Intercapítulo 4

Amanecía. El cielo estaba de un color gris plomizo. Un viento fuerte soplaba desde dos direcciones diferentes. Aún se veía un fragmento blanco de luna, como un cuchillo de hueso que flotara en el cielo. Los hombres de la Sociedad de Guerreros se preparaban para bajar por la colina hasta el altar de rocas brillantes enclavado en la confluencia de Los Tres Ríos.

La Que Sabe se mantenía apartada y les observaba desde lejos, con el deseo de acompañarles.

Siempre eran los hombres quienes hacían las cosas interesantes, y siempre los mismos, los jóvenes pletóricos de energía. Los viejos como Nube De Plata, Buey Almizclado Apestoso y Fuerte Como Un León efectuaban las declaraciones y daban las órdenes, pero eran los jóvenes, Árbol De Lobos, Montaña Rota, Ojo Llameante y Pájaro Atrapado En Un Arbusto, junto con otros tres o cuatro, los que hacían de verdad las cosas. Eran los que estaban vivos, pensó La Que Sabe, y les envidiaba con todas sus fuerzas.

Cuando había caza en las praderas, constituían la Sociedad de Cazadores. Afilaban las puntas de sus lanzas, envolvían sus tobillos con oscuras tiras de piel de oso, que les proporcionaban velocidad y ferocidad, y azuzaban a los mamut hasta que caían de lo alto de los riscos, o rodeaban a un grupo de desventurados rinocerontes y los asaeteaban hasta derribarlos, o lanzaban las piedras con cuerdas al veloz reno, con la esperanza de que se enredaran en sus patas y le hicieran caer. Y después, cargaban a hombros o arrastraban su presa de vuelta al campamento, cantando y bailando en señal de triunfo, y todo el mundo salía para felicitarles y corear sus nombres, y recibían el mejor pedazo de la carne recién cocinada: el corazón, los sesos y las demás partes buenas.

Y cuando alguien transgredía las leyes, o un jefe llegaba al final de sus días y era preciso enviarle al mundo siguiente, se convertían en la Sociedad de Ejecutores, se ponían las máscaras de piel de oso, sacaban el garrote de marfil de la muerte y se alejaban con su víctima, lejos de la vista de la tribu, y cumplían su deber. Volvían con solemnidad, en fila de a uno, y cantaban la «Canción del Mundo Siguiente», que sólo podían cantar los hombres de la Sociedad de Ejecutores.

Y cuando acechaban enemigos en las cercanías, llegaba el momento de que los hombres, esos mismos hombres, se transformaran en la Sociedad de Guerreros, pintaran franjas azules sobre sus hombros y rojas alrededor de sus lomos, y colgaran de sus hombros los mantos amarillos de piel de león. Era lo que estaban haciendo ahora, y la envidia devoraba a La Que Sabe. Los hombres estaban desnudos, formando un círculo, bromeaban y reían, mientras el viejo artesano Jinete De Mamut terminaba de mezclar los pigmentos. Los hombres de la tribu sólo se pintaban el cuerpo cuando había guerra. Había pasado mucho tiempo desde la última vez, de modo que era necesario mezclar los pigmentos de nuevo. Era un trabajo largo, pero Jinete De Mamut dominaba el arte de moler las rocas y mezclar la grasa de antílope con el polvillo, para que se pegara a la piel. Estaba sentado con las piernas cruzadas, absorto en su trabajo. Los hombres de la Sociedad de Guerreros esperaban a que terminara. Había sacado los tubos de hueso donde se guardaban los pigmentos, y agitaba la grasa mezclada con el polvillo en un cuenco de piedra. Ahora, por fin, los colores estaban preparados. Jinete De Mamut tendió el cuenco de color rojo a Montaña Rota, y el de color azul a Antílope Joven. Los demás hombres hicieron cola para que los pintaran.

Las risas aumentaron de intensidad. Los hombres tenían miedo de lo que se avecinaba, por eso reían tanto. Los dos pintores utilizaban pinceles de rabo de zorro para aplicar los colores, y reían a causa de las cosquillas. Las franjas de los hombros eran fáciles, una azul estrecha sobre la espalda, otra ancha sobre el pecho, y un leve toque azul de la Diosa en la garganta, justo en el lugar donde sobresale la nuez, y otra sobre el corazón. Lo que más les divertía era cuando les pintaban las partes inferiores. Primero, una gruesa franja roja sobre la base del estómago, justo encima de la zona genital, que daba la vuelta al cuerpo y corría sobre la zona superior de los glúteos; después, una franja delgada que rodeaba cada muslo, justo debajo de los genitales; y por fin, el colmo de su diversión, la franja de la Diosa, que corría a lo largo del miembro viril, con dos puntos rojos en los testículos Montaña Rota aplicaba la pintura en esos sitios, con gestos majestuosos, y los hombres fingían que las cosquillas eran insoportables. Aunque tal vez no fingían.

«Adelante —pensó La Que Sabe—. ¡Pintadme a mí también! No tengo partes viriles, pero podríais pintarme las franjas rojas alrededor de los riñones y en los pezones de mis pechos, y surtirá el mismo efecto cuando llegue el momento de la batalla, porque soy tan buena guerrera como cualquiera de vosotros».

Casi habían terminado. Sólo faltaban los dos pintores. Montaña Rota pintó las franjas inferiores a Antílope Joven, y Antílope Joven pintó las franjas superiores a Montaña Rota; después intercambiaron los cuencos, y Antílope Joven aplicó la pintura roja a Montaña Rota, y Montaña Rota aplicó la pintura azul a Antílope Joven. Todos ciñeron sus taparrabos alrededor de la cintura, se colocaron los mantos de león sobre los hombros y recogieron las lanzas. Ya estaban preparados para la guerra. O casi preparados. Antes, Mujer Divina tenía que pronunciar las palabras de la guerra, frente a los tres cráneos de oso. La Que Sabe vio que las dos Mujeres Divinas más jóvenes estaban disponiendo los cráneos, mientras Mujer Divina se ponía los ropajes especiales para administrar la bendición de guerra.

La Que Sabe desvió la vista hacia el altar de rocas brillantes, situado en la confluencia de los ríos. No había nadie.

Todo aquello no serviría de nada si los Otros se habían alejado hacia otro lugar. Mujer Divina había informado que las huellas de pisadas de los Otros descubiertas alrededor del altar eran frescas, pero ¿qué sabía Mujer Divina? No era cazadora. Las huellas bien podían ser de tres días antes. Cabía la posibilidad de que los Otros ya estuvieran muy lejos.

Bastaba con bajar hasta el altar y celebrar los ritos que Nube De Plata consideraba necesarios. Después, el Pueblo se dirigiría otra vez hacia el este. Huiría de allí y se adentraría una vez más en aquel territorio llano, frío y desértico, donde los Otros casi nunca se aventuraban. Continuarían su vida como siempre. Si era innecesario enviar a la Sociedad de Guerreros a explorar el terreno para comprobar que los Otros no estaban merodeando en las cercanías del altar, Nube De Plata desperdiciaba un tiempo valiosísimo. El año proseguía su camino inexorable. Los días eran más cortos. Pronto nevaría cada día. Era preciso que el Pueblo terminara cuanto antes lo que había venido a hacer, con el fin de encontrar un lugar seguro donde establecerse durante los espantosos meses que se avecinaban.

Sin embargo, lo más probable era que Mujer Divina estuviera en lo cierto y que los Otros se hallaran cerca. Y habría guerra, y los hombres morirían, y quizá no tan sólo los hombres.

—Últimamente la Diosa nos trata con mucha dureza —dijo Guardiana Del Pasado, prácticamente en su oído—. Hemos venido para adorarla, pero primero se lleva al niño y ahora nos conduce al encuentro con los Otros.

La Que Sabe se encogió de hombros.

—Yo no veo Otros. Llevamos aquí dos días y nadie ha visto Otros.

—Pero están ahí. Nos aguardan agazapados, dispuestos a atacarnos. Lo sé.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo soñé. Eran invisibles, como seres de niebla, y luego adquirieron cierta solidez, como sombras, surgieron de la tierra alrededor de nosotros y empezaron a matarnos.

La Que Sabe soltó una áspera carcajada.

—Otro sueño misterioso.

—¿Otro?

—Anteanoche, Nube De Plata soñó que volvía a ser niño y se internaba en el mar, y cuando salió empezó a envejecer a cada paso que daba, hasta que al cabo de pocos momentos estaba arrugado, encorvado y débil. Era un sueño de muerte. Y ahora, tú sueñas que los Otros nos esperan en el altar.

Guardiana Del Pasado asintió.

—Y la Diosa se ha llevado al niño Rostro De Fuego Celestial sin dar ninguna señal de que esté complacida. Creo que deberíamos irnos de aquí, sin celebrar ninguna ceremonia ante el altar.

—Nube De Plata dice que debemos celebrarla.

—Nube De Plata se vuelve timorato y débil con la edad.

La Que Sabe se volvió hacia la cronista, furiosa.

—¿Te gustaría ocupar su lugar?

—¿Yo? —Guardiana Del Pasado sonrió—. Yo no, La Que Sabe. No quiero ser jefe de la tribu. Si hay una mujer en el mundo que ansia con todo su corazón ser jefe, creo que eres tú. A mí no me apetecen tales cargas. De todos modos, creo que ha llegado el momento de que Nube De Plata devuelva la vara, el gorro y el manto.

—No.

—Es viejo y se está debilitando. Se ve el agotamiento en sus ojos.

—Es fuerte y sabio —repuso La Que Sabe, sin mucha convicción.

—Sabes muy bien que eso no es verdad.

—¿De veras, Guardiana Del Pasado? ¿De veras?

—Calma, mujer. Si me pegas, ordenaré que te arrojen colina abajo.

—Me has llamado mentirosa.

—He dicho que no hablabas con la voz de la verdad.

—Es lo mismo.

—El mentiroso que se miente a sí mismo no es un mentiroso, sino un idiota. Tú sabes y Mujer Divina sabe y yo sé que Nube De Plata ya no puede seguir siendo jefe. Cada una lo ha pensado y dicho a su manera, y cuando los hombres empiecen a darse cuenta, la Sociedad de Ejecutores tendrá que cumplir su deber.

—Tal vez —dijo La Que Sabe, nerviosa.

—Entonces, ¿por qué le defiendes?

—Siento lástima por él. No quiero que muera.

—Tu corazón es sensible, pero el jefe sabe lo que se debe hacer. ¿Te acuerdas de cuándo Nieve Negra era el jefe, se sintió enfermo, con aquella bilis verde, y nada podía curarle? Pues se irguió ante nosotros y dijo que su momento había llegado. ¿Vaciló siquiera un instante? No. Y lo mismo sucedió antes con Árbol Alto, el padre de Nube De Plata, cuando yo era joven. Tú aún no habías nacido. Árbol Alto era un gran jefe, pero un día dijo: «Soy demasiado viejo, ya no puedo ser jefe», al anochecer había muerto. Lo mismo le ocurrirá a Nube De Plata.

—Aún no. Aún no.

—¿Aunque nos conduzca hacia el desastre? —preguntó con frialdad Guardiana Del Pasado—. Es posible que lo esté haciendo en este mismo momento. Fue un error venir a este lugar. Ahora lo comprendo. ¿Por qué le defiendes con tanta energía? No significa nada para ti. Pensaba que ni siquiera le apreciabas.

—Si Nube De Plata muere, ¿quién crees que ocupará su lugar?

—Ojo Llameante, supongo.

—Exactamente. ¡Ojo Llameante! —Sonrió con rencor La Que Sabe—. ¡Te digo, Guardiana Del Pasado, que prefiero quedarme con el viejo Nube De Plata y morir bajo las lanzas de los Otros, que vivir otros diez años con Ojo Llameante como jefe de la tribu!

—Ya. Ahora lo entiendo. Permites que tus mezquinos resentimientos personales se impongan a tu sentido común, incluso a la propia vida. ¡Qué absurda eres, La Que Sabe! ¡Qué estúpida!

—Al final, tendré que pegarte.

—¿Pero no ves…?

—No. No veo nada, pero terminemos de una vez. ¡Mira, mira allí abajo!

Mientras las dos mujeres hablaban, Mujer Divina había terminado la bendición de la Sociedad de Guerreros, y sus miembros, debidamente pintados y pertrechados, habían bajado la colina para tomar posiciones alrededor del altar de rocas brillantes. Se detuvieron frente a él, en fila, blandieron las lanzas y dirigieron miradas desafiantes en todas direcciones.

Y de pronto, los Otros se materializaron como por arte de magia, como los seres de niebla que habían adquirido solidez en el sueño de Guardiana Del Pasado.

¿De dónde habían salido? Debían haberse ocultado entre los espesos arbustos que corrían a lo largo de Los Tres Ríos, tal vez escondidos mediante trucos mágicos que les habían proporcionado aspecto de arbustos hasta el momento de salir.

Eran unos ocho o diez. No, más de diez. La Que Sabe intentó contarlos, pero utilizó ambos manos y aún quedaban más para contar. Quizás había toda una mano más, mientras que la Sociedad de Guerreros se limitaba a nueve miembros.

Iba a ser una matanza. Nube De Plata había enviado a la muerte a todos los jóvenes de la tribu.

—¡Qué feos son! —susurró Guardiana Del Pasado, apretó el brazo de La Que Sabe con tanta fuerza que le hizo daño—. ¡Parecen monstruos! ¡Seres de pesadilla! ¡Cuando les vi en mi sueño no eran tan espantosos!

—Es su aspecto habitual —dijo La Que Sabe—. El aspecto de los Otros.

—Tú les habías visto antes, yo no. ¡Uf, esos rostros aplastados! Esos cuellos esqueléticos, los brazos y las piernas tan largos…

—¡Como patas de arañas!

—Como arañas, sí.

—Mira, mira.

Toda la tribu se había congregado en la elevación que dominaba el altar de Los Tres Ríos. Todos los ojos estaban fijos en la escena. La Que Sabe oyó la entrecortada respiración de Nube De Plata. Un niño se echó a llorar. Y parecía que dos Madres también lloraban.

Algo extraño sucedía abajo. Casi parecía una danza.

Los hombres de la Sociedad de Guerreros seguían codo con codo, formando una línea recta frente al altar. Parecían inquietos, pero no cedían terreno, aunque tal vez sólo pensaban en echarse a correr y ponerse a salvo.

Los Otros habían formado una hilera frente a ellos, a unos veinte pasos de distancia. También estaban codo con codo. Eran hombres altos, de aspecto extraño y cara aplastada, y empuñaban largas lanzas.

Pero el ataque no se produjo.

Los dos bandos permanecieron inmóviles, mirándose, separados por aquella corta distancia. Nadie hizo el menor movimiento. Parecían que ni siquiera respiraban. Se erguían estáticos como rocas. ¿Era posible que los Otros estuvieran tan aterrados como los hombres de la Sociedad de Guerreros? Suponían que los Otros eran asesinos despiadados, y superaban a los hombres de la Sociedad de Guerreros por una mano, como mínimo. Pero nada sucedía. Nadie se atrevía a dar el primer paso.

Fue Ojo Llameante quien decidió romper el hechizo. Avanzó un paso. Un momento después, toda la fila de las Sociedad de Guerreros le imitó.

Ojo Llameante agitó la lanza con aire amenazador, miró a los Otros y emitió un sonido, largo y grave, que flotó hacia lo alto de la colina.

¡Uuuuu!

Los Otros intercambiaron miradas y fruncieron el ceño. Parecían confusos, vacilantes, preocupados.

Uno de sus hombres avanzó un paso, y toda la hilera le imitó. Él también agitó la lanza.

¡Uuuuuu!

¡Uuuuuuu!

¡Uuuuuuuu!

La Que Sabe y Guardiana Del Pasado intercambiaron una mirada, estupefactas. ¡Ambos bandos se limitaban a dirigirse estúpidos sonidos! ¿Así empezaban las batallas? Tal vez sí; no estaban seguras, pero en cualquier caso era un modo muy tonto de iniciar algo.

Quizá los hombres tampoco estaban seguros de cómo comportarse. La Que Sabe recordó que esos guerreros nunca habían combatido contra los Otros, jamás se habían encontrado con ellos hasta ese momento. Ella era la única de la tribu con esa experiencia, cuando se había topado con aquel Otro solitario en la laguna del bosque. Y aquella vez, tan lejana en el tiempo, el Otro se había vuelto y había huido de ella.

Ahora, los Otros se limitaban a permanecer inmóviles con cara de preocupación, e imitaban los estúpidos ruidos que emitían los hombres de la Sociedad de Guerreros. A pesar de que los Otros superaban en número a los hombres de la tribu y daba la impresión de que tenían armas mejores.

¿Por qué? ¿Eran los temidos Otros una raza de cobardes?

¡Uuuuuu!

¡Uuuuuu!

¡Uuuuuu!

¡Uuuuuu!

—Escúchales —dijo La Que Sabe, riendo—. Parecen búhos.

Entonces se produjo un pequeño movimiento. Toda la línea de la Sociedad de Guerreros había girado levísimamente, de modo que ahora estaba situada algo en ángulo respecto al altar. Y los Otros habían imitado el mismo ángulo, todavía en formación, y continuaban plantando cara a la Sociedad de Guerreros.

Más ululatos. Las filas se movieron apenas, sin encaminarse a ningún sitio. Después retrocedieron. Levantaron y agitaron las lanzas, pero ninguna llegó a ser arrojada.

—¡Se temen mutuamente! —exclamó Guardiana Del Pasado, atónita.

¡Uuuuu!

¡Uuuuu!

—Deberíamos cargar contra ellos —murmuró La Que Sabe—. ¡Darían media vuelta al instante!

¡Uuuuu!

¡Uuuuu!

—Como búhos —repitió Guardiana Del Pasado.

Era angustiante. La situación podía prolongarse indefinidamente. La Que Sabe fue incapaz de aguantarlo más. Se dirigió a donde Jinete De Mamut estaba sentado, con los dos cuencos de pinturas de guerra en el suelo, se detuvo frente a él y se quitó la ropa. Jinete De Mamut la miró sin dar crédito a sus ojos.

—Dame la pintura —pidió La Que Sabe.

—Pero tú no puedes…

—Sí que puedo.

Se agachó, cogió el cuenco de pigmento azul y derramó un poco sobre cada uno de sus pechos. Luego se apoderó del rojo y dibujó un gran triángulo sobre su cintura, la base del estómago y los muslos, y salpicó el vello de sus hombros. Todo el mundo la estaba mirando. No se molestó en pedir a Jinete De Mamut que pintara las franjas de guerra sobre su espalda, porque dudaba de que quisiera hacerlo, y no quería perder el tiempo discutiendo con él. Daba igual. No pensaba dar la espalda al enemigo.

«¡Otros! —pensó con furia—. ¡Todos unos cobardes!».

Nube De Plata avanzaba hacia ella con movimientos vacilantes, por culpa de su pierna mala.

—¿Qué haces, La Que Sabe?

—Me preparo para luchar en vuestro nombre —replicó.

Volvió a ponerse la túnica y empezó a bajar por la colina, hacia el altar de las rocas brillantes.