Capítulo 19

Roma, palazzo Farnese - julio de 1517

Para Constanza, las últimas semanas antes de la boda habían sido un infierno. Su padre apenas se había encontrado presente, y cuando lo había estado, aparecía ensimismado, o se encerraba en su estudio. Su madre lloraba con frecuencia. En una ocasión, sus progenitores habían discutido acaloradamente, a gritos, algo que ella no había presenciado nunca con anterioridad: a pesar de las puertas cerradas, se podían entender frases sueltas de uno o del otro. La madre había gritado: «¡Ya no me quieres!». El padre había respondido algo ininteligible, pero después Constanza le había oído chillar, herido: «Me engañaron, y por esa banda de embaucadores me estoy haciendo fuerte». Tras una larga pausa, se había entendido de nuevo al padre: «¡No queda otro remedio!». Y repitiendo sin cesar: «No cambia nada».

Entonces, los sollozos de su madre se habían reiniciado.

Al día siguiente, o al posterior, Constanza le había oído decir a Baldassare Molosso que el papa León había nombrado treinta y un nuevos cardenales. En Roma, todo el mundo se asombraba ante este proceder nunca visto y en el Pasquino, cercano a la piazza Navona, se podía leer:

Cae primero una cabeza,

y después caen los ducados,

el león entra en la olla

y el primo huele el guisado.

Aunque Constanza no logró entender el sentido de ese cuarteto, Baldassare no quiso explicárselo. Entonces, preguntó si la guerra contra Francesco Maria della Rovere no terminaría nunca. Baldassare señaló que no podía leer la mente del Santo Padre, ni de su no tan santo primo.

Por la tarde, su madre la llamó a ella, así como a Pierluigi y Ranuccio, y les explicó que justo antes de la boda de Constanza, en dos semanas, se mudaría con Rosella a la casa contigua, que antaño había pertenecido a la tía Giulia. Era algo indispensable, pues un concubinato abierto podía frenar la posible elección de su padre como Papa, y aquélla era la meta principal de la familia, que se anteponía a cualquier otra cosa.

—Naturalmente, esto no cambia nada. Podéis venir a verme siempre que queráis. Lamentablemente no podré estar presente en tu boda, Constanza, pues el Santo Padre ha dado a entender que es probable que aparezca.

Pierluigi miraba con obstinación al suelo, Ranuccio comenzó a llorar en silencio, y Constanza no sabía si gritar de rabia o sucumbir a un ataque de histeria. La tensión hizo que sus fuerzas la abandonaran: pensar en la boda, precisamente en aquel momento en que se encontraba repentinamente sola rodeada de mucha gente, le hacía considerar el comportamiento de su padre como una forma de traición despreciable. Se desmayó.

Cuando se despertó, su padre y su madre estaban agachados junto a su cama, cogiéndole la mano, llorando ambos.

Pero de nada sirvió: la madre ordenó a una miríada de criadas que llenaran sus arcones; después, los mozos los sacaron de la casa, los cargaron en carretillas de grandes ruedas, desmontaron la cama, y pronto ella ya no estaba allí. El padre cedió a Constanza la habitación de su madre para que la joven pudiera tener más espacio.

Al principio, la había rechazado. Sin embargo, cambió de opinión cuando el padre le asignó a Bianca como doncella personal y dejó que Ranuccio recibiera cuidado exclusivamente masculino. La primera noche en su nuevo cuarto, no obstante, durmió muy mal, y comenzó a visitar regularmente a su madre. Se sentía como una extraña en el palazzo Farnese: en el exterior, los albañiles y obreros trabajaban armando un fuerte estrépito; el calor del sol resultaba sofocante; su padre casi nunca estaba.

Lo peor de todo era el comportamiento de Pierluigi. Nadie parecía ser capaz de controlarlo.

En una ocasión, por ejemplo, pudo observar cómo se apoyaba sobre la barandilla de su ventana, cargaba una flecha en un arco con el que solía disparar a los pájaros y, con toda tranquilidad, apuntaba a un carpintero. Éste no oyó el grito de advertencia de la muchacha, la flecha silbó, y no acertó en la pantorrilla del carpintero por muy poco. Cuando Constanza le gritó a Pierluigi que debía hacer el favor de abandonar aquellas peligrosas insensateces, él le respondió mostrándole el dedo índice y chillando: «¡La próxima vez, te dispararé a ti!». Entonces, había desaparecido por la ventana.

Ese tipo de actuaciones llenaban las horas muertas de Pierluigi, y tampoco Baldassare lograba domesticarlo, como el profesor se encargaba de informar, siempre entre suspiros. Ya tenía catorce años de edad, una voz profunda, algún pelo aislado le brotaba en la barbilla y las mejillas, y una oscura pelusa decoraba su labio superior. En los últimos años se había entrenado sin descanso en todas las modalidades de armamento posible: luchaba, cabalgaba con lanza, e incluso manejaba el hacha de batalla. Además corría, levantaba pesadas piedras y luchaba contra otros jóvenes de la nobleza romana de Campo Marzo. Rara vez se cruzaba con Constanza sin propinarle algún empujón o tirarle del pelo, y a Ranuccio le ponía la zancadilla o lo arrojaba al suelo de cualquier forma malintencionada que se le ocurriera. Su hermano pequeño no lloraba nunca, ni siquiera cuando le hacía daño de verdad, y ni una sola vez acudía a su padre.

Incluso hacía un par de días, Constanza se había escondido detrás de una puerta para observar cómo Pierluigi intentaba empujar a Ranuccio bajo el agua mientras tomaba un baño, a lo cual el pequeño se había escurrido y había siseado: «No me cogerás de pequeño como a Paolo».

Pierluigi lo soltó, dio muestras de reflexionar un momento y después gritó:

—¡Tú lo provocaste!

—Yo no hice nada, fuiste tú quien le pegaste con un atizador en la cabeza. Bianca me lo ha contado.

—¡Eso es una maldita mentira! —gritó Pierluigi—. Si vuelves a decirlo una sola vez, te pegaré a ti con el atizador.

Ranuccio, entonces, se limitó a reír y a hacerle burla. Pierluigi gritó, fuera de sí y se precipitó sobre Ranuccio, pero éste había saltado fuera de la tina, lo había esquivado y aprovechaba que su cuerpo mojado estaba resbaladizo para escapar. Pierluigi lo siguió, lo atrapó finalmente en una esquina, y lo arrastró al suelo, haciendo que Ranuccio cayera boca abajo. Pierluigi se arrodilló sobre los muslos del pequeño y le tapó la boca con la mano.

Constanza iba a intervenir y a apartar a Pierluigi del pequeño cuando contempló cómo el mayor se abría el jubón, extraía su miembro viril y se arrojaba sobre Ranuccio, que se retorcía como un animal acosado. Horrorizada, la muchacha dio un respingo y estuvo a punto de caer. Apenas entendía lo que estaba a punto de ocurrir, pero sabía que era algo malo, prohibido. Retrocedió algunos pasos hacia la puerta, se irguió y gritó:

—Ranuccio, ¿sigues en el baño?

Oyó unos ruidos ahogados, y después numerosos chasquidos, el sonido de golpes sobre piel húmeda.

—Voy a entrar —avisó ella, pero esperó aún unos instantes. Un fuerte chapoteo delató que Pierluigi debía haber echado a su hermano de nuevo en la tina.

Cuando finalmente entró en el baño, Ranuccio se encontraba tendido en el agua, enrojecido y sin aliento, y Pierluigi se echó hacia ella sonriendo con malicia, pero no sin dejar de tirarle del pelo.

—¡Cerdo! —le gritó Ranuccio, con lágrimas en los ojos.

Pierluigi se volvió y le amenazó con el puño.

—Sucio mentiroso. Algún día te cerraré esa bocaza a golpes.

Y con esto, desapareció.

Constanza secó al balbuceante y lloroso Ranuccio. Bianca, quien en realidad era responsable de bañar a Ranuccio, había desaparecido, probablemente para que algún muchacho le levantara la falda en alguna esquina oscura del palazzo, tal y como Constanza había visto en una ocasión, provocándole desde entonces extraños sueños.

A partir de aquel día, Pierluigi no había desaprovechado ninguna oportunidad para enfadar y torturar a Ranuccio. Insultaba diariamente a su hermano llamándolo «enano ridículo» y «estúpido prelado castrado». Constanza había aparecido en una ocasión en que estaba dirigiéndose a Ranuccio como «rata de iglesia» y «cerdo comeprebendas», golpeándole hasta que le sangraba la nariz, mientras Ranuccio se lanzaba contra él, enfurecido. En contra de su costumbre, el benjamín no dejó que Pierluigi se saliera con la suya, y le gritó que nunca entraría al servicio de la Iglesia, sino que sería condottiere como el abuelo Farnese.

—Entonces, sabrás lo que es bueno.

Pierluigi lo separó de él y le espetó:

—El abuelo se llamaba Pierluigi, ¡como yo!

—¡Y el bisabuelo se llamaba Ranuccio!

—Aquí tienes tu Ranuccio —exclamó Pierluigi, propinándole un bofetón en su ya sanguinolenta cara.

Entonces, Constanza opinó que ya era el momento de intervenir, se colocó junto a Ranuccio en ademán protector y recibió un tortazo por ello. Sin embargo, ni siquiera entre los dos tenían ninguna oportunidad contra Pierluigi. Éste cayó de nuevo sobre Ranuccio, que aún sangraba por la nariz, lo agarró en una llave y lo tiró al suelo, para posteriormente posarse de rodillas sobre el antebrazo del pequeño, hasta que éste gritó de dolor.

Constanza gritó pidiendo ayuda mientras le propinaba tal empujón a Pierluigi que cayó a un lado, liberando así a Ranuccio, quien aprovechó la oportunidad para saltar y salir corriendo.

Ella no huyó. En aquel momento, a dos semanas de la boda, todo le daba igual. Quizá si Pierluigi le dejaba un ojo morado no tuviera que casarse. Quizá su padre le permitiera quedarse con su madre. Hasta aquel momento, había renunciado de inmediato a cualquier deseo de ese tipo.

Pierluigi levantó la mano como si fuera a propinarle otro bofetón, pero se contuvo, y en su lugar la abrazó con bastedad y la besó, húmedo y obsceno, en la boca. Aquello era mucho peor que un golpe. La joven estuvo a punto de vomitar, y gritó de nuevo pidiendo ayuda.

Entonces, aparecieron numerosos criados que intentaron sujetar a Pierluigi. Al principio, quiso defenderse, o incluso atacar a aquellos hombres, pero cuando se dio cuenta de que no tenía nada que hacer ante su superioridad numérica, se zafó en tono conciliador y señaló que no le iba a hacer nada a su hermana.

Entonces, los envió fuera de la habitación, orden que los criados cumplieron, pero sin convicción.

—Solo quería mostrarte cómo se besa. Tu Bosio Sforza, por lo que he oído, es un alfeñique inútil, un Sforza de poca monta, de una aldea de gallinas llamada Santa Fiora, que sin duda no sabrá ni qué hacer cuando te monte la noche de bodas. ¿Acaso sabes tú cómo funciona? ¿Tengo que mostrártelo?

—¡No me toques! —le gritó, pero Pierluigi se abalanzó sobre ella como un relámpago, le tapó la boca, la inmovilizó con la mano derecha y la apretó contra sí.

Ella trató de darle una patada, pero la esquivó riendo, y le apretó dolorosamente el pecho. Lucharon, jadeando, pero él no aflojó la presa hasta que la joven, llorando de rabia, se quedó sin fuerzas.

Finalmente, la empujó para que cayera de rodillas, y él se colocó, sobre ella, tras ella. Constanza sentía su aliento caliente en la nuca.

—Así es como se os tiene que agarrar a las mujeres —le espetó—. Así es como más os gusta.

Constanza intentó morderle la mano, pero tampoco lo consiguió.

—Me ocuparé de esa vaca estúpida de Girolama de la misma manera la noche de bodas, y te prometo que la ensartaré, ella gritará «¡Aleluya!», y nueve meses después me dará un niño, porque para eso estáis las mujeres… —le graznó sus sucias palabras en la oreja, y después intentó tocarla entre las piernas.

En ese momento, él se soltó con un grito de dolor, y su peso desapareció. Una sombra había caído sobre ella. Se arrastró a un lado para ponerse a salvo, y vio cómo su padre había apartado a Pierluigi tirándolo del pelo y con una rabia insólita le golpeaba alternativamente ambos lados de la cara, que Pierluigi se tambaleaba hacia atrás y se veía obligado a apoyarse en la pared para no caerse al suelo. Durante un segundo, ella temió que se abalanzara sobre su padre, pero parecía haber perdido el ansia asesina, y tras otro golpe, escapó encogido.

Mientras tanto, el secretario del padre y numerosos mozos habían entrado apresuradamente en la estancia. Incluso Baldassare se encontraba en la puerta, con Ranuccio. Todos quisieron agarrar a Pierluigi, quien no obstante propinó un puñetazo a uno de ellos en pleno estómago, dejándole en el suelo, mientras que a otro le dedicaba una patada en la espinilla, para finalmente apartar a Ranuccio a un lado y desaparecer por la puerta.

El padre gritó a los hombres:

—¡No dejéis que salga de casa! ¡Dadle diez latigazos y encerradlo a pan y agua hasta la boda!

Después, la llevó con palabras dulces hasta el estudio y cerró la puerta tras ellos. Constanza se sentía sin fuerzas, le temblaba todo el cuerpo y rompía en continuos sollozos. No lograba calmarse, solo repetía una y otra vez:

—¡No me quiero casar! ¡Quiero a mi mamma!

Sin embargo, su padre no le permitió salir de la habitación. La sostuvo en sus brazos durante un rato, después la sentó en su propia silla, se apoyó en la pared y la miró con tristeza. Se limitó a callar, sin siquiera consolarla, solo mirarla.

Cuando finalmente logró dominarse, él le tendió un pañuelo para que pudiera secarse las lágrimas. Aún se le escaparon algunos sollozos, pero al fin su padre se inclinó sobre ella y apoyó la cabeza de la muchacha sobre su sotana en gesto protector.

—¿Por qué? —se limitó a susurrar ella.

—No sé lo que le ha ocurrido a Pierluigi en los últimos tiempos…

Mamma

—Sí, lo sé, desde que vuestra madre se mudó… A mí también me duele. Algún día entenderás por qué he tenido que heriros y desilusionaros tanto a vuestra madre y a todos vosotros…

—Pierluigi me da miedo —sollozó ella.

—Ten cuidado de no quedarte nunca a solas con él, y presta atención a Ranuccio: no debe acabar como Paolo —la voz de su padre se había vuelto quebradiza, y parecía a punto de fallarle en cualquier momento—. Pierluigi estuvo a punto de costarle la vida a tu madre al nacer, y tuvimos que enviar a Tiberio, tu hermanastro, al convento, porque Pierluigi no lo dejaba tranquilo.

Siguieron abrazados durante largo rato. Después, él le permitió permanecer en casa de su madre hasta la boda.

La hija del Papa
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