Capítulo 68

Roma, Vaticano, aula regia - palazzo Farnese - 15 de diciembre de 1526

Cuando las primeras noticias sobre la batalla contra los lansquenetes llegaron a Roma, el cardenal Farnese corrió de inmediato al Vaticano y se encontró en el aula regia con un Papa fuera de sí y unos prelados acalorados, gritándose los unos a los otros. Intentó comprender qué había ocurrido, pero apenas entendió algunas palabras y nombres, oyó algo como «nuestro Giovanni», comentarios sobre una lucha dura, sobre las circunstancias desfavorables, una victoria casi segura y el bárbaro Frundsberg, que había logrado atravesar el Po. Evidentemente, la mayor parte de los reunidos en la sala desconocía los datos concretos. El papa Clemente agitaba un papel que llevaba en la mano, pero se encontraba él mismo tan asediado que no lograba calmar los ánimos.

Entonces, Alessandro oyó como un mensajero llegado hasta Lorenzo Pucci desde el norte, quizá perteneciente a la delegación que informaba al Papa, le relataba al cardenal lo siguiente:

—Y además Mantua ha dejado libre a Farnese en lugar de colgarlo directamente.

Cuando se dio cuenta de que Alessandro le estaba escuchando, enmudeció y se marchó de inmediato, incómodo. También Pucci se echó a un lado inseguro, reuniéndose con la multitud.

Alessandro notó que se le detenía el corazón y unas náuseas repentinas lo sobrecogieron. Sus piernas parecían querer ceder y el vértigo le hizo tambalearse. Llamó a unos guardias y les pidió que lo sostuvieran y acompañaran hasta el aire fresco de la logia. Allí tuvo que sentarse sobre el frío suelo y les rogó a los suizos que llamaran a su secretario.

Los temores de las últimas semanas y meses lo habían golpeado con toda su furia a través de aquella noticia. Aunque hacía mucho que no oía nada de ellos, sabía que Ranuccio formaba parte de las tropas venecianas y que Pierluigi estaba bajo las órdenes del Borbón. El comentario acerca del Farnese liberado solo podía referirse a Pierluigi pero, ¿qué había ido a hacer Pierluigi a Mantua? ¿Lo habrían capturado?

Llevaba semanas temblando. Primero, había oído hablar de la batalla interrumpida de Milán y había visto a sus dos hijos vuelto el uno contra el otro, con las armas de la mano. Lo mismo ocurrió con Cremona. Cuando se había enterado de que un fuerte ejército de lansquenetes había logrado eludir las barricadas venecianas y moverse en dirección a Mantua, se había arrodillado repentinamente ante el altar de su habitación y rezado porque Ranuccio no se hubiera visto envuelto en una batalla contra los bárbaros del norte.

El miedo por sus hijos, especialmente por Ranuccio, superaba la agitación que reinaba por todas partes. Era una época de por sí confusa y sorprendente. En septiembre, de forma totalmente inesperada, los partidarios de Colonna, bajo el pendón de los leales al emperador, junto con miles de hombres procedentes de las fortalezas y de Nápoles, es decir, con todo tipo de chusma, se había lanzado sobre el borgo, habían expoliado el Vaticano y un buen número de palacios, habían encerrado al Papa en el castillo de Sant’Angelo, habían devastado la ciudad como antaño lo hicieran los vándalos y los godos y después, bien pertrechados de riquezas, se habían retirado de nuevo a sus aldeas. El Papa, al principio, había tenido que doblegarse y acordar un armisticio, sin embargo con posterioridad había reunido una parte de las tropas que luchaban en el norte, roto todos los acuerdos con los traidores y había hecho devastar y quemar parte de las propiedades de los Colonna, para finalmente retirarle a Pompeo Colonna, quien había terminado por convertirse en su contrincante y enemigo acérrimo, su dignidad de cardenal.

La lucha en la Campania contra los españoles de Nápoles se prolongó, abriendo así un segundo foco de guerra que se desenvolvía, no obstante, de forma poco satisfactoria: los campamentos eran impenetrables y cambiaban su ubicación de semana en semana, y estaban bien preparados para el invierno, para las negociaciones y los acuerdos secretos, para la mendicidad de dinero y soldados.

Alessandro siempre había aconsejado al Papa que llevara una política clara y honesta, que se mostrara partidario del emperador sin humillarse ante él, pero Clemente seguía oscilando como una caña al viento o como los romanos, entre el pan y el circo, como les gustaba decir en la región de Lacio. Así, intentaba manipular a los unos para que se volvieran contra los otros sin decidirse por ninguno abiertamente pero actuando en secreto, hasta el punto en que en una ocasión intentó, con ayuda de su consejero español en conjuras, convencer al marqués de Pescara, uno de los generales más destacados del emperador, de que se convirtiera en traidor. No solo no lo consiguió, sino que provocó consecuencias inesperadas.

Sus opositores, e incluso no solo ellos, ya no se referían a él como el papa Clemente, sino como el Papa qui mente, el «Papa que miente».

Entonces llegaron las últimas noticias del norte: Frundsberg había atravesado el Po. Eso significaba que los bárbaros no solo no se habían ahogado, sino que su cuidadosamente trazado plan para tenderles una trampa, estudiado durante semanas, se había echado por tierra. El marqués de Mantua había jugado un doble juego, mientras que el viejo guerrero alemán le había parado los pies al cunctator Francesco Maria y al Diavolo Giovanni, y los había derrotado.

Quizá en aquella ocasión sus hijos sí se hubieran enfrentado…

Lo peor de todo era que Ranuccio no escribía. ¿Por qué hacía tanto tiempo que no enviaba noticias a sus padres, o ni siquiera a Virginia? La muchacha estaba loca de desesperación. Ranuccio parecía haberla abandonado. Ni siquiera la carta de Alessandro a Francesco Maria y al marqués de Mantua, así como al dux de Venecia, había provocado respuesta alguna.

El secretario de Alessandro llegó finalmente y lo ayudó a ponerse en pie. Cuando quiso abandonar el Vaticano, aún debilitado, el papa Clemente se dirigió a él, gritando:

—¡Han alcanzado a Giovanni! Ya lo habían hecho en Pavia, pero en esta ocasión han acabado con él. ¡Una bala de cañón! ¡Le ha destrozado la rodilla! ¡Es nuestra decadencia! ¡El final de la libertad en Italia!

Se detuvo, dubitativo, y se acercó a Alessandro:

—¿Qué es lo que te ocurre? Estás más pálido que un sudario. Los bárbaros amenazan nuestros territorios en Parma y Piacenza. El Borbón sigue en Milán… No puedo sacar dinero de la nada. Los franceses no nos dan nada más que exigencias, grandes palabras y promesas vacías, y por ellos estamos en guerra. Sin embargo, yo no vendo capelos cardenalicios, León lo hacía, ¡pero yo no! Sin embargo, tendremos que apañárnoslas sin Giovanni, mientras sus hombres se encuentran diseminados a los cuatro vientos, y sin salario…

Entonces, el papa Clemente tomó del brazo a Alessandro y lo miró con auténtica preocupación:

—Necesitas un médico.

Alessandro negó con la cabeza y le preguntó, con voz temblorosa y conmovida:

—¿Has oído algo de mis hijos?

—¿De tus hijos? Sí, a Pierluigi lo capturaron cuando ejercía de negociador de Borbón ante Gonzaga, y el pequeño, ¿Ranuccio…? Creo que… Sí, ya me acuerdo, luchó con las tropas de Giovanni, es decir, en el frente más duro, en primera línea, junto a Giovanni, y un proyectil…

El Papa se dio cuenta entonces de lo que sus palabras podían significar; le dedicó unas palmaditas de ánimo en los hombros a Alessandro y se volvió, distraído, un tanto confuso, pero antes aún exclamó:

—Un muchacho duro, tu benjamín, un auténtico Farnese, leal e invulnerable al miedo… Como nuestro Giovanni, ¡oh, Señor! ¿Por qué ha tenido que morir? Ahora Roma está a merced de los bárbaros.

Y entonces, se fue.

Al llegar a casa, Alessandro ya no dudó de que Ranuccio había caído. Hizo llamar a Constanza y traer a Silvia, también apremió a Bosio y Girolama, así como a Baldassare y Rosella. Tras ello, sereno, pero al mismo tiempo casi paralizado por el horror que le producían los terribles golpes del destino, narró las nuevas noticias del norte y concluyó la escasa información con la insinuación de que Ranuccio se encontraba junto a Giovanni…

Los ojos de Silvia se abrieron de par en par, de puro terror. Constanza tomó aliento, horrorizada, y se llevó la mano a la boca como si quisiera reprimir un grito. Entonces, Baldassare respondió con tono oscuro que él también había recibido noticias del norte, pues su amigo Pietro Arentino le había informado del trágico fallecimiento de su amigo Giovanni de Medici, el mejor de los hombres de Italia, a causa de una bala de cañón que le había alcanzado en Govérnolo, tras lo cual lo habían trasladado a Mantua.

—Tuvieron que amputarle la pierna, pero a aquel bravo hombre no le sirvió de nada. Consciente hasta el final, murió en brazos de su amigo.

Como nadie dijo nada, prosiguió:

—Arentino me habría comentado sin duda si un Farnese, si mi querido discípulo… —resopló y se sorbió de forma sonora—… En fin, si lo hubieran herido de gravedad. Francesco Maria, el duque de Urbino, no ha podido hacer nada contra los lansquenetes. Son como un muro.

Cuando Alessandro se dio cuenta de que probablemente Baldassare tuviera razón, lo abrazó y rompió a sollozar desenfrenadamente. Lentamente y en silencio se fueron marchando todos, excepto Silvia, que enterró la cara del cardenal en su pecho, consoladora.

Al anochecer llegó un mensajero al palazzo Farnese, con una carta de Pierluigi. Alessandro la abrió de inmediato y llamó a su familia para que se reuniera de nuevo. Para cuando llegó Silvia, ya la había leído casi entera.

—¡Vive! —exclamó—. Ranuccio vive, solo tiene un pequeño rasguño: el proyectil que hirió a Giovanni lo tiró de la silla y un fragmento se le incrustó en el muslo, pero los médicos pudieron operarlo en Mantua y ahora se encuentra mucho mejor. Incluso volverá a Roma con parte de los bande nere de Giovanni, regresará a su hogar y a su familia. Oh, Ranuccio… —Alessandro no pudo seguir hablando, pues la voz se le quebraba.

Constanza le quitó la carta de las manos y le echó un vistazo.

—También Pierluigi se encuentra bien. Lo habían retenido en Mantua intentado tenderles una trampa a los lansquenetes, pero el plan salió mal y Francesco Maria se ocupó de que lo soltaran, para poder regresar con las tropas imperiales. Le siguen numerosas alabanzas dirigidas al duque de Urbino… —Constanza se interrumpió y frunció el ceño.

—¿Por qué no sigues? —preguntó Silvia.

Alessandro había logrado calmarse entretanto, quitó de nuevo la carta a su hija y comenzó a estudiar las frases.

—Los dos hermanos se encontraron la noche antes de la batalla y hablaron… Ranuccio debía creer que iba a morir al día siguiente…

Silvia tendió la mano hacia la carta.

—¡Déjame leerlo, Alessandro!

—Sí, exacto —dijo, para concluir—. Efectivamente. ¡Pobre muchacho! Los dos hermanos se confesaron el uno con el otro…

—Confesarse, ¿de qué, Alessandro? —la voz de Silvia delató su impaciencia.

—Su culpabilidad por la muerte de Paolo —respondió, con voz suave y confusa—. Hablaron de nuestro Paolo… ¿Por qué debería sentirse culpable Ranuccio por la muerte de Paolo? No lo entiendo, solo tenía cuatro años por aquel entonces… También hablaron sobre Virginia…

La hija del Papa
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