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La tensión se respiraba en el ambiente. Ya había cesado el caótico ballet que tenía lugar abajo, y los técnicos apostados frente a los controles apenas se movían. Se comunicaban entre sí mediante señas tan sutiles que era imposible detectarlas; una ceja apenas enarcada, un dedo que palmeaba un instante sobre una muñeca.

Un hombre situado ante un micrófono desgranaba en tono monótono una serie de frases breves que carecían de sentido para la señorita Fellowes. Cifras, sobre todo, puntuadas por lo que parecían frases en código, crípticas e impenetrables.

Deveney se había sentado a su lado, Hoskins al otro.

—¿Veremos algo especial, doctor Hoskins? —preguntó el periodista, inclinado sobre la barandilla—. Me refiero a efectos visuales.

—¿Cómo? No. Nada de nada, hasta que el trabajo haya terminado. Detectamos de manera indirecta, mediante una técnica basada en el principio del radar, aunque utilizamos mesones en lugar de radiaciones. Hace semanas que manipulamos los analizadores de mesones. Sintonizamos y volvemos a sintonizar. Los mesones bucean en el pasado, en condiciones adecuadas. Algunos se reflejan y hemos de analizar las reflexiones, los realimentamos y utilizamos de nuevo para la siguiente exploración, y los afinamos hasta que nos acercamos al nivel de precisión deseado.

—Parece un trabajo difícil. ¿Cómo pueden estar seguros de haber alcanzado el nivel correcto?

Hoskins exhibió su sonrisa habitual, vista y no vista.

—Llevamos trabajando en esto quince años. Cerca de veinticinco, si tenemos en cuenta la labor de nuestra empresa predecesora, que desarrolló muchos de los principios básicos pero no fue capaz de alcanzar una fiabilidad total… Sí, es duro, Deveney. Muy duro. Y aterrador.

El hombre del micrófono levantó una mano.

—¿Aterrador? —preguntó Deveney.

—No nos gusta fracasar. A mí no, por lo menos. Y siempre hay que tener en cuenta esa posibilidad. Trabajamos sobre probabilidades. Efectos cuánticos, ¿comprende? Lo máximo que podemos conseguir es una probabilidad, nunca la certeza. No basta, pero es lo máximo a que podemos aspirar.

—Aparentan mucha confianza, de todos modos.

—Sí. Hace semanas que estamos concentrados en este momento temporal concreto. Lo descomponemos, lo recomponemos después de calibrar nuestros movimientos temporales, verificamos paralajes, buscamos todas las distorsiones de la relatividad, nos aseguramos constantemente de que podemos controlar el flujo temporal con suficiente precisión. Creemos poder hacerlo. Me gustaría decir que sabemos que podemos.

Pero su frente estaba perlada de sudor.

—Ahora —dijo en voz baja el hombre del micrófono.

El silencio aumentó. Era una nueva clase de silencio, un silencio total, un profundo silencio que la señorita Fellowes jamás habría creído posible en una habitación llena de gente, pero apenas duró un segundo.

Entonces se oyó en la casa de muñecas el chillido de un niño aterrorizado. Un chillido de una intensidad aterradora, el chillido que impulsa a taparse los oídos con las manos.

¡Terror! ¡Profundo terror!

Un niño asustado, que gritaba en un momento de desesperación y pavor absolutos, y cuya voz se alzaba con una fuerza y energía asombrosas. Expresaba un terror tan sobrecogedor que apenas se podía concebir.

La cabeza de la señorita Fellowes giró en dirección al grito.

Hoskins descargó el puño sobre la barandilla y dijo con voz tensa, temblorosa de júbilo:

—¡Lo hemos conseguido!