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La señorita Fellowes estaba bañando a Timmie cuando sonó el interfono en la habitación de al lado. Frunció el ceño, irritada por la interrupción. Contempló al niño en la bañera. La hora del baño ya no significaba un suplicio para él. Era más como un deporte; esperaba el momento con ansia. La sensación de yacer medio sumergido en agua caliente ya no le parecía amenazadora. Representaba para él un placer especial, no sólo la sensación del agua caliente, sino salir limpio, sonrosado, perfumado. Y lo divertido que era salpicarlo todo de agua, por supuesto. A medida que transcurrían los días, más se parecía Timmie a cualquier niño normal, pensó la señorita Fellowes. No le gustaba la idea de dejarlo solo en la bañera mucho rato. No temía que se ahogara (los niños de su edad no solían ahogarse en la bañera, y daba la impresión de que éste tenía un buen instinto de conservación), pero si decidía salir sin ayuda, y resbalaba y caía…

—Vuelvo en seguida, Timmie —dijo—. No salgas de la bañera ¿de acuerdo?

El niño asintió.

—Quédate en la bañera. En la bañera. ¿Entendido?

—Sí, señorita Fellowes.

Nadie en el mundo habría reconocido los sonidos emitidos por Timmie como «Sí, señorita Fellowes». Nadie, excepto la señorita Fellowes.

Corrió a la otra habitación, todavía intranquila, y preguntó por el auricular:

—¿Quién es?

—Soy el doctor Hoskins, señorita Fellowes. Me gustaría saber si Timmie puede recibir a otro visitante esta tarde.

—Se supone que tiene la tarde libre. Ya le estaba bañando. Nunca recibe visitantes después del baño.

—Sí, lo sé. Es un caso especial.

La señorita Fellowes prestó atención a lo que sucedía en el cuarto de baño. Timmie estaba chapoteando en el agua, muy entusiasmado. Oyó las sonoras carcajadas del niño.

—Todos los casos son especiales —contestó con tono de reproche—, ¿verdad, doctor Hoskins? Si permitiera entrar a todos los casos especiales, Timmie pasaría en exhibición continua día y noche.

—Este caso es realmente especial, señorita Fellowes.

—Prefiero que no. Timmie tiene derecho a tiempo libre, como todo el mundo. Si no le importa, doctor Hoskins, he de volver al cuarto de baño antes de…

—El visitante es Bruce Mannheim, señorita Fellowes.

—¿Qué?

—Sabe que Mannheim nos ha acosado con falsas acusaciones y encendidas soflamas desde que se anunció la llegada de Timmie, ¿verdad?

—Supongo que sí —contestó ella. No había prestado mucha atención a esa circunstancia.

—Bien, nos ha llamado cada tres días para comunicarnos su indignación. Al final le pregunté qué quería, e insistió en una inspección in situ. De Timmie. Como si tuviéramos aquí un emplazamiento de misiles. No nos entusiasmaba la idea, pero celebramos una reunión de la junta y decidimos que negarnos sería más perjudicial que otra cosa. Temo que no hay elección, señorita Fellowes. Hemos de dejarle entrar.

—¿Hoy?

—Dentro de un par de horas. Es un hombre muy insistente.

—Podría haberme avisado con más anticipación.

—Lo habría hecho, señorita Fellowes, pero Mannheim me pilló por sorpresa cuando le llamé para comunicarle nuestra autorización. Me dijo que vendría en seguida, y cuando le contesté que no me parecía viable, lanzó de nuevo su andanada de sospechas y acusaciones. En mi opinión, dio a entender que tratábamos de ganar tiempo para disimular los moretones de Timmie, resultado de los latigazos que le hemos propinado, o algo por el estilo. En cualquier caso, añadió que vendría antes de su junta directiva mensual, que se celebra mañana y en la que informará sobre el estado de Timmie, y por tanto… —Hos-kins se interrumpió—. Sé que es muy precipitado, señorita Fellowes. Le ruego que no organice un escándalo. Se lo ruego.

La mujer experimentó una oleada de compasión por Hoskins. Atrapado entre el incansable agitador político y el ogro de la enfermera intratable… ¡Pobre hombre!

—Muy bien, doctor Hoskins. Sólo por esta vez. Intentaré disimular los moretones con maquillaje.

Regresó al cuarto de baño, mientras el interfono todavía destilaba la gratitud de Hoskins. Timmie estaba muy ocupado, dirigiendo una batalla naval entre un pato de plástico verde y un monstruo marino de plástico púrpura. El pato parecía llevar ventaja.

—Esta tarde tendrás compañía —informó al niño la señorita Fellowes. Hervía de furia—. Vendrá un hombre para controlarnos. A ver si te hemos maltratado, ¿sabes? ¡Maltratado!

Timmie le dirigió una mirada inexpresiva. Su vacilante vocabulario no llegaba a tanto. La señorita Fellowes tampoco lo esperaba.

—¿Quien viene? —preguntó.

—Un hombre. Un visitante.

Timmie asintió con la cabeza.

—¿Un visitante agradable?

—Confiemos en que así sea. Bien, es hora de que salgas del baño y te seques.

—¡Más baño! ¡Más baño!

—Más baño mañana. ¡Sal, Timmie!

El niño obedeció a regañadientes. La señorita Fellowes lo secó y le dedicó una rápida inspección. No, no se veían señales de latigazos. Ni de ningún otro tipo. El niño estaba en plena forma, sobre todo comparado con la criatura sucia, zaparrastrosa, magullada y arañada que aquella noche extraña y aterradora había surgido de la Estasis, entre una masa de tierra, guijarros, hormigas y brotes de hierba. Timmie rebosaba buena salud. Había aumentado de peso; sus rasguños habían cicatrizado y sus magulladuras desaparecido. Le habían cortado las uñas y el pelo. A ver si Bruce Mannheim encontraba algún motivo de queja. ¡A ver!

Habitualmente, ponía el pijama a Timmie después del baño, pero ahora no sería así, a causa del visitante, el visitante muy especial. La circunstancia exigía una vestimenta formal: el mono púrpura de botones rojos, pensó la señorita Fellowes.

Timmie sonrió cuando lo vio. Era su mono favorito.

—Y ahora, un buen aperitivo, antes de que tengamos compañía. ¿Qué opinas, Timmie?

Aún temblaba de rabia.

«Bruce Mannheim», pensó con frialdad. Ese entrometido. Ese alborotador. ¡Defensor de los niños! ¿Quién le había pedido que defendiera a alguien? Un agitador profesional, eso era. Un estorbo público.

—¿Señorita Fellowes?

La voz de Hosking surgió de nuevo por el interfono.

—¿Qué pasa, doctor? Falta media hora para que llegue el señor Mannheim.

—Se nos ha adelantado. Este hombre es así. —El tono de su voz era extrañamente apocado—. Temo que viene acompañado, sin habernos avisado con antelación.

—Dos visitantes son demasiados —replicó la señorita Fellowes.

—Lo sé, lo sé. Por favor, señorita Fellowes. No sabía que vendría acompañado, pero Mannheim ha insistido mucho en que la mujer vea a Timmie. Y ya que hemos llegado tan lejos… No queremos ofenderle, ¿entiende?

Ya estaba suplicando otra vez. El tal Mannheim le tenía aterrorizado. ¿Era aquél el enérgico e indomable doctor Gerald Hoskins que había conocido en otro tiempo?

—¿Quién es la otra persona? —preguntó al cabo de un momento—. ¿Quién es la invitada inesperada?

—Una de sus ayudantes, asesora de su organización. Hasta es probable que la conozca. Es una experta en niños problemáticos, miembro de varias comisiones e instituciones gubernamentales, con un currículum notabilísimo. Debo admitir que estuvimos a punto de contratarla para el trabajo que usted ejerce ahora, pero creíamos, yo creía, que carecía de la calidez y simpatía que buscábamos. Se llama Marienne Levien. Creo que puede resultar algo peligrosa. Pero no podemos prohibirle la entrada, ahora que está aquí.

La señorita Fellowes se llevó la mano a la boca, horrorizada.

«¡Marienne Levien! —pensó, estufecta—. Dios me proteja. ¡Dios nos proteja a todos!».