantes a manos, que se abrían y cerraban sin cesar. Su estrecha cabeza delicadamente moldeada, como la de un ave, con relucientes ojos escarlatas. Una quilla huesuda coronaba su cráneo, como la cresta de un gallo, pero de un azul eléctrico. Su cuerpo era verde, con franjas más oscuras, y poseía cierto brillo reptiliano. La delgada cola sinuosa se agitaba de un lado a otro.

—Éste es nuestro dinosaurio —dijo Hoskins—. Nuestro orgullo y alegría… hasta que Timmie llegó.

—¿Dinosaurio? ¿Eso?

—Ya le dije que era pequeño. Le gustaría que fuera gigantesco, ¿verdad, señorita Fellowes?

En las mejillas de la mujer se formaron unos hoyuelos.

—Supongo que sí. Es natural. Lo primero en que se piensa cuando se habla de dinosaurios es en su enorme tamaño. Y éste es, bueno, diminuto.

—Queríamos uno pequeño, créame. No le costará imaginar lo que ocurriría si un estegosaurio adulto, por ejemplo, apareciera en la Estasis y empezara a pasearse por el laboratorio. No basta la energía eléctrica de seis condados para crear un campo de Estasis lo bastante grande para contener algo tan enorme. Y la tecnología aún no está lo suficientemente desarrollada para transferir masas significativas, aunque contáramos con la electricidad necesaria.

La señorita Fellowes contempló al animal y sintió un escalofrío. ¡Un dinosaurio vivo, sí! ¡Fantástico!

Pero tan menudo… Recordaba más a un ave sin plumas, o alguna especie de lagarto…

—Si no es grande, ¿por qué es un dinosaurio?

—El tamaño no es un factor determinante, señorita Fellowes. La estructura ósea clasifica a un animal como dinosaurio. La anatomía pélvica, sobre todo. Los reptiles modernos poseen extremidades que sobresalen hacia los lados, como éste. Piense en la forma de andar de un cocodrilo o de un lagarto. Anadea más que camina, ¿no cree? Los cocodrilos no se desplazan erguidos sobre las patas traseras, pero los dinosaurios tenían pelvis de ave. Como todo el mundo, muchos eran capaces de caminar erguidos, como los animales modernos de dos patas. Piense en los avestruces, en las aves acuáticas de patas largas, en la articulación de nuestras piernas. Hasta los dinosaurios que iban a cuatro patas tenían el tipo de pelvis que permitía a las patas descender rectas, en lugar de desviarse a los lados como las de un lagarto. Es un modelo que evoluciona de forma totalmente diferente, una línea que condujo de los reptiles tipo dinosaurio a las aves, y de éstas a los mamíferos. Y su extremo saurio desapareció. Los únicos reptiles que sobrevivieron a la Gran Extinción, a finales del Mesozoico, fueron los que poseían el otro tipo de pelvis.

—Entiendo. Había dinosaurios grandes y pequeños, sólo que han sido los primeros quienes han cautivado nuestra imaginación.

—Exacto. Son los famosos, que asombran a todo el mundo en los museos, pero muchas especies tenían escasos metros de altura, Como ésta, por ejemplo.

—Ahora entiendo por qué la gente se desinteresó pronto. No asusta, no impresiona.

—La gente de la calle ha perdido el interés, señorita Fellowes, pero le aseguro que este amiguito ha constituido una revelación para los científicos. Se le estudia día y noche, y se han descubierto cosas muy interesantes. Por ejemplo, hemos podido determinar que no es totalmente de sangre fría, lo cual confirma una de las teorías más controvertidas acerca de los dinosaurios. Al contrario que muchas especies modernas de reptiles, posee un método para mantener la temperatura interna más elevada que la de su entorno. No es un método perfecto, en modo alguno, pero el hecho de que lo tenga confirma las pruebas, aportadas por los esqueletos, de que los dinosaurios se encuentran en la línea evolutiva directa que conduce a las aves y a los mamíferos. El animal que está viendo es uno de nuestros más remotos antepasados, señorita Fellowes.

—En ese caso, ¿no existe el riesgo de interferir en la historia de la evolución, al sacarle de su era? Imagine que este dinosaurio fuera el eslabón clave en la cadena de la evolución.

Hoskins soltó una carcajada.

—Temo que el desarrollo de la evolución no es tan sencillo. No, no existe el menor peligro de cambiar la historia de la evolución. El hecho de que sigamos aquí, después de que este bicho haya viajado a través del tiempo, lo demuestra.

—Supongo que sí… ¿Es macho o hembra?

—Macho. Por desgracia. Desde que lo trajimos, estamos intentando apoderarnos de una hembra de la misma especie, pero sería más fácil encontrar una aguja en un pajar.

—¿Para qué quieren una hembra?

Hoskins la miró con ironía.

—Quizá tendríamos la oportunidad de obtener óvulos fértiles, y dar a luz crías de dinosaurio en el laboratorio.

La señorita Fellowes se sintió ridícula.

—Por supuesto.

—Acérquese. La sección de trilobites. ¿Sabe qué son los trilobites, señorita Fellowes?

Ella no contestó. Contemplaba las patéticas evoluciones del pequeño dinosaurio en su encierro, corriendo de una pared a otra. Chocaba y rebotaba contra la pared antes de dar la vuelta. Daba la impresión de que el estúpido animal no entendía la razón que le impedía continuar su camino, salir a campo abierto y adentrarse en los húmedos pantanos y selvas tórridas de su entorno prehistórico.

Pensó en Timmie, encerrado en sus diminutas habitaciones.

—Le he preguntado, señorita Fellowes, si sabe lo que son los trilobites.

—¿Cómo? Oh, sí. Una especie de langosta ya extinguida, ¿no?

—Bueno, no exactamente. Un crustáceo extinto, pero muy diferente de una langosta. En realidad, no se parece a ningún ser viviente de hoy en día. En un tiempo fueron la forma de vida predominante en la Tierra, la cima de la creación. Eso fue hace quinientos millones de años. Había trilobites por todas partes. Reptaban a millones en el lecho de todos los océanos. Hasta que desaparecieron, por causas que ignoramos. No dejaron descendientes, ni herencia genética. Existieron, se multiplicaron, y después se desvanecieron. Dejaron grandes cantidades de fósiles.

La señorita Fellowes escrutó el tanque de trilobites. Vio seis o siete seres verdegrisáceos, de unos ocho o diez centímetros de largo, posados sobre un lecho de limo gris. Su aspecto era el de algo que pudiera verse fácilmente en la orilla del mar, en un charco dejado por la marea. Sus cuerpos estrechos, ovales, en apariencia fuertes, estaban divididos a lo largo en tres secciones onduladas. La del centro se elevaba sobre las otras dos, más pequeñas, erizadas de pequeñas púas. En un extremo se veían unos enormes ojos oscuros, faceteados como los de un insecto. Mientras la señorita Fellowes observaba, uno de los trilobites proyectó un conjunto de diminutas patas articuladas hacia los lados y comenzó a reptar, lentamente, muy lentamente, por el fondo del tanque.

La cima de la creación. La forma de vida predominante en su época.

Apareció un hombre con bata de laboratorio y empujando un carrito sobre cuya bandeja descansaba un complicado aparato, de aspecto extraño. Saludó a Hoskins con cordialidad y dedicó a la señorita Fellowes una sonrisa impersonal.

—Le presento a Tom Dwayne, de la Universidad de Washington —dijo Hoskins—. Es una de las personas que se responsabilizan de los trilobites. Tom es químico nuclear. Tom, quiero que conozcas a Edith Fellowes, enfermera diplomada. Es la maravillosa mujer que cuida a nuestro pequeño neandertal.

El hombre sonrió de nuevo, pero esta vez con más calidez.

—Es un honor conocerla, señorita Fellowes. Tiene una gran responsabilidad entre sus manos.

—Saldré adelante —replicó la mujer, procurando no sonar demasiado pomposa—. ¿Qué tiene que ver un químico nuclear con trilobites, si me permite la pregunta?

—Bien, en realidad no estoy estudiando los trilobites per se. Estoy estudiando la química del agua que vino con ellos.

—Tom está estudiando la proporción de isótopos del oxígeno contenido en el agua —explicó Hoskins.

—¿Para qué?

—Tenemos aquí agua primigenia —dijo Dwayne—, de una antigüedad mínima de quinientos millones de años, tal vez seiscientos. La proporción de isótopos nos da la temperatura predominante del océano en aquel tiempo (se lo explicaré en detalle, si quiere). Cuando sepamos la temperatura del océano, deduciremos todo tipo de cosas sobre el antiguo clima planetario. El mundo era en su mayor parte un océano cuando los trilobites medraban.

—Como ve, señorita Fellowes, a Tom no le interesan para nada los trilobites. Son desagradables molestias que flotan en su preciosa agua primigenia. Los que estudian los trilobites lo tienen mucho más fácil, porque les basta con diseccionar esos bichos, y sólo necesitan un escalpelo y un microscopio, mientras que el pobre Tom ha de montar aquí un espectrógrafo de masa cada vez que realiza un experimento.

—¿Por qué? ¿No puede…?

—No, no puede. No puede sacar nada de la burbuja de Estasis. Hay que mantener el equilibrio del potencial temporal.

—El equilibrio del potencial temporal —repitió la señorita Fellowes, como si Hoskins hubiera dicho algo en latín.

—Un problema de conservación de la energía. Lo que se desplaza por el tiempo atraviesa líneas de fuerza temporal. Acumula potencial mientras se mueve. Tenemos neutralizado el interior de la Estasis, y hay que mantenerlo así.

—Ah —dijo la señorita Fellowes.

Su formación científica no incluía demasiada física. Sus conceptos se le escapaban. Tal vez era una reacción a los infaustos recuerdos de su matrimonio. Su exmarido se complacía en volver una y otra vez sobre la «poesía» inherente a la física, su misterio, magia y belleza. Quizá las poseyera, pero la señorita Fellowes no solía pensar demasiado en nada relacionado con su exmarido.

—¿Seguimos nuestro paseo, y dejamos a Tom con sus trilobites? —preguntó Hoskins.

Había muestras de vida vegetal primordial en cámaras selladas (extrañas plantas escamosas de poco tamaño, siniestras y carentes de hermosura), así como fragmentos de formaciones rocosas, muy parecidas a las rocas del siglo XXI, en opinión de la señorita Fellowes. Eran las partes vegetal y mineral de la colección. Animal, vegetal y mineral, sí, como Hoskins había prometido. Se había llevado a cabo un completo saqueo de la historia natural del pasado. Y a cada espécimen le correspondía un investigador. El lugar era como un museo, un museo al que se había dotado de vida y servía de centro de investigaciones superactivo.

—¿Ha de supervisar todo esto, doctor Hoskins?

—Solo de manera indirecta, señorita Fellowes. Tengo subordinados, gracias a Dios. El trabajo administrativo general de dirigir la empresa basta para mantenerme ocupado tres veces más.

—Pero usted no es un hombre de negocios, en realidad —contestó la mujer, pensando en aquel tan cacareado doctorado en tísica—. Usted es un científico, que se ha ido convirtiendo poco a poco en un ejecutivo, ¿no?

El hombre asintió con aire melancólico.

—Una forma de expresarlo muy precisa. Empecé por el lado teórico. Mi doctorado trataba de la naturaleza del tiempo, la técnica de la detección intertemporal mesónica, etcétera. Cuando fundamos la empresa, ignoraba que sería algo más que el responsable de investigaciones teóricas, pero luego surgieron… bueno, problemas. Y no me refiero a problemas técnicos. Un día se presentaron los banqueros y nos echaron un buen sermón sobre el modo en que llevábamos nuestro negocio. Después hubo cambios de personal a los niveles más altos de la empresa, una cosa condujo a la otra, y de repente me dijeron «Jerry, has de ser director ejecutivo, eres el único que puede poner orden aquí». Fui lo bastante idiota para creerles, y luego, bien… —Sonrió—. Aquí me tiene, con un estupendo escritorio de caoba y todo eso. Revuelvo papeles, doy el visto bueno a los informes, convoco reuniones. Digo a la gente lo que debe hacer. Me quedan unos diez minutos libres al día para pensar en mis propias investigaciones científicas.

La señorita Fellowes experimentó una súbita oleada de solidaridad. Por fin comprendía el significado de la placa que descansaba sobre el escritorio de Hoskins. No era para presumir. La tenía allí para recordar quién y qué era en realidad.

«Qué triste», pensó.

—Si pudiera dejar de lado la vertiente administrativa de la empresa, ¿a qué clase de investigaciones se dedicaría? —preguntó.

—Problemas de la transferencia temporal de corto alcance. Sin la menor duda. Me gustaría descubrir un método de detectar objetos más cercanos en el tiempo del actual límite de diez mil años. Hemos llevado a cabo estudios preliminares prometedores, pero sin avanzar mucho más. Es una cuestión de recursos disponibles, tanto económicos como técnicos, de prioridades, de aceptar las limitaciones del momento. Si pudiéramos escarbar en los tiempos históricos, señorita Fellowes, si pudiéramos establecer contacto con el Egipto de los faraones, con los habitantes de Babilonia, de la antigua Roma, de Grecia, o de…

Se interrumpió. La señorita Fellowes oyó un alboroto procedente de una cabina lejana, una voz débil que se elevaba, quejumbrosa. Hoskins frunció el ceño, murmuró un apresurado «Perdone» y se alejó a toda prisa.

La señorita Fellowes procuró seguirle sin correr. No le hacía ninguna gracia quedarse sola entre tantas reliquias de tiempos pretéritos.

Un hombre mayor, vestido con ropa de calle, de barba gris bien recortada y rostro enrojecido por la furia, estaba discutiendo con un técnico uniformado, mucho más joven, que ostentaba el monograma rojo y dorado de Tecnologías Estasis S. L. en la bata de laboratorio.

—Tenía que concretar aspectos vitales de mis investigaciones —decía el enfurecido hombre—. ¿Es que no lo comprende?

—¿Qué sucede? —preguntó Hoskins, interponiéndose entre ambos.

—Intentó apoderarse de especímenes, doctor Hoskins —explicó el técnico.

—¿De la Estasis? —preguntó Hoskins, y enarcó las cejas—. ¿Lo dice en serio? —Se volvió hacia el hombre—. No puedo creer que sea cierto, doctor Adamewski.

El hombre señaló la burbuja de Estasis más próxima. La señorita Fellowes miró en aquella dirección. Sólo vio una pequeña mesa gris de laboratorio sobre la que descansaba una muestra de roca de lo más vulgar junto con algunos frascos de lo que aparentaba ser reactivos de ensayo.

—Todavía me queda mucho trabajo para llegar a… —empezó Adamewski.

El técnico le interrumpió.

—Doctor Hoskins, el profesor Adamewski sabía desde el principio que su espécimen de calcopirita sólo podía permanecer aquí durante dos semanas, plazo que termina hoy.

—¡Dos semanas! —estalló Adamewski—. ¿Quién puede predecir por anticipado cuánto va a durar un trabajo de investigación? ¿Acaso dedujo Roentgen los principios de los rayos X en dos semanas? ¿Solucionó Rutherford el problema de los núcleos atómicos en dos semanas? ¿Consiguió…?

—Dos semanas era el límite impuesto a este experimento —dijo el técnico—. Él lo sabía.

—¿Y qué? No podía garantizar que terminaría mi trabajo en un plazo tan breve. No puedo predecir el futuro, doctor Hoskins. Dos semanas, tres semanas, cuatro… Lo que importa es solucionar el problema, ¿no?

—El problema, profesor —replicó Hoskins—, es que nuestros recursos son limitados. Disponemos de un número reducido de burbujas de Estasis y el trabajo a realizar es abrumador. Por lo tanto, hay que compartir los especímenes. Ese trozo de calcopirita ha de volver a su lugar de procedencia. Hay una larga lista de gente que espera utilizar esta burbuja.

—Pues que la utilicen —rugió Adamewski—, y yo sacaré el espécimen de ahí y terminaré el trabajo en mi universidad. Se lo devolveré cuando haya acabado.

—Sabe que eso es imposible.

—¡Un trozo de calcopirita! ¡Un miserable pedazo de roca que pesa tres kilos, sin valor comercial! ¿Por qué es imposible?

—¡No podemos permitirnos el gasto de energía! —contestó Hoskins—. Usted lo sabe. No intente fingir lo contrario, por favor.

—La cuestión es, doctor Hoskins —intervino el técnico—, que intentó sacar la piedra, contraviniendo las reglas, y mientras estaba dentro estuve a punto de perforar la Estasis, sin saber que se encontraba en el interior de la burbuja.

Se produjo un silencio glacial.

Hoskins se volvió hacia el científico al cabo de un momento.

—¿Es eso cierto, profesor? —preguntó con frialdad.

La expresión de Adamewski registró preocupación.

—Me pareció inofensivo…

—¿Inofensivo?

Hoskins meneó la cabeza. Parecía que le costaba un gran esfuerzo controlar su ira.

Una palanca de mango rojo sobresalía de la cámara de Estasis que contenía el espécimen mineral del profesor Adamewski. Un cordón de nylon surgía de un extremo, atravesaba la pared y penetraba en la cámara. Hoskins extendió la mano y bajó la palanca sin la menor vacilación.

La señorita Fellowes contuvo el aliento cuando un estallido de luz brillante centelló alrededor de la roca, y un halo cegador rojo y verde la rodeó un brevísimo instante. Antes de que tuviera tiempo de cerrar los ojos, la luz se desvaneció. Y también el fragmento de roca. La mesa gris estaba vacía.

Adamewski se quedó boquiabierto, presa de una indignación y frustración sin límites.

—¿Que ha…?

Hoskins le interrumpió con brusquedad.

—Despeje su cubículo, profesor. Su autorización para investigar material en Estasis queda revocado indefinidamente a partir de este momento.

—Espere. Usted no puede…

—Lo siento. Sí puedo, profesor. Y lo he hecho. Ha violado una de nuestras normas más estrictas.

—Apelaré a la Asociación Internacional de…

—Apele a quien quiera. En un caso como éste, mis órdenes no pueden ser desobedecidas.

Se volvió de forma deliberada hacia la señorita Fellowes, mientras el profesor seguía protestando. La mujer había contemplado el episodio con creciente consternación, esperando que el localizador sonara en cualquier momento y le proporcionara una excusa para apartarse de aquella molesta escena.

—Lamento que algo tan desagradable haya interrumpido nuestro paseo, señorita Fellowes, pero de vez en cuando es necesario tomar medidas severas. Si quiere ver algo más, o preguntar…

—Creo que ya he visto bastante, doctor. Quizá debería volver con Timmie.

—Pero si sólo ha estado fuera de la cámara durante…

—Creo que debo irme.

Los labios de Hoskins se movieron en silencio unos instantes, como si estuviera formulando un ruego.

—De acuerdo. Vaya a comprobar cómo está Timmie —dijo por fin—. Si todo va bien, podría permitirse un poco más de tiempo libre. Me gustaría invitarla a comer, señorita Fellowes.