11
La escaramuza de la bañera terminó con una victoria de los tres adultos sobre el niño asustado. Las capas exteriores de mugre desaparecieron por fin, y la piel adquirió un tono rosáceo bastante más presentable. Sus chillidos de terror habían dado paso a lloriqueos inseguros.
Daba la impresión de que sus forcejeos lo había agotado. Contemplaba todo con suma atención. Sus ojos asustados y suspicaces examinaban a las personas presentes en la habitación. Estaba temblando. No tanto de miedo como de frío después del baño, supuso la señorita Fellowes. Pese a la complexión robusta, su delgadez era extrema. No le sobraba ni un gramo de grasa, y tenía los brazos y piernas como palillos. Estaba temblando, como si la capa de mugre le hubiera protegido del ambiente.
—¡Traigan una bata para el niño! —ordenó la señorita Fellowes.
Una bata apareció al instante. Era como si todo estuviera preparado, pero no se pusiera en acción a menos que ella diera la orden, como si Hoskins la estuviera poniendo a prueba.
—Será mejor que le sujete de nuevo, señorita Fellowes —dijo Elliott—. No podrá ponérsela sola.
—Tiene razón —reconoció Fellowes—. No podré. Gracias, Elliott.
Los ojos del crío se abrieron de par en par cuando vio acercarse la bata, como si se tratara de un instrumento de tortura, pero en esta ocasión la batalla fue más breve y menos violenta. Elliott asió las muñecas con sus enormes manos y levantó sus brazos. La señorita Fellowes pasó diestramente la bata de franela rosa sobre su cabeza de gnomo.
El niño emitió un tenue sonido interrogativo. Deslizó los dedos de una mano por dentro del cuello de la prenda y agarró con fuerza la tela. Arrugas de perplejidad aparecieron en su extraña frente inclinada.
Después gruñó y propinó a la bata un feroz tirón, como si quisiera romperla.
La señorita Fellowes le dio una fuerte palmada en la mano. El doctor Hoskins, que se encontraba detrás de ella, emitió una exclamación de sorpresa, pero la mujer hizo caso omiso.
El niño enrojeció, pero no lloró. Miró a la señorita Fellowes de una forma curiosa, como si el palmetazo no le hubiera ofendido, como si fuera algo habitual y esperado. Ella nunca había visto a un niño de ojos tan grandes, oscuros, brillantes y misteriosos.
Sus dedos separados y rechonchos se movieron poco a poco sobre la gruesa franela de la bata; palparon el tacto extraño, pero no realizó un segundo intento de desgarrarla.
Bien, y ahora ¿qué?, pensó con desesperación la señorita Fellowes.
Todo el mundo parecía en estado de suspensión animada, esperando la siguiente reacción de la mujer, incluso el niño.
Una larga lista de cosas que necesitaban hacerse se reprodujo en su mente, aunque no en orden de importancia:
Profilaxis para aquel arañazo infectado.
Cortar las uñas de manos y pies.
Análisis de sangre. ¿Vulnerabilidad del sistema inmunológico?
Vacunas. ¿Tratamientos preventivos con antibióticos?
Corte de pelo.
Análisis de heces ¿Parásitos intestinales?
Examen dental.
Radiografías del torso. Radiografías del esqueleto.
Y otra media docena de detalles, más o menos apremiantes. De pronto, comprendió cuál era la máxima prioridad, al menos para aquel niño desagradable.
—¿Han traído comida y leche? —preguntó.
Así era. La señora Stratford, su tercera ayudante, entró empujando una reluciente unidad móvil. La señorita Fellowes encontró en el compartimiento de refrigeración tres cuartos de litro de leche, además de una unidad calentadora, una provisión de vigorizantes bajo forma de complementos vitamínicos, un jarabe de cobre, cobalto y hierro, y otras cosas de las que ahora no tenía tiempo de preocuparse. Otro compartimiento contenía una selección de alimentos infantiles en latas que conservaban el calor.
Para empezar, leche y sólo leche. Independientemente de lo que comiera en el lugar de donde procedía (carne medio carbonizada, bayas silvestres, raíces e insectos, ¿cómo saberlo?), la leche solía formar parte de todas las dietas infantiles. Supuso que los salvajes daban de mamar a sus hijos hasta una edad avanzada.
Pero los salvajes no utilizaban tazas, de eso estaba segura. La señorita Fellowes vertió un poco de leche en un plato y lo introdujo unos segundos en el microondas.
Todos la miraban: Hoskins, Candide Deveney, los tres ayudantes y toda la gente que había conseguido colarse en la zona de Estasis. El niño también la observaba con atención.
—Sí, mírame —dijo al niño—. Buen chico.
Sostuvo el plato con cuidado, lo acercó a su boca e imitó el acto de sorber leche.
Los ojos del niño siguieron sus movimientos. ¿Comprendería?
—Bebe —dijo la mujer—. Se bebe así.
La señorita Fellowes imitó de nuevo el acto de sorber. Se sintió un poco absurda, pero no le importó. Haría todo cuanto considerara correcto. Tenía que enseñar al chico cómo se bebía.
—Ahora, tú —dijo.
Le ofreció el plato, acercándolo para que el niño sólo tuviera que adelantar un poco la cabeza y lamer la leche. El niño miró el plato con aire solemne, sin dar señales de comprender.
—Bebe —dijo la señorita Fellowes. Movió la lengua de nuevo a modo de demostración.
No hubo respuesta. Sólo una mirada. Temblaba otra vez, aunque hacía calor en la habitación y la bata bastaba para protegerle.
Era preciso tomar medidas eficaces, pensó la enfermera.
Depositó el plato en el suelo. Después cogió el brazo del niño con una mano, se agachó, hundió tres dedos de la otra mano en la leche, recogió un poco y la acercó a los labios del niño. Resbaló sobre sus mejillas y su mentón huidizo.
El niño emitió un chillido agudo, de un tipo que aún no habían escuchado. Parecía desconcertado y disgustado. Movió la lengua lentamente sobre sus labios mojados. Probó. La lengua lamió de nuevo.
¿Era aquello una sonrisa?
Sí. Una especie de sonrisa. La señorita Fellowes retrocedió un paso.
—Leche —dijo—. Eso es leche. Adelante. Bebe un poco más.
El niño, vacilante, se acercó al plato. Se inclinó, levantó la vista y luego miró hacia atrás, como si esperase encontrar a un enemigo agazapado a su espalda, pero no había nada. Se inclinó otra vez, primero con cautela y después con creciente ansia. Lamió la leche como un gato, con ruidos de absorción. No mostró el menor interés por utilizar las manos para alzar el plato hasta los labios. Era como un animalito, acuclillado en el suelo para sorber la leche.
La señorita Fellowes experimentó una súbita oleada de asco, aún a sabiendas de que era ella quien había imitado la acción de lamer. Deseaba pensar en él como un niño, un niño humano, pero continuaba comportándose como un animal, y ella no podía soportarlo. Lo detestaba. Sabía que su reacción se reflejaría en su cara, pero no podía evitarlo. ¿Por qué era tan bestial aquel niño? Era prehistórico, sí (¿cuarenta mil años?), pero ¿debía por ello recordar tanto a un simio? Era humano, ¿verdad? ¿Qué clase de niño le habían entregado?
Candide Deveney adivinó sus pensamientos.
—¿Lo sabe la enfermera, doctor Hoskins? —preguntó.
—¿Qué he de saber? —replicó la señorita Fellowes.
Deveney vaciló, pero Hoskins, de nuevo con aquella expresión irónica en la cara, intervino:
—No estoy seguro. ¿Por qué no se lo cuenta?
—¿A qué viene tanto misterio? —preguntó Fellowes—. ¡Adelante, díganmelo, si hay algún secreto que revelar!
Deveney se volvió hacia ella.
—Me estaba preguntando, señorita…, si tiene conciencia de que es la primera mujer civilizada que va a cuidar de un niño neandertal.