Capítulo 100

Nápoles - de febrero a agosto de 1528

Cuando las tropas imperiales llegaron a Nápoles, Barth creyó encontrarse en el país de Jauja. Por fin logró hartarse de comer. Comió opíparamente, bebió y tras unas pocas semanas había recuperado sus antiguas fuerzas. Había muchas cosas asombrosas en aquella ciudad: el azul de la bahía, el cono del Vesubio en la lejanía, los hombres ruidosos y las mujeres morenas de caderas contoneantes. Sin embargo, contemplaban con desconfianza a las tropas que debían proteger la ciudad, por lo que Barth se refugió, al igual que la mayoría de los lansquenetes, junto a las murallas.

Volvieron a jugar a los dados, a emborracharse y a ir de putas. Las viejas disputas con los españoles también retornaron.

Entonces, se despertaron todas las alarmas y el estilo relajado de vida llegó a su fin. Las tropas francesas se aproximaron realmente a la ciudad y los acorralaron por el flanco. Cuando, en abril, la flota imperial fue derrotada frente a las costas a manos del genovés Andrea Doria, cundió la preocupación en Nápoles.

El calor se recrudeció y de nuevo los atormentó el hambre. Se produjeron numerosas escaramuzas contra los franceses sin que ninguno de los dos bandos tomara una ventaja notable, pero de pronto estallaron de nuevo la peste, las fiebres y la diarrea. Por lo que se decía, no solo dentro de los muros, sino también en el campamento francés, situado sobre un terreno pantanoso y atacado por miríadas de mosquitos.

Había días, incluso semanas, en las que apenas ocurría nada. Barth extrañaba su patria y también Virginia languidecía de nostalgia ante él.

En ocasiones se les permitía realizar un ataque contra los franceses. Barth se alegraba, pues al menos entonces tenía algo que hacer, aunque la lucha no le proporcionaba ninguna diversión. Los franceses evitaban luchar, como unos auténticos cobardes. Disparaban sus arcabuces y después salían corriendo. En una ocasión lo alcanzaron de forma muy estúpida en el brazo, algo superficial, nada realmente grave pero sí doloroso, Virginia se vio obligada a cuidarlo cuando le subió la fiebre.

Sería en torno a julio, la peste hacía estragos y cada día caían cientos de hombres. Se decía que ya no podría defenderse la ciudad durante mucho tiempo, pero por otro lado los franceses tampoco podrían conquistarla.

La fiebre no remitía y había horas en las que Barth perdía definitivamente las ganas de vivir. Soñaba con las limpias aguas del Ammersee, se veía nadando con Anna y, si Virginia se inclinaba sobre él para tantearle la frente, era a Anna a quien creía ver.

Ella sonreía, sí, sonreía llena de afecto y le seguía limpiando la cara.

La fiebre lo abandonó un tiempo, pero pronto regresó, para desaparecer nuevamente tras tres días. Barth se sintió más fuerte y camino de la recuperación, se dedicó a lanzar gritos triunfales por el campamento, pero no porque se sintiera mejor, sino porque Andrea Doria había cambiado de bando y servía ahora al emperador. Se puso fin al bloqueo del puerto, la ciudad volvió a obtener suministros y apenas nadie creía ya en una conquista por parte de los franceses quienes, por lo que se decía, casi se habían extinguido por culpa de la peste.

Cuando Barth se presentó de nuevo frente a Schertlin, oyó que su regimiento ya no existía: «la peste, la fiebre, la diarrea, el hambre, el fin». Quienes aún seguían con vida habían pasado a formar parte de las tropas de Filiberto de Orange. También de los capitanes quedaban pocos.

—¿Y?

—Los franceses han perdido a más gente que nosotros: de los veinticinco mil originales quedan solo cuatro mil con vida.

—¿Y ahora? ¿Qué hacemos?

—Esperamos.

—¿Qué hay del ejército de la Liga?

—Pequeños grupos aquí y allí, nada realmente peligroso. Saluzzo se ha unido con Lautrec pero el gran caudillo de los franceses también está enfermo, por lo que se dice en el campamento.

—¿Nos iremos pues a casa? ¿No podríamos partir en algún barco imperial?

—Si no hay moros en la costa, sí pero, ¿no tienes a tu puta italiana amenizándote la espera?

De nuevo una pelea. Schertlin lo amenazó con el patíbulo, Barth le colocó el puño bajo la nariz, Schertlin reculó un paso y apretó los dientes:

—Algún día pagarás por esto.

Por la tarde Barth yació con Virginia que, en esa ocasión, estuvo más concentrada. Él realmente disfrutó y cuando, cansado y satisfecho, se echó sobre su jergón, ella le convenció de que se uniera a la caballería italiana de Pierluigi Farnese, que planeaba marchar hacia el norte tan pronto como los restantes franceses se hubieran retirado.

Barth se encontraba tendido y medio dormido bajo Virginia, sintió un nuevo arrebato de fiebre crecer y preguntó con desconfianza:

—Ese Pierluigi Farnese es pariente de tu Ranuccio, ¿no es verdad? Quizá sean incluso hermanos, y yo me quede con un palmo de narices. Los italianos son capaces de cualquier traición.

Eran capaces incluso de insuflarle nuevas energías a Virginia entre las piernas. Él se sintió fatigado, la fiebre comenzó a extenderse por él y los escalofríos le hicieron tiritar. Virginia le advirtió contra Schertlin.

—Se librará de ti a la menor oportunidad y después irá a por mí. ¿Es eso lo que quieres?

Barth apretó a Virginia contra él, aunque fuera para no congelarse, y escondió la cara en el pelo de ella. Asustada por su estado, ella dio un respingo pero se inclinó de nuevo sobre él y le besó en los labios.

—¿Me quieres al menos… un poquito?

Ella sonrió.

—¿Vendrás conmigo a casa, junto al Ammersee? Allí no hay peste ni guerra, recogeré mi dinero en la oficina de los Fugger, en Ausburgo, me estableceré como comerciante y me haré rico, tendremos hijos y nos amaremos.

Ella asintió y sonrió.

Él volvió a sentirse muy débil, pero de nuevo recordó lo que Cecilia le había enseñado: «¿Qué es tu amado más que otro amado, oh, tú, hermosa entre todas las mujeres?».

Virginia no dejó de sonreírle.

La hija del Papa
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