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Después de la charla sobre la necesidad de conseguir un compañero de juegos para Timmie, la señorita Fellowes esperaba que Hoskins consiguiera uno casi de inmediato, aunque sólo fuera para apaciguar las poderosas fuerzas políticas que Mannheim y Marianne Levien representaban, pero, para su sorpresa, transcurrieron las semanas y no ocurrió nada. Era evidente que se había topado con las dificultades presagiadas para lograr que alguien dejara a su hijo entrar en la burbuja de Estasis con Timmie. La señorita Fellowes ignoraba cómo mantenía a raya a Mannheim.
Casi no vio a Hoskins durante ese período. Debía de estar atendiendo a las demás actividades de Tecnologías Estasis S.L., y apenas le divisaba fugazmente cuando pasaba cerca. Dirigir la empresa exigía todo su tiempo, y un poco más. La señorita Fellowes se había formado la impresión, a partir de los comentarios recogidos de otras personas, que Hoskins luchaba con denuedo para controlar a un equipo de grandes talentos, figuras de primerísima categoría y ansiosos de alcanzar el premio Nobel, mientras que al mismo tiempo dirigía, con su estilo habitual, uno de los proyectos científicos más complejos de la historia.
Bien; cada cual tenía sus propios problemas.
La creciente soledad de Timmie era uno de los peores. Intentaba ser todo cuanto el crío necesitaba: enfermera, profesora y madre sustituta. Pero no era suficiente. El sueño del niño se repetía una y otra vez, no cada noche pero sí lo bastante a menudo para que la señorita Fellowes empezara a llevar un registro de la frecuencia. El sueño siempre giraba alrededor de aquel lugar exterior a la casa de muñecas, al que nunca le dejaban ir. En ciertas ocasiones estaba solo, pero en otras le acompañaban figuras borrosas, misteriosas. Como su inglés aún era muy rudimentario, la señorita Fellowes no sabía si el gran lugar vacío representaba el período glacial perdido, o la fantasía recreada de la nueva y extraña era a la que había sido trasladado. En cualquier caso, era un lugar aterrador para él, y solía despertar llorando. No era necesario poseer un título en psiquiatría para comprender que el sueño era un poderoso síntoma del aislamiento de Timmie, de su profunda y progresiva tristeza.
De día, se abismaba en largos períodos de abatimiento, o pasaba horas mirando por la ventana en silencio, sin casi nada que ver. Contemplaba el gran vacío de su sueño, quizá pensaba con nostalgia en las desérticas mesetas, barridas por la nieve, de su ahora lejana infancia, o tal vez se preguntaba qué había al otro lado de las paredes que confinaban su existencia. «¿Por qué no traen a alguien que le haga compañía? —Pensaba furiosa la señorita Fellowes—. ¿Por qué?».
Se preguntó si debía contactar con Bruce Mannheim para informarle que no se había hecho nada al respecto, para urgirle a presionar más a Hoskins, pero lo consideró una traición excesiva. Su devoción por Timmie le impedía asestar esa puñalada a Hoskins, pero su cólera aumentaba. Al parecer, los médicos ya habían averiguado todo lo posible sobre el muchacho (sólo faltaba diseccionarle), y no participaban en el programa de investigación. Las visitas ya no eran tan frecuentes. Alguien aparecía una vez a la semana para medir la estatura de Timmie, hacer algunas preguntas rutinarias y tomar unas fotografías, pero eso era todo. Las inyecciones y extracciones de fluidos habían cesado; las dietas especiales ya no se consideraban necesarias; los complicados y agotadores estudios de sus articulaciones y ligamentos eran menos frecuentes.
Bien por una parte, pero si los médicos se mostraban menos interesados en el chico, los psicólogos estaban empezando a ponerse pesados. La señorita Fellowes consideraba al grupo nuevo tan molesto como el anterior, y a veces bastante más. Ahora, Timmie se había acostumbrado a superar obstáculos para conseguir comida y agua. Tenía que levantar paneles, mover palancas, tirar de cordones. Lloriqueaba de sorpresa y miedo cuando recibía leves sacudidas eléctricas, o gruñía como un animal. Todo ello irritaba a la señorita Fellowes.
Sin embargo, no quería recurrir a Hoskins. No quería solicitar su ayuda. El hombre mantenía las distancias, por los motivos que fuera, y la señorita Fellowes temía que sí le asediaba con nuevas demandas, perdería los nervios ante la menor dificultad, incluso renunciaría al puesto. No deseaba dar ese paso. Por el bien de Timmie, debía quedarse.
¿Por qué se había apartado Hoskins del proyecto Timmie? ¿Por qué esa indiferencia? ¿Era su forma de aislarse de las quejas y exigencias de Bruce Mannheim? Era una estupidez, pensó. Timmie se había convertido en la única víctima de su alejamiento. Estúpido, más que estúpido.
Hacía lo que podía por restringir el acceso de los científicos a Timmie, pero no podía apartarle de ellos por completo. Al fin y al cabo, se trataba de un experimento científico. Por lo tanto, las pruebas, los estudios y las corrientes eléctricas prosiguieron.
Por no mencionar a los antropólogos, ejércitos enteros, ansiosos de interrogar a Timmie acerca de cómo era la vida en el Paleolítico. Y aunque Timmie había logrado un sorprendente dominio del inglés (su inglés), aún no les satisfacía. Podían preguntar lo que quisieran, pero el niño sólo contestaba si entendía las preguntas y en caso de que su mente aún retuviera información sobre tales y cuales aspectos de sus ahora ya lejanos días en la Edad de la Piedra.
A medida que las semanas de su estancia en la época moderna se transformaban en meses, el lenguaje de Timmie había mejorado mucho y había adquirido gran precisión. No había perdido cierta deficiencia en la pronunciación, que la señorita Fellowes consideraba simpática, pero su comprensión del inglés equivalía a la de cualquier niño actual de su edad. En momentos de excitación, solía repetir aquellas salvas de chasquidos, con algún ocasional gruñido primordial, pero cada vez eran menos frecuentes. Debía de estar olvidando su vida anterior, excepto en su mundo de sueños privado, donde la señorita Fellowes no podía entrar. Quién sabía qué enormes mamut y mastodontes merodeaban en él, qué oscuras escenas de misterio prehistórico se proyectaban en la pantalla de su mente.
Ante la sorpresa de la señorita Fellowes, ella era la única persona que entendía las palabras de Timmie con cierto grado de seguridad. Algunos de los técnicos que trabajaban con frecuencia en el interior de la burbuja de Estasis (sus ayudantes Mortenson, Elliott y Stratford, el doctor Mclntyre, el doctor Jacobs) conseguían entender una frase de vez en cuando, pero siempre con gran esfuerzo, y solían interpretar mal la mitad de lo que Timmie decía. La señorita Fellowes estaba desconcertada. Al principio, sí, el niño había tenido ciertas dificultades en pronunciar las palabras de forma inteligible, pero el tiempo había pasado y ahora hablaba con mucha fluidez, o eso pensaba ella. Sin embargo, poco a poco se vio forzada a admitir que sólo su constante proximidad a Timmie le permitía entenderlo. Su oído compensaba automáticamente las diferencias entre lo que decía y la pronunciación de las palabras. Era diferente de un niño moderno, al menos en lo concerniente a su capacidad de hablar. Entendía casi todo lo que le decían; ya podía responder con frases complejas, pero la señorita Fellowes suponía que su lengua, labios, laringe y el hueso hioides no estaban adaptados a las sutilezas del inglés propio del siglo XXI, y se producían distorsiones.
Le defendía ante los demás.
—¿Han oído a algún francés intentando hablar inglés, o viceversa? Tendríamos que rompernos la mandíbula para pronunciar algunas letras del alfabeto ruso. Cada grupo lingüístico recibe desde que nace un aprendizaje distinto de los músculos lingüísticos, y para mucha gente resulta imposible cambiar. Por eso existen los acentos. Bien, Timmie tiene un acento neandertal muy pronunciado, pero disminuirá con el tiempo.
Hasta que eso sucediera, ella ocuparía un lugar preeminente de autoridad y poder. No sólo era la enfermera de Timmie, sino también su intérprete, el medio que permitía transmitir a los antropólogos que venían a interrogarle sus recuerdos del mundo prehistórico. Sin ella como intermediaria, les sería imposible obtener respuestas coherentes a las preguntas que querían formular al niño, Su ayuda era decisiva, si pretendían que el proyecto alcanzara todo su valor científico. Por ello, la señorita Fellowes se convirtió en un elemento esencial, de una manera que nadie (ni siquiera ella) esperaba, en la tarea de explorar la naturaleza de la vida humana en el pasado remoto.
Por desgracia, los interrogadores del niño casi siempre salían insatisfechos de sus revelaciones. El problema no residía en que se negara a cooperar, sino que tan sólo había pasado tres o cuatro años en el mundo de los neandertales, sus primeros tres o cuatro años. No había muchos niños de su edad, de cualquier época, preparados para referir una descripción verbal comprensible de la sociedad en que habían vivido.
Casi todo lo que consiguió transmitir eran cosas que los antropólogos ya intuían, y que tal vez habían inculcado en la mente del crío por la misma naturaleza de las preguntas que la señorita Fellowes le planteaba.
—Pregúntele si su tribu era muy grande —decían.
—Creo que no tiene ninguna palabra equivalente a tribu.
—En ese caso, pregunte cuánta gente constituía el grupo en que vivía.
Se lo preguntó. Hacía poco que había empezado a enseñarle a contar. El niño pareció confuso.
—Muchos —dijo.
«Muchos», en el vocabulario de Timmie, podía ser más de tres. Superada esa cifra, todo se le antojaba igual.
—¿Cuántos? —preguntó. Cogió su mano y tocó con un dedo las yemas—. ¿Todos éstos?
—Más.
—¿Cuántos más?
Timmie hizo un esfuerzo. Cerró los ojos un momento, como si examinara otro mundo, y extendió las manos, flexionando los dedos con veloces movimientos.
—¿Está indicando números, señorita Fellowes?
—Creo que sí. Es probable que cada movimiento represente cinco.
—He contado tres movimientos de cada mano. ¿La tribu estaba compuesta por treinta personas?
—Cuarenta, diría yo.
—Pregúntele otra vez.
—Repite, Timmie: ¿cuánta gente había en tu grupo?
—¿Grupo, señorita Fellowes?
—La gente que vivía contigo. Tus amigos y parientes. ¿Cuántos eran?
—Amigos. Parientes.
Meditó sobre aquellos conceptos. Palabras vagas e irreales para él, muy probablemente.
Al cabo de unos instantes bajó la vista hacia sus manos y flexionó los dedos de nuevo, con los mismos movimientos rápidos; el gesto podía significar que contaba, u otra cosa muy diferente. Fue imposible seguir la cuenta de los movimientos; ocho, o tal vez diez.
—¿Han visto? —preguntó la señorita Fellowes—. Ochenta, noventa, un centenar de personas. Si es que está contestando a la pregunta.
—Antes sugirió que el número era inferior.
—Lo sé, pero es lo que está diciendo ahora.
—Imposible. ¡Una tribu tan primitiva no podría tener más de treinta! A lo sumo.
La señorita Fellowes se encogió de hombros. Si querían contaminar las pruebas con sus prejuicios, allá ellos.
—Bien, pues pongamos treinta. Están pidiendo a un niño de unos tres años que realice un censo. Se limita a hacer conjeturas, y lo más asombroso es que consigue intuir lo que queremos saber, aunque tal vez no. ¿Por qué piensan que sabe contar, que entiende el concepto de número?
—Pero lo entiende, ¿verdad?
—Como cualquier niño de cinco años. Pregunte a cualquier niño de cinco años cuánta gente vive en su calle, y verá lo que le dice.
—Bueno…
Las otras preguntas lograron respuestas igualmente inciertas. ¿Estructura tribal? La señorita Fellowes consiguió arrancar a Timmie, después de muchos giros verbales, que la tribu tenía un «gran hombre», lo cuál no podía significar otra cosa que un jefe. Nada sorprendente. Las tribus primitivas siempre tenían un jefe; era razonable suponer que los neandertales también. Le preguntó si sabía el nombre del gran hombre, y Timmie contestó con chasquidos. Fuera cual fuese el nombre del jefe, Timmie no sabía traducirlo a palabras inglesas, ni emitir una fonética equivalente; tenía que recurrir a los sonidos neandertales. ¿Tenía el jefe una esposa?, quisieron saber los científicos. Timmie no sabía qué era una esposa. ¿Cómo fue elegido el jefe? Timmie no entendió la pregunta. ¿Qué nos puedes decir sobre las creencias y prácticas religiosas? La señorita Fellowes consiguió extraer de Timmie, mediante sugerencias de dudoso cariz científico, la descripción de un lugar sagrado hecho de rocas, al que estaba prohibido acercarse, y un culto que acaso estaba presidido por una sacerdotisa. Estaba segura de que era una sacerdotisa, porque Timmie no dejó de señalarla con el dedo mientras hablaba, pero ignoraba si el niño entendía lo que estaba tratando realmente de averiguar.
—¡Si al menos hubieran traído a un niño mayor que éste! —No dejaban de lamentarse los antropólogos—. ¡O a un neandertal adulto, por el amor de Dios! ¡Qué menos! ¡Qué menos! Es frustrante contar con un niño ignorante como única fuente de información.
—Estoy segura —admitió la señorita Fellowes, sin expresar excesiva compasión—, pero este niño ignorante es el único neandertal al que pueden aspirar a interrogar. Ni en sus sueños más descabellados habrían supuesto que un día podrían hablar con un neandertal.
—¡Aun así! ¡Qué menos! ¡Qué menos!
—Qué menos, sí —dijo la señorita Fellowes, y anunció que el tiempo se había agotado.