Capítulo 34
Roma, capilla Sixtina - 27 de diciembre de 1521 hasta enero de 1522
Alessandro Farnese se reunió en cónclave con treinta y ocho compañeros cardenales el 27 de diciembre de 1521 en la capilla Sixtina. Se dispusieron cuarenta celdas, cada una de dieciséis pies de largo por veinte de ancho. Junto con los secretarios y ayudas de cámara, había unas doscientas personas arremolinadas en la sagrada sala, iluminados por humeantes velas. No todos los cardenales habían podido llegar hasta Roma, las ausencias procedían sobre todo del bando francés, cuyos miembros se habían quedado en sus respectivos hogares o se encontraban aún de camino.
El todavía vicecanciller Medici recibió el cometido de evitar que tanto entraran como salieran al exterior el mayor número posible de mensajes, además de eliminar cualquier otro tipo de eventualidad; se reforzó a la guardia suiza hasta el número de mil quinientos hombres, de tal manera que el Vaticano parecía una fortaleza bien protegida.
El ambiente general, tal y como Alessandro había podido comprobar tras la incómoda misa inicial y el breve discurso del deán, era de general agitación, desconfianza y agresividad. Los secretarios iban y venían, se formaban y deshacían grupos de cardenales, algunos compañeros arrastraban a otros hasta sus celdas y allí hablaban acaloradamente. Grimani al que, al igual que a Cibo, se habían visto obligados a transportar en camilla hasta la capilla por motivos de salud, juró, según llegó a oídos de todos, que la decisión debía tomarse con rapidez, o no sobreviviría al cónclave. Él, como subdecano del colegio cardenalicio y como uno de los mayores, y con ello quería decir más dignos, se encontraba preparado para aceptar, con la ayuda de Dios, el duro deber del pontífice.
Alessandro no pudo evitar sonreír, pues Grimani tenía escasas posibilidades de salir elegido, a menos que se buscara un candidato con un periodo corto de supervivencia. De ser así, eran numerosos los cardenales aptos para la cátedra de San Pedro. El truco, no obstante, no era malo: presentarse como alguien viejo y enfermo, que los demás compañeros creyeran en una próxima muerte y, con ello, en una nueva oportunidad; salir entonces elegido, recuperar la salud con fuerzas renovadas y todo gracias a la imprevisible gracia del Todopoderoso.
Sin embargo, en aquel momento nadie buscaba un candidato de transición. Por el contrario, todos estaban dispuestos y calculaban con profusión sus propias estrategias.
El vicecanciller Giulio de Medici contaba con seguidores entre más de un tercio de los enclaustrados, y con ello podía bloquear la elección de otros candidatos. Sin embargo, pronto quedó patente que a pesar de que sus oponentes no ofrecían facciones firmes, por motivos diversos su elección se vería inevitablemente frustrada. Además, los bandos francés e imperial se mostraban ferozmente opuestos el uno con el otro.
Alessandro había esperado hasta entonces que, con los once cardenales más antiguos, que habían vivido los pontificados de Alejandro Borgia y Julio della Rovere, podría al menos establecer una alianza táctica. De esa forma, conservaba las expectativas de completar la mayoría junto con el grupo Medici. Sin embargo, se vio decepcionado. Tal y como pudo comprobar desde el primer día, y Giulio le confirmó de inmediato, ambos debían enfrentarse a dos oponentes terribles: Francesco Soderini, el enemigo acérrimo de los Medici, y Pompeo Colonna, nombrado por el propio León condottiere-cardenal, y que se contaba a sí mismo entre los imperiales, pero hasta la fecha parecía guiarse por alguna enemistad personal de origen un tanto incomprensible o por una táctica política impenetrable.
Alessandro vagó lentamente por la Sixtina, con la mirada vuelta hacia el fresco de Miguel Ángel que decoraba la pared, intentando pensar, algo difícil debido al intenso ruido de la sala. Además, cada vez que daba dos pasos, alguien le hablaba. Sin olvidar el hecho de que de todas partes llegaba el desagradable olor a bacinillas, cazuelas y cubos. Para completar el hedor casi insoportable, estaba además el hollín de las velas. Y todo eso tras el primer día.
Tampoco hacía demasiado calor.
La mañana de San Silvestre, se hicieron visibles los primeros síntomas de cansancio y tedio. Alessandro se reunió de nuevo con Giulio y Lorenzo Pucci, para establecer un nuevo plan estratégico.
—Me doy por vencido, Alessandro —susurró Giulio—. No puedo atravesar la vanguardia de mis enemigos. Solo de oír la palabra Medici, se despiertan las iras. Por eso he delegado en ti, y ya en el primer escrutinio recibiste doce votos, lo que es casi un tercio y bien distanciado de la mayoría. Si nos ganamos a los indecisos, saldrás elegido.
Alessandro miró al suelo y agitó la cabeza.
—¿Y qué fue del segundo escrutinio? Yo pensé que los jóvenes que habían apostado por mí seguirían apoyándome, pero fue justo al contrario: En la segunda vuelta casi me fui de vacío, y Soderini triunfó. ¡Soderini, precisamente! Ya no confío en nadie.
—Puedes confiar en mí. Te digo que saldrás elegido, lo único que necesitas es paciencia.
Pucci asintió y concluyó:
—Debemos seguir intentándolo. Un goteo constante puede romper una roca. Pronto tendremos que conformarnos con comidas frugales, y eso les marcará a esos sebosos la dirección adecuada.
La conversación se vio interrumpida por un alboroto inquieto acompañado de fuertes exclamaciones. El cardenal Grimani yacía sobre una litera, tosiendo con violencia.
—Es el humo, y los vapores emponzoñados —resolló—. Moriré si no se me permite abandonar el cónclave.
—Solo está representando todo esto porque no tiene voz ni voto —dijo Giulio, irritado—. Dejad que se muera. Los demás también tenemos que aguantarnos.
Sin embargo, se llamó a un médico quien declaró bajo juramento que Grimani se encontraba grave, por lo que se tomó en serio su recomendación.
—Uno menos de nuestros oponentes —señaló Pucci—. No está mal. Los demás se van dando cuenta poco a poco de lo serio que se pondrá todo esto. A mí también me falta el aire —y, dicho esto, rompió a toser.
Tras el tercer escrutinio, en Año Nuevo, ninguno de los candidatos se aproximó a la mayoría necesaria.
El aire se enrareció aún más. Durante la noche del 2 de enero se oyeron tantas toses que Alessandro apenas pudo dormir. En lugar de eso, se dedicó a devanarse los sesos pensando cómo podría llegarse a un acuerdo. En cualquier caso, lo principal era conservarse sano: por cada cardenal que cayera, se debilitaba una facción. Lo más problemático era que los cardenales franceses se aproximaban a Roma, amenazando con atraer la proporción de la mayoría a su favor.
La mañana siguiente, Giulio se personó bien temprano en la celda de Alessandro.
—Te propondré hoy por segunda vez —le susurró.
—¿No deberíamos probar con Pucci?
Giulio negó vehementemente con la cabeza.
—Entonces, los demás lo verían solo como mi marioneta. Tú, por el contrario, puedes presentarte tanto como uno de los nuestros como alguien independiente. Eres mayor que yo y se te respeta. Los romanos te aman. Si no fuera por esos delincuentes de Soderini y Colonna… A ellos les debemos nuestra miseria.
—Fue León quien nombró personalmente a Colonna —apuntó Alessandro.
—¿Y cuánto crees que abonó Colonna por ese nombramiento? Era una cantidad a la que nadie podía decir que no.
—El despilfarro de León se cobra ahora su precio.
—Se lo iba a cobrar de cualquier manera.
—Además, ayer oí que alguien iba a proponer a Schinner.
Alguien llamó con suavidad. Giulio se dirigió a la puerta de la celda y permitió el acceso a Pucci.
—¿Schinner? —exclamó finalmente, en voz baja—. ¿Un suizo? ¿Un extranjero? No tiene ninguna oportunidad.
Tal y como había anunciado, Giulio propuso de nuevo al cardenal Farnese, y en aquella ocasión, los prelados jóvenes volvieron a apoyarlo con asombrosa unanimidad. Alessandro agitó la cabeza, porque ya no podía entender qué pasaba por la mente de todo el mundo, ya que aquellos sucesos escapaban a su lógica. Quizá los jóvenes solo buscaran a un hombre mayor del que poder heredar. Sin embargo, a sus 54 años, aún no era tan viejo.
En el siguiente escrutinio, Alessandro logró la mayoría de los votos, pero aún se mantenía lejos de la proporción necesaria.
Las raciones alimentarias diarias se vieron reducidas. Además, se había filtrado, aunque Alessandro desconocía cómo había sido posible, que Francesco Maria no solo se había hecho con el ducado de Urbino de un solo golpe, sino que también se dirigía a Siena. Alessandro observó directamente a Giulio al recibir la noticia: los Medici se estremecieron unidos.
El cuarto escrutinio se saldó sin una línea diferenciada. Igual que el quinto. El sexto no fue muy diferente.
Era ya 5 de enero. El aire era insoportable, respirar se volvía cada vez más difícil. La comida escaseaba, y pronto tendrían que subsistir a base de pan y agua.
Alessandro, a pesar de todo, se estaba aseando un poco cuando Giulio entró precipitadamente en su celda.
—¡Escúchame! —exclamó.
—Shhh —siseó Alessandro, señalando con gesto irritado las celdas contiguas.
Giulio susurró entonces:
—Vayamos a mi celda. Lorenzo nos espera.
Atravesaron el pasillo central, amenizados por el concierto matinal de ronquidos, gemidos, ventosidades y aguas liberadas. Apenas habían llegado frente a la celda de Giulio en la zona del altar, cuando Alessandro comprobó como la puerta contigua, la correspondiente al codicioso Armellini, se abría ligeramente para cerrarse de inmediato.
—Escucha, Alessandro —empezó Giulio—, hoy propondré a Cibo. Es viejo, está enfermo y ya ha empezado a resollar. Los demás pensarán que nos estamos tomando una pausa para reflexionar, que no durará. Y por fin saldremos de aquí. Lorenzo ya ha hablado con Cibo. Está todo hinchado por la repentina importancia que ha logrado. Por supuesto, yo permaneceré como vicecanciller, como Lorenzo ha señalado con rotundidad. Tú serás mi suplente. ¡Es la mejor vía! ¡Cibo no durará mucho!
Giulio había ido levantando la voz con cada palabra, y ni Lorenzo ni el propio Alessandro lograron hacer que la controlara. Para cuando abandonaron la celda de Giulio, vieron como Armellini, su vecino, se dirigía a la de Colonna.
—Lo ha oído todo —dijo Alessandro.
Así era. Armellini le contó todo el plan a Colonna quien, a su vez, acudió a toda prisa a ver a Soderini. Ambos se reunieron con sus allegados, buscaron a Cibo, le explicaron que solo sería una marioneta, que los Medici no tardarían en gobernar tras su próxima defunción… Así fue como dieron al traste con el plan.
En el escrutinio del 5 de enero, no apareció ningún favorito claro.
El 6 de enero, el día de Reyes, Alessandro se levantó con la sensación de que aquella jornada se saldaría con una decisión. No sabía exactamente por qué, pero probablemente se debiera a sus sueños. Luca Gaurico, su astrólogo, lo señalaba y gritaba el «habemus Papam», la familia saltaba de alegría, particularmente Pierluigi, y entonces creía tener a Silvia a su lado. Junto a ella se encontraba Virginia. Ellas se encontraban junto a su catre en la capilla Sixtina, lo besaban al mismo tiempo, cada una en una mejilla, y decían a coro: «Dios es amor».
Entonces, Alessandro se había despertado.
Mientras aún se encontraba en el difuso trance entre la ensoñación y la vigilia, pensaba en que, si Dios se decidía por el amor, entonces Él le devolvería a sus seres amados y no sería elegido. O quizá sería clemente y daría el pacto con el diablo por nulo e inválido. Entonces, sí sería el Dios del amor.
Cuando Alessandro finalmente se despejó del todo, le pareció de nuevo que aquel día se llegaría a una resolución. Se aseó cuidadosamente y se hizo vestir con esmero. El ayuda de cámara le alisó el rebelde cabello que rodeaba su tonsura con ayuda de un peine y de saliva.
Alessandro salió al pasillo central y vio a Giulio haciéndole señas a través del aire turbio y oloroso. Un compañero se aliviaba sonoramente de sus necesidades biológicas en la celda contigua. Alessandro apenas percibía el aire, a pesar de que debía apestar espantosamente. ¿Qué debían estar pensando, allí pegados en las paredes y techos, el Dios y el Adán de Miguel Ángel, la sibila de Delfos y las demás figuras, ante semejante hedor? Dios mismo debía haber enviado sus rayos visto que el Espíritu Santo se negaba a propiciar la toma de decisiones. Quizá no habría sido del todo malo que murieran los más ancianos y enfermos. Entonces, se llegaría de una vez por todas a una solución.
En última instancia, dependía de Soderini y Colonna que ni él ni Giulio fueran elegidos. Ni siquiera entendía a quién favorecían. Nadie hasta el momento había logrado vislumbrarlo.
—Te propondré de nuevo —le gritó Giulio desde lejos, y agitó la mano ante su boca, como si de esa manera pudiera obtener algo de aire fresco—. Los votos decidirán y reinará la razón.
Los cardenales de la facción Medici le dedicaron golpecitos de ánimo en el hombro o asintieron en su dirección.
En el octavo escrutinio, de hecho, obtuvo nuevamente doce votos. Doce de treinta y ocho, lo que seguía estando lejos de los dos tercios. Sin embargo, en cuanto se anunció la cifra, uno de los presentes anunció que se adhería a la mayoría resultante. Otro se mostró de acuerdo. Giulio alzó los pulgares, semiescondido. Pucci sonrió.
De forma imprevisible, ocho cardenales habían manifestado su intención de votar por Farnese. Ya contaba con veinte votantes. Necesitaba veintiséis. Todo indicaba que, a pesar de la agria oposición de Soderini y Colonna, lo conseguiría. Muchos estaban hartos de morirse de hambre y de pestilencia por culpa de aquel estancamiento sin sentido. La ronquera y la tos los atormentaban a casi todos. Los primeros compañeros comenzaron a preguntarle a Alessandro por lo que recibirían por su apoyo. Otros expresaron abiertamente sus deseos. Como ellos mismos señalaron, aún no había salido elegido. Lo mejor sería que firmara de inmediato una capitulación en la que estableciera de forma clara qué prebendas repartiría y con quién.
Giulio habló con Della Valle, y tras unos instantes, exclamó: Una vez más. Farnese tiene veintiún votos.
Aplausos, gritos, maldiciones.
Entonces, Lorenzo Pucci ahogó todas las voces con la suya propia al vociferar, desde el altar:
—Habemus Papam.