Capítulo 77

Roma, Vaticano - 6 de mayo de 1527

Alessandro no había llegado a unirse a los festejos triunfales tras la muerte de Borbón, ni siquiera cuando Clemente alzó los puños y los prelados bramaron fuera de sí como una horda de salvajes. Por fortuna Clemente se apartó de él tras unos instantes para dejarse abrazar y vitorear por la eufórica congregación.

Ante Alessandro se alzaba el dorado crucifijo, imperturbable ante la oscuridad de la basílica. Intentó concentrarse y sumirse en una fervorosa oración de agradecimiento, pero no tardó en encontrarse recitando salmodias vacías mientras sus pensamientos se volvían a sus hijos. ¿Se encontraría Pierluigi entre los atacantes? ¿Habría resistido Ranuccio sobre el muro del borgo? ¿Habrían sobrevivido los dos?

—¿Por qué no llega de una vez el ejército de la Liga? —bramó un papa Clemente súbitamente solemne, haciendo que el júbilo de los prelados también se diluyera—. ¡Es un escándalo! Estamos luchando por sobrevivir mientras el duque de Urbino se da la buena vida, en lugar de ganarse su salario combatiendo. —Clemente ya no parecía triunfal, sino furioso—. Os voy a decir algo —su rostro había adquirido una expresión cargada de odio—: Francesco Maria quiere vengarse de mí, de los Medici, y ésa es la causa de su cobarde indecisión. No deberían llamarlo veni, vidi, fugi sino veni, vidi, odi. Pero ya me encargaré de que olvide sus odios. Tras la expulsión de los bárbaros me encargaré de que se le acuse de traidor y se le destituya. Me haré finalmente con su ducado. La maldición del anathema lo perseguirá eternamente y sin descanso el resto de su vida.

—Sería mejor que te retiraras ya al castillo de Sant’Angelo, para tu seguridad —le interrumpió Alessandro.

—¿Qué? —el papa Clemente se volvió hacia él, lleno de rabia—. Pero, ¿qué clase de incrédulo eres, Alessandro? Renzo da Ceri me ha asegurado que los bárbaros no lograrán subir por los muros y ahora su cabecilla está muerto. Las tropas de la Liga no pueden demorarse eternamente, puesto que además de Urbino también los lideran Guicciardini y Saluzzo, a quien ya he escrito numerosas cartas apremiantes y enviado mensajeros de alto rango. Los ejércitos tendrán que llegar algún día, y rematarán a los bárbaros.

Clemente se dirigió lleno de resolución hacia la puerta que llevaba a sus aposentos privados. Entre el cortejo de sus leales, que lo siguieron, se encontraba Alessandro.

Una vez en la estancia, Clemente se acomodó sobre un banco y Alessandro quiso despedirse, pero Clemente volvió a levantarse y le pidió que se quedara.

Durante un instante los dos hombres se observaron en silencio.

—Ignoro dónde se encuentra mi hijo Alessandro —dijo Clemente de inmediato—. El populacho florentino debe haberlo expulsado de la ciudad, pero tampoco está en Roma… Estoy preocupado —levantó la mirada, buscando la de Alessandro con sus ojos ligeramente estrábicos—. Ya sabes lo que se siente cuando un hijo te causa preocupaciones.

Alessandro se limitó a asentir.

Desde la plaza de San Pedro ascendieron los gritos de alarma, chillidos y voces, así como disparos renovados en la lejanía.

—¿No deberíamos…? —dijo Alessandro mientras trataba de levantarse, pero Clemente lo retuvo con firmeza.

De nuevo se sentaron en silencio.

El fuego de los arcabuces se redobló y, después, se interrumpió casi por completo. También el tipo de ruido cambió, aparentemente aumentó, se aproximó. Alessandro se levantó decidido y se dirigió a la logia. Lo que vio le hizo estremecerse de terror: soldados enemigos se precipitaban por las calles…

Numerosos ayudas de cámara aparecieron a toda prisa, gritándole a Clemente, y entre ellos se encontraban algunos cardenales, como Schönberg, Salviati… Nadie hizo ninguna otra pregunta, Clemente se levantó y se lanzó hacia el pasillo que conducía al castillo de Sant’Angelo. Todo el mundo se gritaba entre sí, se precipitaban por el corredor, los más jóvenes incluso corrían. Alessandro los siguió. Cuando miró fugazmente por una ventana que daba acceso a la plaza de San Pedro, vio que la guardia suiza reculaba ante una fuerza muy superior de lansquenetes, y que ya docenas de ellos yacían muertos en el suelo.

Más gritos. Los españoles y alemanes penetraron en el Vaticano mientras los guardias de palacio trataban de contenerlos con sus últimas fuerzas. Alguien empujó a Alessandro, pero de pronto nadie logró moverse. Ante ellos se encontraba el puente abierto, de madera, que conducía a la fortaleza… Se oyeron cañonazos. Los defensores de la ciudad disparaban ininterrumpidamente desde el borgo allí donde creían que se encontraban los atacantes, acertando a los palacios de los embajadores, las pensiones de peregrinos, las hospederías… Los primeros prelados pasaron corriendo por el puente, a uno lo alcanzó el disparo de un arcabuz español y se precipitó hacia el suelo, las alabardas brillaron… Alessandro no quiso mirar…

—¡Proteged al Papa! —gritó alguien—. Su ropa blanca ofrece una diana clara.

La hija del Papa
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