Capítulo 40
Ostia - Roma, Vaticano - 31 de agosto de 1522
Alessandro no pudo imaginarse, cuando el papa Adriano llegó a Ostia, lo inusual que sería el inicio del pontificado flamenco-alemán.
Pertenecía al comité de recepción de cardenales, dirigido por Carvajal, que recogió al Santo Padre con una litera en la que, según su deseo expreso, debía llevársele a la basílica de San Pablo Extramuros. Se decía que el viaje en barco había atormentado al Santo Padre con fuertes mareos, además de sumirle en un estado de debilidad.
Sin embargo, a Alessandro no le pareció que el papa Adriano se encontrara débil en absoluto. Magro, quizá, monacal, pálido, pero se mantuvo en pie con asombrosa firmeza al abandonar el barco, caminó por sus propios medios, se agachó, besó el suelo italiano, se levantó sin ayuda y finalmente aceptó sin palabras los respetos de los cardenales.
Tras Carvajal, se le permitió a Alessandro besar el anillo del Pescador y los pies del Papa. Éste dio un paso atrás y lo observó de cerca. El cabello gris se escapaba bajo el bonete, y una nariz aguileña y aristocrática gobernaba su severo rostro surcado de arrugas. Sus pequeños ojos se movían intranquilos y llenos de desconfianza de aquí para allá.
En un breve discurso en latín, no demasiado elegante, pero sin un solo error, aunque lamentablemente salpicado de su gutural y desagradable acento, el papa Adriano señaló la dura responsabilidad de su cargo y lo necesario de una reforma en la Iglesia, enfocada a reflexionar sobre las estrictas normas de la fe y la conducta católicas.
—El poder que posee el habitante de la Santa Sede —explicó con voz más áspera y menos amable— procede de la voluntad divina. Por ese motivo, el Papa es capaz de todo, pero de ningún modo puede permitirlo todo.
Giulio, que se encontraba sentado junto a Alessandro, llamó la atención de éste con un empujoncito y le susurró:
—No procede tanto de la voluntad de Dios como de mi propuesta ante una banda de cardenales necios.
Cuando la mirada de Adriano se posó en él, retomó el silencio.
—Tanto en Roma como en la curia se han asentado costumbres nefastas —prosiguió el Papa—. Puesto que el origen de todos los males de la curia ha desaparecido, debe producirse una transformación esencial en la misma. Empezando por los usos, o más bien los abusos, de las prebendas, la compra de cargos y de todo tipo de trapicheos con las dispensas, así como el tráfico de indulgencias. Ese mal es una de las causas de la herejía en Alemania, que debe combatirse, al igual que lo que provocó su aparición.
El papa Adriano anunció el futuro coto a la acumulación de cargos.
—¡Una diócesis, un obispo, y no más prebendas!
Entre los obispos presentes comenzó a extenderse una incómoda inquietud. Un murmullo que el Papa intentó eliminar con miradas severas.
—Otro mal grave radica en la aplicación laxa del celibato. El sacerdocio no se casa, pero mantiene concubinas. Vive incluso con hijos. Visita a las llamadas cortesanas. Esto tiene que acabar. Lo dispondré todo para que aquellos que no lleven un modo de vida adecuado sean expulsados de Roma.
Giulio propinó a Alessandro un nuevo golpe en el costado.
—¡Escucha eso! —dijo Pucci a su espalda en voz baja, aunque perfectamente comprensible—. Entonces apenas quedará gente en Roma.
A estas palabras les siguió una risita disimulada como toses tras una mano oportunamente colocada y de nuevo la mirada iracunda del Papa.
—Mi lema reza —la voz de Adriano se elevó, y su voz amenazó con quebrarse—: «Que haya justicia y que el mundo se constituya sobre ella».
Mientras Alessandro meditaba sobre la seriedad con la que el papa Adriano había hecho semejantes declaraciones, y si sería posible que un extranjero pudiera reinar sobre todo un ejército de autóctonos a los que les hubiera reducido el suministro de agua, pero de los que dependía en última instancia, Giulio volvió a inclinarse sobre él y le susurró al oído:
—Es un defensor tan acérrimo del celibato, que incluso en una ocasión la amante de un canónigo quiso envenenarlo. El Todopoderoso debe tenerlo por uno de los justos, no obstante, y lo salvó.
El Papa se dirigió hacia su litera, y puso rumbo a San Pablo Extramuros. Apenas llevaban una hora de trayecto cuando Adriano abandonó inesperadamente la litera y se subió a un mulo. El animal recibió un latigazo y echó a trotar, mientras los orgullosos caballos de raza alemanes y andaluces de los cardenales relincharon malhumorados y lo siguieron.
El Santo Padre celebró una misa en San Pablo.
El 29 de agosto, entró finalmente en la ciudad santa por la porta San Paolo. Apenas llamó la atención cuando se bajó de su mulo campesino, se subió en un corcel blanco y se hizo colocar la tiara. En las calles se había arremolinado poca gente, pues debido a la peste se rehuían las multitudes. Por otra parte, ya había demasiada negatividad en torno al nuevo Papa.
No se oyeron gritos de alegría ni «¡Vivat!». Tan solo el estallido de los cañones del castillo de Sant’Angelo retumbaron como saludo.
El papa Adriano no se hospedó inmediatamente en el palacio Papal, sino en un edificio en el borgo Vecchio, y después en un pabellón tras los jardines de la basílica. Desde el primer día declaró lo incomprensible que le resultaba la cantidad de gente inútil vestida con ropas eclesiásticas que vagaba por la zona. Él precisaba únicamente de algunas personas de su confianza y despidió a casi todos los secretarios, encargados de los archivos, notarios, escribas y, particularmente, a todo el gepeupel [1]. El papa Adriano había incluido esta extraña palabra en su discurso en latín, con ademán despreciativo y tono enojado.
Alessandro no entendió qué significaba. Lo consideró una expresión flamenca, un ejemplo de disonancia dentro de la frase.
El primer solicitante que se aproximó al Papa de forma servil fue despedido con cajas destempladas.
Durante el recorrido por las estancias decoradas de forma tan celestial por Rafael y sus oficiales, el pontífice mostró una expresión crítica. Una vez llegados a la sala de Constantino, tuvo que inclinarse bajo los andamios, pero se le recibió con la mayor de las cortesías. Hizo detenerse a los pintores sin decir una sola palabra y ordenó al holandés Enckevoirt quien, por lo que Alessandro pudo suponer, era su hombre de confianza, que despidiera a todos los artistas de inmediato y colocara los atavíos tradicionales de la estancia.
—No necesitamos todas esas imágenes paganas.
Alessandro, en este punto, se atrevió a discrepar. Aquéllas no eran imágenes paganas sino al contrario: representaban la historia de la Iglesia y los milagros de los Papas.
Adriano se limitó a continuar caminando.
Mientras se dirigían al Belvedere, señaló con tono autoritario:
—Nos levantaremos pronto por la mañana y nos iremos pronto a dormir. Todos los días se celebrarán misas. Las audiencias se establecerán a una hora, a exactamente una hora concreta. Apreciamos, ante todo, la puntualidad. Tomaremos solos los almuerzos y las cenas. Mi vieja criada, que entró a mi servicio cuando aún residía en mi patria, cocinará para mí. No necesitamos gastar más de un ducado por comida, como mucho dos. Carne ligera de cordero, sopa de verduras, pan, vino aguado. Al contrario que nuestro predecesor, no tenemos dinero para grandes banquetes. Y la gula, como todo el mundo sabe, es un pecado capital.
Alessandro oyó suspirar a Giulio. Miró hacia los cardenales reunidos, que casi en su totalidad contemplaban el suelo molestos.
—La limitación de las audiencias se aplica igualmente a los cardenales —prosiguió—. Quien quiera hablar conmigo, deberá dirigirse a mi secretario y primer consejero, Wilhem van Enckevoirt —de nuevo un nombre casi impronunciable—. Por lo demás, mañana mismo lo nombraré datarius. Por las tardes me dedicaré a mis estudios teológicos. En esos momentos no quiero que se me moleste.
Cuando penetraron en la amplia galería del Belvedere y después en el patio interior, el papa Adriano se detuvo y miró a su alrededor.
—¿Para qué se utilizaba todo esto? —preguntó.
—Para torneos, fiestas de carnaval, antes incluso corridas de toros, representaciones teatrales —señaló Giulio, con tono desafiante—. Vuestro predecesor, el papa León, que Dios tenga en su gracia, amaba este lugar, igual que amaba las palabras hermosas de los poetas y la conversación… en enaltecimiento del Señor.
—¡Ajá! ¡En enaltecimiento del Señor! —el Papa acababa de descubrir el resplandeciente grupo escultórico en mármol blanco del Laocoonte, y se dirigía hacia él—. Tú eres su primo, ¿no es verdad, hijo mío? —comentó, hablándole a Giulio aunque sin volverse hacia él—. ¿Y también disfrutas los momentos de dispersión a través de torneos y poesías?
—Yo… —comenzó Giulio, dubitativo.
El Papa no le dejó continuar.
—No son de mi gusto. Soy de la misma opinión que el pagano Platón: con gusto expulsaría a todos los poetas de mi país. Los poetas son embusteros y obscenos, y no tolero a ninguno en mis cercanías.
Se detuvieron frente al grupo del Laocoonte. Sin embargo, Adriano no se paró a contemplarlo, sino que se volvió nuevamente hacia Giulio.
—Hijo mío, tú eres, por lo que tengo entendido, un retoño ilegítimo de la rica familia Medici.
Alessandro contuvo la respiración. Vio como Giulio palidecía. A su espalda sonrieron Soderini y Colonna.
—Así me han informado. Una fuente fiable, por lo demás, un miembro del colegio cardenalicio.
—¡Santo Padre! —bramó Giulio—. Un breve papal estableció que mis padres habían recibido la bendición de la Iglesia… en secreto…
—Sí, sí, ya entiendo, durante el gobierno de mi predecesor debía ser frecuente que hubiera breves que legitimaran a bastardos de altos cargos eclesiásticos e incluso permitiera a niños convertirse en obispos. Bien, se sobreentiende que en el futuro se evitarán esas malas costumbres. Nuestro Salvador no murió en la cruz para que sus servidores se dieran a la lujuria y encima se les recompense por ello.
En ese momento, fue Alessandro quien tuvo que contenerse para no protestar. No merecía la pena enfurecerse con ese bárbaro estirado. Adriano no duraría mucho, de eso no había ninguna duda. Quien tomaba como enemigo al mundo entero y entraba en Roma en tiempo de peste, necesitaría un ejército entero como escolta para durar más de un par de meses.
—¿Qué es esa cosa? —preguntó Adriano, señalando al mármol reluciente que mostraba a Laocoonte y a sus hijos luchando por su vida.
Alessandro se adelantó.
—Un descubrimiento de la Antigua Roma, Santo Padre, una obra de arte, que en su perfección loa la grandeza de Dios, sí, es la expresión misma de la creación divina.
Tampoco él pudo terminar la frase.
—Aquí, frente a mí, lo que veo son figuras medio destrozadas y espantosamente retorcidas, que son todo menos perfección, y desde luego no suponen ninguna alabanza de la grandeza de Dios. Es una imagen de dioses paganos, y nada más. Lo regalaré por ahí.
Entonces, se despertó entre los cardenales y altos prelados que habían rodeado al Papa un murmullo perceptible.
—Me desharé de este armatoste de mármol que anda por aquí y que nos distrae de nuestro auténtico cometido: lo regalaré… o lo haré destruir en cal viva.
El murmullo se volvió más audible, y en el fondo llegaron a sonar las palabras «inaudito» y «un sacrilegio».
—¿Un sacrilegio? —exclamó entonces Adriano—. ¡No sabéis bien lo que es un sacrilegio! ¡Esa escultura desnuda es un sacrilegio! ¿Enckevoirt?
Su consejero hizo una reverencia. El Papa le dijo algo en su áspera lengua bárbara, y después habló en latín:
—Se tapiará la entrada al Belvedere. Mañana a las doce celebraré el primer consistorio. Espero puntualidad y la asistencia de todos.
Como Giulio señaló que, debido a la peste, numerosos cardenales habían partido y otros se encontraban en preparativos para hacerlo, el Papa replicó:
—Prohíbo a todos los cardenales que abandonen Roma. Yo mismo permanezco como me corresponde en el lugar que Dios me ha asignado.
El consistorio comenzó puntualmente al día siguiente. El ambiente estaba caldeado. Mientras el Papa rezaba una oración, surgieron conversaciones en voz alta. Finalmente, Adriano dirigió una prédica a los presentes, en la que repitió de nuevo todo lo que ya les había expuesto en su primer discurso.
Cuando Giulio, como vicecanciller aún en funciones, quiso abrir un debate, se le interrumpió a media frase.
—Tomaré la palabra aquí, hijo mío. Y si alguien modera un debate, ése será mi consejero Enckevoirt. Antes de que volvamos a separarnos, me gustaría anunciar mis primeras disposiciones. Primera: A partir de hoy portar armas en Roma estará prohibido y se castigará con severidad. Esto se aplica muy especialmente al Vaticano, con la excepción de la guardia, naturalmente. Segunda: a la guardia suiza se le añadirá mi guardia personal española. Tercera: los obispos tendrán obligación de residencia. Quien no tenga diócesis en Roma no tendrá nada que hacer aquí, a no ser que sea cardenal, o se encuentre en la ciudad por mi orden directa o con mi permiso. Cuarta: prohíbo a todos los miembros de la curia llevar barba. Parecen soldados…
Dicho esto, el Santo Padre se retiró, seguido de Wilhem van Enckevoirt.
El tumulto fue increíble. Los gritos de unos ahogaban los de los otros. Incluso Carvajal y Soderini tenían caras largas. Colonna y Pucci se mesaban una y otra vez, con arrugas de ira entrelazándoles las cejas, sus largas y pobladas barbas. Giulio de Medici arrastró a Alessandro fuera del aula regia, pero hasta que no llegaron a la plaza de San Pedro, bañada por la tenue luz del sol, no comenzó a hablar:
—Ese hombre se ha vuelto completamente loco. No conoce ninguna gratitud, ni un pedacito de ella. Voy a decirte algo, Alessandro: Adriano quiere destruirnos a todos. Pero somos más fuertes que ese bárbaro.