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Tal como había prometido, Mclntyre envió un montón de libros de consulta que trataban sobre los neandertales. La señorita Fellowes se sumergió en ellos como si estuviera de vuelta en la escuela de enfermeras y tuviera un examen decisivo al cabo de dos días.
Averiguó que los primeros fósiles de neandertales habían sido descubiertos a mediados del siglo XIX por obreros que excavaban en una cantera de piedra caliza cerca de Dusseldorf (Alemania), en un lugar llamado el valle de Neander (en alemán, Neanderthal). Mientras quitaban el barro que cubría un depósito de piedra caliza, en una gruta situada a dieciocho metros por encima del fondo del valle, se toparon con un cráneo humano incrustado en el suelo de la gruta, y otros huesos en las proximidades.
Los trabajadores entregaron el cráneo y algunos huesos a un profesor de la ciudad, que a su vez los pasó al doctor Hermann Schaafhausen, un famoso anatomista. Schaafhausen quedó sorprendido por su rareza. El cráneo poseía muchos rasgos humanos, pero era de una curiosa apariencia primitiva, largo y estrecho, de frente inclinada y enorme saliente óseo sobre las cejas. Los fémures que acompañaban al cráneo eran tan gruesos y pesados que apenas parecían humanos.
Sin embargo, Schaafhausen creyó que los huesos de neandertal eran restos humanos antiquísimos. En un documento que leyó en un congreso científico a principios de 1857, calificó a los extraños fósiles como «el más antiguo testimonio de los primeros habitantes de Europa».
La señorita Fellowes miró a Timmie, que estaba jugando en el otro extremo de la habitación.
—Escucha esto —dijo—. «El más antiguo testimonio de los primeros habitantes de Europa». Está hablando de algún pariente tuyo, Timmie.
Timmie no pareció impresionado. Emitió unos chasquidos de indiferencia y siguió con sus juegos.
La señorita Fellowes continuó leyendo. El libro no tardó en confirmar lo que ya sabía de una manera vaga: que el pueblo neandertal, si bien habitaba Europa, estaba lejos de ser el más antiguo.
Al descubrimiento de los auténticos fósiles de neandertal siguieron, más avanzado el siglo XIX, descubrimientos similares en otras partes de Europa, más huesos fosilizados de seres prehistóricos de apariencia humana, con frentes inclinadas, enormes y prominentes cejas y, otra característica típica, mentones huidizos. Los científicos debatieron el significado de estos fósiles y, como las teorías sobre la evolución de Darwin iban ganando cada día mayor aceptación, se llegó al acuerdo general de que los especímenes de neandertal eran los restos de un ser humano prehistórico, de aspecto brutal, antepasado de la edad moderna, situado en un punto de la escala evolutiva intermedio entre los simios y los humanos.
—«De aspecto brutal» —resopló la señorita Fellowes—. Todo es según el color del cristal por el que se mira, ¿eh, Timmie?
Luego se había producido el descubrimiento de otros tipos de fósiles humanos (en Java, en China, en otras partes de Europa), que parecían de una forma aún más primitiva que los neandertales. En el siglo XX, cuando se desarrollaron métodos más fiables de fijar la fecha de lugares antiguos, se hizo patente que el pueblo neandertal había vivido en una época relativamente reciente de la escala temporal de la evolución humana. Las formas de vida humana primitiva descubiertas en Java y en China tenían medio millón de años de antigüedad, quizá más, mientras que los neandertales no habían aparecido en escena hasta ciento cincuenta mil años antes, más o menos. Habían ocupado gran parte de Europa y Oriente Próximo, hasta unos treinta y cinco mil años antes. Después habían desaparecido, remplazados en todos los lugares por la forma moderna de raza humana, que ya existía cuando surgieron los primeros neandertales. Por lo visto, los humanos de tipo moderno habían convivido con los neandertales, pacíficamente o no, durante miles de años, antes de experimentar una súbita explosión demográfica, y desplazar por completo a la otra forma humana.
Había diversas teorías que explicaban el motivo de la súbita extinción de los neandertales, pero todos los expertos coincidían en fijar su desaparición de la Tierra a finales de los períodos de glaciación.
Los neandertales, pues, no eran antepasados simiescos y de aspecto brutal del hombre moderno. No eran antepasados en absoluto. Eran humanos de otra forma, diferentes de sus contemporáneos, el tipo humano que había sobrevivido hasta los tiempos modernos. Primos lejanos, tal vez. Las dos razas habían tenido una existencia paralela en los tiempos del período glacial, una coexistencia difícil. Sólo una de las dos formas había sobrevivido a la época en que los grandes glaciares habían cubierto Europa.
—Por lo tanto, eres humano, Timmie. No lo he dudado ni un momento —sí, al principio, y aún se sentía avergonzada—, pero aquí lo pone bien claro. Tu aspecto es extraño, nada más, pero eres tan humano como yo. Tan humano como cualquiera.
Timmie emitió chasquidos y murmullos.
—Sí —dijo la señorita Fellowes—. Tú piensas lo mismo, ¿verdad? Pero aun así, las diferencias, las diferencias…
Los ojos de la señorita Fellowes devoraban las páginas. ¿Cuál había sido el aspecto real de los neandertales? Al principio se habían producido acalorados debates sobre el tema, porque se habían encontrado muy pocos fósiles de neandertales, y uno de los primeros esqueletos descubiertos resultó el de un hombre aquejado de osteoartritis, lo cual creó una impresión errónea del aspecto normal de un hombre de su especie. Poco a poco, a medida que iban surgiendo más esqueletos, se formó una imagen de los neandertales aceptada en general.
Eran más bajos que los humanos modernos (el más alto no sobrepasaría el metro sesenta de estatura) y muy fornidos, de espaldas anchas y pecho abombado. Su frente era huidiza, sus arcos ciliares enormes, y tenían mandíbulas inferiores redondas en lugar de mentón. Sus narices eran grandes, anchas y aplastadas, y sus bocas se proyectaban como hocicos. Tenían los pies planos y muy anchos, de dedos cortos y romos. Sus huesos eran pesados, gruesos y de articulaciones grandes, y sus músculos debían de ser muy desarrollados. Sus piernas eran cortas con relación al torso, y arqueadas por naturaleza, con las rodillas dobladas de forma permanente, por lo que debían caminar arrastrando los pies.
No eran hermosos, desde luego, si se les juzgaba por los patrones modernos.
Pero humanos sí. Incuestionablemente humanos. Afeita y corta el pelo a un neandertal, ponle una camisa y unos tejanos, y podrá pasear por una calle de cualquier ciudad del mundo sin llamar la atención de nadie.
—¡Escucha este párrafo, Timmie! —La señorita Fellowes recorrió la página con el dedo y leyó en voz alta—. «Tenía un cerebro grande. Los cerebros de los esqueletos se calculaban a partir de la capacidad craneal, o sea, el volumen, en centímetros cúbicos, que posee la cavidad. En el Homo sapiens moderno, la capacidad craneal media oscila entre 1400 y 1500 c.c. Algunos hombres tienen capacidades craneales de entre 1100 y 1200 c.c. La capacidad media del hombre de neandertal era de unos 1600 c.c. en los hombres, y de unos 1350 c.c. en las mujeres, superior a la media de los Homo sapiens». —Rió entre dientes—. ¿Qué te parece, Timmie? ¡«Superior a la media del Homo sapiens»!
Timmie sonrió. ¡Como si la hubiera entendido! De todos modos, la señorita Fellowes sabía que no existía la menor posibilidad.
—Lo que cuenta en realidad no es el tamaño del cráneo, por supuesto —dijo—, sino la capacidad del cerebro que encierra. Los elefantes tienen un cráneo mayor que cualquier otro ser, pero son incapaces de aprender álgebra. Ni yo, por cierto, pero sé leer y conducir coches. ¡Enséñame un elefante capaz de eso! ¿Piensas que soy tonta por hablar así, Timmie? —La expresión del niño era solemne. Le dirigió un par de chasquidos—. Es que necesitas hablar con alguien. Y yo también. Acércate un momento, ¿quieres? —Timmie la miró sin pestañear, pero permaneció donde estaba—. Ven aquí, Timmie. Quiero enseñarte algo.
El niño no se movió. Era una bonita fantasía imaginar que empezaba a comprender sus palabras, pero sabía que no era así. Fue ella la que se acercó al niño. Se sentó a su lado y abrió el libro que estaba leyendo. Había una ilustración en la parte izquierda de la página, una reconstrucción artística de la cara del hombre de neandertal, tosca y grisácea, con la típica boca saliente, la gran nariz aplastada y la feroz barba enmarañada. Su cabeza se proyectaba por delante de los hombros. Sus labios, entreabiertos, rebelaban los dientes. Un semblante salvaje, en efecto. Brutal, incluso. No se podía negar.
Pero asomaba una inequívoca luz de inteligencia en sus ojos, y algo más. ¿Algo trágico? ¿Una expresión de angustia, una expresión de dolor?
Tenía la mirada perdida en la lejanía, como si escrutara un futuro distante miles de años, un mundo en el que ya no existía nadie de su especie, excepto un niño pequeño que no tenía por qué estar allí.
—¿Qué te parece, Timmie? ¿Lo reconoces? ¿Es una fiel reproducción de tus contemporáneos?
Timmie emitió unos chasquidos. Miró el libro sin interés aparente.
La señorita Fellowes dio unos golpecitos sobre la ilustración un par de veces. Después cogió la mano del niño y la colocó sobre la página, para dirigir su atención hacia la imagen.
El niño no comprendió. Daba la impresión de que la ilustración no significaba nada para él.
Movió la mano sobre la página con aire distante, carente de interés, como si la textura suave del papel fuera lo único del libro que llamara su atención. Luego, el niño dobló la esquina inferior de la página hacia arriba y tiró de ella, hasta que la página empezó a desprenderse del tomo.
—¡No! —exclamó la señorita Fellowes, y con un rápido movimiento instintivo le apartó la mano y dio una palmada sobre ella; una palmada suave, pero una reprimenda inconfundible.
El niño la miró con ojos brillantes de furia. Emitió un horrible gruñido y su mano se convirtió en una garra que lanzó hacia el libro.
—Oh, Timmie, Timmie…
Las lágrimas anegaron los ojos de la señorita Fellowes, y se sintió invadida por una oleada de desesperación, de derrota, de horror…
«Arrastrándose por el suelo y gruñendo como un animal salvaje», pensó, consternada. Gruñendo como si fuera a saltar sobre ella y desgarrarle la garganta, como había intentado rasgar aquella página.
Oh, Timmie…
La señorita Fellowes se obligó a recuperar la calma. No era la forma de reaccionar ante la rabieta de un niño. ¿Qué esperaba? Tenía a lo sumo cuatro años, procedía de una cultura tribal primitiva y nunca había visto un libro. ¿Acaso esperaba que lo contemplara con respeto y reverencia, y que le diera las gracias educadamente por haber puesto a disposición de su joven mente una fuente de información tan valiosa?
Incluso los niños actuales de cuatro años, nacidos en hogares cultos, se recordó, rompen páginas de libros. Y en ocasiones también gruñen, rugen y se enfurecen cuando les das una palmada en la mano. Nadie los considera animales salvajes por hacer esas cosas. A su edad, no. «Timmie no es un animal, sólo un niño pequeño, un niño agresivo que se encuentra prisionero en un mundo que no comprende».
La señorita Fellowes guardó los libros enviados por Mclntyre en un armario. Cuando regresó a la otra habitación, Timmie se había calmado de nuevo y jugaba como si no hubiera ocurrido nada anormal.
Su corazón se inflamó de cariño hacia el niño. Ardía en deseos de pedirle perdón por haber estado a punto de abandonarle de nuevo. Pero ¿de qué serviría? No lo entendería.
Bueno, había otra forma.
—Me parece que ha llegado el momento de tomar un poco de cereales, ¿no opinas lo mismo, Timmie?