Capítulo 29
Roma, palazzo Farnese - Vaticano - 2 de diciembre de 1521
Alessandro se acostó poco después de la conversación con su hija porque le sobrevino un súbito agotamiento. En seguida cayó rendido y se deslizó por entre las nebulosas fases del sueño. El cónclave había empezado y de inmediato se encontró en medio de la capilla Sixtina, pasando desapercibido ante el confuso caos de una violenta trifulca. Incluso los viejos cardenales, como Carvajal, Grimani y Soderini, se golpeaban sin freno y, desde el techo de Miguel Ángel, les sonreía una máscara diabólica que, vista con atención, recordaba al ahorcado Petrucci. Cuando sonó un «gong», todos se detuvieron en seco y Dios Padre ya no tendía la mano hacia Adán, sino que se había transformado en el arcángel San Miguel y les advertía, con voz atronadora: «¡Nido de culebras, yo destruiré vuestras Sodoma y Gomorra con fuego, acero y pestilencia!».
Alessandro abrió los ojos, cubierto de sudor, y quiso llamar a su ayuda de cámara, pero vio a Pierluigi luchar contra el arcángel, y a Constanza darse la mano con Lucrezia Borgia, y a su propia hermana, Giulia, realizar medio desnuda la danza de los siete velos de Salomé, hasta que se le presentó ante ella la cabeza sanguinolenta del bautista. Sin embargo, sobre la bandeja de plata reposaba la testa de su hijo Ranuccio. Paralizado por el espanto, vio al primo Giulio sentado sobre el trono como un Herodes y él a su lado, como su primer consejero, y Salomé se había convertido de repente en Virginia, totalmente desnuda y formada ya como mujer, y el demonio se reía, burlón, y gritaba con voz enloquecida y estridente: «¡El pacto! ¡El pacto!».
Alessandro se echó a un lado con movimientos forzados, perdió los estribos, cayó de nuevo sobre los cojines y llamó a su ayuda de cámara. Finalmente, ¡estaba despierto! Había vivido una pesadilla profética. La puerta se abrió despacio y él estuvo a punto de romper a gritar ante la perspectiva de ver aparecer frente a él la bandeja con la cabeza sanguinolenta. Una corriente fría le hizo tiritar y desde el exterior resonaron las salvas de artillería y el tañido de las campanas. Llamó a grandes voces:
—Ranuccio, Ranuccio.
Lo primero que vio fue a Constanza, que asomaba la cabeza por la ranura de la puerta, como si la tuviera separada del resto del cuerpo.
Debían estar haciendo estallar Roma en pedazos, los franceses no se habrían dejado acobardar por su derrota en Milán y habrían avanzado hacia el sur, hasta las mismas puertas de Roma, que estaban regando con proyectiles tal y como alertaban las campanas de emergencia.
—Soy yo, tu Constanza. ¿Qué te ocurre? —el rostro de su hija se apareció ante él, cercano, asustado, agobiado.
Él agitó la cabeza como un perro que tratara de secarse, y graznó:
—He debido haber soñado. Oh, Dios, qué pesadilla tan horrenda. ¿Por qué suenan las campanas, y quién está disparando?
De pronto, se dio cuenta de lo que debía haber ocurrido.
Entre tanto, Constanza le había tomado de la mano y le contaba con voz suave:
—El Papa ha muerto. De forma repentina. Debes presentarte de inmediato en el Vaticano.
—¡Pero si parecía que se estaba reponiendo! —exclamó, asombrado, Alessandro—. ¿Qué hora es?
—Ya es más de medianoche.
—¿Por qué no me había despertado nadie todavía? Tenía que haber ido a verlo una vez más…
Finalmente, se encontraba despejado y entendía la situación: las cincuenta salvas de artillería alertaban de la muerte del Santo Padre; todas las campanas de Roma tañían de luto, algo que él solo había percibido a medias, atrapado como estaba en sus pesadillas.
Alessandro se levantó, pero le sobrevino un súbito mareo que hizo que el ayuda de cámara tuviera que sujetarlo de inmediato.
—¡Ensilla mi caballo y saca a los guardias de sus catres! ¡Tengo que partir de inmediato!
Alessandro, acompañado de sus guardaespaldas, tomó el camino más rápido hacia el Vaticano. A pesar de la hora tardía, mucha gente se agolpaba por la calle, por todas partes temblaban y se tambaleaban antorchas y lámparas de aceite, destellando contra las paredes de las casitas. La apretada muchedumbre le impedía el paso, y por todas partes se oía que habían envenenado al Santo Padre.
Ante el portal del palacio Vaticano se arremolinaba todo el clero de Roma. Evidentemente a los primeros a los que se les abría el paso era a los grandes dignatarios y, de entre ellos, a los cardenales más que a ninguno. A pesar de todo, Alessandro tuvo que entrar a través de la scala del Maresciallo. A su alrededor revoloteaban renovados rumores de un envenenamiento. Pero sobre todo, vio cómo, por todas partes, los criados de palacio, los trabajadores de la curia de mayor confianza, incluso los miembros de la familia, registraban y saqueaban todas las habitaciones.
Finalmente, llegó hasta los aposentos papales. Allí yacía León, en su velatorio, apenas reconocible, casi negro y con la cara y las manos hinchadas. Alessandro se persignó instintivamente, pero seguidamente realizó una bendición sobre el cuerpo, que olía mal. Una breve mirada alrededor hacia los presentes revelaba que la mayoría creía en una muerte por envenenamiento, e incluso cuchicheaban con expresión horrorizada.
—¡No, no! —exclamó Ponzetti, el médico de cámara de León—. Fiebre perniciosa y hemorragia, ¡nada de veneno!
Sin esperar ninguna reacción, discutió con su colega Severino, que había operado a León en multitud de ocasiones. Severino asentía y después sacudió la cabeza.
Alessandro intentó abrirse paso hasta Lorenzo Pucci. Junto a él se encontraba alguien en quien antes no había reparado: Lucrezia, la hermana del Papa, que lloraba amargamente hasta el punto de que fue necesario sacarla de la habitación. Como no lograba llegar hasta él, le hizo señas a Pucci para que lo siguiera. No lograron encontrar calma y espacio para poder hablar hasta que no llegaron a la sala de Constantino.
—¿Estabas con él cuando murió? —preguntó Alessandro.
Pucci negó con la cabeza.
—A primera hora de la tarde estaba bien, pero al anochecer comenzó a sufrir violentos escalofríos —le explicó—. Se fue apagando, se durmió, y yo casi caigo también de puro agotamiento. Así pues, me fui a casa. Apenas había entrado por la puerta de mi palazzo cuando me llegó el mensaje que me enviaba de vuelta aquí. Acababa de fallecer.
—¿Y por qué está tan negro… casi como lo estaba Borgia?
Pucci se encogió de hombros.
—Entre los médicos, la mayoría cree que se trata de un envenenamiento, probablemente a través del vino que bebió por la tarde —comentó en voz baja—. Se ha arrestado ya al copero Malaspina, acusado de ser partidario de los franceses…
Pucci hablaba aún más bajo y había llevado a Alessandro hasta una esquina de la habitación, volviendo la espalda a la gente que pasaba apresurada por allí.
—Entiende bien esto: Si el rey francés y sus partidarios se ocultan detrás de los cardenales, es que no solo hay guerra en Milán, sino también en Roma. La población de la ciudad ya se está haciendo con armas…
—Sí, entonces crees que…
—Debemos permanecer unidos —le susurró Pucci—. Desde mi punto de vista, Soderini está detrás de todo esto… Y Francesco Maria, ayudado por su suegro de Mantua.
Entretanto, Pucci había acercado tanto la cara a la de Alessandro, que este podía oler su aliento mohoso.
—Una cosa te diré, Alessandro: si ha sido un envenenamiento, habrá sido Francesco Maria quien lo haya urdido. Ese hombre es peligroso, siempre le dije a León que se abstuviera de tomar Urbino. Debía haberlo hecho matar de inmediato, y de no haberlo conseguido, haber dejado tranquilo su ducado. La guerra de Urbino ha sido nuestra desgracia.
—Pero León no era de la clase de hombres que se deja matar por sus enemigos —le espetó Alessandro.
Pero Pucci no le escuchó, y siguió hablando:
—La guerra ha terminado por llevar al Vaticano a la ruina. Ni siquiera el nombramiento de cardenales y la venta de títulos y cargos pudieron compensar la necesidad de derrochar de León. Las arcas están completamente vacías, hace meses que no se pagan los salarios. La casa del Papa tiene a sueldo a seiscientas personas, entre notarios y secretarios subempleados, parásitos y aprendices de poeta, malditos bufones sinvergüenza y actores sodomitas… ¡Es el fin!
—No será tan malo, si el siguiente Papa arregla un poco la situación —dijo Alessandro, con voz neutra.
Pucci lo miró entonces con sonrisa irónica.
—El siguiente Papa… ¿un tal Alessandro Farnese? ¿Y cómo se llamará? ¿Gregorio, quizás, Gregorio, el frugal? No, mejor Pablo… De Saulo a Pablo —la sonrisa irónica se agudizó.
Alessandro ignoró el comentario.
—Será mejor que se realicen exequias modestas.
—Muy modestas, querido. El gran León reposará en una tumba muy pequeña, y pronto todos sus «amigos» se apartarán de él, sobre todo a aquellos a los que debe dinero. Ni uno solo de ellos dará un mal sólido. Precisamente por eso no podemos permitir que los Medici nos distanciemos los unos de los otros —hizo una pausa, esperando una respuesta afirmativa.
Alessandro se limitó a apuntar:
—Giulio está todavía en algún lugar de la zona de Milán, y no sabe lo que ha ocurrido.
Pucci lo miró, inquisitivo, y replicó con inusual sinceridad:
—Eso solo puede beneficiarte.
Alessandro respondió a aquella mirada interrogativa:
—Giulio era la mano derecha de León, y toda la política del Vaticano procedía de él —como consideraba a Pucci como afín a los Medici, al mismo tiempo que un hombre franco, se mostró igualmente sincero con él—. Giulio querrá ofrecerme competencia, y no sé si tengo posibilidades en contra suya.
—Es más joven que tú. Y sería un Medici sucediendo a otro Medici. Dos papas consecutivos de una misma familia es algo inédito.
—Giulio es un personaje conocido y amado, y ofrece pocos puntos vulnerables.
Entonces, Pucci sonrió sardónico, probablemente porque creía entender la alusión:
—Sin embargo, tu Silvia ahora está «muerta», y tus hijos… bueno… Giulio es, él mismo, un hijo ilegítimo, como todo el mundo sabe, a pesar de que hiciera que sus padres se casaran con posterioridad, y además está ese bastardo, el mulato, un joven bastante desagradable, por lo que se dice.
Alessandro estaba harto de andarse con rodeos. En algún momento su contertulio debía abandonar sus reservas y hablar con libertad.
—¿Y a quién elegirías tú, querido Lorenzo? ¿A mí…? ¿A Giulio…? ¿O a alguno de los otros muchos que se consideran dignos de ello?
Pucci rió, y de pronto, ofreció un aspecto particularmente insidioso.
—A alguien de la facción de los Medici, por supuesto… ¡Al mejor!
—¿Y quién es el mejor?
—Eso ya se verá.