Capítulo 10

Roma, Vaticano - 10 de julio de 1513

Aquel caluroso día de julio, el papa León convocó a Alessandro a una audiencia. Mientras el pontífice recibía en el aula regia, se dedicó a pasear hasta la logia del segundo piso del palacio para entretenerse durante la espera y tomar un poco de aire fresco, además de probar suerte con la esperanza de encontrarse con Rafael. El pintor debía haber concluido ya el retrato de Silvia encarnando a una madonna.

Apenas había surgido Alessandro de entre cubos de agua y argamasa calina, de cacerolas y ollas con colorantes y pinturas mezcladas, de paletas y pinceles, cuando descubrió al artista de pie sobre el andamio, observando su trabajo con mirada crítica. Junto a él, la pequeña niña de cabello oscuro. Los dos se volvieron al mismo tiempo, Rafael le saludó con un «Eminencia» y una reverencia irónicamente exagerada, y le indicó que subiera a la plataforma. Alessandro trepó sin dificultad hasta la inestable superficie y tendió el anillo tanto a Rafael como a la niña para que se lo besaran. Le acarició la mejilla a la pequeña como si hubiera sido su hija o su nieta, y ella no se apartó, sino al contrario: le miró a los ojos e incluso sonrió.

—Ésta es mi pequeña ayudante, Virginia —la presentó Rafael, quien probablemente se había percatado de su mirada fascinada—. Cuando era pequeña fue modelo para mis putti, y para niños Jesús. Aprende con tanta facilidad, que desde entonces me ha ayudado a mezclar las pinturas, me ha traído vino y tentempiés, y pronto podrá servirme también como modelo para ángeles o jóvenes santos. Incluso puede que algún día sea ella misma pintora, ¿por qué no?

Alessandro se limitó a asentir sin encontrar palabras adecuadas: habría podido guardar en ese momento a la pequeña Virginia en su corazón, y ese sentimiento le sobrecogía, no solo porque fuera una niña tan abierta, tan bella y natural, probablemente también dotada y aplicada, sino… Sí, ¿por qué era exactamente? Alessandro no podía apartar los ojos de ella. Le recordaba a alguien, eso era. Se parecía a alguien… La sonrisa, quizá… ¡Y los ojos! Eran aquellos ojos oscuros, ligeramente rasgados. La estancia no estaba iluminada en exceso, pero toda la oscuridad relucía en la muchacha, incluso el sedoso y brillante cabello y la piel, lisa y morena.

Sí, los ojos: aquellos ojos rasgados le recordaban a Silvia. Y la sonrisa a la joven Giulia, a su querida hermana, que había hecho enloquecer a todos los hombres con su sonrisa inocente y a la vez seductora: ¡pero esa Virginia era aún una niña!

La muchacha no dejaba de mirarlo, escrutadora y a la vez sonriente. Rafael seguía hablando sin que nadie lo escuchara, informando de una imagen de una madonna que había realizado por encargo del papa Julio, con San Sixto a un lado, por lo que la llamaba simplemente, la Madonna sixtina, en la que el santo debía parecerse a Sixto, el tío de Julio, sin negar tampoco las similitudes con el propio pontífice.

—El papa Julio era vanidoso y ambicionaba la gloria, no hay más que pensar en el sepulcro que encargó a Miguel Ángel y que éste nunca llegará a terminar: lo profetizo, como que soy el gran Rafael. ¿Me estáis escuchando?

Alessandro se volvió hacia el pintor. De hecho, los ojos familiares y llenos de secretos de Virginia le habían enviado en una extraña y melancólica búsqueda…

—¡Claro! El papa Julio era vanidoso, sin duda, y también ambicionaba la gloria… Como lo hacemos todos.

Rafael ignoró la pequeña broma y le cogió del brazo.

—Entonces, observad el retrato del papa Julio en mi Expulsión de Heliodoro, ¿no está logrado? Incluso mejor que la Misa de Bolsena.

Se detuvieron juntos frente al fresco, y de hecho, Alessandro vio ante sí al mismísimo y sonriente Julio, como tantas veces le había contemplado en el consistorio.

—¿Y qué os parece la Stanza della Segnatura? ¿Queréis echarle un vistazo? —le hizo una señal, cogió a Virginia de la mano y se apresuró fuera.

Alessandro los siguió.

Se detuvieron ante el fresco del papa Gregorio, al que Rafael le había otorgado los rasgos de Julio, y el pintor señaló las figuras justo a la derecha del pontífice.

—Esa mirada penetrante, ese mentón marcado, que denota una voluntad férrea… ¡Llegaréis lejos, Eminencia!

Rafael combinó el halago con un toque de ironía en la voz, y Alessandro se percató del tono.

—Maravilloso, sin embargo mi visión es demasiado servil. Si el papa Julio estuviera mejor representado, creería que está vivo ante nosotros. Sois un verdadero Zeuxis, Rafael, un maestro incomparable.

—¿Mejor que Miguel Ángel? —el pintor sonrió, lleno de expectativa.

Tenía el rostro enmarcado desde hacía poco por una barba oscura y un cabello tupido y desbordante que, cortado por una recta raya al medio, le caía por ambos lados. ¿No parecía una reencarnación del mismísimo Jesús? Como mínimo, recordaba al arcángel a quien le debía el nombre.

—Los dos sois incomparables.

—¿Y Leonardo?

—Sois la tríada celestial, la divina trinidad.

Rafael sonrió con suma ironía, mientras le observaba penetrante como un inquisidor dominico, de aquéllos que aparecían con frecuencia en el Vaticano pero rara vez permanecían mucho tiempo. Le miró con tal intensidad que Alessandro, durante un instante, se sintió inseguro, y tosió llevándose la mano a la boca.

—¿A quién le encargasteis que os pintara primero a vos y luego a la madonna Silvia? —preguntó Rafael.

—A vos.

—Pues ahí lo tenéis. Exigís lo mejor y al mejor, y no queréis seguir siendo cardenal eternamente.

—¿Por qué me miráis así? ¿No ansía todo el mundo ser el mejor?

—Yo soy el mejor. No solo el papa Julio, también el papa León enloquece por mis pinturas.

Alessandro rió.

—Es algo que se puede comprobar en vuestros precios.

Virginia había permanecido todo el tiempo junto a ellos, en un discreto segundo plano, pero sin perder atención, alternando la mirada entre el uno y el otro.

—Y ella, ¿de dónde ha salido? —preguntó Alessandro, volviéndose a la pequeña—. ¿Cómo se llama su padre?

Un velo cubrió sus ojos.

—Padres, padres tenemos muchos —respondió Rafael sin moverse del sitio—. Una donna de nombre Maddalena Romana, a la que llaman la Magra, me ha encomendado cariñosamente su cuidado. Sin duda conocéis a la dama en cuestión. Incluso creo que fuisteis vos quien me dio sus señas… cuando buscaba una modelo.

Alessandro asintió brevemente.

—Pero no eres muda, ¿verdad? —dijo, dirigiéndose a la niña una vez más.

—No, Eminencia —respondió ella con una voz clara y limpia.

Aquella mirada animal, de ojos negros como la pez, volvió a atraparlo.

Rafael había mencionado a Maddalena, la Magra. La niña descendía, por tanto, de una de sus confesantes de Campo de Fiori. ¿Y el padre? ¿Podría serlo Rafael, aunque no quisiera admitirlo? Alguna similitud había entre ellos. O quizá fuera algún prelado de alto rango que no debiera nombrarse. En cualquier caso, y por motivos evidentes, las cortesanas solían afirmar con rotundidad que sus hijos provenían de la semilla de importantes dignatarios o de destacados aristócratas. Sin embargo, ¿podía Maddalena saber con certeza quién era el padre de su criatura?

De pronto, Alessandro se encontró mal.

¿Cuándo había nacido exactamente aquella niña? Y lo que era más: ¿no debía haberla visto en alguna ocasión en que su madre hubiera acudido a misa a San Girolamo? ¿O Maddalena la habría entregado antes que eso a la famiglia de Rafael?

Alessandro dio un respingo y quiso marcharse. El pintor lo observó, quizá creyendo saber algo que no le incumbía en absoluto, o que se hubiera imaginado. Ya había suficientes rumores en Roma, no solo los auténticos en torno a la historia de la bella Giulia, y su recordatorio como cardenal Gonella, sino que probablemente en las tascas de Campo de Fiori se le atribuyeran muchos más hijos, fruto de su antiguamente voraz virilidad…

Un profundo suspiro apresó el pecho de Alessandro.

Maddalena, la Magra, con sus ojos de un tono pardo oscuro, probablemente dilatados por acción de la belladona, con su escote generoso y su forma de hablar cantarina y atimbrada… A diario escuchaba en el confesionario la letanía susurrada de su erótica cotidianidad. Incluso para un hombre experimentado como él, aquello no siempre era fácil de soportar…

Vivía en una hermosa casa con columnas en la entrada y un balcón cubierto de glicinia, sobre cuya barandilla a ella le gustaba apoyarse para saludar a sus admiradores y dejarse desear. No solo se confesaba con regularidad, sino que le gustaba acudir a misa a San Girolamo, sentarse no a demasiada distancia de la familia Farnese, aseada y pulcra hasta la raíz del pelo, atravesado de sombras doradas, con una aureola fragante que la seguía como una red de pesca en la que los ricos admiradores de su belleza quedaban atrapados, y rodeada por todo un cortejo de criados y seguidores. Miraba altanera a la gente, dedicaba limosnas aún más altaneras a los pobres y arqueaba el pecho en cuanto un alto prelado o un acaudalado aristócrata se le acercaba.

La Magra, que ya no era tan delgada.

Paolo había sido su favorito. Cuando, acudiendo a misa, se había cruzado con Alessandro, nunca había perdido la oportunidad de acercarse a Paolo para dedicarle un abrazo. Silvia, que tenía un gran corazón, soportaba el impropio comportamiento de la cortesana. La Magra, por supuesto, también le acariciaba la cabeza a Ranuccio y le regalaba golosinas. Ante él, el cardenal, y los hombres más influyentes del barrio, apartaba la mirada con irónico recato, besaba su anillo como si se lo quisiera tragar y se dirigía al confesionario, rodeada de su nube de fragancia embriagadora…

Alessandro suspiró de nuevo y miró a la niña y la sonrisa burlona en los ojos de Rafael.

—Tengo que irme, maestro —e involuntariamente acarició la cabeza y la mejilla de Virginia—. Que Dios te bendiga, hija mía.

La sonrisa sardónica de Rafael creció aún más. Virginia se apoyó sobre una rodilla.

—Padre…

La hija del Papa
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