Capítulo 59

Capodimonte junto al lago Bolsena - 20 de noviembre de 1523

Cuando Alessandro, acompañado de Ugo Berthone, alcanzó el castillo de Capodimonte que dominaba señorial la aldea a sus pies, ya se veía desde la lejanía el crespón negro del luto, ondeando bajo la tenue brisa del otoño tardío. Bandadas de cuervos graznando con malicia aleteaban sobre las viejas torres que, a esas alturas, se encontraban prácticamente derruidas.

El mayordomo, cheposo y enfermo de gota, los recibió con una reverencia dolorida, en silencio, y con expresión de intensa pena.

Giulia, demacrada, amarillenta y con los ojos enrojecidos, los recibió en el comedor principal, en la sala de ceremonias. Una pesada cama de roble dominaba el centro de la estancia, con sus columnas decoradas con escenas eróticas torneadas y cubiertas con un baldaquino de terciopelo rojo oscuro.

—Ya hemos enterrado a madre en la cripta familiar de la isola Bisentina. Murió durante el cónclave —la voz de Giulia sonaba más oscura de lo habitual.

Dejó que Alessandro la abrazara. El pesado aroma del ámbar gris buscaba ocultar otro, más terrorífico, a enfermedad y descomposición. También Ugo la tomó en sus brazos, con más intimidad y durante más tiempo de lo que habría sido conveniente para un extraño.

—Poco antes de vuestra llegada apareció un mensajero de Roma, que me informó de que Giulio de Medici ha sido elegido Papa a pesar de… de que tú… —no se atrevió a mirar a Alessandro—. Lo siento mucho por ti.

—Es cierto, Giulio ha sido elegido. Tendrá que soportar una pesada carga —respondió Alessandro, tratando de hablar de forma neutral y relajada.

Su mirada vagó hasta la pomposa cama, que no había pertenecido a su madre. ¿Habría muerto en aquella cama desconocida?

Giulia cogió la mano de Ugo y lo llevó hasta la chimenea, a un banco cubierto de cojines.

Antes de unirse a ellos, Alessandro los observó un instante. Parecían un viejo matrimonio, como Filemón y Baucis. Al aproximarse a ellos, rodeó la cama, dejando la mano vagar por los pechos desnudos y las posaderas que en ella relucían. Entonces, entendió a quién debía haber pertenecido aquella cama: a la propia Giulia, la bella Giulia, quien había recibido en ella al mismísimo papa Alejandro Borgia, proporcionando incontables momentos de dicha a aquel lujurioso viejo verde, quien a su vez le había regalado diamantes y perlas, y había nombrado cardenal a su hermano. Lo había convertido a él, el joven Alessandro Farnese, en el cardenal Gonella… «¡Fóllatelo!». Ésas eran las palabras que la población había colocado en sus labios en la columna del Pasquino, «¡fóllatelo!», la petición formulada a su hermana, para que su santidad y amante le proporcionara a su hermano el ascenso a lo más alto de la curia.

Y en el momento en que debía haber alcanzado el último peldaño, se había despeñado. Aquella pesada cama que dominaba la habitación reflejaba también la tragedia familiar: la protesta, el triunfo, la derrota.

—Te la legaré tras mi muerte —dijo Giulia, que se había vuelto hacia él, con voz cansada—. Lo que aún poseo lo heredará mi hija Laura, pero no esta cama: esta cama deberá recordarte mientras vivas a tu hermana, que durante un par de años pudo vivir gracias al resplandor de su belleza y de sus piedras preciosas, agasajada por un Papa cuya memoria permanecerá eternamente ligada a los crímenes que él inició y a las atrocidades que se le han atribuido.

Alessandro se sentó junto a ella y posó el brazo sobre sus hombros sin mirarla, con los ojos vueltos al llameante fuego.

—Aún no estás preparada para morir.

—Me muero, puedo sentirlo. Hay algo en mi interior que me está devorando por dentro. Es como un ser extraño que hubiera anidado en mis entrañas. Hay días y noches en las que podría aullar de dolor. Por suerte cuento con opio de Egipto, la adormidera me acompañará en mi último viaje, y me gustaría reposar en la isola Bisentina, el hogar de nuestra felicidad infantil y de nuestros sueños perdidos. Ya he hecho llamar a Laura. Probablemente llegue en los próximos días.

Alessandro había guardado silencio unos instantes, pero después dijo:

—¿Por qué no vienes a Roma conmigo? Allí hay célebres médicos orientales, que quizá puedan ayudarte.

—Nadie puede ayudarme, y tampoco quiero que lo hagan.

Alessandro agitó la cabeza.

—¿Dónde está tu marido?

Giulia emitió una risilla.

—En Nápoles, ¿dónde si no? Él ha sido el último insulto que la puta de Borgia ha tenido que soportar: solía ser un niño bonito hasta que el morbo gallico lo deformó, pero en ningún momento ha sido capaz de follar en condiciones… Lo siento, Ugo, son las palabrotas de una vieja.

Ugo la tomó de la mano y se la llevó a los labios.

—Sé que debería haberme casado contigo —dijo ella—. Como dice el refrán: nadie debería sentirse dichoso antes de morir… Sin duda habría sido más feliz contigo.

—Quizá solo satisfecha —repuso Ugo con voz suave—. No feliz ante el brillo de los diamantes, pero sí satisfecha, con una sonrisa en el alma.

—Sí, una sonrisa en el alma —repitió ella.

Por la tarde habían dispuesto una mesa junto al fuego para tomar una frugal cena. Giulia no comió nada, y tan solo bebió algo de vino. Cuando unos dolores repentinos le retorcieron el rostro, llamó a su camarera y se retiró. No quería que, bajo ninguna circunstancia, ninguno de los dos hombres fuera a verla, aun cuando la oyeran gritar.

—¿Debería ir a buscarte un confesor? —preguntó Alessandro.

Giulia se rió.

Tampoco Alessandro tenía apetito, pero Ugo, por el contrario, comió un par de muslos de pollo fríos, acompañado con pan, tartaletas rellenas de pescado y aceitunas, y no dejó de alabar el vino de Montefiascone.

Cuando Alessandro quiso dirigir la conversación hacia Giulia, Ugo respondió con monosílabos y mucha reserva. Sin embargo, tras la intervención del vino, se le acabó por soltar la lengua.

—Ya no vivo en Aviñón. Me he mudado a Lubieron, donde vivo como eremita en Lourmarin, junto con una joven.

—¡Oh! —exclamó Alessandro—. ¿Has encontrado una felicidad tardía?

—Podría decirse así —respondió Ugo con amargura—. Ella era la hija de mi casera en Aviñón. Nos amábamos desde su niñez. Ella creció, el amor permaneció, y finalmente se convirtió en mi mujer.

Alessandro, que no pudo evitar pensar en Virginia, sintió agudizada su curiosidad. Le sorprendía el tono de Ugo.

—¿Hijos?

—Un niño murió. La segunda, una niña, ha nacido hace poco. Hace un par de días que me enteré de la noticia, y por eso vuelvo a casa.

Ugo no parecía un padre feliz.

—¿Por qué no te alegras?

—Porque la niña no es mía —musitó, en voz tan baja que Alessandro apenas logró entenderlo—. La llamaré Laura, como la Laura de Petrarca, como la Laura de Giulia.

Alessandro no supo qué decir.

—Lo sé —continuó Ugo—. Un hombre mayor y una mujer joven, aún en la plenitud de su belleza, es algo que no puede funcionar. El conde d’Agoult envía al anciano a Italia para que le compre obras de arte, cuadros con los que adornar su castillo, libros, antigüedades, todo lo que se pueda pagar con dinero… Y mientras tanto el conde seduce a la joven belleza, que ya no tiene que aburrirse con el viejo ermitaño.

Cualquier fórmula de consuelo le parecía a Alessandro una burla al dolor de su amigo. Ugo cogió el atizador e hizo saltar chispas de las llamas.

—¿Y ahora? —preguntó Alessandro tras un instante.

—No podré acompañar a Giulia en su transición a la otra vida, tendré que marcharme mañana, o pasado mañana, para encontrarme lo antes posible junto a la cuna de mi hijita. Nadie la apartará de mí —respondió, de nuevo con amargura en la voz.

—¿Y si el conde, su padre…?

—Marguerite es mi esposa, y Laura será mi hija. Aunque tenga que morir por ello. —Ugo arrojó un leño al fuego y observó las llamas. Después, respiró hondo y se volvió hacia Alessandro—. Pero ya está bien de hablar de mí. Quiero saber qué tal te han ido estos años, cómo has podido compatibilizar tu familia con tus reverendas obligaciones sacerdotales, hasta el punto de que has estado a punto de ser Papa. ¡Con qué alegría lo habría festejado con Silvia y contigo!

Alessandro empezó entonces a contarle los primeros años con Silvia, la época bajo el gobierno del papa Julio, la muerte de Paolo y la elección de León. Le habló de Constanza, de Pierluigi y de Ranuccio hasta que, dubitativo al principio, añadió la mudanza de Silvia, del sacrificio que ella había tenido y que aún tenía que realizar por él y por sus grandes metas, del creciente aislamiento que iba experimentando en su camino al pontificado, y que tras dos humillantes derrotas nunca llegaría a alcanzar.

Ugo lo observó como si desaprobara todo lo que había tenido que escuchar.

—¿Recuerdas cómo discutíamos sobre la filosofía de los griegos antiguos, antaño, en Florencia? Gnothi seautón, «conócete a ti mismo»; eso nos decía Ficino una y otra vez, y después: «conviértete en quien eres».

Alessandro negó con la cabeza.

—No nací para ser Papa, ni siquiera durante mi juventud soñé con nada semejante, al contrario, y lo sabes… Lo que ahora soy es algo que nunca quise llegar a ser: un cardenal viejo, huraño y fracasado. No empecé a albergar esa ambición por convertirme en Papa hasta hace pocos años, y fue con el único objetivo de abolir el celibato, porque quería eliminar esa soledad terrenal a la que estamos abocados.

—¿Ése era el único motivo, el más importante? ¿No deseaba tu madre desde hacía largo tiempo que tú, como Papa, devolvieras el honor y la gloria al nombre de su familia, los Caetani? ¿No jugaron ningún papel la ambición, el ansia de victoria?

—Tú te refieres a la ambición enfermiza, al ansia de victoria más desmedida, incluso carente de escrúpulos.

Ugo no respondió, se limitó a observarle, expectante.

—Tú también conociste antaño la ambición; piensa en el ajedrez —dijo Alessandro—. Además: ¿no reside en tu amor por Giulia quizá un poco de ambición?

—Hace mucho tiempo de eso —replicó Ugo, uniendo pensativo las manos frente a la boca, antes de continuar—. El amor y la ambición quizá puedan unirse, pero solo engendran una criatura deforme que mata al amor en el parto y que probablemente también termine por destrozar la ambición.

Alessandro fue tragándose en silencio cada palabra que oía, pues un repentino dolor le asfixió el corazón al recordar, mediante la referencia a «criatura deforme», a Sandro, el hijo de Rosella, engendrado en lo más oscuro de los bajos fondos. Naturalmente, también la maldición que le siguió, el pacto con el diablo.

—Todo empezó con Sandro, ese pequeño demonio —comentó.

Ugo lo observó interrogante, y con alguna que otra ambigüedad le habló del pacto infernal, del sacrificio que había tenido que ofrecer por su ascensión.

—Ahora ha vuelto a morir uno de mis seres queridos, mi madre, y Giulia le seguirá. Deben morir para que yo alcance el puesto más elevado de la cristiandad. Debo sacrificar a mi familia, a la misma que quiero hacer grande y poderosa. Dios me castiga. O quizá sea el diablo…

Ugo carraspeó y tomó la palabra.

—¿Te das cuenta de que nada de lo que dices tiene sentido? —al ver que Alessandro no respondía, continuó—. Tu madre se hubiera merecido verte sentado en el trono de San Pedro, pero ha muerto a pesar de que no has sido elegido Papa. Así pues, un sacrificio humano no ha servido para nada. Y lo mismo puedes decir de Giulia. Además: ¿no era tu madre ya muy mayor?

Alessandro tuvo que reflexionar sobre las palabras de Ugo, y sintió un atisbo de esperanza pues, efectivamente, no había sido elegido, y su madre había muerto a pesar de todo.

—La mayoría de las personas —comenzó a adoctrinarle Ugo— se imaginan a Dios Padre como un varón barbudo sentado en los cielos, como un viejo patriarca, poderoso, amoroso, pero también iracundo, presto al castigo, exigente con las atenciones y la obediencia, un Señor que siempre ha estado y siempre estará, que ha creado el mundo y a todos los seres que lo habitan, pero que también puede destruirlos, que en algún momento hará justicia junto con su Hijo, y dividirá a todos entre los que puedan entrar a disfrutar de la gloria celestial, y los que deberán sufrir cruel castigo en el infierno.

Sin embargo, ¿realmente podemos creer en semejante Dios Padre, que lleva la justicia al mundo, y cuando no lo consigue, la lleva al más allá, y nos promete la vida eterna, nos dice lo que debemos hacer y nos castiga cuando pecamos y, si somos humildes y rezamos a diario, escucha nuestras plegarias? Sería tan fácil tener un Dios sobre el que recayera toda la responsabilidad de nuestros actos, tanto los buenos como los malos… O uno mediante el cual nos viéramos liberados de las consecuencias de nuestros pecados. No existe tal Dios, y si lo hay, le damos igual. Debemos responsabilizarnos nosotros mismos.

Ugo hizo una breve pausa, esperando algún comentario, pero Alessandro permaneció en silencio, por lo que continuó:

—Dios no es humano, no es algo que podamos abarcar nosotros mismos, con nuestra razón humana…

—¿Entonces?

—Es algo que está presente en todo, que es el centro del mundo y de los hombres, de la naturaleza y la belleza, y que está también en nosotros mismos, en nuestros huesos, en nuestro fuego, que nos da la fuerza para vivir, para amar por encima de todo, es un vínculo, la esperanza, el anhelo, es aquello que nos conmueve, que realmente nos conmueve…

—Eres un hereje todavía más grande que ese Lutero. Al menos él cree en las Sagradas Escrituras y en la gracia de Dios, en la fuerza de la fe…

—Pero si de eso precisamente estoy hablando: siempre podemos esperar la gracia, no podemos conseguirla por la fuerza, ni comprarla. Una fe viva no se sustenta en lo que los padres de la Iglesia pensaron o exigieron hace mil años, en lo que decidió algún concilio celebrado en algún momento, o en lo que sentenció algún Papa: una fe viva no es algo obstinadamente sujeto a un conjunto de leyes, sino que mantiene una relación íntima con todo lo que sucede en la vida diaria, en el amor por el prójimo, en las transformaciones ocurridas en la creación, en el mundo en el que vivimos. Ese algo anónimo es a lo que podemos llamar Dios, porque estamos acostumbrados a pensar así, en nuestro Dios, que resucita en la verdad y en la honestidad, en el valor diario, y sobre todo en el amor.

«Sobre todo en el amor». Aquellas palabras resonaban como un eco sin fin en la mente de Alessandro cuando, bien entrada la noche y finalmente en la cama, intentó dormir. Las relacionaba con las palabras de San Pablo: «Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor». La derrota que Alessandro había sufrido en el cónclave y que lo había desanimado tanto le hacía experimentar una profunda y dolorosa vergüenza, muy similar al sentimiento de culpa, surgida de la consciencia de haber sacrificado su amor en la lucha por alcanzar lo más alto. Sí, estaba en deuda con Silvia, y con todos a los que creía amar. Se había colocado a sí mismo y a su ascensión por encima de todo lo demás y eso constituía una traición. Una traición por la que no sus seres queridos, sino él mismo, merecía la muerte. Por lo tanto, el siguiente sacrificio a realizar debía realizarlo solo; la víctima sería él mismo.

La hija del Papa
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