Capítulo 106

Roma, palazzo Farnese - octubre de 1534

El año posterior al sacco de Roma, Constanza lo vivió como la corriente de un río. Le dio a su Bosio dos hijos más y a su padre, dos nietos. Se ocupó de que el palazzo Farnese brillara con su viejo esplendor. Hizo embellecer la casa de su madre en la via Giulia y ordenó la construcción de una nueva galería en el tejado, para que su madre pudiera disfrutar de los dorados atardeceres sobre el Gianicolo o sobre el Vaticano veraniego. Hablaba diariamente con su padre de las jugadas políticas del momento y se preocupaba de que cuidara su salud. Se había vuelto un hombre mayor con un estómago delicado y profundas arrugas en el rostro, con la espalda encorvada pero con un brillo constante en la mirada. Su inteligencia estaba más afilada que nunca y, además, algo de lo que ella se encontraba particularmente satisfecha, parecía haber encontrado la fe: se había apoderado de él una pasión apostólica que la tenía sorprendida y él mismo expresó con una sola palabra la naturaleza de su transformación: Damasco. Fuera como fuera y cuando fuera, un rayo de Dios debía haberlo alcanzado.

Sin embargo, ciertas dudas se manifestaban todavía en él. ¿Realmente se contaba entre los conversos? ¿Cuánto duraría esa conversión? Cuando ella se lo preguntaba directamente, él se limitaba a sonreír como un viejo zorro y no respondía nada.

Aunque día tras día apenas hallaba un momento para descansar, con la excepción de sus visitas diarias a los oratorios en los que, tras la catástrofe de Roma, se podía encontrar una gran devoción, no se sentía ni marchita ni cansada. Todo lo contrario. Bosio también estaba sorprendido porque no le descuidaba ni a él ni a los niños. Simplemente necesitaba menos horas de sueño y sentía una fuerza interior como no había experimentado en su vida.

Vivió un momento de deterioro cuando el papa Clemente, en abril de 1529 y tras una larga enfermedad, recuperó la salud. Ya veía a su padre sentado en el trono papal tras su tercer intento, en esa ocasión sin luchas ni intrigas de por medio, pero el papa Clemente lo había desbaratado todo. Su padre, como decano del colegio cardenalicio y vicecanciller, era prácticamente un segundo Papa, negoció con el emperador, preparó su coronación en Bolonia, lo que hizo aumentar la estima de Carlos V hacia él y organizó el encuentro entre el emperador y el rey francés en Niza, donde la sobrina de Clemente, Caterina, se casaría con el aún joven hijo del rey, Enrique.

Su padre participó mucho menos en la conquista de Florencia por parte de las tropas imperiales, algo que Clemente quería realizar a toda costa para poder convertir a su tosco bastardo, el moreno Alessandro, cuyo nombre Constanza aún formulaba con desagrado, soberano de la ciudad. El que también Pierluigi hubiera participado en la conquista como capitano imperial era algo que ella prefería ignorar, pues sabía que a su padre le dolía.

Finalmente, lograron que Clemente levantara la excomunión de Pierluigi. Él entonces se encontraba con su Girolama en su castillo de Valentano, en las cercanías del lago de Bolsena y, a pesar de todo, nunca volvió a dejarse ver por Roma.

Cuando Girolama dio a luz a un Ranuccio en el 1530, su suegro derramó lágrimas de tristeza por aquel nombre que le traía los dolorosos recuerdos de su hijo favorito. Le perdonó a su primogénito todos sus actos vergonzosos y le rogó que permitiera que sus hijos se criaran en Roma. Pierluigi dudó, pues el recuerdo de su participación en los sucesos del sacco era aún reciente y temía represalias. Después de que Girolama diera a luz también a un Orazio en el 1532, tanto la madre como los niños se mudaron al palazzo del abuelo. Pierluigi se dejaba ver por allí solo ocasionalmente. A su padre no le pareció mal. Tal y como le comentaba a Constanza una tarde:

—Poco a poco empiezo a creer en una bendición que, a pesar de todo, recae en nuestra casa y en nuestra familia.

Señaló con satisfacción el hecho de que también traía niños al mundo con regularidad y, aunque las niñas nacidas en su seno no recibirían legitimación, sí obtendrían una suma considerable como dote el día que se casaran adecuadamente.

—Ya nos ocuparemos de eso en su momento —concluyó.

Constanza contemplaba la salud de su padre con preocupación. Tenía ya más de sesenta años. Si ella le hablaba del próximo cónclave, él adoptaba un gesto decidido, aunque los frecuentes dolores de estómago eran imposibles de ignorar. Ella señalaba que no sería del todo malo si alguna vez dejaba traslucir algo de debilidad, o incluso de enfermedad.

—Digo «traslucir»… Los cardenales, así, podrían considerarte un candidato de transición que no durara mucho. Eso haría que a tus enemigos y calumniadores les resultara más fácil votarte. En realidad en el cónclave debes estar en guardia, mantenerte fuerte y convertirte de una vez en el Papa, demostrárselo a todos. Ya me preocuparé yo de que alcances una edad digna de Matusalén.

El padre sonreía con suavidad y picardía y decía:

—Cariño, eres igual que Silvia… ¡Como una madre!

Lo que aún lo atormentaba y le sumía una y otra vez en una tristeza muda y en las cavilaciones, eran los pensamientos en la muerte de Ranuccio, pero tampoco Virginia lo dejaba descansar. De hecho, los padres habían recibido carta de Pierluigi y de la antigua cortesana en la que los dos juraban por los cuatro evangelistas que Ranuccio había muerto ante sus ojos y no lo había hecho por mano de su hermano o de alguno de sus soldados, sino por una ráfaga errónea de disparos de los arcabuceros franceses. Pierluigi había querido salvarlo, pero después lo había enterrado con todos los honores.

Virginia había agradecido todas las muestras de bondad que el cardenal Farnese había tenido con ella y había jurado que su amor por Ranuccio había sido real, puro y correspondido. Además había añadido, y Constanza podía recitarlo de memoria: «tampoco quisiera ocultar que me encuentro en estado de buena esperanza».

Cuando el padre leyó aquellas líneas, casi se desmayó de exaltación.

—Lleva el hijo de Ranuccio, mi niño me dejará un nieto.

Constanza no pudo evitar aguar la dicha de su padre señalando que él mismo había considerado a Virginia como su propia hija.

—No querría mencionar aquí lo que eso significa. Además, esa criatura aún no ha llegado al mundo e incluso podría ser niña.

—Oh, Virginia no puede ser mi hija. Maddalena simplemente quiso escoger un padre rico y conocido para ella. Unas veces yo, otras veces el de más allá…

Era evidente que no sería fácil aguar su ánimo.

—¿Piensas en alguien en concreto?

—¿Por qué no Rafael? Sé que hubo un tiempo en que solía encontrarse con Maddalena, fui yo quien los presentó. Era su primer día en Roma…

—¿Y por qué no reconoció a Virginia?

—Lo hizo, de hecho, aunque de forma indirecta, retratándola en sus obras maestras. Sin embargo, también tenía que pensar en su carrera como principal artista del Papa, en la sobrina del cardenal Bibbiena con la que debía casarse, el mejor partido que el Vaticano podía ofrecerle entonces.

—Eso no evitó que Rafael amara a aquella hija de panadero.

—Frecuentar a una muchacha de la plebe con la que no se está casado es una cosa; tener una hija oficial con una cortesana es otra muy distinta. Además, la fornarina era terriblemente celosa, como él mismo me confió una vez.

Constanza negó con la cabeza.

—Quizá Virginia sea hija tuya después de todo.

Él la abrazó y le acarició cuidadosamente la cabeza sobre la redecilla que le cubría el pelo.

—Ahora no te me pongas tú celosa. Os quiero a todos… Y tampoco olvidaré nunca a Ranuccio ni a Paolo.

Constanza suspiró.

—Eso lo sé de sobra.

Cuando el padre supo que Virginia había traído a una niña al mundo, contra todo pronóstico no se mostró decepcionado sino todo lo contrario: sus envejecidos rasgos se iluminaron de inexpresable felicidad. Envió un mensajero a la madre primeriza para rogarle que abandonara Nápoles y volviera a Roma, incluso que se trasladara al palazzo. Llegó a ofrecerle una considerable suma de ducados, sin embargo, Virginia le dio las gracias con palabras candorosas y concluyó su carta con las palabras: «Todavía no. Con afecto y gratitud, Virginia Santi, pittrice».

El padre no pudo reprimir su desilusión tras leer la carta, pero al mismo tiempo rió con suavidad.

—Lo que yo dije: Rafael. Incluso se ha bautizado con el nombre de su padre y se ha establecido como pintora. Los caminos del Señor son inescrutables… No obstante, algún día sus pasos las traerán de nuevo a Roma, que es a donde llevan todos los caminos, como es bien sabido…

Entonces llegó el verano del año 1534.

El papa Clemente volvió a sufrir un nuevo acceso de vómitos y fiebre. Naturalmente de inmediato se dijo que lo habían envenenado; otros señalaron que la preocupación por la vida disipada y las artimañas ambiciosas de su sobrino Ippolito, a quien había nombrado cardenal pero que había querido devolverle el capelo de inmediato, habían agravado su salud.

Constanza, que estaba embarazada de su décimo hijo, no apartaba la vista de su padre a pesar de su estado y lo acompañaba incluso hasta las puertas del Vaticano. Ella le aconsejó que jugara el papel del anciano debilitado pero que aspiraba al pontificado por razones evidentes. El pánico atenazó a la mujer cuando en agosto Clemente pareció sanar, mientras que buena parte de los cardenales pasaban a mejor vida: Enckevoirt, el favorito de Adriano, della Valle y después también Caetanus. Constanza quiso evitarle a su padre aquel peligroso mes, que siempre provocaba numerosos males en la ciudad por su demoníaco calor y arrastraba a incontables romanos a la tumba, y llevarlo a Frascati o a la isola Bisentina, donde el aire era más puro y los días resultaban más llevaderos. Sin embargo, él contestó que precisamente aquellos días cada hora contaba. Tenía razón.

Las fluctuaciones en la salud del Papa se prolongaron durante septiembre. Cuando ya parecía curado, de pronto recayó en la fiebre, en un ataque permanente que lo debilitó de forma decisiva. Era el 24 de septiembre de 1534. El padre, que había acudido al Vaticano cada día, informaba a Constanza de la imparable decadencia del Santo Padre. En la ciudad cundía la inquietud y entre los cardenales se hablaba ya del posible sucesor. Muchos de sus compañeros enmudecían cuando él se acercaba, otros le dedicaban exageradas reverencias o incluso le aseguraban su apoyo.

Alessandro Farnese se mostraba menos encorvado que de costumbre pero hablaba en ocasiones del difícil cometido al que posiblemente tendría que enfrentarse.

—Papá, ¡ahora no flaquees en el último momento! ¡Omne trium perfectum! Lo conseguirás, y toda Roma, qué digo, la cristiandad entera gritará de alegría.

—No exageres, hija mía —dijo, aún con gesto reflexivo—. Si un hombre en el fondo tan incrédulo como yo llegara a Papa, sería un sacrilegio. Dios nunca me lo perdonaría.

—Pero piensa en Saulo, que llegó a ser Pablo, el más grande de todos los apóstoles. Él tuvo su Damasco… Al igual que tú, lo sé.

Su padre, entonces, se sumió aún más en sus pensamientos. Por suerte, o al menos eso le pareció a Constanza, se encontraban solos en el estudio sin la madre, que durante los últimos meses se había recluido en sí misma, sin Pierluigi, que ni siquiera se acercaba a Roma, y por supuesto también sin Girolama y Bosio.

—Al menos Luca Gaurico, mi viejo astrólogo, ha vuelto a Roma y me ha afirmado que las constelaciones señalan octubre como un mes propicio. Se muestra optimista.

Constanza entonces tomó la mano de su padre y la besó una y otra vez.

—Entonces, lo conseguirás —exclamó entre cada beso.

Él retiró la mano y dejó caer la mirada sobre el destrozado grupo escultórico del Laocoonte, que cogió y examinó con un fuerte suspiro.

—La serpiente no ha podido tragarte —afirmó ella.

—Pero Paolo y Ranuccio…

—Papá, por ellos, en su nombre, te convertirás en Papa.

Colocó de nuevo las figuras de mármol sobre la repisa con dedos temblorosos y posó la vista sobre los cajones abiertos, sobre el atrio y las arcas.

—En caso de que realmente sea elegido, tendré que destruir algunos documentos. Hay demasiados papeles que retratan mi vida y que pueden ensuciar mi imagen. Un pontífice no puede tener un pasado dudoso, ni concubinas…

—¡Pero sí hijos y nietos!

Él sonrió:

—Los hijos y los nietos están permitidos, aunque para los más piadosos sea como una china en el zapato. No obstante, a palabras necias…

De nuevo hizo vagar la mirada por la habitación.

—Lo importante es destruir a todos los pecadores.

Constanza quiso arrancarle de sus meditaciones. Debía pensar en su futuro, en su triunfo.

—¿Cómo quieres que te llamen cuando seas Papa, papá?

Él calló durante largo rato, pensativo, sonriendo al mismo tiempo con melancolía y tristeza, aunque con fuerzas renovadas latiéndole en los ojos.

—En recuerdo de mi querido Paolo y de Damasco, me haré llamar Pablo, seré el tercero con ese nombre. Omne trium perfectum, como tú has dicho.

—Es un nombre maravilloso, digno de ti —repuso ella, abrazando a su padre, apretándolo contra ella, como si nunca quisiera soltarlo.

Al día siguiente, lo acompañó hasta la plaza de San Pedro, donde ya se habían reunido miles de personas. Cuando reconocieron a su padre, vestido con su sedoso y resplandeciente hábito cardenalicio, rompieron en exclamaciones de júbilo, él los saludó con alegría, los bendijo e incluso besó a algunos de los niños. No obstante, se detuvo repentinamente al llegar al portal del palacio vaticano. Constanza no entendió en un primer momento por qué se apartó del camino y permaneció mirando fijamente a una niña de unos seis años y a su madre. La mujer sonreía, la pequeña permanecía seria. Llevaba al pecho una pesada cruz de oro.

Durante un instante, Constanza creyó que iban a atacar a su padre, que caería y moriría. Ninguno de los tres se movió. Constanza entonces reconoció a quien se encontraba frente a él y sonrió: estaba mayor pero aún era joven y, de alguna forma, resultaba tan hermosa y modesta como una virgen María. Solo podía tratarse de Virginia. Aquella niña seria con aquellos ojos ligeramente velados y oscuros y la llamativa cruz era su hija.

El padre, pálido, dio un paso hacia ellas, Virginia se arrodilló ante él sin bajar la mirada y la niña se mantuvo inamovible. El padre las bendijo, acarició la cabeza de Virginia y se inclinó ante la pequeña para besarle la frente.

La multitud a su alrededor lo jaleaba y aplaudía.

Él se irguió, tambaleándose ligeramente, por lo que Constanza saltó hacia él para sujetarle. Sin embargo él ya había logrado dirigirse con pasos más firmes hacia el portal. Entonces, le dirigió una breve despedida a Constanza.

Cuando ella se dio la vuelta, Virginia y su hija habían desaparecido.

En la medianoche de un 25 de septiembre de 1534, sumida aún en un verano tardío que cubría la ciudad de una pálida luz, el papa Clemente falleció.

Durante las siguientes dos semanas cundió la habitual anarquía propia del periodo de sede vacante. Los preparativos políticos del cónclave mostraron unas facciones debilitadas e inescrutables, con pocos ánimos de combatir. Desde el principio un solo candidato aparecía en boca de todos, e incluso la población veía ya una elección segura: el cardenal Alessandro Farnese.

El 11 de octubre se reunió el cónclave.

El 12 de octubre el colegio cardenalicio cerró su decisión.

Se realizó un escrutinio pro forma. El cardenal Alessandro Farnese fue elegido por unanimidad.

La mañana del 13 de octubre la expectante muchedumbre de la plaza de San Pedro escuchó: «Annuntio vobis gaudium magnum: Habemus Papam: Eminentissimum ac reverendissimum Dominum Alexandrum Cardinalem Sanctae Romanae Ecclesiae Farnesium».

El júbilo cundió por toda la plaza, rompió contra los muros del Vaticano y el eco podía escucharse incluso al otro lado del Tíber, en la Roma más alejada.

Constanza, que se encontraba reunida con su familia bajo la logia de las bendiciones y saludaba a su padre, casi se desmaya de gozo. El cansancio también hizo mella en ella, pues había pasado la noche en el estudio de su padre, había revisado de nuevo todas las cartas, documentos y anotaciones ya recopilados y comprobados y después se había sentado a escribir la historia de su vida.

A la salida del sol se había desplomado sobre el montón de papeles, había rezado en silencio y había dado las gracias al Señor sin conseguir emitir una sola palabra sonora.

La larga noche de Constanza Farnese llegaba a su fin. Había salvado los recuerdos de la dramática vida de su padre para las generaciones futuras. Con sumo cuidado, ordenó la pila de papeles y escribió bajo su última anotación:

Habemus Papam.

La hija del Papa
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Primer_libro.xhtml
Cap_001.xhtml
Cap_002.xhtml
Cap_003.xhtml
Cap_004.xhtml
Cap_005.xhtml
Cap_006.xhtml
Cap_007.xhtml
Cap_008.xhtml
Cap_009.xhtml
Cap_010.xhtml
Cap_011.xhtml
Cap_012.xhtml
Segundo_libro.xhtml
Cap_013.xhtml
Cap_014.xhtml
Cap_015.xhtml
Cap_016.xhtml
Cap_017.xhtml
Cap_018.xhtml
Cap_019.xhtml
Cap_020.xhtml
Cap_021.xhtml
Cap_022.xhtml
Cap_023.xhtml
Cap_024.xhtml
Tercer_libro.xhtml
Cap_025.xhtml
Cap_026.xhtml
Cap_027.xhtml
Cap_028.xhtml
Cap_029.xhtml
Cap_030.xhtml
Cap_031.xhtml
Cap_032.xhtml
Cap_033.xhtml
Cap_034.xhtml
Cap_035.xhtml
Cap_036.xhtml
Cap_037.xhtml
Cap_038.xhtml
Cuarto_libro.xhtml
Cap_039.xhtml
Cap_040.xhtml
Cap_041.xhtml
Cap_042.xhtml
Cap_043.xhtml
Cap_044.xhtml
Cap_045.xhtml
Cap_046.xhtml
Cap_047.xhtml
Cap_048.xhtml
Cap_049.xhtml
Cap_050.xhtml
Cap_051.xhtml
Cap_052.xhtml
Cap_053.xhtml
Cap_054.xhtml
Cap_055.xhtml
Cap_056.xhtml
Cap_057.xhtml
Cap_058.xhtml
Cap_059.xhtml
Cap_060.xhtml
Cap_061.xhtml
Quinto_libro.xhtml
Cap_062.xhtml
Cap_063.xhtml
Cap_064.xhtml
Cap_065.xhtml
Cap_066.xhtml
Cap_067.xhtml
Cap_068.xhtml
Cap_069.xhtml
Cap_070.xhtml
Cap_071.xhtml
Cap_072.xhtml
Cap_073.xhtml
Cap_074.xhtml
Cap_075.xhtml
Cap_076.xhtml
Cap_077.xhtml
Cap_078.xhtml
Cap_079.xhtml
Cap_080.xhtml
Cap_081.xhtml
Cap_082.xhtml
Cap_083.xhtml
Cap_084.xhtml
Cap_085.xhtml
Cap_086.xhtml
Cap_087.xhtml
Cap_088.xhtml
Cap_089.xhtml
Cap_090.xhtml
Cap_091.xhtml
Cap_092.xhtml
Cap_093.xhtml
Cap_094.xhtml
Cap_095.xhtml
Cap_096.xhtml
Cap_097.xhtml
Cap_098.xhtml
Cap_099.xhtml
Cap_100.xhtml
Cap_101.xhtml
Cap_102.xhtml
Cap_103.xhtml
Cap_104.xhtml
Cap_105.xhtml
Cap_106.xhtml
Epilogo.xhtml
Personajes.xhtml
Aclaraciones.xhtml
notas.xhtml
autor.xhtml