Capítulo 91
Roma, Rione di Ponte - junio de 1527
Barth extrañaba aún su casa a las orillas del Ammersee. Se veía allí, remando con Anna, nadando juntos, veía su rostro nocturno bajo la luz de la luna y hubiera querido aullar. Anna estaba muerta, él estaba acurrucado en aquella apestosa ciudad llena de cadáveres, el hambre lo destrozaba y encima debía preocuparse de no acabar contrayendo la peste. Todo lo que veían ante ellos era podredumbre y tampoco quedaba ya mucho del botín. Habían saqueado sin descanso la ciudad, irrumpido en miles de viviendas y rastreado los escombros, se habían robado los unos a los otros, habían perdido la mayor parte de sus ducados en el juego o renunciado a ellos a cambio de comida… ¿Qué había sido de las jarras de vino de aquella primera noche, de las gallinas y cerdos que con tanta facilidad habían sacrificado…?
Ni siquiera el pillaje en las zonas aledañas se ganaba el apelativo de alivio.
Él mismo había sido el más idiota. La primera noche le habían robado miles de ducados saqueados y finalmente había acabado vigilando la mayor parte del tiempo la banca Fugger. Melchior, Bemelburg, Schertlin y otros habían llevado su botín hasta allí. Al menos Melchior le pagaba las soldadas pendientes, incluso le había doblado el sueldo y le había regalado un par de jarras de plata antes de remitirle hasta más tarde.
—Pero, ¿cuánto más tarde? —preguntó él irritado—. Roma está desangrada. Probablemente los españoles hayan enviado ya buena parte del botín a Nápoles o en barcos hasta sus hogares… ¿Y nosotros?
Melchior guardó silencio. Schertlin, que se encontraba cerca, señaló el edificio de los Fugger.
—Precisamente por eso hay que proteger la banca. Dales a ellos tu dinero y haz que te expendan una letra de cambio. Podrás guardarlo mejor que una jarra o que unos ducados.
Barth siguió aquel consejo y cedió buena parte de su sueldo a la gente de los Fugger para que se lo devolvieran ya en Ausburgo; se acurrucaba apático en las sombras de la casa y se moría de hambre. Un hambre espantoso. Canino. Veía ante él espetones de corégonos asados, truchas trinchadas, jugosa carne de cerdo, muslos de pollo bien cebado y, cuando el hambre se volvió absolutamente torturador, se preguntó si no debería limitarse a poner rumbo a casa con algún grupo de compañeros que fuera de la misma opinión. Sin embargo, las posibilidades de caer en una emboscada y acabar muerto eran demasiado grandes.
Al menos estaba aprendiendo italiano. Había empezado pronto a chapurrear alguna palabra para matar el rato, gracias a una de esas monjas ultrajadas que recorrían sin rumbo las calles con los ojos vacíos y el rostro hinchado. Apenas había podido creerse que él no quisiera hacerle daño y tardó un buen rato en entender sus intenciones. Incluso dormía junto a él y no se apartaba ni un instante de su lado durante las horas de guardia, pues de ese modo la dejaban tranquila. Sus compañeros se burlaban de él, le llamaban «salvamonjas» o «italokrux», pero a él no le importaba. De alguna manera tenía que matar el rato, puesto que emborracharse, jugar a los dados y vagabundear por ese cementerio que era ya Roma no hacía sino hundirle los ánimos más todavía.
Ya llevaba demasiado tiempo así.
Para engañar al hambre, llegó a amenazar a Melchior con abandonar su puesto a mitad de guardia si no conseguía una ración de rancho mínimamente aceptable. La amenaza surtió efecto. Melchior y los demás capitanes se dieron cuenta de lo que le estaba ocurriendo a los soldados como él. Ya no eran más que un montón de harapientos ruinosos. Si los ejércitos de la Liga caían sobre Roma, los masacrarían como a ratas y perros sarnosos.
Sin embargo, las tropas enemigas se habían retirado, por lo que se decía. Un increíble golpe de suerte, incomprensible, según la mayoría, a tenor de lo que estaba ocurriendo en esos momentos. Aquella liga se había constituido para combatir al emperador y expulsar a sus hombres de Italia y sin embargo, o no habían sido lo suficientemente fuertes, o sí demasiado cobardes como para atacarlos. El emperador luchaba por Italia, combatía a la Liga y no enviaba ningún dinero. O estaba en la ruina, o les había mentido y no le importaba un carajo lo que le ocurriera a aquéllos que estaban batallando por él.
Lo más incongruente de todo era que habían tenido que coger ellos mismos el salario que les faltaba para de inmediato volverlo a perder; que habían quemado y despilfarrado los alimentos para tener que pasar hambre después; que volvían a clamar por un salario en las ruinas de una ciudad desconsolada y asolada por la peste pero que no querían abandonar hasta no haber obtenido lo esperado.
El padre Carolus le había explicado algunos conceptos de lógica y, por lo que él había entendido, no era solo que los soldados no actuaran con lógica alguna, sino que el devenir entero de la guerra rompía todas sus leyes.
Así pues, prefirió dedicar su tiempo a aprender la lengua de los romanos. Debía admitir que le gustaba. Era realmente musical. Se parecía mucho al latín que hablaba el padre Carolus en misa, pero más débil. Sonaba redondo y exuberante, pintoresco y orgulloso, uno se sentía tentado a dejarse seducir.
Con el tiempo, comenzó a ver a su monja, de nombre Cecilia, con mejores ojos. Sobre sus costillas se dibujaban pequeñas colinas, y había vuelto a peinarse. Era mucho más joven de lo que él había pensado en un primer momento e incluso sonreía cuando el bávaro lograba recitar sin errores algún pasaje particularmente hermoso de la Biblia. Cecilia se sabía de memoria todos los salmos en latín e italiano. Por lo general le hacía recitar el Cantar de los cantares de Salomón.
A él le parecía muy hermoso, como poesías, así que estaba satisfecho. Ocasionalmente en las noches en las que no montaba guardia, sino que dormía en el cuartel en las cercanías de la banca, es decir, cuando se despertaba de su sueño y oía la ligera respiración de Cecilia, sentía que algo crecía entre ellos. En una ocasión él la abrazó, casi como en un sueño y la atrajo hacia sí. Sin embargo, cuando a la mañana siguiente descubrió el terror en sus ojos, perdió todo el deseo.
Ella lloró durante toda la mañana y apenas pudieron hablar en italiano. No estudiaron el Cantar de los cantares en todo el día.
Comenzó a haber mucha más vida dentro y ante la banca cuando la joven a la que Barth había salvado comenzó a retratar a los capitanes de los lansquenetes, entre ellos a Melchior y Bemelburg, como si fueran personalidades importantes. Naturalmente había que pagar por ello, ya fuera con dinero, oro, plata o alimentos. Incluso él reunió un par de ducados para que lo dibujara, pero ella no aceptó su dinero y tampoco le dijo por qué. Él contempló asombrado el dibujo, en el que él aparecía asalvajado pero risueño, quizá también un tanto triste.
Algunas veces ella se asomaba por el balcón y le saludaba con un asomo de sonrisa.
Él le sonreía a su vez y le decía algo en italiano.
Le recordaba enormemente a Anna, aunque algo mayor, un poco más morena, y aún con vida… Le evocaba aquel verso de Salomón «azucena entre espinas». En una ocasión, Virginia permaneció más rato en el balcón y él le recitó de buen humor lo que había aprendido hacía poco:
—¿Qué es tu amado más que otro amado, oh, tú, hermosa entre todas las mujeres?
Ella pareció espantarse enormemente y necesitó un instante antes de responder, pero entonces exclamó:
—Sus ojos, como palomas junto a los arroyos de las aguas; sus labios como lirios; sus mejillas como una era de especias aromáticas.
—Jo, jo, ahora Italo-krux habla también en lenguas secretas —bramó un compañero.
—El Salvamonjas vuelve a parlotear italiano —repuso otro.
La azucena desapareció y ya no se dejó ver.
Entonces, el Papa se rindió. Dos días después, a los defensores se les permitió abandonar el castillo de Sant’Angelo. Barth no quería perderse aquel espectáculo, por lo que tomó posiciones en el puente y, puesto que le sacaba una cabeza a la mayor parte de sus compañeros, pudo observar sin dificultad la marcha de los valientes. El par de guardias suizos que aún quedaba se arrastraba con las miradas hundidas y las ropas destrozadas, pero en un orden impecable. La turba de victoriosos españoles rompió en aplausos burlones mientras escupían a los exiliados. Menos mal que Barth no tenía cerca a ninguna de esas ratas de pelo moreno, pues de lo contrario habría arrojado a unos cuantos al Tíber.
Siguieron a los suizos el resto de las milicias y, finalmente, los capitanes. Éstos al menos mantenían la cabeza erguida. Al final de la comitiva descubrió a Ranuccio Farnese, nuevamente sano, como quedaba patente. Se lo señaló a Cecilia diciendo:
—Il mio amico Ranuccio, un italiano coraggioso —tras lo cual exclamó—: ¡Bravo, bravo!
Cecilia sonrió y levantó amistosa las manos. Numerosos soldados se volvieron a mirarlos con desconfianza, incluso gruñeron, si bien nadie se atrevió a decir nada inteligible. Barth solo tenía que dejar caer la mano para romper un par de narices entrometidas.
Incluso dio la impresión de que Ranuccio se volvía para mirar.
Durante los siguientes días ocurrió algo extraño entre sus guardias que Barth no logró identificar. De alguna forma se estableció una cierta inquietud, cuchicheos, miradas furtivas, llenas de malicia, sonrisas que no presagiaban nada bueno. Uno de sus tiroleses de menos medios apareció de repente con una bolsa llena de escudos de plata y le explicó a todo el mundo, aun cuando nadie le había preguntado, que había encontrado una nueva fuente de ingresos, un nuevo escondrijo. Al mismo tiempo, hizo tintinear las monedas de la bolsa y entró finalmente con gestos pomposos en el interior de la banca para abandonarla nuevamente con un recibo.
—¡Una letra de cambio! —exclamó, agitando el papelito.
Barth decidió ser más cauto.
Cuando, después de una comida, le preguntó a Melchior von Frundsberg cuando partirían definitivamente, le contestaron que habían llegado malas noticias desde Francia, que además la tasa de mortalidad había aumentado de forma preocupante a causa de la peste, por lo que se estaba planteando la posibilidad de abandonar la ciudad y establecer el campamento en un entorno más saludable hasta que el Papa hubiera pagado su deuda de cuatrocientos mil ducados.
—¿Y de dónde saldrán esos cuatrocientos mil ducados? —preguntó Barth—. ¿De España, quizás, o de Nápoles?
Melchior se encogió de hombros.
Aquella noche Barth durmió, como solía cuando montaba guardia, sobre el banco junto al portal. Se despertó al notar movimientos extraños, pero mantuvo los ojos cerrados. Echó una mirada furtiva hacia arriba y vio a la azucena de Ranuccio, el de los ojos de paloma, quieta en el balcón, haciendo gestos extraños. Una sombra cayó sobre él y una brisa ligera lo azotó. La puerta, entonces, crujió. Por suerte tenía a mano la empuñadura de la espada y, antes de que el intrigante pudiera reaccionar, saltó gritando alarma y agarró al embozado que abandonaba la banca, mientras se defendía de un hombre que lo atacaba con un puñal. Apartó al extraño de encima, sostuvo su espada contra su garganta y no tardó en obligarlo a recular, mientras los guardias le reducían.
Barth había entendido de quién era el cuello al que dirigía su filo. Cuando apretó a la joven contra sí, fue como volver a abrazar a Anna. Sus soldados le colocaron a Ranuccio Farnese las manos en la espalda y lo maniataron. Miró a Barth con desesperada furia y gritó:
—¡Dejadla vivir, matadme a mí!
Barth había entendido exactamente lo que había dicho y respondió en italiano:
—¿Así me das las gracias?
Ranuccio aún lo miraba fijamente y, antes de que pudiera responder, los guardias le apalearon como una manada de demonios furibundos.
—¡Deteneos! —bramó Barth—. Es mi botín, ¡y también la mujer! Prefiero llevar al traidor a mi cuartel y ocuparme de él personalmente.
Los soldados iniciaron un agresivo murmullo de desaprobación.
Barth agarró a Ranuccio y la joven y los arrastró hasta su alojamiento. Cecilia, que se encontraba impotente junto a él, los siguió. El bávaro sabía exactamente lo que iba a hacer. La inspiración lo había azotado como un rayo.
Una vez llegados a la estancia, arrojó a Ranuccio al suelo y ordenó a la mujer que se mantuviera a cierta distancia.
—¿Así me das las gracias? —porfió.
—La amo —espetó Ranuccio—. Quería salvarla. Tú habrías hecho lo mismo.
Barth no respondió. En el fondo sabía que tenía razón. Él también hubiera corrido tal riesgo por Anna, pero eso no les ayudaría a ninguno de los dos.
Tuvo que tomarse unos segundos para buscar las palabras antes de poder formular una frase:
—Hay dos posibilidades: o te hago colgar de inmediato —dijo, señalando a Ranuccio— y hago a la mujer la puta del campamento; o te dejo libre, pero ella —añadió, y en esa ocasión señalaba a Virginia— se queda conmigo. Solo conmigo. Podéis decidir. Debéis hacerlo.