Capítulo 53

Frascati junto a Roma - 10 de mayo de 1523

Cuando Constanza se despertó, el desnudo Bosio abría ya los postigos de la ventana y dejaba que una oleada de luz dorada inundara la estancia. Ella se levantó y se arrodilló ante el altar de la habitación para rezar. Apenas había formulado las primeras palabras del Magnificat, la sombra de Bosio cayó sobre ella, y no pudo ignorar el hecho de que la lujuria de la noche anterior no había hecho mella en la lujuria de la mañana.

—¡Déjame rezar! —susurró ella, pero él agarró sus dos abultados pechos y los alzó, obligando al resto de su cuerpo a seguirlos—. ¡Ya estoy embarazada!

Como respuesta, Bosio deslizó la mano delicadamente por su abdomen. Después, siguió descendiendo. Constanza suspiró y contuvo el aliento. Él apretó su firme cuerpo contra las tiernas curvas de su esposa, quien se dejó caer hacia adelante. La cama fue su salvación de las baldosas frías y duras. Ocultó la cara en los cojines y recibió la estocada de Bosio. Si no miraba a nadie a los ojos, podía imaginar que era otro, el caballero de barba negra y ojos tristes, quien la abrazaba. Apenas podía pensar ya por el doloroso y a la vez anhelado impulso que sentía en su interior, cuando la idea del pecado sometió como una sombra a sus sentidos, haciendo que retomara sus rezos, repitiendo sus palabras, rogando a Dios e implorando a la Virgen Madre, hasta que su cuerpo se rebeló contra su voluntad, robándole el aliento de cada palabra y anulando cualquier pensamiento.

Serios, pero no malhumorados, sus padres bajaron a desayunar, mientras los niños se encontraban ya revolviendo en el jardín con Bosio, corriendo por el laberinto de setos y árboles, jugando al escondite. Hacía tiempo que Constanza no se encontraba tan bien, y Pierluigi y Girolama parecían tan felices… Ranuccio, sin embargo, se mostraba preocupado y observó largo rato unas rodajas de naranja cubiertas de azúcar antes de meterse una en la boca.

Mientras su mujer ordenaba un ramo de narcisos tardíos, Pierluigi le tomaba el pelo a Girolama, quien se carcajeaba con ojos resplandecientes y probablemente esperaba descendencia. Ya era hora, pues Alessandro, su primogénito, celebraría próximamente su cuarto cumpleaños.

El padre parecía estar dispuesto a dar una noticia importante, pero antes de llegar a elevar la voz, Pierluigi se desató. Estaba de un humor inmejorable, y eso significaba lo de siempre: debía fanfarronear de sus actos heroicos. Por lo que comentó, las últimas semanas en Roma habían sido salvajes: Giovanni, il Diavolo, y él habían pasado juntos noche tras noche, taberna tras taberna, cortesana tras cortesana…

Cuando Constanza reparó en que el resplandor de los ojos de Girolama se difuminaba de pronto, lo interrumpió:

—No creo que ninguno de los presentes esté interesado en tus proezas nocturnas.

Pierluigi enmudeció como por ensalmo, y así su padre pudo continuar:

—¿Y quién pagó tus visitas a las caras cortesanas?

Por desgracia, la pregunta fue de lo más inoportuna, pues Pierluigi se jactó de inmediato de que Giovanni lo había pagado todo, que repartía a espuertas los ducados, como hacía siempre, pues consideraba la generosidad como un deber personal, tomaba al mismo tiempo lo que le correspondía, disfrutaba la vida, amaba a su hijo y daría su vida por la Iglesia de ser menester.

—Sería más sensato por su parte renunciar a toda acción descabellada y honrar la propia vida —le espetó su padre, con una mirada significativa dirigida a Ranuccio.

—Será mejor que te preocupes por Girolama —le ordenó también su madre.

El padre añadió:

—Todos estamos esperando un segundo heredero. Cómo de rápido tu Alessandro…

La madre posó una mano sobre su brazo y le interrumpió.

—Esta mañana no.

—¡Piensa en Paolo!

Constanza suspiró. ¡Con lo tranquila que había empezado la mañana, lo alegre y risueña que le había parecido! Sin embargo, conforme la conversación familiar se iba desviando, la atmósfera se iba oscureciendo. Paolo llevaba ya diez años muerto, y sin embargo su padre tenía que volver a sacarlo a colación cada dos por tres, reabriendo las heridas. Cuando ella se levantó e hizo ademán de reunirse con Bosio y los niños, su padre le indicó con un gesto burdo que se mantuviera sentada.

—Tengo que hablar con vosotros acerca de Ranuccio —dijo él, con un tono que a la joven no le gustó en absoluto.

Más bien debería hablar de Virginia y Maddalena…

Ranuccio alzó unos ojos inquietos y dio la impresión de querer desaparecer de allí en ese mismo momento.

—Nuestro pequeñín se ha hecho un hombre —rió Pierluigi—, y quiere ser soldado, por lo que sé, igual que lo es su hermano y lo fueron su abuelo y su bisabuelo. No tiene ninguna gana de meterse en ese cenagal eclesiástico de castrados consagrados.

—¡Cómo te atreves a hablar! —le espetó su padre.

La madre agitó la cabeza.

—¡Pierluigi, por favor!

—¡Es verdad! —protestó él.

—Ese cenagal eclesiástico os ha permitido disfrutar de una hermosa villa, residir en uno de los palazzi más grandes de Roma, y poder gastar dinero en cortesanas —el padre parecía enojado, incluso dolido.

—Esta villa pertenece a las posesiones de los Ruffini, a nuestra madre —replicó Pierluigi—, y como ya he dicho, fue Giovanni quien pagó las cortesanas.

—¿Y quién amplió y embelleció la villa y añadió los jardines? —añadió el padre, con voz cada vez más áspera.

Pierluigi no lo escuchó.

—Además, yo no hago nada con las cortesanas, con sus pechos blandurrios y sus culos gordos.

—Ya conocemos tus particulares inclinaciones —exclamó su padre—. Ya nos han dado suficientes preocupaciones.

Entonces, Girolama se levantó, con los ojos preñados de lágrimas.

—Ay, niña —suspiró la madre—. Espera, quédate con nosotros.

En vano. Girolama rompió a sollozar y se marchó de la habitación.

Se estableció un silencio tenso. Constanza se encontraba realmente enfadada. ¿Qué había de ella? ¿Es que no jugaba ningún papel en esa familia? Una vez más, todo giraba en torno a los hijos varones. A ambos los había legitimado el tío León, al contrario que a ella. Aunque ese hecho se había producido hacía ya mucho tiempo, y no quería pensar en ello, pues ya tenía suficientes quehaceres con Bosio y los niños, y sin embargo aún le producía rabia. La iluminación a través del papa Adriano, y su encuentro diario con Dios a través del rezo, sus esfuerzos por ser una persona mejor, más devota, por preocuparse por su familia, por sus hijos y su padre, todo ello había llevado a dejar de pensar en la humillación que suponía no ser legítima.

¡Y sin embargo…!

La alusión de su padre a las «particulares inclinaciones» de Pierluigi habían logrado, por fortuna, hacerle callar durante un momento, pero pronto retomó una vez más la palabra.

—Giovanni quiere tomar posesión del gobierno de los Medici en Florencia y, tras eso, convertirse en duque de Urbino. Tiene razón. Es el único Medici que realmente sirve para algo.

El padre frunció el ceño.

—Hay otro antes que él en la lista, y ése es el hijo de Giulio.

—¿Ese bastardo de una esclava negra? Es un inútil que se dedica a meterles mano a las criadas.

—Eso no lo sabes. No lo conoces, y además solo tiene trece años.

—Giovanni lo conoce, y también Maria, su mujer.

—El Papa solo le ha otorgado a Giovanni un cargo militar, y nada más. Con razón. Tu Giovanni es un descarado insensato, además de un manirroto, y no es buen ejemplo para ti.

Constanza se preguntó por qué su padre estaba alimentando esa discusión. Era mejor ignorar la tendencia de Pierluigi a hablar demasiado, y simplemente limitarse a no prestarle ningún crédito.

Sin embargo, Ranuccio se entrometió en la discusión diciendo:

—Giovanni es un tipo estupendo —exclamó, a lo que sus padres se volvieron a mirarle, atónitos, mientras Pierluigi sonreía socarrón—. Yo también lo admiro.

—¿De qué lo conoces?

—Bien, aquí tenemos nuestro pequeño secreto. —Pierluigi siguió sonriendo, y como su padre no replicaba, acrecentó su descaro—. Pues bien, querido papá, imagina que al fin llegas a ser Papa, y que me proporcionas un título de duque. Tienes muy altas expectativas y yo, como tu hijo y heredero, las tengo igualmente altas. Pero antes de eso tenemos que librarnos de Adriano.

—¿Qué quieres decir con eso? —Constanza ya no pudo reprimirse más—. ¿Estás hablando de un atentado?

—¿Por qué no?

Pierluigi disfrutó la reacción que su comentario había provocado. Su madre agitó la cabeza, su padre palideció y luchó por encontrar palabras. Antes de poder llegar a replicarle, Ranuccio se levantó y sentenció:

—Quiero un puesto de capitano. Giovanni me enseñará y entonces…

—Giovanni es mi amigo, no el tuyo… —bufó Pierluigi.

—Puede ser amigo de los dos.

—¡Escuchaos pelear! —le espetó Constanza a los dos.

—¡Pero si no estamos peleando! —repuso Pierluigi, con fingida indignación.

Constanza hubiera preferido abandonar el desayuno familiar con un fuerte portazo. Ya había soportado bastante a los hombres en general, y a su hermano Pierluigi en particular. Ella hubiera querido haber hablado de la cuestión de Virginia… Quizá no con un tono de gravedad, pues no quería desenmascarar a su padre, no delante de sus hijos. Toda aquella conversación estaba resultando de lo más inapropiada.

—¡Vayamos al parque con los niños, Alessandro! —dijo la madre, tomando al padre de la mano.

Pierluigi aún gritó a su padre.

—¿Cuándo vas a deshacerte de ese bárbaro? ¿Por qué no le has cortado el cuello hace ya tiempo?

El padre lo miró con cansancio.

—Querido hijo mío, no es tan sencillo como eso.

—Sí que lo es. Corre hacia tu enemigo y enfréntate a él. Y entonces… —y diciendo esto, fingió degollarse a sí mismo.

El padre se había dado la vuelta asqueado, pero continuó hablando con serenidad.

—La situación no tiene salida. El papa Adriano siempre ha querido la paz, y sin embargo Soderini y, sobre todo, el rey francés, han conseguido que la guerra en Milán resulte inminente. Ha vuelto a empezar. El emperador se inmiscuirá, primero ganarán los unos, luego los otros, y mientras tanto nuestra hermosa y rica tierra será arrasada. Lleva ocurriendo treinta años y cada vez es peor.

—Bien, entonces cerraré una nueva condotta —dijo Pierluigi, notablemente menos fanfarrón que hacía algunos minutos.

El padre no lo escuchó, se limitó a añadir en voz baja, casi inaudible:

—El Papa está desesperado, acabado. No aguantará una guerra con sus altibajos.

—Entonces, ¡es nuestra oportunidad! —exclamó Pierluigi—. El bárbaro estirará la pata sin más, ¡y tú serás por fin Papa!

La hija del Papa
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