Capítulo 38

Roma, palazzo Farnese - 9 de enero de 1522

Constanza olvidó las lágrimas durante el camino de vuelta a casa y se mantuvo muy pegada a Pierluigi, pues la gente que se tambaleaba por las calles tras la noticia gritaba como posesos, maldecía, sollozaba y se golpeaba. Nadie conocía a aquel hombre de lejanas y bárbaras tierras con aquel nombre impronunciable, pero todos temían que se les saqueara a su llegada. León les había proporcionado trabajo a todos de una forma u otra, había repartido limosnas entre los necesitados, había procurado pan y vino a los romanos sin coste alguno y había celebrado fiestas excelentes: aquel año, por el contrario, se suspendía ya el carnaval, con sus diversiones, sus borracheras, las actuaciones teatrales y los desfiles… ¡A dónde iban a ir a parar!

Un frailuco barrigón, como Constanza no podía evitar considerarlo, aseguró incluso que el nuevo Papa permanecería en España y trasladaría allí el Vaticano. Él mismo pensaba partir de inmediato y buscar un hogar al otro lado del mar. Al igual que en los tiempos de Aviñón, Roma se empobrecería y pudriría.

Constanza llegó a oír voces que aseguraban que Francesco Maria, ese condottiere sin corazón, no tardaría en presentarse en Roma con sus tropas para saquearla, en represalia a la ingratitud de los Medici y las injusticias cometidas contra él.

Llegados a casa, tuvieron que informar a Bosio y Girolama, Ranuccio y Baldassare, así como a los curiosos miembros de la famiglia, de las malas noticias. Les siguieron el asombro y la furia. Los niños, que percibían los cambios de humor en sus padres y en los demás adultos, se comportaban de forma tozuda y desobediente, pataleaban, lloriqueaban y se quejaban.

Bosio agitó la cabeza y le dijo a Constanza:

—Vayamos a Santa Fiora: allí podremos vivir en paz con nuestros hijos.

A través de las lágrimas, ella lo miró con furia.

Girolama sollozaba sin freno, hasta tal punto que Pierluigi tuvo que propinarle un bofetón. Sin embargo, cuando reparó en que había sufrido recientemente graves hemorragias, la tomó en sus brazos e intentó consolarla con torpeza.

Incluso su madre estaba afectada, pálida, desvelada, pero no dijo nada. Literalmente, nada. Se limitó a coger a su nieto menor en brazos y a apoyar la cabeza del pequeño sobre su mejilla.

Su padre no apareció hasta ya bien caída la noche, acompañado de su ayuda de cámara y secretario: andrajosos, malolientes, absolutamente agotados, hambrientos y sedientos. Dijo únicamente:

—Casi nos hacen pedazos en plena calle. Roma está en pie de guerra.

Entonces, pidió un baño, pero antes de que terminaran de llenar la bañera con agua caliente, se quedó dormido en una silla. Sus nietos le despertaron, Constanza y Pierluigi le rogaron que les contara todo, pero él les pidió:

—Dejadme, primero tengo que reponerme.

Parecía destrozado, hundido, apaleado, al borde de sus fuerzas.

Únicamente a la madre le permitió que lo acompañara hasta el baño y se sentara a su lado. Constanza se paseó arriba y abajo frente a la chimenea. Los demás meditaban en silencio. Tras unos instantes, la joven ya no pudo soportarlo y se dirigió nuevamente al cuarto de aseo, donde su padre yacía en la tina con los ojos cerrados y la mano aferrada a la de la madre. El recuerdo de Paolo la azotó con fuerza: en aquella misma tina había encontrado la muerte.

¿Por qué no lo había cuidado lo suficiente? ¿Por qué no había sido capaz de impedir la malicia de Pierluigi? Sí, al final, la responsabilidad había sido suya.

Constanza regresó al recibidor y rompió a llorar desconsoladamente.

—¡Para ya, niñata llorona! —tomó Pierluigi la palabra—. Os han vencido. Os han jodido la estrategia.

Ella se limpió cuidadosamente la nariz, se secó las lágrimas de las mejillas e intentó eliminar el recuerdo de Paolo.

Miró a su alrededor: todos, exceptuando Pierluigi, habían abandonado la habitación.

—¿Dónde están los demás? —preguntó.

—Se han largado, se han ido a la cama, ¡qué se yo! —murmuró Pierluigi.

Ella no insistió, pues no lograba apartar la imagen de Paolo de su mente. Su rostro amoroso y dulce se le volvía a aparecer frente a ella, una y otra vez… ¡Si aún estuviera con ellos! Si estuviera sentado allí, junto a la chimenea. Le habría colocado el brazo en torno a los hombros y habría tratado de consolarla…

—O bien marchamos todos a Tortosa o a donde el emperador nos envíe. Ya has oído lo que ha dicho el fraile —exclamó Pierluigi, aún lleno de ira.

Finalmente, el padre apareció, peinado y limpio, pero encorvado y cansado. La madre se había marchado sin despedirse.

—Todo el mundo se volvió loco de repente —dijo únicamente—. Fue Giulio quien propuso al flamenco. Originariamente solo debía haber sido otro de sus retorcidos trucos. El propio Giulio nunca se imaginó que el cardenal Caetanus les arengaría con tal convicción y que todos se subirían al carro a trompicones.

Se sentó ante ellos y preguntó por Ranuccio.

—Dormido —respondió Pierluigi—. O escribiendo poemas con Baldassare. Ahora, cuéntanos. Trece días de cónclave, ¡y ahora esto! Podría estrangular al tío Giulio con mis propias manos.

El padre comenzó a narrarles los pormenores con voz entrecortada. Pierluigi arrojaba un leño tras otro al fuego, que chisporroteaba.

Entonces, el ayuda de cámara anunció la llegada del vicecanciller, el cardenal Giulio de Medici.

Constanza no podía creer que el tío Giulio se presentara allí, precisamente aquel día y a tan tardía hora. También su padre se mostró sorprendido, sin embargo lo saludó amistosamente. El tío Giulio le tendió su anillo e incluso le dio unas palmaditas en la mejilla. Se volvió después hacia Pierluigi, quien únicamente gruñó, pero no se movió.

—Alessandro, hijos, estáis viendo a un hombre derrotado —el gesto patético de Giulio resultaba lamentable.

—Giulio, déjate de palabrería —repuso el padre.

Constanza miró al Medici con atención, pero la inestable luz del fuego y las escasas velas de la estancia impedían que pudiera leer nada en sus rasgos.

—No se posó sobre nosotros la iluminación del Espíritu Santo —replicó.

El padre se inclinó, ponderador.

—Quién sabe si esa elección habrá sido la correcta o no. Quizá el látigo de un pontificado estricto nos devuelva el sentido común. Hemos vivido en la pompa, hemos festejado sin medida, hemos construido sin mesura, y hemos dirigido guerras sin sentido. Reflexionar un poco es algo necesario. Como dice San Mateo en el texto griego: «Metanoeite, cambiad». Y si esa sentencia no nos conmueve, entonces el obispo de Tortosa nos inculcará la dudosa traducción de San Jerónimo al latín: «poenitentiam agite, ¡haced penitencia!».

—Como de costumbre, al contrario que tú, no he aprendido griego, ni he tenido tiempo para reflexionar sobre la exactitud de una traducción, y no haré penitencia ante nadie. Ni siquiera un estricto profesor del emperador tendrá nada que reprocharme —el tío Giulio parecía irritado y nervioso—. En cualquier caso, eso ya es agua pasada. Lo que Caetano me ha contado de Adrian es escalofriante. Roma vivirá su decadencia. Por eso me marcharé de inmediato a Florencia, donde al fin y al cabo soy arzobispo. Debo mantener a raya a Francesco Maria y preservar la influencia de los Medici en la Signoria, así como asegurar nuestras casas bancarias frente a los ataques de Soderini. Soderini, si lo hubiera sabido… —se volvió a Constanza y Pierluigi—. Él es el auténtico bribón que se oculta entre los cardenales, el que nos ha empujado a esta situación. León debería haberle hecho pasar por la cuchilla después del descubrimiento del atentado de Petrucci. Siempre es un error que un criminal no afronte las consecuencias de sus actos. Lo mismo es aplicable al autoproclamado duque de Urbino. Más tarde o más temprano, acaban por vengarse.

—Lamentar los errores del pasado no nos lleva a ninguna parte —replicó el padre con tono entristecido—. Yo también me he planteado si no debería retirarme a Capodimonte…

De pronto, el tío Giulio dio un respingo, se inclinó hacia el padre, le cogió de la mano.

—¡Alessandro, no podemos darnos por vencidos! Ninguno de los dos, ¡aún somos amigos! ¿No nos unió el tío Lorenzo, el padre de todos? Si Soderini o Colonna logran separarnos, podemos darnos por acabados. De momento, hemos perdido una batalla, pero no la guerra. Quién sabe si Adrian llegará si quiera a aceptar el resultado de la votación… Si no es un completo idiota, renunciará al cargo, que no es para él más que un lastre. Tendría que viajar en pleno invierno, podría enfermar o incluso morir… ¿Entiendes? ¿De dónde sacamos el dinero para traerlo en barco con seguridad? Los piratas turcos solo necesitan saber de esto a través de los franceses y…

El padre miraba en silencio al tío Giulio, que se había ido levantando, sin soltar la mano de su compañero cardenal.

—Alessandro, ¿quién te propuso la mayor parte de las veces? —la voz del tío Giulio sonaba con insistencia, casi chillando.

—Sé que fui tu candidato solo porque la oposición contra ti era como un muro. Pero quizá haya sido precisamente eso lo que me haya dañado —el padre había hablado con voz calmada.

El tío Giulio apartó la mano.

—¿Cómo puedes decir algo así? ¡Eso es una traición a nuestra amistad!

—Giulio, ¡cálmate! —el padre permaneció reposado—. Pensemos en la situación con toda claridad, sin ilusiones. Soderini odia más que nada a tu familia. Muchos temían que tras el pontificado de León, la influencia constante de una familia, de tu familia, repitiera el caso de los Borgia, o incluso de los Della Rovere.

—¿Quieres renegar de mí? —repuso con voz estridente.

—Por supuesto que no, querido Giulio, nuestra amistad vale mucho más que eso; nunca olvidaré que tu familia me acogió durante los numerosos años de exilio. Yo amaba a tu padre Giuliano, y lo sabes, os amaba a todos, especialmente a las mujeres, que eran hermosas, encantadoras y llenas de vida. A tu tío Lorenzo lo sigo venerando aún hoy, treinta años después de su muerte —realizó una pequeña pausa, y después continuó—. Quizá simplemente deberíamos marchar separados, para poder atacar mejor conjuntamente.

—¡Eres un traidor desagradecido! —repuso el tío Giulio, con voz llorosa.

Gesticulaba vivamente con los brazos, como si quisiera maldecir a Alessandro con aquella pantomima, pero se quemara a mitad de camino. Logró emitir un último exabrupto antes de abandonar precipitadamente la sala.

El padre agitó la cabeza negativamente.

—¡Ese imbécil susceptible!

—¿Quieres decir que a partir de ahora será nuestro enemigo? —preguntó Constanza con voz suave.

—Le retorceré el pescuezo —amenazó Pierluigi.

—¿Acaso fue en algún momento nuestro amigo? —el padre observaba fijamente el fuego—. No sé lo que nos espera a partir de ahora…

La hija del Papa
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