Capítulo 73
Roma, Vaticano, aula regia - principios de mayo de 1527
¿Por qué el de Urbino no aparecía y atacaba a Borbón por la retaguardia? Era la pregunta que el papa Clemente se formulaba una y otra vez mientras aceleraba el paso en dirección al aula regia para comentar la situación con sus principales consejeros y capitanes de las milicias locales y papales. Hacía ya mucho tiempo que el duque debía haber dado alcance y aniquilado a los harapientos imperiales.
La situación lo inquietaba y agotaba cada vez más. Las interminables negociaciones con los embajadores españoles en torno al «rescate» de la ciudad de Roma, como el Borbón había dado en llamar a sus exigencias, la insistencia de Gibertis, la obstinación del escandaloso y agitado Schönberg, la aportación y consejos de los mensajeros, las sugerencias de los cardenales, las amenazas de todos los frentes, por no olvidar las arcas vacías y la negativa de los más acaudalados de Roma a contribuir en la solución a las calamidades financieras: todo se había conjugado para destrozarle los nervios y dejarle sin dormir noches enteras. Solo le quedaba pensar en que Domenico Massimo, una de las grandes fortunas de la ciudad, tras el último llamamiento había otorgado cientos de ducados… Si todos los romanos hicieran lo mismo…
Sin embargo, el populacho no aportaba nada. En lo concerniente a robar a sus vecinos, engañar a los artesanos y clamar pidiendo pan y circo, no se les caían los anillos, sin embargo cuando se les pedía que ayudaran con azadas, paletas y palas a reforzar los muros de la ciudad, que establecieran guardias y, de ser necesario, que defendieran la ciudad espada en mano, entonces se deshacían en pretextos. Él no podía salvar la ciudad solo con un par de hombres por osados, valientes y dispuestos para la acción que pudieran ser… No si el duque de Urbino no aparecía pronto y ponía un final sangriento a los espectros imperiales.
El papa Clemente ascendió rápidamente por la scala del Mareciallo, tal y como correspondía a su dignidad, y su corte apenas podía seguirlo con sus largas sotanas. Algo que no era de sorprender, teniendo en cuenta que tenían que transportar con ellos sus grasientas barrigas y expirar sus alientos avinagrados. Para cumplir con sus urgentes cometidos en Roma les faltaba el aire, no así para huir con el Papa a Nápoles. Evidentemente había rechazado ese cobarde plan. ¿Debía ofrecerse como prisionero a los españoles de Nápoles? ¿Debía abandonar a su suerte, junto con incontables familias, la ciudad eterna, la cátedra de San Pedro, la santa madre Iglesia? ¿Dejarla desprotegida y a merced de los luteranos?
Una vez llegado a los escalones superiores, el papa Clemente se permitió tomar aliento por primera vez justo antes de entrar con pasos firmes en el aula regia, donde ya se le esperaba.
En primer lugar saludó a Renzo da Ceri, abrazó someramente a Alessandro Farnese y también a su viejo compañero de fatigas, Lorenzo Pucci, y saludó con la mano a los jóvenes pero experimentados soldados, a los capitanes de la Iglesia ya dispuestos para proteger la ciudad aun a costa de sus vidas, y entre ellos el bravo Ranuccio Farnese, quien ya se había enfrentado al enemigo y lo había combatido con fiereza. Hombres así era lo que necesitaba Roma: leales y osados hasta la muerte. Alessandro, su padre, podía sentirse orgulloso de él. El que el hermano mayor de Ranuccio, Pierluigi, sirviera al emperador y probablemente se encontrara con sus regimientos italianos en algún lugar al norte de Roma era, no obstante, algo vergonzoso, y merecía la pena de excomunión, la anathema. Pero, ¿acaso era de extrañar? Nunca había esperado mucho de ese Pierluigi. Ya el hecho de que ese traidor mostrara inclinaciones sodomitas lo hacía digno de sospecha.
Lamentablemente, tal y como el propio Clemente debía admitir, uno no podía elegir a sus hijos. Incluso su propio retoño, Alessandro, fruto de una esclava negra que lo había arrullado de forma tan seductora que había sufrido un momento de debilidad, no le daba más preocupaciones: su deseo carnal se había despertado muy joven y no parecía tener freno, sus arrebatos de cólera, sus mentiras maliciosas, su sadismo… No eran cosas que aportaran mucha felicidad a un padre. ¡Si al menos fuera inteligente y diestro en las relaciones sociales! ¡Si al menos hubiera heredado ese rasgo de su padre!
Además había que añadirle el hecho de que Florencia había vuelto a expulsar a los Medici y sus partidarios para proclamarse república y él, el papa Clemente VII, de la casa Medici, no podía enviar fuerzas armadas para restaurar los derechos de su familia porque se aproximaba a Roma un ejército enemigo de unos cuarenta mil hombres, la mitad de ellos bandidos, aventureros, bribones sedientos de oro a quien Dios debería enviar a las profundidades del infierno con un rayo justiciero.
Mientras el papa Clemente repartía de forma mecánica apretones de manos, deseaba fervientemente la presencia y la ayuda de Dios y realizaba reverencias, hizo desvanecer los miedos que lo habían atenazado durante una noche tras otra y posó todas sus obstinadas esperanzas en una idea: que los muros de Roma jamás serían superados por un ejército carente de escaleras y cañones.
Después de que el papa Clemente hubiera saludado a todos los cardenales y delegados, a los restantes capitanes, al governatore de la ciudad y a los representantes de los distritos de la ciudad, les pidió que se le unieran en la oración:
—Alabado sea el Señor, mi Dios, que ejercita mis manos en la lucha y mis puños en la victoria —dijo, en voz más alta de lo habitual, y cerró los ojos—. Tú, mi refugio, mi liberación, mi lugar seguro en el que construyo, quien pone los pueblos a mis pies, oh, Señor, inclina los cielos, desciende, apacigua a las montañas que humean, haz crepitar tus relámpagos y destruye a los orgullosos, lanza tus flechas y extermina a los intrusos y a los enemigos de la santa madre Iglesia. Gloria Patri, amén.
Le siguió un «amén» conjunto y Renzo da Ceri, que antes del rezo había estado conversando con vehemencia con Alessandro Farnese, exclamó con voz amortiguada:
—Santo Padre, las milicias romanas están preparadas para desatar toda la furia del infierno si el Borbón osa aproximarse a la ciudad santa con sus tropas infernales. Roma está a salvo —se volvió a todos los presentes con grandes aspavientos—. La espada de Roma está afilada como la del arcángel San Miguel, que nos indicará el camino. Yo, que ya he vencido abrumadoramente al Borbón en Marsella, lo enviaré de nuevo al orco, esta vez de forma permanente. —Renzo se estiró y gesticuló con las manos abiertas—. Por mi honor, por todo lo que poseo, garantizo la seguridad de la ciudad.
—Teniendo en cuenta la oleada de refugiados que abandona la ciudad —tomó Alessandro Farnese la palabra—, al parecer una parte de la población ve la situación de otra manera. Debo decir…
—Son unos cobardes —afirmó Renzo—, unos avariciosos… —se dirigió al papa Clemente—. Vuestra santidad, deberíais prohibir que nadie abandonara la ciudad.
—¿Y quién conseguiría hacer efectiva tal medida? —preguntó Farnese, y a su alrededor se levantó un murmullo inquieto.
Renzo tomó de nuevo la palabra y habló directamente al papa Clemente, ignorándolo a todas luces. Clemente miró inseguro a su alrededor, Farnese agitó la cabeza y una parte de los capitanes asintió, incluido Giberti.
—En fin, si tú lo crees necesario, hijo mío —dijo, volviéndose dubitativo a Renzo—, entonces ordenaré que cierren las puertas e impediré que nadie deje la ciudad.
El papa Clemente se sintió nuevamente lleno de inseguridad sobre si su decisión había sido la correcta. No tenía más que mirar los rostros de aquellos sentados a su alrededor, sobre todo el de Farnese, para notar como la debilidad volvía a consumirlo.
Entonces, el tesorero se le acercó y le susurró al oído que era imperativo vender sedes cardenalicias.
¡Otra decisión desagradable! El papa Clemente había roto la tradición de su antepredecesor y primo, León, de vender por dinero los títulos de cardenal, aun cuando era consciente de que semejante simonía había sido el producto de su propia política. ¡Pero precisamente por eso! Era un sucesor de San Pedro, no de ese hechicero materialista, Simón el Mago. Además, las arcas eclesiásticas estaban tan vacías como en tiempos de León y, a pesar de ello, un ejército de lobos lo codiciaba más allá de las puertas de la ciudad.
Suspiró.
—Aunque muy a mi pesar, debo acceder a ello ante la presión de las circunstancias —explicó mientras dejaba vagar la mirada hacia el cielo—. Estoy dispuesto a vender cuatro capelos cardenalicios por cuarenta mil ducados cada uno —y a continuación señaló una lista que sostenía el tesorero—. Los aspirantes ya están elegidos, son hombres honorables de profundas creencias, procedentes de familias meritorias de grandes ciudades. Oh, son cinco hombres, hay dos florentinos entre ellos, exacto…
El resto de sus palabras se perdieron entre el murmullo de los reunidos y el papa Clemente se despidió con un gesto somero.
Aún no se habían ido todos cuando se anunció a un negociador enviado por Borbón.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó con brusquedad.
—Por lo que he oído, el Borbón solicita el paso libre por Nápoles y, al mismo tiempo, pide a vuestra santidad que lo aprovisione de víveres.
—¿Has oído, Renzo? —preguntó el papa Clemente al principal defensor de la ciudad, que aún conversaba con Ranuccio Farnese y otros Orsini.
De inmediato se formó un círculo en torno al Papa, Renzo y los delegados.
Renzo se limitó a reír.
—¿Pero qué clase de idiotas se cree el Borbón que somos? Sin embargo, su propia petición demuestra que está con el agua al cuello.
Se le indicó al mensajero que respondiera a Borbón con una única palabra: «¡No!».
Finalmente, Clemente le hizo señas a Alessandro y a su hijo Ranuccio y les pidió que lo acompañaran un par de pasos.
—Puedo sincerarme ante vosotros, lo sé, pues me seguís siendo leales incluso en horas de necesidad. Si tan solo Pierluigi… —miró a Alessandro, quien no dio muestra alguna de emoción, paró en seco la marcha y lo tomó de la mano—. Alessandro, olvidemos de una vez lo ocurrido en el pasado —él mismo se dio cuenta de hasta que punto su voz amenazaba con quebrarse—. ¿Realmente he hecho lo correcto, he dado las órdenes correctas? Tengo miedo…
El 4 de mayo el papa Clemente supo que el ejército de Borbón se encontraba en la isola Farnese y que se aproximaba al monte Mario, pero que se encontraba en un estado lamentable. Surgieron las risas, si bien un tanto forzadas, ante la idea de que semejante conjunto de despojos humanos pudiera pretender ascender por los poderosos muros de Roma.
Renzo da Ceri examinaba a la población de los distritos con insistencia, y cuando creía haber encontrado a un traidor se empeñaba en convertirlo en un ejemplo disuasorio, haciendo que lo descuartizaran en público con el consentimiento del Papa.
Nada se sabía de los ejércitos de la Liga. Los rumores señalaban que probablemente aún se encontraran lejos, en el norte.
El 5 de mayo, domingo, pudieron verse a los imperiales acudiendo en masa ante los muros del borgo y del castillo de Sant’Angelo y establecerse dentro del campo de visión: desde los prados de Nerón hasta la colina del Gianicolo y del Trastevere se extendía un semicírculo que rodeaba la sección de la ciudad a la derecha del Tíber.
A pesar de la prohibición del Papa, miles de romanos lograron abandonar la ciudad por el sur y el este. Todo aquel que era joven y poseía un arma se decidió a regañadientes a presentarse ante las murallas. Los cañones del castillo de Sant’Angelo, al igual que los de la puerta del borgo, se prepararon y cargaron de munición. ¡El enemigo tendría que soportar un buen puñetazo en la cara!