Capítulo 89
Roma, castillo de Sant’Angelo - palazzo Farnese - 8 de junio de 1527
En junio de 1527 el papa Clemente capituló y firmó las condiciones que el negociador imperial le presentó. Además de la cesión de numerosos lugares pertenecientes a los Estados Pontificios, se comprometía a pagar cuatrocientos mil ducados, con un adelanto de cien mil. Al mismo tiempo, el castillo se rendía a los imperiales.
Como el papa Clemente no pudo reunir cuatrocientos mil ducados, tuvo que permanecer cautivo en Sant’Angelo con sus cardenales bajo la supervisión del español Alarcón y cuatro centurias de soldados españoles y alemanes.
El 7 de junio se permitió a los defensores papales que se retiraran de la fortaleza. El Papa les dio las gracias y los bendijo.
Ranuccio, quien se había dado cuenta a tiempo de que no podría llevar a cabo sus planes de fuga, se despidió entre lágrimas de su padre y abandonó último el edificio. Apenas había dejado atrás los muros de Roma en dirección a Viterbo cuando cayó la noche. No pudo dormir y, antes de la salida del sol, ya había retomado el camino a la ciudad.
Durante aquellas horas sin descanso había trazado un plan en el que veía la única solución, por el cual, intercambió por la mañana sus ropas con las del primer campesino andrajoso que encontró y finalmente, a medio día, logró cruzar sin esfuerzo la porta del Popolo después de que los somnolientos guardias españoles no supieran qué hacer con aquel muchacho que llegaba.
Por suerte, durante las cálidas horas de la siesta apenas había soldados imperiales por las calles. Se les podía oír en el interior de las casas, jugando, peleándose, frecuentando a las prostitutas o durmiendo a la sombra. Ranuccio los evitó tanto como le fue posible y eligió los caminos que le parecieron más seguros. Una y otra vez iba tropezando con cadáveres medio podridos que despedían un hedor espantoso y le obligaban a reprimir con gran esfuerzo las terribles náuseas. Perros cebados le gruñían al pasar o se dedicaban a expulsar a las ratas de la carroña. Cuantiosas casas mostraban signos de incendio y reinaba un extraño silencio, roto únicamente por ocasionales chillidos de mujeres llorosas o por el inconstante escándalo provocado por grupos de borrachos. Aparte de los ladridos de los perros no se oía a ningún animal, ni siquiera a los pájaros. Ningún cacareo de gallinas, ningún gruñido de cerdos o balido de ovejas.
Cuando finalmente alcanzó la entrada del palazzo Farnese, los guardias lo miraron con desconfianza.
—Quiero ver al capitano Pierluigi Farnese —les pidió.
—Lárgate antes de que te rompamos las piernas —le dijeron.
—Soy un viejo… amigo suyo —señaló, irguiéndose.
Una carcajada cansada y un gesto amenazante fueron las respuestas.
En ese momento, perdió los nervios.
—Panda de malditos bandidos, ¡Pierluigi Farnese es mi hermano! ¡Llevadme hasta él! —bramó.
Se le quedaron mirando perplejos, y él simplemente pasó ante ellos, atravesó el oscuro pasillo hasta el patio y gritó tan alto como pudo:
—Pierluigi, ¿dónde estás? ¡Tu hermano Ranuccio quiere verte!
Entonces, los guardias despertaron. Lo agarraron sin ninguna gentileza y lo arrastraron escaleras arriba y a lo largo de la galería hasta su hermano, quien lo miró como si acabara de surgir de las profundidades del infierno.
—¿Qué estás… haciendo aquí… en Roma? —tartamudeó Pierluigi, quien necesitó unos instantes para asimilarlo. Tras esto, estalló en sincera alegría por el reencuentro, rompió a reír y abrazó a Ranuccio hasta casi dejarlo sin aliento—. Dios, pero, ¡qué aspecto tienes! Estás famélico, harapiento y cubierto de mugre… ¿Has defendido así al valeroso Papa?
Ranuccio se limitó a encogerse de hombros. Pierluigi mandó marchar a los guardias mientras pedía vino, pan, aceitunas en aceite y algo de carne.
—Y, ¿qué tal está nuestro padre? —dijo, volviéndose de nuevo hacia Ranuccio.
—Debe permanecer en Sant’Angelo con el Papa…
—Sí, lo sé —le interrumpió Pierluigi—. Me ofrecí en numerosas ocasiones como mediador para la rendición pero los españoles querían tener las riendas de todo: nos consideran a nosotros, los italianos, como unos buitres cobardes cuando ellos no son más que torturadores avariciosos capaces de coaccionar a los romanos con cualquier tormento imaginable. Y a los lansquenetes alemanes lo único que les gusta es beber: estúpidos bárbaros. Al principio se contentaban con pequeñas sumas de dinero, incluso respetaban a alguna que otra virgen, hasta que los españoles los embaucaron. Ahora los aprendices emulan a sus maestros y tanto los unos como los otros se han convertido en… ¡Animales! ¡En bestias!
—¿Y tú?
—¿Yo? —Pierluigi rió con orgullo—. Establecí aquí mi cuartel general y así he logrado mantener y proteger nuestro palazzo. Por supuesto mis hombres también se han dedicado al pillaje, y, de esta forma, he logrado veinticinco mil ducados, el pago por mis servicios y por la protección de la casa y de la famiglia, así como de algunos otros: hombres, mujeres, niños… Siguen aquí, pisoteando el jardín. Me deben la vida.
Ranuccio echó un vistazo hacia la ventana y descubrió que, efectivamente había tiendas de emergencia dispuestas en el patio e innumerables personas, la mayoría agachadas en el suelo o tendidas, mirando al vacío.
—¿Has sabido algo de Baldassare? —le preguntó a Pierluigi.
—Sí… O no… Es decir, se marchó de Frascati justo a tiempo, pero la gente de Colonna ha debido cogerlo allí, o mientras huía. Creo que lo han… —diciendo esto, imitó el gesto de un degollamiento—. Pero tu Maddalena al parecer vive; en cualquier caso alguno de mis hombres la ha visto por el campamento de los lansquenetes, ya sabes, algo contusionada y magra, como era de esperar…
—Lo que dices es repugnante —le espetó Ranuccio—. Además, no es «mi» Maddalena.
Pierluigi lo observó un instante con los ojos achinados, soltando una risa un tanto forzada.
—Entonces es la Maddalena de nuestro señor papá, la madre de tu Virginia, nuestra medio hermana…
—¡Eso es mentira! —gritó Ranuccio, y con gesto de disculpa tartamudeó—. Yo… yo…
—Está bien, hermanito —repuso Pierluigi con tono burlón.
Ranuccio sintió entonces que el antiguo odio volvía a recrudecerse, pero logró dominarse con mucho esfuerzo y se bebió de un trago un vaso de vino.
—Sí, eso deberías hacer… Beber —comentó Pierluigi—. ¿Cómo crees que he sido capaz de aguantar todas estas semanas teniendo en cuenta todas las veces que he tenido que usar la fuerza bruta para contener los asaltos al palazzo? Me he emborrachado hasta caer redondo… Si supieras lo que he visto y oído: hombres obligados a tragarse sus propios genitales, a los que le prendían fuego a las suelas de sus zapatos y finalmente les clavaban a las puertas. Otros lograban arrojarse por las ventanas, pero además las mujeres… Durante semanas no he oído más que los gritos de torturas y violaciones. Eso te termina destrozando…
Ranuccio temió no poder soportar las náuseas.
Pierluigi calló entonces y lo contempló. Tras unos instantes, dijo:
—¿Qué quieres realmente de mí? ¿Quieres entrar al servicio del emperador? ¿Quizá como mi abanderado? Sin duda eso alegraría a nuestro padre: sus hijos unidos fraternalmente.
—¡Nunca! —gritó Ranuccio.
Sin embargo, no había sido realmente su intención chillarle, pues necesitaba a Pierluigi. Su hermano no mostraba una actitud tan burlona como había esperado… Quizá se debiera al alcohol.
—Entonces tendré que meterte en prisión —comentó el mayor con tono neutro.
—Entonces, ¡méteme en prisión! —el tono de Ranuccio se agudizó hasta la estridencia. Ya no lograba dominarse—. Me da todo igual. Me puedes colgar si quieres.
Pierluigi se limitó a carcajearse.
—Se cuelga a los criados y a los ladrones, pero no a un Farnese, no a un glorioso defensor de la ciudad. No cuando el muchacho puede valer su peso en oro.
—¿Quieres extorsionar a nuestro padre? —Ranuccio hizo acopio de todas sus fuerzas para dominarse.
Pierluigi rió de nuevo con una risa tan autocomplaciente que puso frenético a su hermano. Le hubiera gustado saltar sobre él y partirle la cara a puñetazos.
—Eso solo serviría para pasarme el dinero de una mano a la otra. Al fin y al cabo soy su heredero.
—Sí, lo eres. Por fortuna lo eres, o de lo contrario…
—O de lo contrario… ¿qué?
Ranuccio negó con la mano.
—Nada. Tú eres el heredero y has salvado el palazzo de la familia y…
Le siguió un largo silencio. Pierluigi hizo traer otra jarra de vino y le guiñó un ojo al muchachillo que le servía.
—Tiene un culo bonito —dijo, con mirada de experto, cuando el criado abandonó la habitación—. Éstas son las pequeñas alegrías que uno puede permitirse incluso en guerra. ¡Y debe hacerse! Quién sabe si mañana seguiremos vivos…
—¡Pierluigi! ¡Tienes que ayudarme!
Ranuccio cayó de rodillas ante él, algo que le había resultado muy fácil, tan desesperado se sentía, tan necesitado del auxilio de su hermano. Cualquier forma de humillación le resultaba indiferente.
Pierluigi lo miró con la boca torcida con ironía y las cejas arqueadas.
—Necesito dinero —le espetó Ranuccio—. Tengo que comprar a la guardia de la banca de los Fugger y tú… Tú debes entrar allí con el pretexto de poner a salvo algunos ducados y asegurarte de que… Virginia pueda huir conmigo en algún momento concreto. Si envías a alguno de tus hombres hacia la guardia alemana, como soldado imperial no llamará la atención… —él mismo se daba cuenta de lo confusa de su exposición, pero en su turbación era incapaz de expresarse de forma más clara—. Debe funcionar… Solo necesito dinero…
Había hablado sin interrupción, sin tomar aliento, hasta que finalmente se había arrastrado hasta Pierluigi, le había cogido la mano, pero no se atrevía a mirarlo.
—Para empezar, deja de comportarte así… No es propio de un Farnese. Ya no te reconozco, la estancia en prisión debe haberte doblegado… Así que necesitas dinero para tu osado plan…
Ranuccio se levantó, sin alzar la mirada.
—Quizá Virginia sea nuestra hermana. En ese caso debemos… Nuestro padre te lo agradecerá… Más tarde te devolveré el dinero… Pierluigi, te lo suplico, ¡debemos salvar a Virginia!