Capítulo 94
Roma - Viterbo - Capodimonte - julio 1527
—Que Dios te acompañe, amigo mío —exclamó el papa Clemente cuando Alessandro besó fugazmente el anillo del Pescador a modo de despedida—. Serás un gran apoyo para mí: siempre sereno, equilibrado en tus pareceres, firme… Ahora sé que cometí un error en el último cónclave. Tú habrías sido el mejor, habría sabido evitar la humillación de la santa madre Iglesia, el vergonzoso sacrilegio de sus santos y la destrucción de la eterna Roma… Le he fallado a Dios y a los hombres.
Clemente incluso lo abrazó y de sus ojos brotaron lágrimas que le resbalaron hasta la barba. Desde el inicio del asedio, el pontífice había dejado de afeitarse; sus cabellos, encanecidos, le habían crecido en abundancia, si bien no llegaban a ocultar del todo sus enjutas mejillas.
Alessandro iba a remitir a Clemente al crucificado para que buscara consuelo, pero aquel momento le parecía demasiado solemne como para caer en fórmulas arquetípicas. El Papa parecía sincero en sus expresiones, o al menos, lo era en aquel momento. Además, no había mencionado ni por un momento el cometido de Alessandro: hacerle llegar al emperador, en España, una carta de súplica.
A pesar de lo oficial de la misión, que le permitía por primera vez abandonar el castillo de Sant’Angelo, Alessandro no tenía ninguna intención de viajar a España. Clemente debía ser consciente de ello, pues había escrito una segunda carta para que Salviati la entregara. Además, por lo que Alessandro sabía, su compañero cardenal había aceptado la misión solo por guardar las apariencias. Sin duda Clemente permanecería aún un tiempo cautivo en el castillo.
Era de temer que el emperador acabara con el papado tal y como se le entendía hasta entonces, que trasladara el Vaticano a España; que como mínimo impulsara un concilio y realizara una reforma integral… Sin el Papa actual. Quizá él mismo eligiera a un nuevo siervo de la Iglesia más cercano a él para que se sentara en la cátedra de San Pedro.
¿Y quién era el posible candidato? Al final, solo quedaba uno, un hombre decidido a poner fin al celibato en caso de llegar a Papa.
Alessandro llegó a Viterbo acompañado de un pequeño séquito, con la intención de pasar la noche en su palazzo. Se lo encontró saqueado, al igual que el resto de la ciudad: los ejércitos de la Liga a las órdenes del duque de Urbino habían abusado sin piedad de la hospitalidad prestada. Alessandro habló con el governatore y con su mayordomo: quejas y más quejas.
—¿Hacia dónde marcharon las tropas? —preguntó.
—Salieron en dirección a Todi y Perugia, por lo que se ve.
—¿Habéis oído algo de mi hija Constanza?
—El duque de Urbino nos dejó una carta de vuestra adorada hija en la que se solicitaba que proporcionáramos un trato hospitalario al duque y a su ejército. Ellos se tomaron esa «hospitalidad» con mucha ligereza —respondió el mayordomo con marcado sarcasmo—. Apenas queda algún animal con vida y nuestras mujeres tienen mucho que contar. Dentro de nueve meses se verán las consecuencias.
En ese momento, perdió el autocontrol: tomó la mano de Alessandro y la cubrió de besos.
Al día siguiente, Alessandro visitó en compañía de los dos hombres incontables viviendas y chozas y recibió los informes de los ejércitos de la Liga. Así descubrió que numerosos hijos de la ciudad habían acudido a Roma llenos de rabia tras lo ocurrido, para unirse a los imperiales:
—Algunos de ellos se encuentran ya ante el Señor: murieron por la peste. Viterbo no los permitió volver a entrar y tampoco los enterró.
El governatore asintió con solemnidad.
—Por las noches no había mujer que estuviera a salvo de los soldados.
—¿Y por qué el duque de Urbino no se encargó de poner orden entre sus hombres?
—La mayoría de las veces desaparecía por las tardes y regresaba a la mañana siguiente.
Alessandro miró interrogativo al mayordomo, quien añadió:
—No sabemos dónde pasaba la noche.
Por la tarde, Ranuccio apareció de improviso ante las puertas de la ciudad y pidió que lo llevaran ante su padre. Se encontraba en un estado lamentable, tal y como Alessandro pudo comprobar con espanto, y no tanto en lo físico, pues había engordado algo, como en lo anímico. Se echó a sus brazos como un niño pequeño, le habló de una culpa irreparable, deseó la muerte. Solo tras un buen rato logró Alessandro descubrir dónde había estado Ranuccio en las últimas semanas, hizo que le informara acerca de Pierluigi y del estado del palazzo Farnese, de la retirada de los imperiales y del cementerio que era Roma.
Con sumo cuidado intentó sonsacarle qué era lo que le atormentaba, pero su benjamín calló al respecto.
Así pues, cabalgaron juntos hacia Capodimonte. El sol de julio ardía en el cielo plúmbeo y los caballos trotaban con la cabeza gacha. Ranuccio se sostenía sobre la silla como un saco de cereal a medio llenar, con la mirada ausente. Ni siquiera portaba alguna espada o puñal.
En algún momento Ranuccio dijo repentinamente, con voz casi inaudible:
—Debería haber ido al convento como tú querías. He decepcionado a todos los que me amaban. Como condottiere he sido un fracaso.
Alessandro lo miró espantado y en un principio no contestó. Ranuccio había adoptado un tono serio en el que ni siquiera se vislumbraba la autocompasión. Quizá solo necesitara hacer una confesión en voz alta. Sin embargo, se mantuvo en silencio desde entonces.
Finalmente, Alessandro repuso:
—Eres un héroe: ningún romano, y mucho menos el Papa, olvidará que defendiste la ciudad incluso en situaciones desesperadas.
—Debería haber muerto en combate. Al menos mi honor estaría intacto.
Alessandro hubiera querido abrazarlo, pero como se encontraban a caballo, era imposible.
—Si hubieras muerto, nos habrías causado a tu madre y a mí, a toda la familia, un dolor inabarcable. Ante una muerte sin sentido, el honor se convierte en un concepto vacío —repuso y, recordando entonces a Virginia, continuó con voz muy baja—. Además, Virginia sin duda rechazaría un honor que solo trajera la muerte… En caso de que haya sobrevivido.
Ranuccio perdió la mirada en el vacío.
—¿Y el sacrificio?
Alessandro no entendió la pregunta de Ranuccio, pero la palabra «sacrificio» despertó en él un miedo largamente reprimido. ¿Acaso no había pensado tras su despedida del papa Clemente que el emperador Carlos pudiera nombrarlo Papa? De ser así, ¿tendría que sacrificar a su hijo?
Alessandro tragó saliva, pues la boca se le había secado repentinamente. Al mismo tiempo sintió que el sudor frío le empapaba la frente y que su corazón le latía desbocado para finalmente adoptar un ritmo lento y sordo como una marcha fúnebre.
—¿Has oído algo de que ella… no haya sobrevivido? —preguntó Alessandro con voz entrecortada.
—Ella vive —sollozó Ranuccio, pero no estuvo dispuesto a dar más explicaciones.
Tras una tranquila cabalgada de varias horas se aproximaron a Capodimonte. En un primer momento, mantuvieron el ritmo; las gallinas picoteaban por los caminos, un gallo cantaba orgulloso y, junto a un pequeño estanque, se revolcaban los cerdos, vigilados por niños sucios de pies descalzos. Entonces, apareció corriendo una campesina entre alusiones a todos los santos, le siguieron su marido y después incluso los niños; les cogieron de las manos para besárselas y todo el mundo hablaba a la vez. Alessandro solo entendió alusiones vagas: «protección del Señor», «milagro» y «el duque de Urbino».
Al parecer allí no se había producido ningún saqueo. Aliviado, bendijo a la familia de granjeros y Ranuccio prosiguió la marcha, de forma que no tardó en sobrepasar al trote la colina que dirigía al castillo. Constanza y Silvia salieron en seguida a recibirlo. La tuerta Rosella, seria e inamovible, permaneció en un segundo plano.
El joven saltó del caballo y se dejó abrazar por Constanza. Silvia también tomó en sus brazos a Ranuccio, apretó la cabeza de su hijo contra su pecho y concluyó el reencuentro con un mar de lágrimas.
Cuando finalmente se dirigió a Rosella para saludarla a ella también, la mujer le sonrió: era una sonrisa inédita desde hacía mucho tiempo, e instintivamente él le acarició la mejilla. Ella retomó bruscamente su habitual seriedad y en su ojo sano se pintó una repentina tristeza.
Había mucho que contar, el vino fluyó incesante. Alessandro volvía a disfrutar por primera vez desde hacía meses de pan fresco y queso especiado, leche jugosa y fresas con nata. A pesar de ofrecérsele un cordero, para festejar el reencuentro con un buen asado, Alessandro lo rechazó. Las ovejas eran los animales favoritos de su madre, al final de su vida habían sido casi sagradas para ella. Habría sido un sacrilegio sin piedad matar a alguna de ellas. Darse una comilona mientras la gente de Roma moría de hambre… ¡Inaceptable!
Ranuccio permaneció en silencio. Incluso ante las preguntas de Silvia se dedicó a contestar con monosílabos y Alessandro tuvo que ir rellenando los retazos de información con aquello con lo que estuviera al día. Constanza le habló de sus miedos y le contó que había sido ella quien había evitado la conquista y saqueo del castillo.
—Los imperiales casi estaban aquí, pero entonces llegaron los ejércitos de la Liga. Mamma y yo conseguimos enviar a los capitanes a Viterbo. También agasajamos a Francesco Maria con profusión y él se mostró como un agradecido gentiluomo.
Silvia no añadió más a la narración de su hija, solo informó de que se había retirado a la isola Bisentina para rezar junto a los sepulcros.
—Mañana iremos todos hasta allí para dar gracias al Señor —dijo Alessandro.
Entonces, quiso conocer más detalles acerca de la actuación del duque de Urbino.
—¿No os informó o al menos os sugirió el motivo por el cual no se presentó en Roma ni atacó a los imperiales?
Silvia miró al suelo y Constanza repitió lo dicho sin añadir más que vaguedades.
Cuando, ya por la noche, se dirigían a descansar, oyeron repentinamente ruidos y gritos en el portal. Tres jinetes se encontraban a las puertas y, tras mirar por la ventana, comprobaron que los dirigía Pierluigi. Cuando les permitieron el acceso al patio interior, casi se caen del caballo. Los tres jinetes resultaron estar muy maltrechos, apenas les quedaba ropa en el cuerpo y estaban cubiertos de sangre. El propio Pierluigi estaba fuera de sí:
—Esa chusma… ¡En nuestras propias tierras!
Rosella tardó un buen rato en lograr limpiar y vendar todas las heridas de los aparecidos y Pierluigi pudo saludar adecuadamente a su familia y narrarles, con una contención sorprendente pero aún llena de rabia que, tras la marcha de las tropas imperiales de Roma, había permanecido con una pequeña escolta en el palazzo Farnese.
—Pero aquello era demasiado fúnebre para mí. Por todas partes hay ratas cebadas, perros asalvajados, esqueletos descompuestos, enfermos de peste vagando por las calles en busca de ayuda, niños medio muertos de hambre que parecen que acaban de escapar de la tumba, mujeres harapientas y sucias con la mirada perdida mendigando pan. Además, grupos de hombres que se dedican a husmear buscando algo que robar que haya quedado escondido, que son capaces de meterse hasta en las cloacas, que son capaces de descuartizarte o destriparte mientras aún estás con vida si no les matas primero. No es un lugar agradable.
Se bebió su vaso y continuó:
—Entonces pensé en poner a resguardo mi soldada. Mi intención inicial fue dirigirme hacia Valentano y después a Santa Fiora, pero cuando oí que nuestro señor papá había dejado el castillo de Sant’Angelo decidí de inmediato reencontrarme con él y con Constanza y madre en Capodimonte. Quería ser un buen hijo y visitarlas. Lo que ocurrió a continuación fue lo siguiente: un grupo de campesinos y bandidos se interpuso en mi camino y me saqueó. Ocho de mis hombres han caído en el proceso, me han robado buena parte de los caballos y todo el dinero ha desaparecido: veinticinco mil ducados. No tenéis más que ver mi aspecto. Aunque mandé a algunos de esos hijos de puta al infierno, al final tuve que poner pies en polvorosa. Una cosa está clara: esto merece un escarmiento. Cuando los pille, los haré empalar —al final se había puesto en pie y corría por la habitación agitando los puños.
Ninguno quiso responderle, ni parecían compadecerlo, ni siquiera Silvia. Alessandro se contemplaba las uñas de los dedos. Los veinticinco mil ducados eran dinero producto del saqueo… Su hijo mayor y heredero, legitimado por el papa León, formaba parte de los hombres que habían arruinado a la reluciente, lujosa y brillante Roma. ¿Podría él, Alessandro Farnese, postularse siquiera como sucesor de Clemente con semejante hijo? ¿Qué alegría podía experimentar ante la gracia de que todos siguieran con vida, de que hubieran logrado mantener sus propiedades, si al mirar al futuro…?
Alessandro se volvió hacia su hijo menor, quien miraba hacia adelante con gesto avinagrado.
También Silvia y Constanza se dirigieron un mudo intercambio de miradas, en el que ni siquiera dirigían la vista a Pierluigi.
Él se colocó frente a ellos con los puños en las caderas.
—¿Quién creéis que se presentó ante mí en las últimas semanas para que lo protegiera y lo alimentara? —como nadie respondió, señaló con gesto exagerado a Ranuccio—. Este jovencito de aquí apareció, como de la nada, ante el palazzo, y pidió verme.
Pierluigi se interrumpió como si acabara de caer en la cuenta de algo y le dirigió una mirada escrutadora a Alessandro, quien de hecho escuchaba atentamente y miraba de refilón a Ranuccio con una pregunta pintada en los ojos.
—Una cosa es segura —prosiguió Pierluigi, tratando de demostrar su superioridad moral—: pertenezco a los pocos que han logrado salvar vidas. La banca de los Fugger también tuvo éxito en la materia, si bien ha hecho que le paguen a conciencia su misericordia y además se ha encargado de enviar el dinero de los capitanes lansquenetes hasta Alemania. A eso le llamo yo mentalidad comercial.
—¡Qué sabrás tú de eso, fanfarrón! —le espetó Ranuccio inesperadamente—. Vienes aquí pavoneándote cuando perteneces a la banda de asesinos del emperador, has cubierto de inmundicia el honor de tu familia por toda la eternidad, has saqueado y extorsionado…
—Exacto, soy condottiere del emperador, y he cumplido con mi cometido, también tú has luchado por dinero, solo que en el bando contrario. Además, cuando te vi luchando en el ponte Sisto, temí por ti, quise protegerte… Si no hubieras salido corriendo, los lansquenetes te hubieran hecho pedazos. Y todo por el honor de la familia, hermanito. No eres precisamente el mejor de los espadachines y definitivamente te falta fuerza. Esos lansquenetes tiene la energía de un oso, ¿acaso no has visto al gigantón que los acompaña? Un hombre como un árbol, sobresale una cabeza por encima de todos, un tipo estupendo…
Alessandro se dio cuenta cómo Ranuccio se tensaba peligrosamente.
Pierluigi siguió emocionándose con el gigantesco lansquenete y no se dejó intimidar:
—Si hubiera podido emborracharme alguna vez con él…
—¡Pierluigi, por favor! —tomó Silvia la palabra.
—Lo digo en serio. Tiene unos músculos de acero y un culo para…
—¡Pierluigi! —Silvia siseó fuera de sí—. ¡No queremos oírlo!
—Además, se llama Barth —dijo Ranuccio con voz tenue—, y nuestro Giovanni pesa sobre su conciencia, de aquella vez en Govérnolo, en el puente: fue él quien dirigió los cañones y nos alcanzó.
Apenas se extendió el nombre de Barth, seguido del diavolo, y cundió un silencio en el que hubiera podido escucharse a un fantasma pasearse por la habitación.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Pierluigi, mirándolo incrédulo, prácticamente atravesándolo con la mirada.
—Antes de caerme del caballo, lo reconocí. Me llevó un tiempo recordar su rostro, pero ahora lo sé con certeza. Fue quien provocó la muerte de Giovanni y estuvo a punto de acabar conmigo.
—¿Y por qué sabes su nombre? ¿Has estado con él en alguna tasca?
—Me salvó la vida durante la conquista de Roma, ante la banca de los Fugger, cuando tres españoles trataron de matarme…
—Eso son tonterías. La estancia en el castillo de Sant’Angelo ha debido descolocarte la cabeza… Probablemente lo has soñado todo y ahora quieres fanfarronear un rato. Primero te dispara y luego te salva… —Pierluigi le dedicó una risa forzada y realizó con el dedo círculos junto a su sien—. Deberías dejar que tu madre y tu hermana te cuiden hasta que recuperes el buen juicio. Yo siempre he dicho que no tenías madera de guerrero. Debías haberte metido a fraile.
—¡Pierluigi! —volvió a reprenderlo Silvia.
Alessandro no encontraba palabras. En aquel momento sentía un profundo desprecio por su hijo, casi lo odiaba.
Ranuccio se aferró con fuerza a la mesa y cogió un cuchillo posado encima.
Pierluigi lo vio y antes de que nadie pudiera decir o hacer nada, había desnudado su puñal y lo colocaba bajo el mentón de Ranuccio.