Capítulo 50

Roma, Campo di Fiori - 29 de abril de 1523

Apenas había observado Ranuccio como su hermana Constanza partía a Roma, hizo ensillar a su caballo Angelino y marchó al galope, sin avisar a su madre, a Bosio o a Baldassare. Tomó un camino diferente que Constanza, quien probablemente optó por la senda más corta a través de la via Appia. Su capón era aún un animal joven y nervioso, pero resistente a los grandes trayectos.

Una vez llegado a la ciudad, Ranuccio vagabundeó un tiempo por las calles para refrenar al inquieto Angelino, se aproximó a Campo di Fiori, después al palazzo de su padre, para comprobar cómo secaban, cepillaban y alimentaban al corcel de Constanza. Finalmente se adentró entre la muchedumbre en dirección al palazzo Medici, donde esperaba encontrar a su hermano Pierluigi. Hacía días, no, semanas, que ya no se hallaba en Frascati, por lo que cabía deducir que había decidido hacer más inseguras las calles de Roma, acompañado de su amigo el Diavolo Giovanni. De hecho, ambos hombres habían pasado la noche en el palazzo de los florentinos, por lo que le dijeron a Ranuccio, y mientras tanto se encontraban de nuevo fuera. El joven decidió dejar su caballo para que cuidaran de él.

Durante un buen rato recorrió el barrio de Campo de Fiori, procurando con mucho cuidado no llamar la atención. Sobre su señorial jubón adornado de brocados llevaba una chaqueta de jinete, y lucía su amplio sombrero calado hasta las cejas. En el campo habían dispuesto el mercado diario, reinaba un caos de tenderetes, y los mercaderes y curiosos se arremolinaban a su alrededor. Además estaba el mercado de ganado, con los balidos y cacareos de los animales, los peregrinos agrupados en torno a las posadas… No era difícil, por tanto, pasar desapercibido observando la entrada de la casa en la que Maddalena recibía sus huéspedes y Virginia, su Virginia, debía interpretarles melodías, para finalmente venderles su cuerpo. Por suerte, sus clientes amaban más su voz, y el sonido de la flauta y el laúd, que sus artes amatorias, como la propia Virginia le había informado con orgullo. Además, y esto lo había afirmado en una ocasión incluso Maddalena, muchos hombres temían sus ojos penetrantes, pues creían ver en ellos el mal de ojo de una bruja.

De pronto, vio a un hombre al que conocía bien por abandonar la casa: el tío Giulio. Asustado, Ranuccio se refugió tras un puesto, de donde colgaban agitadas y aleteantes gallinas atadas bocabajo por las patas. El tío Giulio lucía ropa de calle, mostraba el aspecto de un aristócrata de Rione di Ponte, arreglado y multicolor, e incluso con una pluma en el sombrero, pero antes de que Ranuccio pudiera observarlo con detenimiento, ya se había perdido entre la multitud.

La visita del tío Giulio solo podía tener un motivo: el complot contra el papa Adriano, en el que pretendía utilizar a Virginia como cebo, como seductora. El tío Giulio planeaba sobornar a guardias y prelados, incluso a un camarlengo alemán, para poder conducir en secreto a Virginia hasta las cercanías del Papa. Los detalles se los guardaba Giulio en secreto. Virginia solo sabía que se necesitaría de una gran cantidad de dinero en sobornos para evitar las medidas que el papa Adriano planeaba contra las cortesanas romanas, y mucho más para deshacerse de aquel Papa bárbaro tan odiado, sin asesinarlo. Maddalena siempre lo describía como «un necesario acto de bondad».

Ranuccio creía que debían sorprender a Virginia en la cama del Papa, preferiblemente con el propio pontífice. El tío Giulio probablemente suponía que el Santo Padre no la atacaría sino que, horrorizado ante tamaña tentación demoníaca, su viejo espíritu se rendiría. En caso de que sobreviviera, pronto correría el rumor sobre la joven cortesana en la cama de Adriano por todo el Vaticano, después por Roma y por toda Italia, hasta llegar finalmente a la corte del emperador, en cuyo caso probablemente Adriano se retiraría de nuevo a su solitario convento en Flandes y haría penitencia; Roma quedaría liberada y el tío Giulio se convertiría en el siguiente Papa.

Ranuccio observó cómo una pescadera destripaba un pescado, y a su lado se vendía un ramo de flores primaverales. Le hubiera gustado comprar un ramo a él también, para poder regalárselo a Virginia… Se preguntó cómo iba a funcionar un plan tan descabellado. Quizá la guardia suiza la estrangulara sin más, o la arrojara a una mazmorra sin agua ni pan…

En aquel momento también su padre abandonó la casa de Maddalena, se detuvo en el portal horrorizado, como si acabar de hacer algo malo que debiera reparar. Entonces, miró hacia la calle como buscando algo, y finalmente desapareció a la vuelta de la esquina.

Ranuccio esperó unos instantes, compró un ramo de olorosos jacintos y llegó hasta el portal de Maddalena, para pedir que le permitieran entrar. Ya en la escalera hacia el piano nobile Virginia le salió al paso. Él la besó y le regaló las flores, no sin antes apartar un par de ellas para ofrecérselas a Maddalena con una profunda inclinación.

Lo que se desarrolló a continuación no fue una conversación agradable. Maddalena no les dejó solos, le observaba con desconfianza vigilante y, como Virginia se echó a llorar, Maddalena señaló que su padre acababa de estar allí.

Cuando Ranuccio, siguiendo un súbito impulso, le susurró a Virginia en el oído algo acerca de huir juntos, Maddalena desató una agresividad instantánea. Lo abofeteó, algo que sorprendió tanto al muchacho que se quedó en pie, petrificado en medio de la habitación, mientras ella expulsaba del cuarto a la llorosa Virginia y continuaba diciendo:

—Si vuelvo a oírte decir semejantes palabras no te volveré a permitir que entres en esta casa. Eres un chiquillo de quince años y debes entrar al servicio de la Iglesia… Sácate a Virginia de la cabeza. Tengo planes para ella.

Ranuccio se rebeló contra ella.

—Ya sé lo que te propones para con ella, pero nos amamos, y encontraré la manera de…

Maddalena le interrumpió con súbita suavidad y dulzura.

—Escúchame, hijo, no quiero interponerme en vuestra felicidad, más bien al contrario.

No parecía darse cuenta de que se contradecía a sí misma, incluso llegó a cogerle del brazo tras haberle abofeteado, para apretarlo contra su aromático y blando busto. Ni siquiera lo soltó cuando el muchacho opuso resistencia a aquel contacto físico. Antes de que pudiera reaccionar, Maddalena lo arrastró hasta un tresillo tapizado y se colocó a su lado. Las manos de la mujer se deslizaban por lugares en los que nadie le había tocado nunca. Ella le besó las mejillas, incluso buscó su boca, y algo se estremeció entre sus piernas. Maddalena rió y le susurró un «¡Lo ves!» al oído, tras lo cual no tardó en desabrocharle la bragueta. Con su mano libre, ella le colocó su zurda sobre el blando pecho, aún cubierto.

Quiso defenderse. Quiso que su miembro viril, que bailaba en sus manos de pura agitación, se encogiera y reculara, pero al mismo tiempo veía ante sí aquello que Virginia y él aún no habían hecho, aquello con lo que soñaba cada noche, aquello con lo que había soñado incluso aquella mañana en la pérgola de las lilas, no sin experimentar de forma dolorosa que cierta parte de su cuerpo no quería escuchar, que no le obedecía… Y de nuevo volvió a ocurrir. Gimió con fuerza, Maddalena se rió y, tomando un paño, se lo arrojó burlona.

—Sois todos iguales, muchacho: en nuestras manos, solo cera.

Quiso hundirse, perderse, desaparecer para siempre de pura vergüenza.

Poco después se encontraba en Campo de Fiori, se mezclaba entra la multitud, y empujaba a su paso a numerosas criadas que se encontraban haciendo la compra y le gritaban indecencias.

Volvió en sí ante el palazzo Medici. Pretendía recoger su caballo y escabullirse, cuando una voz lo llamó desde el piso de arriba: era Pierluigi. Junto a él apareció otro hombre il Diavolo. Ambos le hicieron señas.

Giovanni supo de inmediato que venía de ver a una cortesana, y se burló de su primera experiencia masculina. Parecía que lo hubiera olido. Pierluigi se rió y le propinó a Ranuccio un golpe de reconocimiento en los hombros.

Entonces apareció Maria, la esposa de Giovanni, con Cosimo, de cuatro años de edad. Ranuccio murmuró un saludo. El pequeño quiso jugar con él, pero Giovanni exclamó que aquél era un día especial para Ranuccio, y que debían festejarlo.

El aludido se dejó llevar. Lo arrastraron por tabernas oscuras y bebió demasiado vino, hasta que acabó haciendo eses. Giovanni, entre tanto, desapareció con una morena española, y Pierluigi siguió con la mirada a un peregrino que debía proceder de la lejana Inglaterra. Poco después se encontraban todos sentados juntos, Giovanni reía y bromeaba con todo el que se le acercaba, y pronto comenzó a contar historias sobre la guerra contra los franceses, sobre sus toscos corsos, los mejores soldados, asesinos brutales, de su estancia en Parma, donde no solo se llevaron a todos los cerdos que todo campesino aún consideraba propios, para cocinarlos con gran satisfacción, sino también a las hijas de los campesinos, e incluso a las hijas de los ciudadanos, con posterioridad.

—¡Y cómo lo disfrutaron!

—Muchacho —exclamó Giovanni con deleite—, como condottiere eres libre, no tienes a ninguna mujer colgada del cuello ni a ningún mocoso lloriqueando a tu alrededor. Solo te preocupas por tus enemigos, y puede ser peligroso pero, ¿cuántas veces te enfrentas realmente al enemigo? ¿Cuántas luchas en realidad? ¿Una vez al año, dos quizás? Cuando eres buen espadachín, un jinete diestro, no te expones demasiado en el combate y, si te las apañas para que tus hombres te quieran, entonces ellos te protegerán. Ya te digo, no hay nada mejor que ser condottiere. Ocúpate de tus hombres, escucha sus preocupaciones, págales puntualmente su salario y déjales un par de libertades… y atravesarían el fuego por ti. Si la soldada no llega, entonces quítale al enemigo lo que necesites. No es algo que esté muy bien visto, pero es una necesidad desde hace siglos. Los grandes señores no luchan entre ellos, nos dejan el trabajo sucio a nosotros. Solo nos incomodan los cañones, arcabuces, y todo ese armamento de última generación. Son armas caras, y cualquier cobarde puede alcanzarte a distancia con un aparato de ésos.

Durante un instante, Giovanni adoptó una expresión reflexiva, pero de inmediato se echó a reír.

—Cuando todo se vuelve húmedo, frío e incómodo, estás rodeado de mierda, el camino está embarrado y añoras tu casa, entonces vuelves galopando hasta tu mujer, que se te tira al cuello, te mima y te abriga porque te ha echado mucho de menos. Te lo repito, únete a nosotros, elige la aventura y no el aburrimiento; la vida religiosa es una vida de castrado, aun cuando esos arrastra-sotanas de faldones negros se hagan comer la polla, se hinchen como cerdos y se pongan ciegos a vino.

Giovanni atrajo a una joven peregrina y la sentó en su regazo, para acariciarle el pecho con las manos. No se había dado cuenta de que la peregrina no estaba sola y pronto tres hombres se abalanzaron sobre él. Rápido como el rayo, sacó su espada, Pierluigi se levantó y desenvainó su espada corta y los cinco hombres se aprestaron unos frente a otros con ánimo belicoso. Otros más quisieron inmiscuirse, las mujeres gritaron, el posadero trató de calmar los ánimos.

Finalmente, Giovanni rió, metió su arma en la vaina con gesto visible, le hizo una seña a su oponente, que tenía ya su puñal curvado y dispuesto, se disculpó con un gesto e invitó a los tres, junto con su protegida, a una ronda de bebidas. De pronto, todos parecían haber olvidado sus comportamientos beligerantes y amenazadores, surgían las preguntas acerca de lugares de origen y destino, se intercambiaban los nombres de las tabernas más baratas y las mejores cortesanas y no pasó mucho antes de que Giovanni estuviera dispuesto de nuevo a seguir contando batallas.

Como eran pocos los que aún pululaban por la taberna, con ojos cansados y vidriosos, a Pierluigi le entraron ganas de hablar sobre el abuelo Farnese, el gran condottiere, y sobre su padre, al que encarcelaron en el castillo de Sant’Angelo y que se descolgó él mismo de la torre para liberarse.

—Menudo granuja era nuestro padre en su juventud. Y cuando estuvo retenido en Florencia, se tiró a mujeres a mansalva. Incluso luchó con César Borgia en Forlì.

Giovanni adoptó un repentino gesto adusto y fulminó a Pierluigi con la mirada.

—¿Sabes contra quién lucharon en esa ocasión? —le preguntó, con voz amenazante.

—Oh, sí, cierto —repuso Pierluigi, enrojeciendo—. No me di cuenta, lo siento mucho.

—Contra mi madre, y aquel hijo de puta de Borgia no solo la venció, sino que además la violó. Después arrojó a mi madre a una mazmorra, donde quiso dejarla morir, y a mí tuvieron que esconderme en un convento. ¡Nunca vuelvas a mencionar el nombre de César Borgia, Pierluigi!

—Lo siento mucho, de verdad. Aunque sé que nuestro padre no tocó nunca a tu madre. Siempre fue un caballero. Nunca hace nada que atente contra su honor, puedes creerme.

La noche fue larga, y Ranuccio no llegó a acostarse. Giovanni habló de los actos heroicos de su madre, a la que denominaba «auténtica amazona» y «tigressa feroz».

—Quiero que mi madre siempre pueda estar orgullosa de mí. Mis hermanos son unos mierdas, asquerosos prelados. Yo soy el auténtico hijo de mi madre, un Sforza, de una gran familia de guerreros. Les mostraré a los Medici que también soy el mejor de los Medici. Y si yo no lo consigo, lo hará mi hijo. Sí, mi hijo Cosimo, por el que me dejaría descuartizar.

Pierluigi asintió, como si él también se dejara descuartizar por su hijo.

Giovanni se volvió hacia Ranuccio.

—Y tú debes demostrarle a tu padre que eres un Farnese, que no eres uno de esos cabrones amariconados, sino un hombre de verdad: un guerrero.

La hija del Papa
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