Capítulo 16
Roma, palazzo Farnese - Vaticano - 19 de mayo de 1517
Alessandro recibió la noticia mientras debatía con el cantero acerca del frontón alternativamente triangular y segmentado que Sangallo había planeado para el piano nobile. El secretario apareció, visiblemente agitado, y se apresuró, casi sin aliento, a susurrarle un mensaje al oído. De inmediato, Alessandro dejó al cantero y entró en el palazzo, donde se cruzó con Silvia y Constanza.
—¡Han atentado contra el Papa! —les gritó—. Nadie sabe si vivirá o morirá. La ciudad está conmocionada, la gente se arremolina en el borgo. ¡Debo ir al Vaticano de inmediato! —llamó a su ayuda de cámara para que le preparara la sotana, abrazó rápidamente a Silvia y apretó igualmente a Constanza contra él.
—El criminal debe proceder del círculo de cardenales…
—Nadie supondrá que has sido tú… Eres amigo de León…
Alessandro se pasó, nervioso, la mano por el pelo, agarró a Silvia y la arrastró escaleras arriba, dirigiéndose apresuradamente hacia el vestidor donde el ayuda de cámara le había colocado la sotana cardenalicia. Constanza los siguió.
—Esa maldita guerra de Urbino lo ha cambiado todo. Además, no sé qué habrá planeado nuestro vicecanciller.
—¿Qué quieres decir?
Alessandro dejó que le vistieran con la mozzetta, se puso la cruz de oro sobre el pecho, se colocó el gorro y el sombrero redondo y agitó nervioso la cabeza.
—Ahora no tengo tiempo de explicar nada, debo irme —le hizo una señal al ayuda de cámara y gritó—. ¡Al menos tres hombres, con las armas ocultas!
Le dio a Constanza un beso fugaz, abrazó de nuevo a Silvia y susurró, antes de salir apresuradamente por la puerta:
—Quizá las cosas se pongan serias.
—Ojalá nadie quiera tenderte una trampa —oyó que le decía Silvia.
Cuando Alessandro estaba ya en el patio montándose en el caballo, Pierluigi salió precipitadamente de la sala de guardia en dirección a la entrada, vestido con peto y armado con una espada corta, como si se preparara para una batalla.
—¡Te acompaño, padre! —gritó—. ¡Te guiaré y te protegeré!
El caballo se torció, nervioso. Alessandro no había contado en ningún momento con Pierluigi, que en los últimos meses se había entrenado sin descanso en todas las artes de la guerra, y se sentía muy orgulloso de las alabanzas de su instructor. A pesar de ello, Alessandro no quería tenerlo con él en circunstancias tan imprevisibles y peligrosas, esencialmente porque no confiaba en el temperamento de su hijo y no le creía capaz de mostrar la sensatez tan necesaria en aquellos momentos. Así pues, le ordenó:
—¡Tú te quedas aquí!
Cuando vio el rostro consternado, y al mismo tiempo refulgente de rabia, de su hijo, exclamó:
—Puede ser peligroso, y además, no se te permitirá entrar en el Vaticano, mucho menos armado.
—¡Pero yo quiero ayudarte! —gritó Pierluigi con una mueca desfigurada.
—¡Ahora no! Es demasiado peligroso. Mejor en otra ocasión. —Alessandro le hizo una seña a sus acompañantes y atravesaron el portón de salida.
La gente se arremolinaba ante el ponte Sisto, por lo que se avanzaba con gran esfuerzo. Todos parecían dirigirse hacia el borgo y el Vaticano, pero casi nadie parecía herido, y Alessandro no vio armas por ningún lado.
De pronto, sonó un grito, sin duda dirigido a él. «¡Farnese, Farnese!», bramaban algunos, otros incluso «¡Farnese, Papa!». Él les dirigió un gesto cesáreo, buscó la mirada de su secretario, quien sonrió con ironía.
—Demasiado pronto —le dijo, y el secretario asintió.
La marcha se aceleró precipitadamente en la via della Lungara, y algunos pensamientos inquietantes le pasaron por la mente. ¿Realmente habrían cometido un atentado contra León? ¿Quién estaría detrás? ¿Lo habrían envenenado o apuñalado?
Antes de la guerra de Urbino, León se había paseado ocasionalmente entre las masas sin preocupación, para dar apretones de manos, bendecir niños, repartir limosnas entre las madres, pero desde la expulsión de Francesco Maria, el año anterior, y el hasta ahora exitoso contraataque, la colorida vestimenta de la guardia suiza podía verse por doquier. Por supuesto, cualquier persona cercana a León estaba sujeta a soborno, y con suficiente oro era fácil convencer a alguien de que cometiera un asesinato.
Si bien era cierto que Alessandro había hablado a solas con Francesco Maria acerca de León, el antiguo duque no había mencionado ningún atentado, ni le había pedido su ayuda, sino que había guardado un silencio sepulcral. El que utilizara el dinero de Caprarola para pagar más soldados era algo que había dado por supuesto. ¿Habría empleado aquellos ingresos para financiar algún otro proyecto?
En cualquier caso, el papa León había despertado la antipatía de numerosos cardenales, no solo entre sus enemigos jurados, como el florentino Francesco Soderini, que lo era ya por tradición familiar. También el joven cardenal Alfonso Petrucci, de Siena, había pasado de ser su acólito a un opositor manifiesto, después de que León, tras su elección, no solo no le proporcionara todo el «botín» que le prometió antes de convertirse en Papa sino que, de hecho, incluso le cortara mediante reestructuraciones y nombramientos tácticos en Siena la fuente de su poder y de sus finanzas.
Mientras tanto, Alessandro había alcanzado con sus hombres la porta Santo Spirito, donde apenas se podía pasar. Los guardias se esforzaban por apartar a la gente o al menos por buscar armas. Uno de los guardias suizos reconoció a Alessandro y le hizo señas, pero la gente se colgó en racimos de su caballo, que piafó nervioso, relinchó y amenazó con ponerse a cocear. Finalmente, uno de sus guardaespaldas desmontó y guió al corcel de Alessandro y al suyo propio a través de la multitud, abriéndose paso lentamente hasta la puerta.
El cardenal apenas se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor. Sus pensamientos se dirigían exclusivamente a la cuestión de quién, aparte de él mismo, tendría opciones a suceder a León en caso de fallecer. ¿Su primo Giulio, quizás? Como vicecanciller prácticamente era quien tomaba las decisiones en la curia, y era él quien encontraba todo tipo de nuevas fuentes de ingresos, algo absolutamente necesario.
Entonces, una idea terrorífica asaltó a Alessandro. ¿Podría ser que Giulio de Medici hubiera sabido, por medio de espías, que Francesco Maria había visitado el palazzo Farnese? En ese caso, ¿no podría deducir que el cardenal Farnese había acogido al depuesto y excomulgado duque bajo su techo para maquinar algún plan…?
Giulio era, sin duda, un estratega astuto que ofrecía escasos talones de Aquiles. Vivía una vida sin tacha: sin relaciones conocidas con cortesanas, sin concubina, sin escandalosos despilfarros, sin tendencia a la gula, asistía regularmente a misa, medía sus palabras en los consistorios, se mostraba objetivo y neutral, y jamás realizaba ataques personales. Al mismo tiempo, resultaba impenetrable, pues mantenía bien oculto lo más importante para él: sus propios intereses.
Mientras tanto, Alessandro había logrado abrirse paso hasta la plaza de San Pedro, y se dirigía al palacio vaticano acompañado de su secretario. Numerosos prelados se apresuraban igualmente hacia allí, además de sus compañeros cardenales, todos con semblante serio y sin decir una palabra. La guardia suiza permanecía impotente repartida con sus largas alabardas y su capitán bramando órdenes sin sentido que nadie obedecía.
Finalmente, una vez alcanzada el aula regia, Alessandro no logró ver nada salvo algunos ropajes negros y otros iluminados por todos los colores de la Iglesia. El murmullo continuo, interrumpido ocasionalmente por gritos y chillidos, así como el aire pegajoso, hicieron que se detuviera, desorientado.
¡Pero había alguien vestido de blanco!
Con gran esfuerzo se abrió paso entre la muchedumbre, y de pronto se creó ante él un pasillo y se encontró de frente con León. El Papa parecía ileso, con el gorro ligeramente desplazado y algunos de los botones de su alba abrochados en los ojales equivocados. Estaba más pálido de lo que Alessandro le había visto nunca. Justo a su lado se encontraba su primo, y ante él, el cardenal Alfonso Petrucci. Éste gesticulaba con brazos y piernas, enrojecido de ira, y le gritaba a León de tal manera que se le escapaba la saliva:
—Tú, estafador, traidor, sinvergüenza, me has engañado durante años. Ésta es tu forma de darme las gracias por haberte votado. No has cumplido ni una sola de tus promesas, y ahora además quieres destituirme en Siena. Debí haberte cortado el cuello hace tiempo.
Cuando se detuvo para tomar aliento, el Papa gritó con voz imponente:
—¡Guardias! ¡Detenedlo! ¡Llevadlo a la prisión del castillo de Sant’Angelo!
Aquello era algo que, evidentemente, nadie esperaba, y por eso en un principio no ocurrió nada. León repitió la orden, el primo Giulio hizo una señal a un par de guardias estupefactos, que no sabían qué hacer con sus alabardas. Petrucci parecía estar a punto de lanzarse sobre el Papa, pero entonces, los hombres, finalmente, lo apresaron. León repitió una vez más su orden y se llevaron a rastras a Petrucci, entre un aluvión de maldiciones.
Todos los presentes permanecieron en un silencio horrorizado. Una alabarda apoyada en la pared cayó de pronto al suelo, y León se estremeció de miedo.
—Hermanos en el Señor —tomó la palabra el vicecanciller Giulio de Medici—, se ha podido evitar un atentado malicioso contra el Santo Padre por muy poco. El cardenal Alfonso Petrucci, el instigador, así como sus cómplices, consabidores y seguidores, ya han sido descubiertos y recibirán su castigo.
El silencio dio paso a un infierno de gritos, chillidos, preguntas, ojos torcidos, gestos nerviosos y manos unidas en posición orante, hasta que Giulio logró, tras largos intentos, establecer la paz y pedir un poco de atención. Con palabras sin adornos explicó cómo, mediante labores de vigilancia secreta a los sospechosos, la interceptación de cartas codificadas y algunos interrogatorios minuciosos, la verdad había salido a la luz.
El cardenal Petrucci había querido apuñalar personalmente a León durante la cacería, pero finalmente había renunciado a ese plan para elaborar un nuevo complot: un médico de buena reputación por toda Roma, pero sobornado por él, Battista da Vercelli, sería enviado al Vaticano, donde se ofrecería a tratar con un remedio muy especial las heridas abiertas del Santo Padre, y liberarlo así de todos los dolores. El Papa se mostró reacio a dejarse tratar por un médico extraño en tan delicado lugar, e hizo bien, pues Battista tenía el encargo de intoxicarlo con veneno y así enviarlo al más allá.
Una oleada de indignación recorrió a los prelados, y durante un instante Giulio tuvo que guardar silencio. Entonces, Alessandro preguntó en voz alta por los cómplices y seguidores, para asegurarse de no ser sospechoso. Giulio sonrió de forma indescifrable cuando oyó la pregunta:
—Por desgracia, hay cómplices y partidarios entre los aquí presentes. Todos recibirán su correspondiente castigo. Una investigación ya en marcha aclarará las circunstancias.
Un movimiento de la mano del Papa interrumpió a Giulio. León carraspeó, molesto, y comenzó, casi susurrando, a hablar, de forma que de inmediato se creó un profundo silencio entre sus oyentes:
—Amados hijos míos, quiero preguntaros quién puede ampararse tras el cardenal Petrucci, perdido de Dios. No quiero anticiparme a la investigación, pero numerosas pistas señalan al depuesto y excomulgado, pero aún poderoso militarmente Francesco Maria della Rovere. Encomiendo la dirección de la investigación… —hizo una significativa pausa, se esforzó por mirar a los ojos de todos los prelados a su alrededor, algo sumamente difícil dada su miopía. Giulio le susurró algo al oído, pero León lo ignoró— se la encomiendo a nuestro hermano en Cristo, de razón clara, al objetivo e incorruptible cardenal Alessandro Farnese.
Alessandro sintió que una losa le caía sobre el pecho, pero al mismo tiempo entendió que, de esta manera, los Medici le unían aún más a su política. Realizó una reverencia y le agradeció a León la confianza depositada en él. Iba a prometer actuar con estricta objetividad y examinar todos los indicios y declaraciones con neutralidad, cuando el ruido de la sala volvió a crecer, hasta el punto de que no logró oírse a sí mismo. Cuando quiso aproximarse para hablar brevemente con León en persona, el Papa ya había desaparecido, acompañado de su primo.