Capítulo 49
Roma, palazzo Farnese - Campo de Fiori - 29 de abril de 1523
A primera hora de la mañana, Alessandro recibió a su astrólogo, Luca Gaurico, quien le advirtió acerca de próximos y marcados movimientos astrales.
—La disposición de los planetas lo señala claramente. Una constelación tan poco propicia como rara de ver, muerte y perdición, Marte y Saturno se encuentran en la última casa y además, y esto es particularmente inusual, la conjunción de Venus, una extraña trinidad, por expresarlo con términos eclesiásticos.
Alessandro observó con el ceño fruncido los dibujos que Gaurico le presentaba. Círculos divididos en triángulos y cuadrados, incontables símbolos rodeando una circunferencia, flechas y líneas que se cruzaban, acompañadas de notas aclaratorias en una escritura diminuta e ilegible.
—¿Y quién sería el Padre, quién el Hijo y quién el Espíritu Santo?
—La guerra, como ya sabían bien los griegos, era el padre de todas las cosas.
—¿Y cómo encajan el príncipe de la paz, Dios misericordioso, Jesucristo, en este esquema?
—No se puede hablar de esquemas. La referencia a una «trinidad» era un mero ejemplo.
Alessandro, sin desplegar la frente, observó al astrólogo, cuyo olor a pescado pasado le hacía arrugar la nariz. Gaurico hablaba de forma difusa y era incapaz de contestar directamente a la pregunta más sencilla.
—Maestro, dispongo de tiempo limitado, pues desde el fin de la peste se me acumulan las obligaciones… Formularé mi pregunta con claridad: ¿debo prepararme para un nuevo cónclave? ¿Quién saldría elegido del mismo?
Gaurico se rascó la cabeza y siguió nervioso con el curvado índice los símbolos del pergamino.
—Para realizar semejante praedicta, necesitaría realizar intensos estudios e interpretaciones de las fechas de nacimiento de vuestros compañeros y competidores.
—Ajá.
—Sí, los planetas muestran su majestuosa trayectoria a través del firmamento, las estrellas se agrupan, los cometas aparecen y desaparecen… Leemos el destino a partir del movimiento de los astros, y sin embargo el Todopoderoso interfiere a menudo en los sucesos. Diría que nosotros, los astrólogos, podemos predecir la tormenta de la que nos advierte el escenario divino de la noche, pero no podemos precisar en qué casa caerá el rayo. Sería una muestra herética de arrogancia, una invasión de la voluntad y los actos de Dios. —Gaurico estaba a punto de enrollar su pergamino—. Y ahora, Eminencia, permítame que hablemos de las cuentas atrasadas.
¿Sería ése el motivo por el cual Gaurico no había sido capaz de dar ninguna respuesta clara? ¿O quizá no era más que un cantamañanas sobrevalorado del que, tan pronto como se quisiera obtener una predicción exacta, desaparecía para no saberse más?
—Los astrólogos podemos decir si un momento determinado es propicio para un suceso, para un negocio, pero no sí realmente llegará a producirse. A pesar de todo, adivinamos muchas cosas. Pensad solo en la muerte de vuestro querido hijo Paolo que yo…
—Os he entendido, maestro —le interrumpió bruscamente Alessandro.
En aquel instante, lo último en lo que quería pensar era en la muerte de Paolo. Ya no tenía sentido preguntarle a Gaurico si él sería realmente el padre de Virginia. Gaurico no habría sabido dar una respuesta concreta, solo jugar a ser la críptica sibila, el oráculo de Delfos. Toda aquella perorata astrológica no llegaba más allá, y cuando pensaba en los costes, su fe en el gremio de los futurólogos terminaba por desaparecer. Sin embargo, al mismo tiempo, no se decidía a renunciar completamente. Seguía creyendo con total seguridad que el destino de los hombres estaba escrito en aquel firmamento de estrellas.
Gaurico introdujo el pergamino en su cilindro de cuero.
—Continuaremos nuestra conversación en otra ocasión —exclamó Alessandro, llevándolo fuera de su estudio.
El astrólogo realizó una reverencia con los labios apretados, y dijo únicamente:
—Como vuestra Eminencia desee.
Tras esto, arrastró los pies hasta la puerta, donde lo recibió un criado.
Alessandro se sentía bajo una fuerte presión. Paseó nervioso por su estudio y contempló las prolongadas obras de construcción del palazzo. Algo estaba a punto de ocurrir y él podía sentirlo, pero ignoraba si se trataba del Vaticano o de su familia. Por suerte, habían sobrevivido todos a la peste, incluso Giulio, y por supuesto el papa Adriano, encerrado en el Belvedere. Sin embargo, en cualquier momento podía estallar un nuevo brote, una guerra en el norte… Y ya no tenía a sus hijos bajo su control. De hecho, medio año atrás, le había costado muchísimo trabajo convencer a Ranuccio de que marchara a Frascati, apartándolo así de Maddalena y su Virginia…
¡Debía enfrentarse finalmente a los hechos! En aquella casa de citas de Campo de Fiori se estaba jugando con fuego, y lo que más le enfurecía, lo que más le preocupaba, era que había sido él quien lo había provocado…
Conforme avanzaba la mañana, resolvió con el mayordomo algunas cuestiones pendientes y decidió finalmente dirigirse a las obras para comprobar la evolución de los trabajos y dirigirle un par de palabras amistosas a los obreros.
Antes de ir a visitar a Maddalena, tomó un ligero tentempié. Acababa de sentarse cuando Constanza apareció inesperadamente. Sin Bosio ni los niños, sin previo aviso y con la única protección de tres mozos de cuadra, llegó directa y manifiestamente de Frascati. Cubierta por el polvo del viaje, ella miró con desconfianza la ropa mundana de su padre y de inmediato le hizo partícipe de su descontento. Apenas logró arrastrarla al interior de su estudio, pues los sirvientes no tenían por qué estar al corriente de conflictos familiares, aunque el barrio entero los conociera. Constanza era conocida por su franqueza, y en tiempos más recientes parecía que el embarazo la estaba afectando, pues su humor oscilaba peligrosamente, e incluso su razón daba muestras de verse debilitada, a tenor de la súbita religiosidad que había desarrollado, que la llevaba incluso a venerar al papa Adriano.
—¿Qué tienes con Maddalena? —le espetó, apenas hubo entrado en el estudio—. ¡Aquí apesta! —exclamó, arrugando la nariz y torciendo la boca.
—He tenido visita de Luca Gaurico, quien no siempre huele bien —explicó Alessandro.
Constanza abrió las ventanas y los postigos.
—Deberías venir a Frascati: allí cantan los ruiseñores, los niños preguntan por su nonno… Y nuestra madre espera.
El tono con que hablaba le pareció inadecuado a su padre. Alessandro tomó asiento en su silla labrada con garras de león, regalo del Papa homónimo, y observó a su hija con gesto reprobatorio. Ella sabía perfectamente que el papa Adriano había impuesto la presencia de todos los cardenales en Roma. También conocía el resto de sus obligaciones. Y Maddalena… Aparentemente Ranuccio se había ido de la lengua. Daba igual: su relación con Maddalena no era de su incumbencia. No tenía por qué darle explicaciones a su propia hija.
Constanza se detuvo en la ventana y lo miró con una sonrisa amarga.
—¿Por qué traicionas y engañas a nuestra madre… y a nosotros, por extensión? —explotó formalmente—. ¿Por qué quieres enviar a Ranuccio a un convento? Si esto sigue así, entonces me marcharé a casa de nuestra madre, o a Santa Fiora con Bosio y los niños, algo que Bosio desea profundamente. Además, un cardenal que ha estado a punto de convertirse en Papa, que expulsó de su casa a la madre de sus hijos, frecuenta a una cortesana, ¡e incluso tiene hijos con ella! ¡Eso es lo que tus enemigos están esperando!
Había querido interrumpir su ataque de rabia para corregirla, pero finalmente prefirió dejarla hablar, de tal forma que ella expulsara todas sus suposiciones y reproches y él viera con claridad qué sabía su familia y a qué dificultades se enfrentaba. Además, Constanza se volvía extremadamente tozuda cuando se le ponían cotos. Ocasionalmente revelaba una naturaleza controladora que a él le causaba gran preocupación. Hasta el momento, se había contentado con Bosio, que se mostraba como un marido comprensivo y paciente, pero al parecer comenzaba a interferir también en la vida de su padre.
—¿Por qué no dices nada? —Constanza observaba a Alessandro con cada vez más rabia.
Él frunció el ceño, y quiso dar una respuesta cuando, de pronto, ella se precipitó hacia él y, entre fuertes hipidos, se derrumbó a sus pies.
—¡Di que esa Virginia no es hija tuya! ¡Que nunca más irás a ver a esa Maddalena! Todavía somos una familia. Queremos… ser felices.
Como él permanecía en silencio, ella le tomó la mano y la colocó sobre su ligeramente abombado vientre.
—Aquí crece tu séptimo nieto, no necesitas más hijos, no necesitas una hija con la edad de Ranuccio, que solo nos traerá desgracia.
Alessandro acarició la mejilla de Constanza y le besó la frente.
—Vamos, cálmate ya —dijo, logrando adoptar un tono paternal, conciliador y sereno—. ¿Cómo has llegado a albergar semejantes sospechas?
La mirada de la mujer reflejó inseguridad.
—Nuestros enemigos disfrutan propagando mentiras sobre mí, ya lo sabes —dijo—. Lo importante es que permanezcamos unidos y no les demos la razón.
—Pero Ranuccio… —exclamó Constanza.
Alessandro se levantó, resuelto, la apretó contra su pecho y se marchó excusándose en una reunión importante. Ella aún le gritó algo que él no pudo entender.
El cardenal abandonó el palazzo presa de una fuerte agitación interior, sin dejarse acompañar por ninguno de sus guardias personales. Sentía que se aproximaba a un abismo, mientras la unidad familiar peligraba. Podía perder a su hijo Ranuccio. Y si Giulio descubría a Virginia y su posible paternidad, puesto que, al fin y al cabo, Giulio tenía espías por todas partes… ¡Mejor ni pensarlo!
Por las calles, tras los últimos coletazos de la peste, reinaba el ruido y el gentío. Ocasionalmente despertaba alguna mirada de sorpresa. Aquí o allí algún que otro morador del barrio se asombraba, probablemente, de su ropa mundana. Debían preguntarse…
Poco después había alcanzado la casa de Maddalena, cruzado la entrada y no tardaba en ser recibido. Las dos cortesanas no parecían tener ninguna visita…
Virginia no aparecía por ninguna parte.
Habría sido bonito que ella le hubiera saludado. Llevaba a aquella muchacha en el corazón desde su primer encuentro, si bien le irritaba aquella mirada de Lilith, que delataba un peligro oculto… Lo que nunca había esperado era que se enamorara de quien no debía, y Gaurico tampoco se lo había advertido. Naturalmente si Maddalena le hubiera puesto freno a toda la cuestión desde el principio, no tendría que chantajearla…
Maddalena le salió al paso envuelta en su dulce estela aromática, con los brazos abiertos, y cayó a sus pies, tomó la mano del anillo…
En la puerta había un hombre.
No podía creerlo.
Habría podido esperar a Ranuccio, pero no a Giulio de Medici. Sonriendo. Con una sonrisa maliciosa sobre una fingida sorpresa.
—Qué alegría, Alessandro, mi viejo amigo y compañero. Nuestro próximo Santo Padre… ¡Vestido con ropas mundanas!
Alessandro saludó someramente a Giulio y se controló con gran esfuerzo, mientras Maddalena llevaba a ambos al recibidor, que estaba decorado con ramos de exuberantes narcisos y aromáticas lilas.
—¿Un vino de Frascati, o por el contrario de Montefiascone… vino de la casa, por así decirlo? —ella le sonreía a Alessandro, y representaba ante él, con su recatado vestido de seda y su cabello recogido, el papel de donna di nobile.
Alessandro le pidió un vaso de Frascati. Giulio comentó:
—Buena elección —y dio un sorbo de su propia copa—. Y, ¿qué tal tu familia? ¿Han sobrellevado bien los meses de la peste? ¿Crecen y se multiplican sobre la tierra?
¿A qué venían esas frases huecas? Alessandro se había encontrado poco antes con Giulio y ya se había interesado por su familia. También sabía que todos habían sobrevivido a la peste.
Entonces, Giulio arrastró ligeramente la silla hacia adelante, posó su vaso y le dirigió una mirada triunfal:
—Me alegro de encontrarme aquí contigo. ¿Dónde crees que se encuentra nuestro amigo Soderini, lisonjeador supremo y favorito del Papa?
—¿Has podido informar finalmente a Adriano de su conspiración? —le preguntó Alessandro, irritado y al mismo tiempo aburrido, pues aquel plan copaba desde hacía meses la conversación de Giulio, pero aún no había llegado a oídos del Papa o, al menos, no le había convencido.
—¡Cierto! —Giulio apenas podía mantenerse sentado sobre la silla—. Finalmente pude presentarle las evidencias a Adriano. Se mostró herido y colérico. Vio peligrar su lucha contra los turcos, truncados sus sueños de paz, y entendió finalmente que todas las afirmaciones de Soderini acerca de la supuesta corruptibilidad y avaricia del vicecanciller Medici no eran más que mentiras… Adriano explotó, literalmente, de furia bárbara. Enckevoirt, que estaba a su lado, miró al suelo. «¿Por qué nuestro vicecanciller no nos informó antes de todo esto?», le gritó Adriano, y después bramó: «¡Rápido! Haz llamar a Soderini, ¡pero no le dejes entrever nada!».
Giulio hizo una pausa, tomó un sorbo, después de un segundo, hizo una señal a Maddalena, se estiró.
—Soderini llegó, me miró, albergó sospechas. Adriano le tendió la carta secreta dirigida al rey francés. Soderini empezó a tartamudear, siguió mintiendo. Eso solo logró enfurecer aún más a Adriano. «¡Guardias! ¡Prendedlo! ¡A la mazmorra más profunda del castillo de Sant’Angelo!», gritó. «Ante los traidores me muestro inclemente». Soderini quiso arrodillarse ante Adriano, pero los guardias ya lo habría apresado. Entonces, ¡perdió el sentido! ¡Nuestro venerable cardenal Soderini cayó inconsciente! Tuve que contenerme para no romper a reír a carcajadas.
Sin embargo, las carcajadas le pudieron en ese momento. Incluso se palmeó las calzas bicolor, bajo el igualmente bicolor jubón, que cubría sus muslos.
Alessandro se obligó a sí mismo a asentir mostrando reconocimiento, aunque permaneció extremadamente serio.
—Un enemigo menos. ¿Y ahora?
—Adriano me ha nombrado su consejero. Puedo presentarme ante él sin aviso previo en cualquier momento, como Enckevoirt. ¿Qué dices al respecto?
—¡Enhorabuena! Serás nuestro próximo Papa.
La expresión de Giulio se ensombreció repentinamente.
—No, ¡tú! Nos pusimos de acuerdo al respecto hace tiempo. Eres mayor que yo, yo puedo esperar.
—Brindemos —exclamó Maddalena—. Por el próximo Papa, que sin duda no expulsará al honorable gremio de las cortesanas de Roma. Aunque la amenaza del actual aún pende sobre nosotras…
—En cualquier caso —le interrumpió Giulio con mirada mordaz y un tono sorprendentemente agrio—. Y todo el mundo tiene que poner de su parte para que no sea así —el tono de Giulio se suavizó entonces, y alzó el vaso, como si quisiera proponer un brindis—. Todos debemos colaborar para que Roma permanezca tal y como está, no, más majestuosa, más rica, más maravillosa. Para eso Roma necesita también bellas mujeres, aunque eso exige pequeños sacrificios.
Alessandro alzó igualmente su copa y pensó: «¿Qué es lo que escondes, mentiroso hijo de puta?».
—Ahora, debo irme.
Giulio se había levantado y se dirigía ya hacia la puerta.
—¿Qué hacías exactamente aquí? —logró preguntarle Alessandro antes de que se fuera.
Giulio se dio la vuelta, sonrió ampliamente y le dedicó un gesto de despedida:
—Lo mismo que tú, ¿qué si no?
Alessandro contempló un instante la puerta vacía. Maddalena, que se había apresurado a acompañar a Giulio para despedirlo, regresó con movimientos algo inseguros, pero con una profunda sonrisa. Apenas se había sentado frente a él, no sin antes arreglarse con profusión el vestido, cuando le preguntó sin más rodeos:
—¿Qué quería ese tipejo de ti?
Como ella no contestó de inmediato, insistió.
—¿Tienes idea de qué clase de intrigante peligroso es? Será mejor que no te dejes embaucar por él o de lo contrario…
—O de lo contrario, ¿qué? —replicó Maddalena, con una aspereza inédita en ella—. ¿Acaso me vas a presionar?
Ella nunca le había tuteado, ni siquiera en sus encuentros más íntimos.
—No quiero presionar a nadie, solo quiero saber de una vez si Virginia es o no es mi hija.
Ella se había apartado ya.
—Me vas a chantajear. Bien. Lo permitiré porque Virginia es una muchacha adorable y porque quiero protegerla del camino del pecado…
Maddalena se echó a reír, y él tuvo que admitir que con razón. Sin embargo, no quería que ella le interrumpiera.
—Poco a poco me va dando la impresión de que estás jugando conmigo. Te pido que no lo hagas. Puedes salir mal parada. Y si de hecho existe la posibilidad de que Virginia sea mi hija, ¿cómo has podido permitir que Ranuccio y ella…?
Maddalena se encogió de hombros como si no supiera la respuesta.
La rabia que se le iba acumulando amenazaba con estallar. Se levantó de un salto, la agarró de los hombros y la agitó para que no pudiera volver la mirada. Ella lo miró, impenetrable.
—¿Ha perdido Ranuccio su inocencia en esta casa?
Silencio.
—¿Contigo… o con Virginia? —insistió él, amenazando con perder finalmente la serenidad.
—No lo sé —respondió ella.
Estuvo a punto de arrojar a la prostituta al suelo de un puñetazo. Tanto su silencio como su respuesta merecían que la hiciera azotar y después la expulsara de Roma.
Su mirada debió revelar el peligro que ella corría. Era algo sencillo para él: atribuirle cualquier cargo y hacer que cerraran la casa. Sin embargo, si ella empezaba a hablar, quizá si se dirigiera al vicecanciller, intentando vengarse…
Ella pareció adoptar un tono más conciliador. Lo miró con una disculpa en los ojos, le cogió de la mano y se la llevó a los labios.
—Los dos estuvieron juntos, sí —susurró ella—. Pero creo que aún son inocentes.
—¿Eso qué quiere decir? —espetó él—. ¿Es esto una casa de putas o un convento?
—Creo que se han enamorado.
—¡Eso ya lo sabía hace tiempo! —gritó él.
—Alguien debería separarlos.
—Ah, ¿sí? ¿Y cómo? ¿Envío realmente a Ranuccio a un convento, o expulso a Virginia de Roma?