Intercapítulo 3

Por la noche, Nube de Plata soñó con el mar.

En su sueño, volvía a ser joven. Soñó que era apenas un muchacho, uno o dos veranos mayor que Rostro De Fuego Celestial, arrebatado por la Diosa en un torbellino de luz. Se erguía en la orilla del mar, notaba en sus labios el tacto del extraño viento húmedo. Su padre y su madre estaban con él, Árbol Alto y Dulce Flor. Le cogían de las manos y le conducían con parsimonia hacia el mar.

—No —dijo él—. Está frío. Tengo miedo de meterme dentro.

—No te hará daño —contestó Árbol Alto.

Pero no era verdad. Nadie se metía en el mar, nadie, nunca. Todos los niños lo aprendían apenas eran capaces de aprender algo. El mar mataba. El mar arrebataba la vida en un instante y devolvía los cuerpos a la orilla, vacíos y rígidos. El año anterior, el guerrero Matador De Cinco Mamut había resbalado por un acantilado cubierto de nieve y había caído al mar, y cuando poco rato después fue arrojado a la orilla estaba muerto, y tuvieron que enterrarle en una pequeña caverna excavada en la roca, cerca del lugar del que cayó. Cantaron toda la noche y encendieron una hoguera de extraños colores. Ahora, sus propios padres le animaban a entrar en el mar. ¿Querían que muriera como Matador De Cinco Mamut? ¿Se habían cansado de él? ¿Qué clase de tradición era ésa?

—El mar te hará fuerte —dijo Dulce Flor—. El mar te hará hombre.

—¡Pero Matador De Cinco Mamut murió por su causa!

—Había llegado la hora de su muerte. El mar le llamó y se apoderó de él, pero el momento de tu muerte está muy lejano todavía, muchacho. No debes tener miedo.

¿Era cierto? ¿Podía confiar en ellos?

Eran sus padres. ¿Por qué querrían que muriera?

Cogió sus manos con fuerza y avanzó hacia la orilla.

Nunca había estado tan cerca del mar, aunque su tribu siempre había vivido en la llanura costera, vagando en busca de caza. Contempló las aguas con admiración y temor. Era como una inmensa bestia plana tendida frente a él, oscura y reluciente. Emitía rugidos, y una parte del borde se ondulaba y proyectaba espuma blanca. En algunos puntos, un fragmento de mar se alzaba en el aire, para abatirse sobre las rocas de la orilla. En ocasiones, de pie sobre acantilados muy parecidos al que había causado la muerte de Matador De Cinco Mamut, Nube De Plata había contemplado la inmensidad del mar, y divisó animales que se movían en él, entre los pedazos de hielo flotante. Eran animales diferentes de los mamut, bueyes almizclados y rinocerontes de la tierra; eran criaturas esbeltas, ágiles y brillantes que surcaban el mar como si volaran por el aire.

La pasada primavera, uno de aquellos animales marinos había llegado a la orilla, y la Sociedad de Cazadores lo había matado, y la tribu celebró un gran festejo. ¡Qué tierna era su carne! ¡Qué extraña! Y su grueso y hermoso pelaje, de maravillosa suavidad. Con aquel espeso pelaje oscuro Árbol Alto había hecho una capa para Dulce Flor, y ella la llevaba con orgullo los días más señalados del año. ¿Iban a entregarle al mar a cambio de aquella piel?

—Avanza otro paso, muchacho —le urgió Árbol Alto—. No debes temer nada.

Nube De Plata levantó la vista, pero su padre sonreía.

Tenía qué confiar en su padre. Avanzó un paso, asiendo con fuerza sus manos. El borde del mar se enroscó alrededor de sus tobillos. Esperaba que fuera fría, pero no, era caliente, quemaba como el fuego. Sin embargo, al cabo de un momento ya no sintió su mordedura. El mar retrocedió, luego regresó, más alto que antes, hasta sus rodillas, sus muslos, su estómago. Árbol Alto y Dulce Flor se internaron un poco más, arrastrándole con ellos. El fondo del mar era muy blando, suave como la piel del animal marino, y daba la impresión de que se movía bajo sus pies mientras caminaba.

Se había hundido en el mar hasta el pecho. Le envolvía como una cálida manta.

—¿Aún tocan tus pies el fondo? —preguntó Árbol Alto.

—Sí. Sí.

—Bien. Inclínate hacia delante. Hunde tu cabeza en el mar. Deja que el mar cubra tu cara.

Obedeció. El mar se alzó sobre él, y fue como si un manto de nieve le cubriera. Nieve demasiado incesante para resultar fría. Calentaba como fuego, y si se pasaba demasiado tiempo en su interior daban ganas de quedarse dormido, como envuelto en una manta. Eso le había dicho una chica mayor. En una ocasión había presenciado cómo depositaban en el interior de la nieve a una anciana de la tribu, de huesos torcidos y ojos apagados. Había cerrado los ojos y caído dormida, con una expresión apacible.

Ahora dormiré en el seno del mar, pensó Nube De Plata, y ése será mi final. De alguna manera, morir ya no le pareció importante. Levantó la cabeza para ver si el mar cubría también los rostros de su padre y su madre, pero descubrió que ya no estaban a su lado. Le habían dejado completamente solo.

Oyó la voz de su padre desde muy lejos:

—Sal del mar, muchacho. Da media vuelta y sal.

Se dispuso a hacerlo. Pero mientras avanzaba hacia la orilla, notó que su cuerpo cambiaba a cada paso; se ensanchaba, crecía de estatura y grosor, y comprendió que se estaba haciendo hombre, que envejecía a cada momento que transcurría. Su espalda se ensanchaba, su pecho se ahondaba, sus muslos adquirían mayor fuerza y consistencia. Cuando pisó la orilla rocosa era un guerrero, en plena madurez. Examinó su cuerpo desnudo y vio que era el cuerpo de un hombre moreno y peludo. Rió. Se frotó el pecho y palmeó los muslos. A lo lejos, divisó las hogueras del campamento, y corrió en su dirección para contarles a todos el extraño suceso ocurrido.

Mientras corría, notó una extraña sensación, porque seguía envejeciendo a cada momento. La edad se había apoderado de él y no iba a soltarle. Había dejado su infancia en el mar. Después, al salir, la fuerza de la juventud le había embargado. Sin embargo, ahora jadeaba un poco, luego se quedó sin aliento, su carrera se redujo a un trotecillo, y por fin a un paso lento. Y después empezó a cojear, porque algo le había ocurrido a su muslo izquierdo, y toda su pierna estaba rígida y dolorida. La miró. Estaba ensangrentada, como si un animal le hubiera clavado sus garras. Y recordó, sí, que había salido de caza con la Sociedad de Cazadores, y una onza se había abalanzado sobre él de repente…

Qué difícil le resultaba andar ahora. Qué viejo y cansado estoy —pensó—. Ya no puedo mantenerme erguido. Y todo el vello de mi cuerpo se ha teñido de plata.

Todo el cuerpo le dolía. La fuerza escapaba de sus miembros. ¡Qué sueño tan extraño y perturbador! Primero era un niño que entraba en el agua, luego salía y envejecía a marchas forzadas, y ahora estaba muriendo, muriendo, en un lugar desconocido y lejos del mar, donde la tierra era fría y dura y el viento seco, y se encontraba rodeado de extraños. ¿Dónde estaba Árbol Alto, dónde estaba Dulce Flor? ¿Dónde estaba Nube De Plata?

—Ayudadme —dijo, incorporándose en su sueño—. ¡El mar me ha matado! El mar… El mar…

—¿Nube De Plata?

Alguien estaba a su lado. Parpadeó y miró en derredor. La Que Sabe, arrodillada junto a él, le miraba con ansiedad. Se esforzó por recuperar el control. Temblaba como una vieja enferma y su pecho se agitaba con violencia. Nadie debía verle así, nadie. Tanteó en busca de su bastón, agarró el extremo y se irguió con dificultad.

—Un sueño —murmuró—. Malos presagios. Es necesario llevar a cabo un sacrificio ahora mismo. ¿Dónde está Mujer Divina? ¡Traedme a Mujer Divina!

—Ha bajado —dijo La Que Sabe—. Está limpiando el altar.

—¿El altar? ¿Cuál? ¿Dónde?

—En los Tres Ríos. ¿Qué te sucede, Nube De Plata? ¡Pareces tan confuso!

—He tenido un sueño horroroso.

Apoyado en su bastón, avanzó tambaleante. Su mente empezaba a aclararse. Sabía dónde estaba. Tres ríos confluían en el valle situado bajo sus pies.

Sí. El largo peregrinaje de regreso había llegado a su término. Estaban acampados en la alta meseta inclinada que dominaba el llano donde se reunían los Tres Ríos. A la luz brumosa del amanecer, Nube De Plata vio los ríos. El más largo se arrastraba perezosamente desde el norte, transportando una nutrida carga de bloques de hielo, mientras el más corto y el más veloz surgían desde el este y el oeste, respectivamente.

El año pasado (parecía tan lejano ya) se habían detenido en este mismo lugar durante muchas semanas, azotados por el hambre, hasta que la Diosa les envió milagrosamente un rebaño de renos, tan debilitados también por el hambre que la Sociedad de Cazadores azuzó sin grandes dificultades a una docena de perplejos animales hacia el borde de un risco. ¡Qué enorme cantidad de comida habían obtenido! Como prueba de agradecimiento, habían erigido un maravilloso altar a la Diosa en el lugar donde confluían los ríos, utilizando los bloques de piedra más pesados que pudieron izar, y los decoraron con una curiosa roca brillante que habían desgajado en relucientes láminas en la pared del risco. Después habían proseguido su camino, continuado su larga emigración hacia el este. Y ahora, habían regresado.

—No veo a Mujer Divina —dijo Nube De Plata a La Que Sabe.

—Tendría que estar en el altar.

—Veo el altar, pero no veo a Mujer Divina.

—Tus ojos ya no son lo que eran, Nube De Plata. Déjame mirar a mí.

Se colocó delante de él y miró hacia el brumoso valle.

—No —dijo al cabo de un momento, perpleja—. Tienes razón, no está. Habrá emprendido el camino de regreso, pero dijo que iba a quedarse toda la mañana para recitar las oraciones y purificar el altar…

—¡Nube De Plata! ¡Nube De Plata!

—¿Mujer Divina? ¿Qué estás…?

La sacerdotisa subía a toda prisa por el sendero que ascendía desde el valle. Tenía la cara enrojecida, sus ropas colgaban desaliñadamente y jadeaba como si hubiera corrido sin parar desde el fondo.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa, Mujer Divina?

—¡Otros!

—¿Cómo? ¿Dónde?

—Alrededor del altar. No les he visto, pero había huellas por todas partes. Conozco bien sus largos pies… Huellas por todas partes, en el suelo húmedo. Huellas frescas. Por todas partes. ¡Nos hemos metido en la boca del lobo, Nube De Plata!