Capítulo 8

Roma, Vaticano - 23 de junio de 1513

Alessandro informó al papa León de la muerte de Paolo poco después de la possesso, y le pidió que expidiera, tan pronto como le fuera posible, un nuevo breve pontificio de legitimación que sustituyera y ampliara el firmado por el papa Julio. León expresó su pesar por la pérdida y le dedicó a Alessandro un golpecito afectuoso en el hombro:

—Por mi viejo amigo y mentor, haría cualquier cosa: hoy por ti, mañana por mí. Mejor todavía: redacta tú mismo el breve, Alessandro, y haz que alguno de mis escribas lo ponga por escrito.

Así fue. El nombre de Paolo ya no aparecía en el documento de legitimación, y en su lugar se encontraba Ranuccio, que en la época de redacción del primer breve aún no había llegado al mundo. Constanza, igual que en la anterior ocasión, no aparecía nombrada. Desde aquel momento quedaba establecido que los hijos de Alessandro habían llegado al mundo para perpetuar su estirpe; que esos hijos, en cualquier caso, eran nombrados diáconos del cardenal, y por tanto pertenecían a las esferas más altas de la jerarquía eclesiástica. Se establecía que la madre de los susodichos era una donna de la aristocracia romana, cuyo nombre no aparecía citado y que, entre tanto, vivía en situación de matrimonio legal. Además de esto, se ligaba a perpetuidad con la familia Farnese el feudo eclesiástico junto al lago Bolsena.

El 23 de junio se le hizo entrega del breve. Por ese motivo, se personó ya a primera hora de la mañana en el Vaticano, y pasó una agradable hora de conversación distendida con el papa León y algunos compañeros cardenales. Tras un breve desayuno, acompañó al Santo Padre en su misa matutina diaria en la capilla Sixtina, y con posterioridad, cuando los primeros peticionarios se encontraban ya presentando sus solicitudes, se dirigieron al aula regia, donde los buffoni, los bromistas y divertidos cómicos tan queridos por León, ya les esperaban. Alessandro odiaba sus malditos chistes y sus tonterías, pero León era incapaz de pasar un día sin ellos, incluso cuando se reían de él, como en aquella ocasión. De él y de su dolores ani, como él mismo insistía en denominar, como una forma inocua de reírse de sí mismo.

Aun siendo tan joven como era el papa León, a sus treinta y siete años de edad, hacía mucho tiempo que le atormentaban dolorosas inflamaciones del recto, hasta el punto de que durante el último cónclave habían tenido que operarle. Por supuesto, sus buffoni no solo utilizaron su miopía, sino también los doloris ani como motivo de sus chanzas más groseras, y de sus representaciones improvisadas más bochornosas. Uno de los guasones se agachaba con una inmensa lupa sobre una biblia, y mientras tanto otro le destapaba las posaderas, las observaba con otra lupa igual de grande, se tapaba la nariz como si el anterior hubiera liberado gases fétidos, y extraía instrumentos médicos de una bolsa. Un tercer cómico, no obstante, le echaba a un lado, en completo silencio, por supuesto, y con una mueca y unos gestos sumamente exagerados, extraía un inmenso pene de su chaqueta y pretendía tomar al Papa al modo de los sodomitas.

Aquello no le pareció tan gracioso a León, se limitó a echar una breve carcajada y después hizo salir a los buffoni de la estancia exclamando:

—Y ahora, vayamos a cosas más importantes.

Tras esto, dispuso todo para jugar al tarocco. Mientras se barajaban las cartas, afirmó que los suizos arrasarían en Novara a los franceses, quienes tendrían que regresar a su patria con el rabo entre las piernas, tras lo cual su sangrienta victoria en Rávena no les habría servido para nada, más bien al contrario.

—Por supuesto también siento cierta satisfacción al comprobar que Dios nuestro Señor ha respondido a mi antiguo encarcelamiento de forma tan clara. Nunca olvidaré que los franceses se me llevaron de mala manera del campo de batalla cuando yo, como nuncio papal, me encontraba allí meramente en calidad de observador. Me mantuvieron retenido en Milán, ¡a mí, que me intereso por todo lo bello y que, al contrario que mi predecesor, Julio, il terribile, odio la guerra! —se estremeció recordando, pero de inmediato sonrió con gesto conciliador—. En cualquier caso, ¿qué fue lo que Dios dijo en el quinto libro de Moisés? «Mía es la venganza, yo daré el pago». Así, me gustaría sellar finalmente la paz con los franceses, y también con Venecia. Lo principal es que Florencia sigue siendo nuestra, y que las arcas de la Iglesia están llenas a rebosar.

El cardenal Bibbiena, que seguía barajando las cartas, daba muestras evidentes de dudar si aquello se refería a la interminable discusión sobre el equilibro de poder en Italia, o si el papa León simplemente pensaba en voz alta para matar el rato. Miró al pontífice lleno de expectación, mientras los demás cardenales carraspeaban de forma crítica, pero guardaban silencio.

—El Señor nos ha concedido la dignidad papal, así que disfrutémoslo —exclamó León—. ¡Qué vengan los músicos! —ordenó a su maestro de ceremonias, y mientras de Grassis se levantaba entre gemidos, le hizo señales a Bibbiena para que finalmente repartiera las cartas.

Pronto comenzó a sonar un fondo de flautas, y los laúdes emitieron una melodía llorosa.

Alessandro tuvo una racha de suerte en el juego, y parecía irremisiblemente decidido a ganar; el Santo Padre, por su parte, contaba con una mano nefasta. Puesto que su humor se iba nublando por momentos, y dado que estaba padeciendo a ojos vista espantosos dolores, León perdió el interés en el juego. Cogió un pedazo de mazapán, tomó un trago de vino y, además, comentó:

—Dentro de poco nombraré cardenal al primo Giulio, para traerlo a mi lado.

Nadie puso objeción alguna, pues nadie había esperado otra cosa, sabiendo la gran influencia con la que Giulio contaba sobre el Papa.

—Y también estaba pensando en darle a mi sobrino Lorenzo el ducado de Urbino. Se lo he prometido a su madre, Alfonsina.

El papa León se encontraba ya de camino hacia el aula regia, seguido de sus cardenales y secretarios. Bibbiena se atrevió a exclamar:

—Me cuesta creer que se pueda relegar tan fácilmente a Francesco Maria della Rovere, el actual duque de Urbino y capitano generale de la Iglesia.

El Papa hizo un gesto despreciativo y entró en el aula con gesto teatral, con los brazos abiertos de par en par, presentándose ante las ordenadas hileras de solicitantes. Apenas había tomado asiento sobre su trono, comenzó a otorgar generosas dispensas y a repartir prebendas, dejando que se le pagaran con una fina sonrisa. El datarius y el camarlengo no parecían tener más función que la de tomar apuntes.

Alessandro permanecía de pie, esperando.

El cardenal Bibbiena le apartó a un lado y le susurró al oído:

—¿Te lo puedes creer? La familia de los duques de Urbino acogieron en su exilio a los Medici cuando fueron expulsados de Florencia, y los apoyaron en numerosas ocasiones. ¿Y así es como se lo agradecen? Sé a ciencia cierta que Lorenzo no arde precisamente en deseos de conseguir el ducado, porque para hacerlo tendrá que entrar en guerra, y él no es lo que se dice un paladín. Sin embargo, Alfonsina, su madre… —una mirada de soslayo por parte del Papa lo hizo callar.

Alessandro siguió esperando.

Finalmente, un secretario apareció con el documento de legitimación, pulcramente redactado, y tras leer previamente su contenido, el papa León firmó y colocó su sello sobre el lacre caliente. El maestro de ceremonias de Grassis hizo entrega a Alessandro de la valiosa certificación con una sonrisa de suficiencia que hizo que los cardenales aún presentes iniciaran un breve chismorreo, y Alessandro mostró su agradecimiento con palabras muy escogidas.

—Te lo has ganado, Cicero —le interrumpió León—, pero ahora, dejadme solo, tengo que echarme.

La gran estancia se vació. El papa León se levantó de la silla, ligeramente inclinado. Cuando Alessandro lo abrazó, el pontífice le susurró al oído:

—Tengo unos dolores infernales. En algún momento mi culo terminará por matarme, y entonces podrás subir al trono.

—Aún eres muy joven, viejo amigo. Me sobrevivirás.

El Papa le dedicó una sonrisa amarga y se dirigió después a sus aposentos.

Alessandro lo observó, y finamente se dio la vuelta, con el documento en la mano y sumido en sus pensamientos mientras atravesaba el pequeño patio interior que llevaba hasta la logia. Se fue encontrando por todas partes con prelados y cortesanos, los buffoni se reunían agachados en una esquina y deliberaban, pero nadie llegó a distraerle: portaba delicadamente en la mano un documento cuya importancia difícilmente podría superarse, y que constituía la base para la ascensión de toda su familia.

Alessandro llegó a la logia, experimentó con agrado la sensación del viento fresco atravesando la sotana y se apartó la mozzetta, la esclavina con capucha. Desenrolló el breve con precaución y lo leyó con atención. Consideró que el texto estaba redactado con gran inteligencia. Si para convertirse en Papa, el poder del diablo debía llevarse a un nuevo miembro de su familia, Silvia y Constanza quedarían fuera del objetivo. Silvia estaba, oficialmente, fuera de la familia, y Constanza ni siquiera aparecía nombrada. Pierluigi se convertía en su heredero, como primer hijo varón, y Ranuccio lo seguiría en caso de eventualidad, pero por el momento quedaba protegido…

Todos los incidentes estaban previstos…

Alessandro, aun en la logia del palacio papal, enrolló de nuevo el documento. Se apoyó en la barandilla y miró por encima de los tejados del borgo Sant’Angelo, al arcángel San Miguel, que se elevaba sobre la torre más alta del castillo del Ángel.

Desde lo alto, en la segunda logia, Alessandro oyó risas masculinas. Probablemente Rafael y sus ayudantes estuvieran en un descanso de su labor de pintura de los aposentos palaciegos. En aquel momento trabajaban en un fresco llamado La misa de Bolsena. Alessandro meditó sobre si debía subir hasta allí para recordarle a Rafael el retrato de Silvia que el gran artista había prometido realizar.

Cuando ya se encontraba con un pie en la escalera, se apareció en el descansillo superior una visión angelical. Se detuvo, sorprendido: era una niña, una pequeña de la edad de Ranuccio, quizá un poco mayor, que lo observaba con atención.

¿Una niña en el Vaticano?

El diablo le enviaba quimeras para confundirle. Sin embargo, aquel angelito le resultaba familiar.

La niña lo observaba directamente a los ojos, sin apartar su mirada de animalillo, fija en él. Su cabello negrísimo le caía sobre los hombros, y su chaqueta estaba salpicada de gotitas multicolor. Para cuando el cardenal fue a preguntarle su nombre y qué estaba haciendo en el Vaticano, ya había desaparecido.

La hija del Papa
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