Capítulo 33
Roma, Campo de Fiori - 26 de diciembre de 1521
Ranuccio ignoraba cuándo había empezado exactamente su enamoramiento. Un día, había seguido a Baldassare cuando éste había abandonado el palazzo Farnese y se había dirigido a Campo de Fiori, para parlotear un rato con la gente, como había afirmado, y después entrar en la casa de donna Maddalena Romana, donde impartía a su pupila Virginia lecciones de poesía, así como de filosofía, «el arte del amor y el amor por el conocimiento», como a él le gustaba señalar.
Baldassare había dudado sobre si permitir la entrada a Ranuccio a la casa de la cortesana. El muchacho le rogó insistentemente y con toda la zalamería de la que fue capaz hasta que finalmente le dio su permiso para acompañarlo.
—Bien —exclamó finalmente Baldassare, no sin antes alisarse la ropa sobre la barriga—, como maestro comprensivo y abierto a todos los seres humanos, por esta vez no pediré su consentimiento al pater familias, y cumpliré tu deseo, querido Ranuccio, siempre y cuando tus labios se mantengan sellados. Tu visita a una casa de cortesana deberá ser nuestro secreto.
Ranuccio se lo prometió, y esa misma tarde cumplieron el pacto. El muchacho saludó a Maddalena con gran cortesía, y vio a Virginia de cerca por primera vez. En la basílica de San Pedro, durante la boda de Constanza, había podido echarle un breve vistazo y aquella imagen había permanecido imborrable en su memoria. Lo cierto era que, así pensado, sus miradas se habían cruzado ya en la basílica, y habían permanecido unidas largo rato. En aquel momento se dio cuenta por primera vez. Aquel instante de la boda no había abandonado su recuerdo.
En los últimos años, en Ranuccio se habían manifestado necesidades que, sobre todo por las noches y las mañanas, resultaban evidentes. Su virilidad le empujaba hacia el sexo femenino. Se quedaba mirando todos los escotes y se colaba a hurtadillas por los oscuros callejones del barrio para espiar en los patios traseros cualquier irregularidad. Las muchachas apostadas se le acercaban, pero cuando el tema se volvía serio, él se echaba para atrás.
Un día, estuvo a punto de conseguir llevarse a la cama a Bianca. Había dormido demasiado y ella quiso despertarlo porque el profesor de equitación le esperaba. Su virilidad se mostraba en un ánimo extremadamente firme y prieto. Como siempre, Bianca tarareaba mientras le arrancaba la manta del cuerpo, y entonces se dio cuenta, se aseguró mediante una mirada curiosa y después se rió a carcajadas, como si quisiera burlarse de él. Entonces, la había agarrado, había intentado besarla y subirle la falda por encima de los muslos para penetrarla con explosivo poderío.
Pero no lo había conseguido.
Desde entonces, Bianca había dejado de despertarlo por las mañanas.
Sus pensamientos, no obstante, giraban en torno a Bianca, a sus muslos prietos y sus pechos redondeados, pero su fantasía abarcaba también a otras doncellas y terminaba finalmente en Maddalena y en sus artes. Cuanto más lo espoleaba Pierluigi con su «inocencia», más intensa se volvía su necesidad.
Cuando saludó a Maddalena en su primera visita, en compañía de Baldassare, jugó a ser el contenido joven gentiluomo, pero sus vergüenzas le latían como un tambor.
Por suerte, se dirigieron rápidamente al pequeño estudio de Virginia, donde Baldassare se dedicó a explicar con profusión los fundamentos de los dáctilos, yambos y troqueos, acompañándolos de ejemplos en latín, pues iba a hablar de los sonetos de Petrarca y alabó a Virginia por ser capaz de escribir ya versos auténticamente petrarquianos.
Ranuccio se sentó a un lado, en silencio, soportó las explicaciones de Baldassare y contempló a Virginia. Finalmente, capturó una mirada de sus oscuros ojos. Observó sus dedos, al sostener la pluma. Siguió la delicada línea de su nuca y la perdió en su pelo casi negro. Buscó las ondulaciones de su pecho, ocultas bajo capas innecesarias de ropa.
Cuando Baldassare le regañó por no estarle prestando atención, tartamudeó y obligó al sudoroso maestro a repetir su lección sobre los dáctilos y la cadencia de hexámetro adoníus.
—Tá-tata-tá-ta, o ton Adónin —berreó una vez más—. Ahora, mis niños, recordad cómo empieza la gran epopeya romana de Virgilio, «árma virúmque canó, Troiáe qui prímus ab óris». Ese canto tan sensorial, esa corriente rítmica… Cada verso termina en un adonius, al contrario que el pentámetro del dístico que, como sabéis, es la métrica utilizada en las elegías, incluidas las elegías amorosas de las que hablaremos más tarde. Si no queremos perdernos en el Ars amatoria de Ovidio, ¡primero hay que dominar los hexámetros!
Ranuccio había dejado que el torrente de palabras de Baldassare cayera sobre él, había garabateado algo en el papel entre suspiros, y se había dado cuenta de que se estaba enamorando de Virginia.
El enamoramiento fue creciendo en las siguientes visitas. Baldassare declamaba, Virginia leía entrecortadamente hexámetros de Virgilio, y él la observaba, enamorado.
En el día de San Esteban, la víspera del cónclave, Ranuccio había visitado a su madre en la via Giulia junto al resto de la familia. Por la tarde habían regresado al palazzo sin el padre, y Constanza debía ocuparse de los niños. Pierluigi había quedado con su amigo Giovanni de Medici, il Diavolo, para ir a festejar por ahí. Cuando Giovanni apareció para buscar a Pierluigi, Ranuccio le había propinado un golpecito amistoso en el hombro y le había pedido poder acompañarlos. Pierluigi no había tenido nada que objetar.
En la primera taberna del Campo de Fiori, Pierluigi, entre risas, le susurró algo al oído a Giovanni que bien parecía un chiste, mientras que éste escuchaba encantando. Poco después, Giovanni desapareció unos momentos, mientras Pierluigi comenzaba a hablar con un peregrino francés, joven, de hermosas formas y ricamente vestido, quien se dedicaba a propagar densas caídas de párpados y laboriosas sonrisas. Una joven prostituta se sentó junto a Ranuccio, hizo que le sirvieran un vaso de vino, se colgó de su brazo, dejó que la mano se le colara inadvertidamente bajo el jubón y soltó una estrepitosa carcajada. Aquella risa le resultó desagradable; la mano, extraordinariamente molesta; los dientes, torcidos, y no olía precisamente a rosas. Sin embargo, su virilidad reaccionó de forma muy diferente, lo que dio pie a la incómoda muchacha a aproximarse aún más a él.
Por suerte, Giovanni lo rescató: apareció atropelladamente por la puerta, les hizo señas agitadas y pagó la cuenta. El peregrino le susurró algo al oído a Pierluigi y giró la cabeza hacia arriba, donde se encontraban las habitaciones. Pierluigi asintió. Giovanni, entretanto, había llegado hasta la mesa y había apartado a la enojada prostituta del lado de Ranuccio, pero tras agarrarla de los senos y colarle un par de monedas por el escote, ella le había respondido con un amistoso beso. Poco después, se encontraban en Campo de Fiori, frente a la casa de Maddalena.
Ranuccio se había dejado llevar hasta allí muy inseguro.
La madre y la hija les dieron la bienvenida en el recibidor. Ranuccio empezó a arder, lo que por suerte, gracias a la tenue luz de las velas, no resultaba visible para nadie. Maddalena, que habitualmente lo saludaba con un tono maternal y cordial, en aquella ocasión lo recibió con aire escéptico, casi hostil, haciéndole sentirse aún más turbado, y entonces envió a Virginia a por vino a la bodega.
Apenas había abandonado la joven la habitación, Maddalena se volvió hacia Giovanni:
—Hoy no va a suceder nada con Virginia, por si habíais planeado algo al respecto. Aún no se ha desarrollado del todo y quizá me proponga hacer algo distinto de ella. Podéis dejarme a Ranuccio a mí.
Pierluigi dio muestras de comprensión, pero Giovanni preguntó con una sonrisa encantadora:
—¿Y yo, hermosa entre las mujeres, podré quizá observar vuestras actividades y animaros mientras tanto?
—Uno de los dos tendrá que renunciar —exclamó Maddalena con aspereza, mirando a Ranuccio.
—Pero estamos aquí por su culpa… Y por supuesto también por la mía. —Giovanni se había aproximado a Maddalena y la atraía hacia él con sus fuertes brazos.
Ella quiso zafarse, pero él no se lo permitió.
Ranuccio tenía frío y calor al mismo tiempo: en el fondo, estaba de acuerdo con el cariz que estaban tomando las cosas. Experimentaba algo muy cercano al miedo, y quería dejar transcurrir algo más de tiempo antes de que ocurriera, antes de perder finalmente la inocencia.
Giovanni apretó aún más fuerte a Maddalena.
—Entonces, que sea uno detrás del otro —exclamó él, besando con fiereza los senos de Maddalena hasta el punto de dejarlos enrojecidos, y como ella seguía haciéndose de rogar, pasó la mano izquierda por debajo de su ondeante falda, alzó a pulso a la mujer y se la llevó en brazos atravesando los pesados cortinajes de brocados hasta el dormitorio.
Pierluigi miró a Ranuccio con una sonrisa irónica, torció la boca hacia abajo con aprobación y realizó un gesto obsceno.
Virginia tardó un tiempo asombrosamente largo en reaparecer con la jarra de vino, y cuando lo hizo, se había maquillado y cambiado de ropa. De las cercanías llegaban sonidos que no se correspondían ni con el tañer de un laúd ni con la declamación de un soneto. Pierluigi se levantó de un salto, afirmó que tenía un compromiso que no podía rechazar, pero que regresaría después de un tiempo prudencial, y pidió que por favor le esperaran, antes de desaparecer.
Ranuccio se sentó junto a la silla, Virginia le sirvió un vaso de vino, le tendió una bandeja con dulces en la que estaba representado un fauno introduciendo su tensa y enorme estaca entre los muslos de una ninfa, enrojeció, y bajó y alzó alternativamente los ojos. Él la miró directamente a las pupilas y ella le permitió hundirse en aquella oscuridad misteriosa y surcada de puntos de luz reflejados de las velas.
Lentamente, ella se sentó junto a él en un taburete y permanecieron así durante largo rato, sin decirse una palabra.
Tras ellos, la batalla amorosa estaba en pleno auge.
También a Virginia parecía molestarla aquella impúdica actividad, así pues se levantó, le tomó de la mano y le llevó hasta una habitación más grande, en la que el fuego tintineaba en una gran chimenea. Se sentaron al calor, sin soltarse la mano. Él quiso besarla, pero no se atrevió, así que se conformó con besarle los dedos.
—Tu madre vendrá pronto a buscarnos —susurró él—. Ella no quiere que nosotros… No quiere que tú te…
—Todavía tardará un rato en venir. Ya me lo conozco bien. Al principio ella siempre quiere acabar rápido, pero con algunos hombres no busca solo una lucha en la cama.
Ranuccio se dio cuenta de que ella pretendía sonar fría y experimentada, pero al mismo tiempo delataba inseguridad y miedo.
Los dos callaron unos instantes y miraron hacia el fuego.
Finalmente, Ranuccio empezó a lamentar tener que tomar la carrera eclesiástica, como lo había hecho su padre hacía muchos años, cuando en realidad él preferiría ser condottiere.
—Él ni siquiera es particularmente creyente. No, en realidad no cree en absoluto —y tras unos instantes, añadió—: ¡Yo odio a la Iglesia!
Entonces, comenzó a hablarle de la juventud de su padre. Baldassare le había contado algunas de las aventuras paternas, al principio brevemente, después, se había ido emocionando al narrarle sus salvajes años en Florencia, como si hubiera sido él mismo quien los hubiera vivido.
Como Virginia bajó la mirada, le preguntó por su padre.
Ella enrojeció y ya no se atrevió a mirarlo, lo que hizo que él se aterrorizara. Debía haber cometido algún error, pues Virginia le había apartado la mano. Sus ojos incluso se estremecían, muy despacio, como él pudo comprobar invadido por la culpa.
Como no tenía nada más que decir, tomó la barbilla de la muchacha entre las manos, le alzó el rostro y le besó los ojos húmedos. Con un suspiro cargado de sollozos ella lo abrazó, apretándole la cabeza contra su pecho. A través de toda aquella tela, y de la blandura que había tras ella, sintió el latido de un corazón.
Entonces, ya no pudo soportarlo más. Hubiera querido tomarle de la mano, haber bailado con ella por la calle, haber atravesado juntos porta Faliminia o porta Paolo o cualquier otro lugar, con tal de estar solos y que nadie los detuviera. Se levantó de un salto, se despidió de golpe y salió corriendo. En Campo se cruzó con su hermano quien, visiblemente satisfecho, le preguntó:
—¿Qué? ¿Ya ha pasado todo?
—¡Ya ha pasado todo! —respondió, y siguió corriendo.
—¿Pero a dónde vas tan rápido? ¡Espéranos! —se le oyó decir a Pierluigi.
Sin embargo, él continuó. Quería irse, estar solo, quería bailar completamente solo aquella noche larga, vacía y fría.
Definitivamente, estaba enamorado.