Capítulo 62

Capodimonte - Roma, Vaticano - palazzo Farnese - principios de abril de 1524

Alessandro recuperó las ganas de vivir y comenzó a recuperarse. Sin embargo, hasta principios de la primavera no se encontró lo suficientemente fuerte como para remar hasta la isola Bisentina y allí rezar ante la tumba de su madre y de su nunca olvidado hijo Paolo.

También su hermana había fallecido poco antes, y su hija Laura le había hecho enterrar con total discreción. Al contrario que Alessandro, que debido a su enfermedad no había podido volver a visitarla, Silvia había acudido una y otra vez hasta la isla para verla y rezar con el fantasma de mejillas hundidas y carcomido por el dolor, que era ya su amiga. Sin embargo, y a excepción del coro de monjas intercesoras, ella era la única que rezaba, pues Giulia solo abría los labios para emitir fervorosas protestas:

—¿Por qué no me dejas morir de una vez, Dios cruel? ¿Por qué me castigas así? ¡Solo lo hice por mi hermano!

Entonces, rompía a sollozar y a gritar como un animal agonizante, hasta que se desmayaba, resollante, y las monjas de mirada compasiva la llevaban a su celda.

La primavera despertó con brotes verdes, coloridas prímulas y violetas, reunió en el cielo un rebaño de redondeadas y luminosas nubes y cubrió la isla con un especiado aroma a resina fresca.

Alessandro también rezó una oración ante la tumba de su hermana, de su hermano Angelo y de su padre, abandonó después el mausoleo y llevó a la ligeramente reticente Silvia hasta la roca de las Sirenas. Constanza y Ranuccio se mantuvieron a distancia prudencial. Alessandro se sentó en la orilla, contempló el mar reluciente y deslumbrante bajo los rayos del sol y finalmente la pálida hoz de la luna que aguardaba, como olvidada o perdida, sobre el horizonte.

Silvia había permanecido de pie, pero finalmente se dejó convencer para reposar sobre el fresco musgo.

—¿Te acuerdas? —le susurró él.

En silencio, ella se inclinó sobre él, posando la cabeza en su hombro.

—¿Te parece que ha merecido la pena? —susurró él.

Ella le cogió la mano y besó las puntas de sus dedos.

Él se perdió en sus pensamientos, hasta que finalmente dijo:

—¿No debería renunciar a mi rango de cardenal para que los dos pudiéramos quedarnos aquí, regocijándonos por la suerte de poder envejecer juntos, como Filemón y Baucis? Ya no seré Papa. A Clemente no le interesa una renovación radical de la Iglesia, de la cabeza a los pies, y los tejemanejes políticos, todo ese carrusel de intrigas, me repugna. Pierluigi ya no permite supervisión alguna, incluso el joven Ranuccio ha tomado su propio camino, Constanza tiene más que suficiente con sus hijos, puede permanecer en el palazzo de Roma… Y nosotros podíamos espantar los pájaros de mal agüero de mi madre, adecentar Capodimonte y criar ovejas.

—Debes vencer la desilusión, Alessandro, y regresar a Roma —respondió Silvia, con ademán decidido—. Clemente ya ha enviado numerosos mensajeros en tu busca, incluso ha manifestado su intención de venir a verte en persona. Debes convertirte en decano del colegio cardenalicio, y probablemente pronto también en vicecanciller. Por lo que ha señalado, sois viejos amigos y necesita tu consejo.

Alessandro agitó cansado la cabeza.

—Por lo que Baldassare me ha escrito, sus nuevos consejeros cercanos son Giberti y Schönberg, el uno, un francófilo apasionado, el otro, un decidido partidario del emperador. Entre ellos, el veleidoso Clemente. Lo único que conseguiría sería acabar exhausto.

Silvia había cogido la mano de Alessandro de nuevo y la sostenía sobre su mejilla.

—¿De verdad quieres renunciar? Al poco tiempo te aburrirías, te arrepentirías de tu decisión y destrozarías nuestra vida —dijo ella, mirando compungida el mar—. No, no hay marcha atrás. El Todopoderoso te ha devuelto la vida y sé que tú lucharás con el último aliento que te quede. ¡Volvamos a Roma!

Alessandro la había escuchado con calma, pero no respondió, a sabiendas de que Silvia lo conocía bien. Vagos pensamientos lo rozaron, un ligero eco del sueño del sacrificio le vino a la mente, oyó la voz de Ugo y sus palabras acerca de las apasionadas transformaciones de la vida y el poder del amor, su antiguo maestro Leto se reía, se reía de su juventud lejana, pero de pronto adoptaba un gesto grave, sepulcral: «Alessandro, conviértete en quien eres».

Se levantó, decidido. Su pretérita desorientación quedaba relegada al recuerdo, como un remolino terrorífico. Silvia lo miró y él simplemente asintió y dijo:

—Tienes razón.

Se reencontraron con Constanza y Ranuccio y regresaron a los botes. Poco a poco los rígidos vigilantes que eran los cipreses se fueron volviendo más pequeños, mientras una gaviota los observaba en vuelo, con sus ojillos curiosos y pequeños como botones, y los acompañaba casi sin aletear, rodeándolos una y otra vez, hasta hundirse finalmente en la luz plateada.

Cuando Ranuccio anunció que al día siguiente partiría para Roma, «para comprobar si todo está en orden», Alessandro tomó una resolución.

—Todos regresaremos mañana a Roma.

En su primera audiencia con el papa Clemente en el Vaticano, fueron incontables los prelados y cardenales que se lanzaron sobre él para saludarlo con amistosas exclamaciones. Algunos incluso lo abrazaron y le susurraron al oído:

—Por fin, ¡la voz de la razón! Sin ti, Clemente está perdido y sin sustento.

Él volvió la vista, pero se sintió halagado.

También el papa Clemente lo saludó con un abrazo tan afectuoso, que Alessandro se sintió inclinado a pensar que aquél era el reflejo de sus auténticos sentimientos. Todos sus estrechos consejeros tuvieron que permanecer apartados, incluso Lorenzo Pucci y los cardenales Giberti y Schönberg, cuando Clemente posó el brazo sobre el hombro de Alessandro para conducirlo hasta la logia, donde podrían hablar sin que nadie los perturbara.

Alessandro quiso disculparse una vez más por no haber podido tomar parte de la coronación durante la sacro possesso, pero el Papa ni siquiera le permitió hablar.

—Mi viejo amigo, debemos olvidar todo el pasado, las rivalidades, los secretos, los torturadores cónclaves. Debemos permanecer unidos para poder superar la montaña de deberes que se acumula ante nosotros. Todas las deudas que sigue padeciendo el Vaticano. Los romanos están indeciblemente decepcionados conmigo por haber sido supuestamente tan avaro. Todos los cazaprebendas regresan al Vaticano en oleadas, y he tenido que anunciar a muchos de ellos que renunciaba a sus «servicios». Y, ¿cuánto crees que me ha costado mi capitulación electoral? Todos mis beneficios como cardenal y vicecanciller. La mayoría se los ha quedado Colonna, incluido el palazzo Riario. Cada día se acaricia con burlona satisfacción la barba, que está volviéndose a dejar crecer bien poblada, pero al menos parece que Soderini está a punto de irse a criar malvas. En plena posesión de su dignidad y cargo y sin que nadie le ayude: no es justo, hubiera sido mucho más adecuado que estirara la pata en lo más oscuro de una mazmorra. Afortunadamente pasará la eternidad ardiendo en los fuegos del infierno.

Miró entonces a Alessandro con sus ojos ligeramente estrábicos.

—¿No dices nada?

—Te escucho a ti y a tu elaborado informe de campo.

Alessandro había torcido la boca con sutil ironía. Clemente le dio una palmadita en la espalda.

—Sigues siendo el viejo y taimado zorro que nos tiene a todos en el bolsillo. Veo que la visita de la parca no te ha cambiado nada.

—Oh, Giulio… Perdón, Clemente, Santo Padre, estuve a punto de quedarme en Capodimonte criando ovejas.

Clemente rompió a reír, con una risa un tanto forzada y exagerada.

—No somos criadores, somos pastores, Alessandro, buenos pastores, tal y como Dios el Señor ha deseado, y eso ya es suficientemente duro. Pero volvamos a la política. Sin duda has oído que los franceses han logrado ascender hasta el Ticino ya en la pasada primavera y sin embargo no han sabido aprovechar su victoria. ¡Yo mismo tengo mi parte de culpa en ello! Y el emperador, a principios de año, bajo el mando de un antiguo vasallo y connétable del rey francés, ha logrado expulsarlos de nuevo fuera de los Alpes. No hay duda de eso. Recuerda, no obstante, el nombre del francés: se llama Carlos de Borbón, es un comandante muy dotado y ha cambiado de bando porque la reina madre intentó cortejarlo inútilmente y ahora, despechada, ha pretendido arrebatarle la herencia de su difunta esposa. Francisco, el rey cristianísimo, está otra vez de deudas hasta el cuello, y además tiene que ocuparse sobre todo y ante todo de su amante de la casa Chateaubriant. Existe incluso el riesgo de que el emperador se haga con Francia entera. Hay que evitarlo bajo cualquier concepto y cambiar de bando o no tardaremos en convertirnos, nosotros y toda Italia, en vasallos de Carlos. ¿Entiendes?

Alessandro dejó vagar la mirada sobre el borgo hasta el castillo de Sant’Angelo, el Rione di Ponte y, después, de nuevo al sur, allí donde debía encontrarse su palazzo. En la distancia podía incluso distinguir el Coliseo, la colina cubierta de pinos del Palatino, los torreones de la iglesia y las atalayas lentamente desmoronadas de las antiguas familias. En numerosos puntos se elevaban columnas de humo y sobre la ciudad se extendía una luz grisácea, no la luz dorada de los atardeceres que hacía relucir suavemente a Roma…

—¿Me estás escuchando? —exclamó Clemente.

—Sí, claro que te escucho. Quieres volver a cambiar de bando.

—No. Quizá. Depende de las circunstancias.

—Si el emperador se vuelve demasiado fuerte…

—Exacto, lo has entendido.

—Pero el emperador te considera un aliado, no se alegrará precisamente si le vuelves la espalda.

—Bueno, ya sabes cómo funcionan estos juegos de poder. Come con el caballo del beneficio a la torre de la fidelidad y pronto estarás a un movimiento de la victoria.

—Y para terminar, la reina de la intriga hace jaque mate sobre el rey de la política honorable —concluyó Alessandro.

Clemente se encogió de hombros y arqueó una ceja, irónico.

—Como Papa, soy el soberano de los Estados Pontificios y tengo que aullar con los lobos para que no me coman vivo. El fin justifica los medios. Lo sabes muy bien, y tú mismo no actuarías de forma diferente.

De regreso en su palazzo, Alessandro se sintió mejor, pero no del todo en casa. El edificio estaba allí, igual que lo había dejado antes del cónclave, una parte de la famiglia había buscado su sustento en otra parte, Bosio y Girolama habían pasado el invierno en Frascati, junto con los niños. Entretanto, Silvia había regresado a su casa de la via Giulia con Rosella, Baldassare parecía encontrarse con los nietos en Frascati o, como mínimo, de camino; y Ranuccio probablemente había acudido a visitar a su Virginia.

Alessandro vagó por las frías y húmedas estancias del palazzo, hizo encender la chimenea y finalmente se encontró con Constanza, arrodillada en el cuarto de los niños con su pequeño Angelo dormido en el regazo, quien le miró asustada al entrar y se limpió con movimientos nerviosos las lágrimas de los ojos y las mejillas.

Él le acarició el cabello, tratando de consolarla.

—¿Qué te aflige?

Ella agitó la cabeza.

—Nada. Solo estoy triste —ella se sorbió con cuidado para no despertar a Angelo—. Echo de menos a mis hijos y a Bosio, sí, incluso a él. Y a mamma. Pero no quiero dejarte solo —dijo, y señaló la carta lacrada que yacía sobre una bandeja—. Es de Pierluigi. Un mensajero la traía para ti y el mayordomo la recogió mientras estabas en el Vaticano.

Alessandro la abrió y ojeó su contenido, para acto seguido releer lo más relevante:

«He pasado el invierno en Venecia, donde no solo me he encontrado con Francesco Maria, sino también con Giovanni. Francesco Maria, cuya esposa permanecía en Urbino, debió verse afectado con una fuerte melancolia, pues siempre nos dejaba marchar sin acompañarnos cada vez que íbamos en busca de diversión. En sus ojos brillaba la pena, o al menos así de poéticamente lo habría descrito nuestro reverenciado maestro y poeta Baldassare. Por suerte, hay diversión a espuertas en Venecia: en ese sentido, la ciudad de la laguna hace parecer a Roma una aldea de vacas y pastores. Giovanni ha encontrado mujeres de belleza arrebatadora, e incluso yo, que tengo preferencia por los cuerpos más fornidos, he encontrado delicias más acordes con mis gustos.

»Sin embargo, mi bolsa está vacía, por lo que parto con Giovanni hacia el oeste, en dirección a Milán, donde podremos cumplir con nuestra condotta. Giovanni estará a sueldo del papa Clemente, mientras que yo he recibido la soldada de los imperiales y estaré al mando de un battaglione de italianos. En comparación con ellos, los lansquenetes alemanes y reisläufer suizos son unos caguetas: los alabarderos son una tropa de bravi bien heterogénea, de quien bien se puede decir que en realidad son bandidos más preocupados por el pillaje que por la lucha, pero la caballería ligera es una tropa arrojada. Echaremos a los franceses a patadas de las montañas, e incluso es posible que después lleguemos hasta la Provenza. El Borbón, el general imperial y los altos oficiales españoles conocen su oficio.

»Querido padre, pronto podrás, en cuanto hayamos ganado, sentirte orgulloso de tu hijo mayor. El ejemplo de mis predecesores me empuja a buscar la fama en el campo de batalla. En caso de hallar una muerte heroica, entraré en los salones de la gloria haciendo mías las palabras del poeta romano (¿Cómo se llamaba? Ay, Baldassare, perdóname): dulce et decorum est pro patria mori. Tu orgulloso y amante hijo y heredero, Pierluigi».

Alessandro dejó caer lentamente el papel. Su mirada recayó sobre el pequeño Laocoonte y se perdió en la lejanía.

—Qué insensato arrogante. Quiere jugar a los héroes… Hasta que se vea inmerso en una ridícula refriega o lo alcance una bala de arcabuz perdida.

Constanza se había levantado y acunaba al pequeño Angelo en sus brazos. El niño aún dormitaba.

—Pierluigi tendrá cuidado… ¿Debería enviar un mensajero a Girolama o ir yo misma a Frascati a decírselo? —dudó un instante—. ¿Por qué no vienes conmigo? No me gusta la idea de dejarte solo.

—¿Qué hay de Ranuccio? ¿No crees que se quedará en Roma, donde podrá no ya tanto ver a su padre como a su joven cortesana?

Le indicó a Constanza que le dejara colocar al pequeño Angelo en su regazo. El niño se despertó, pero aceptó de buen grado el cambio de manos, jugó con los botones de su abuelo, le tiró de los lóbulos de las orejas y quiso arrancarle el gorro de la cabeza.

Constanza guardó silencio un instante y respondió, finalmente:

—Ranuccio quiere volver a reunirse con el duque de Urbino. Venecia le ha prometido una condotta sobre un pelotón de caballería de cien hombres.

—¿Te lo ha dicho él?

Ella asintió.

—¿No crees que Virginia podrá retenerlo aquí?

Ella negó con la cabeza.

El pequeño Angelo se las había ingeniado para irse deslizándose hasta el suelo, donde gateó hacia su madre y se levantó. Ella intentó sostenerlo en sus primeros intentos por caminar, pero de inmediato volvió a caer de culo y gateó tras un gato curioso que se había colado en la habitación para calentarse junto a la chimenea. Mientras Alessandro lo observaba, recordó los primeros pasos de Ranuccio. Habían transcurrido ya quince años de aquello. Sintió cómo el miedo le oprimía la garganta. Su benjamín tenía ya dieciséis años, era un jovencito delgado, un buen arquero y jinete, pero apenas un niño… ¿Y ya quería dirigir un pelotón de caballería? ¿Darle órdenes a hombres experimentados en la batalla que, por la edad, podrían ser sus padres? ¡Se reirían de él!

—¿Sabe realmente que Virginia podría ser medio hermana suya? —interrumpió Constanza sus pensamientos.

Alessandro alzó la mirada compungido. Apenas había regresado a Roma como un cardenal derrotado y humillado que había evitado la muerte por muy poco y ya tenía que contemplar la división de su propia familia. Estaba ocurriendo lo que siempre había querido evitar, y no podía hacer nada.

—No lo sé —respondió con voz entrecortada—. Probablemente ni siquiera su madre lo sepa —respiró hondo—. Virginia destruirá nuestra familia de nuevo, lo presiento. Y sin embargo es una muchacha encantadora.

—No lo conseguirá. —Constanza le echó los brazos al cuello y susurró—. Además, nos tienes a nosotros.

Él se liberó de su abrazo.

—¿No debería ir a Ranuccio y decirle, simplemente: Virginia es tu hermana?

Constanza se mostró horrorizada y cogió a Angelo en brazos.

—Es hora de alimentar al pequeño. Lo llevaré al ama.

—Pero si alguien se lo llega a decir —pensó Alessandro en voz alta— buscará la muerte en el campo de batalla… Ranuccio no posee un espíritu fuerte… ¡No debe acabar como mi hermano Angelo! ¿Qué demonios debería hacer?

Constanza se aproximó de nuevo a él y el bebé tendió los brazos hacia su abuelo.

—¡Nos tienes a nosotros! —repitió ella con expresión triste.

La hija del Papa
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